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No nos engañemos, la profesión más antigua

del mundo es la de ladrón.

R. EDER, Ironías

– Por favor, el seis ganador, cinco veces. Y la gemela seis-ocho, tres veces. También otras tres veces el seis con… con el cinco, con el cuatro y con el nueve. Y también…

El hombre gordo comprobó cuidadosamente que le habían vendido las apuestas solicitadas. Después, satisfecho, se retiró de la ventanilla guardándose la cartera en el bolsillo del pantalón, mientras volvía a consultar el programa. Fue en ese momento cuando actuó el Pinzas, que aguardaba pacientemente tras él en la cola. Ninguna cámara de seguridad habría podido captar su gesto, oculto por la posición de su propio cuerpo. No, para ver el fugaz y elegante juego de manos hubiéramos necesitado a un observador de agudeza sobrenatural, quizá el Dios del obispo Berkeley o un vigía de rango semejante. Y sólo tan elevada como improbable criatura podría zanjar la duda básica que suscita este caso: ¿llegó a entrar realmente la cartera en el bolsillo, para ser extraída de allí con celeridad prodigiosa, o nunca alcanzó puerto sino que pasó de una mano a otra mientras una presión a la altura debida en la tela que cubre el muslo fingía en el bolsillo el peso que nunca fue? En cualquier caso la perplejidad resulta ya meramente bizantina porque lo que cuenta es el resultado técnico: el hombre gordo se fue sin la cartera y el Pinzas se anotó su primer tanto del día.

Ya era hora, desde luego. Hasta ese momento, el Pinzas estaba francamente descontento de sí mismo. ¡Un sábado soleado, el hipódromo alegremente lleno de candidatos al expolio de la más variada condición y habían transcurrido ya dos carreras sin pescar absolutamente nada! No es que el Pinzas fuese apresurado ni ambicioso, tenía para eso demasiados años de práctica a sus espaldas. El primer mandamiento de su decálogo profesional ordenaba la paciencia por encima de todo. Siempre que lo había transgredido, acabó en comisaría. ¿Otros mandamientos? Fijar bien el objetivo y familiarizarse con él (hacerse su sombra, en la jerga del Pinzas, hasta el punto de que la cartera del prójimo vigilado llegase a parecerle suya incluso antes de apoderarse de ella); anticipar la ocasión favorable un minuto antes de que efectivamente se presentara, de tal modo que la mente iniciaba el gesto definitivo anticipándose con visión de futuro al instante de ponerlo en práctica; llegado el momento, actuar con decisión, sin vacilación ni enmienda, siempre una sola vez y no más; si el gesto fracasaba a la primera, renunciar de inmediato, nunca insistir, alejarse discretamente y buscar otro objetivo. Y aguardar, siempre aguardar: cuanto hiciese falta y hasta un poco más todavía.

Pero incluso siguiendo estas sanas reglas de conducta -así reflexionaba el Pinzas, que siempre mostró inclinación por la consideración general, incluso filosófica, del empeño humano en este mundo hostil-, lo cierto es que solían detenerle a uno. Veamos: él se consideraba sin vanagloria ni falsa humildad entre la gama alta de su gremio. Pues, bueno, aun así lo normal era que le pillasen al menos una vez cada tres meses. Su récord, establecido precisamente el pasado año, estaba en doscientos quince días operativos sin interrupción legal. Una racha de suerte, para qué engañarse. El período de bonanza normal oscilaba entre noventa y ciento diez. Después, el manido fastidio del calabozo, la inane charla con el juez, el breve paso por algún establecimiento público cuyo funcionamiento conocía desde luego mejor que sus administradores. ¿Merecía la pena ese trasiego? El Pinzas suspiró (aunque sólo mentalmente, porque mientras tanto se desplazaba con diligencia desde las taquillas de apuestas hacia el paddock, así que no era cosa de derrochar aliento) y se dijo que la pregunta adecuada no era ésa, sino más bien esta otra: ¿tengo alguna otra alternativa fiable, rentable y alcanzable, aquí, ahora y a mi edad? Como tantísimos otros antes que él -profesores de metafísica, banqueros, políticos, grandes generales, esposos y esposas sin alivio, vendedores de electrodomésticos, el mismísimo Héctor dubitativo antes de enfrentarse a su asesino Aquiles-, la respuesta que se volvió a dar el Pinzas fue la misma de siempre, la previsible, la irremediable, la que a fin de cuentas mejor nos arropa: no.

En torno al paddock, por cuyo circuito discurrían ya ensillados algunos de los participantes de la próxima carrera a fin de someterse al escrutinio de los aficionados, se concentraba un moderado grupo de expertos y simples curiosos. La mayoría de ellos -pensó el Pinzas, que seguía de talante amargo pese a su reciente éxito- no eran capaces de distinguir un caballo inválido de un campeón ni aunque llevara muletas. Asistían al carrusel equino con cabeceos de entendidos pero en el fondo por mera rutina, a la espera de algún soplo llegado «de la boca misma del caballo» (como suele decirse) que los sacara de su ignorancia y les permitiera después alardear de dotes adivinatorias. Pero el carterista no estaba allí para descubrir al ganador sorpresa de la prueba, sino para efectuar otro sustancioso ejercicio de pericia en algún bolsillo descuidado. Y desde tal perspectiva, el panorama no resultaba demasiado prometedor: la gente era numerosa pero no estaba apretujada, de modo que cualquiera podía intercalarse entre los mirones sin dar codazos aparentemente justificados ni fingir empujones circunstanciales que permitiesen el culpable milagro de la sustracción. Con otro suspiro moral de los suyos, el Pinzas añoró la cerveza despreocupada paladeada a sorbitos en el rincón de un pub lleno de humo, en compañía de buenos amigos. Se regodeó en la imagen nítida de su sueño nostálgico, dolorosamente clara y seductora. Imposible, sin embargo: porque ya no dejaban fumar en los pubs, maldita sea; y además él no tenía verdaderamente amigos.

Algunos conocidos, todo lo más. Por ejemplo, el tipo atildado que estaba prácticamente al lado suyo. Sabía que le llamaban el Profesor y que era un auténtico entusiasta de las carreras. Por lo general, los hípicos arrebatados -esos que aúllan durante toda la recta final tratando de propulsar con ultrasonidos a su favorito y luego se arrancan el pelo desesperados maldiciendo «¡Por una cabeza!» o agitan felices su boleto ganador ante las narices de todos los circundantes- solían ser los mejores «pacientes» del Pinzas porque llevados por el arrobo del momento es fácil que presten menos atención de la debida a sus carteras. Precisamente por eso, en una memorable tarde hace menos de un año, el Pinzas se arrimó con disimulo profesional a la retaguardia del Profesor cuando éste gritaba hasta enronquecer y trataba de mantener ante sus ojos los prismáticos que bailoteaban de emoción: «¡Venga, Espíritu, vamos, campeón!» La situación era propicia y ya la mano hábil levantaba con suavidad el faldón de la chaqueta para acceder al prometedoramente abultado bolsillo posterior del pantalón. En ese momento los caballos cruzaron la meta y de pronto el Profesor se volvió bruscamente, como si no pudiera seguir soportando el espectáculo de la pista. Pero no fue ese sobresalto lo que conmocionó al Pinzas, que de inmediato había resguardado la mano en su propio bolsillo con plena naturalidad. No, lo que le dejó atónito fue que el Profesor estaba llorando: dos regueros húmedos le surcaban las arrugas de la cara y sollozaba. Coño, sollozaba de verdad, en plena tribuna, entre la gente que aplaudía o comentaba el resultado de la carrera. «¡Como un niño!», pensó el Pinzas, con un sentimiento raro que tenía algo de desdén, claro, porque él era un hombre de mundo, pero también mucho de inesperado afecto. A partir de ese momento, sin reflexión precisa ni más argumentos, el Pinzas borró al Profesor de su lista de objetivos potenciales.

Pero ahora, en el paddock, el Profesor estaba menos atento que de costumbre al carrusel de los caballos. Comentaba algo con mucho interés a la persona que le acompañaba, un tipo con gafas y mal afeitado al que el Pinzas no recordaba haber visto antes por el hipódromo. «Nada de nada, como te lo digo. Ni el entrenador ni nadie sabe nada. Todos lo mismo: Kinane no ha venido hoy, Kinane no vino ayer ni anteayer, Kinane falta desde la semana pasada. Y se encogen de hombros. De ahí no hay quien los saque.» Como siguiendo la consigna general, su interlocutor se encogía también de hombros. «Pues, chico, si no te cuentan nada a ti, que conoces a todo el mundo…» Y siguieron dándole vueltas al asunto, fuera el que fuese, pero en cuyo debate volvía una y otra vez un mismo nombre: Kinane, Kinane…

Ese apellido tenía para el Pinzas resonancias especiales, y no sólo ligadas a los éxitos hípicos del jinete (que le interesaban poco, porque el Pinzas era un trabajador del hipódromo y no un aficionado a las carreras). Estaba vinculado a una reciente hazaña, aparentemente menor pero que por su especial riesgo le había hecho sentirse bastante satisfecho de sí mismo: su incursión furtiva en el cuarto de jockeys, por primera vez en tantos años de profesión. Hay jinetes que viven estrictamente al día, pero otros son pudientes, incluso algo más: ricos. Y algunos de ellos llevan encima habitualmente bastante dinero y hasta objetos de valor, porque frecuentemente se apresuran de hipódromo a hipódromo en un mismo día sin tiempo siquiera de regresar a sus casas. ¿Dónde suele quedar ese tesoro cuando sus propietarios salen a competir en una de sus cabalgadas? Pues precisamente en el cuarto de jockeys, el sanctasanctórum que sirve de escenario para el cambio de las ropas talares por las sedas policromas que caracterizan su oficio, como sacerdotes que toman los hábitos antes de una ceremonia. Es un lugar vigilado, desde luego, pero -como tantos otros santuarios- menos de lo que debiera: a los rutinarios feligreses no les es fácil imaginarse la probabilidad del sacrilegio. Colarse en él le exigió al Pinzas más resolución que verdadera habilidad: cuestión de caradura, ni siquiera de arte.

Una vez dentro, mientras todos se concentraban en el drama de la carrera -unos como protagonistas y otros como espectadores-, tuvo ocasión de actuar a sus anchas: las febles taquillas apenas puede decirse que constituyeran un reto para él. Los beneficios logrados fueron bastante menores de lo esperado, seamos sinceros, pero la satisfacción moral obtenida no resultó pequeña. Quizá lo más sustancioso del botín le vino precisamente de las posesiones (que cambiaron inmediatamente de dueño) del tal Kinane. Dinero en efectivo, una estilográfica anticuada y valiosa -él sabía dónde vender con el mejor provecho ese tipo de mercancías- y hasta un amuleto de oro en forma de serpiente que se mordía la cola. Incluso un teléfono móvil de última generación que tenía entre sus prestaciones la de servir como un minúsculo ordenador y que el Pinzas prefirió también vender antes de afrontar el reto de aprender a utilizarlo. Por tanto ese apellido, Kinane, Kinane… sonaba para los oídos del Pinzas como una grata balada irlandesa.

Andando o mejor trotando con premura, el Pinzas se dirigió al bar principal. Tenía que darse prisa si no quería perder la tarde por completo. A esas alturas de la jornada, como bien había supuesto, el local estaba ya agobiante y hasta pavorosamente concurrido. Para qué engañarse, aproximadamente un buen treinta por ciento del público no venía propiamente al hipódromo, sino, para ser precisos, al bar del hipódromo. En líneas generales, su idea de pasar jubilosamente la tarde hípica no incluía por obligación cobrar un buen dividendo en alguna carrera ni ver una monta extraordinaria, pero implicaba sin rodeos cogerse una buena cogorza. Hombre de mentalidad escépticamente abierta, tolerante siempre e incluso ocasionalmente volteriana, el Pinzas no tenía nada que objetar a este proyecto festivo. Si acaso, le extrañaba que para emborracharse tanta gente necesitara desplazarse hasta un hipódromo, dado que el sin duda gratificante paraíso etílico es de los mas portátiles y de más fácil acceso doméstico que hay. Pero la sencilla verdad es que todos los seres humanos estamos un poco chalados y hasta no estarlo es una forma especial de chaladura también (el dictamen es de Pascal, pero el Pinzas -que no tenía el gusto ni el disgusto de conocer a Pascal- había vuelto a descubrirlo por su cuenta, sin vanagloriarse de ello). Filosofías aparte, la embriaguez tiene efectos mejores o peores según las personas, aunque es una constante que disminuye la desconfianza instintiva propia de cada ser humano hacia su prójimo y la capacidad de salvaguardar los propios bienes. De modo que el Pinzas la tenía por una aliada fiel cuando afectaba a los demás y un peligro atroz si la disfrutaba él. Desde luego en el hipódromo estaba a salvo de este último delicioso riesgo porque jamás bebía en su jornada laboral.

En el bar no había humo, como solía ser asfixiantemente habitual hasta hace poco, porque como ya queda dicho estaba prohibido fumar. ¡También allí, donde fumar había sido la mitad del placer de beber! Lo cual tenía como principal efecto que los frustrados fumadores bebieran ración doble para olvidar que no fumaban. De tal modo que la ruidosa bruma de la embriaguez, audible pero no visible aunque casi palpable, saturaba el recinto, empequeñecido por el griterío de quienes ya no podían articular la palabra humana con precisión pero aún eran capaces de berrear con denuedo. Cuando entró el Pinzas, el estruendo orgiástico le rodeó como una especie de apremiante compromiso colectivo que afeara su sobriedad. La barra, donde se afanaban un par de matronas serviciales, estaba amurallada por un cerco de suplicantes que intentaban hacer oír sus pedidos de euforia bebible por encima de la barahúnda montada por sus rivales en idéntico empeño. Los televisores del local -inaudibles, claro está, por las razones antedichas- informaban gráficamente de las cotizaciones de las apuestas y de los preparativos de la carrera, pero allí el interés general se centraba en otra liquidez menos monetaria.

En el rincón de la derecha, en torno a una mesa inverosímilmente llena de jarras, vasos y botellas de todos los formatos, habían plantado sus reales un nutrido grupo de bacantes. La mayoría eran de mediana edad, aunque un par de ellas pertenecían al agradable gremio de las adolescentes prematuramente desarrolladas. Se sentaban en las sillas en torno de la mesa, en las rodillas de las que ocupaban las sillas y algunas estaban despatarradas en el suelo, resbalando en ángulo bastante obtuso con la espalda apoyada en la pared. Se uniformaban con la misma moda (vestidos chillones, ceñidísimos, mostrando la mayor cantidad posible de carne blanquecina y moteada, zapatos con tacones de aguja que pocas calzaban aún y rodaban punta arriba por el suelo en torno suyo, en conjunto bastante apetecibles contra toda estética como sólo pueden serlo el ansia y el descaro) y exhibían todos los grados de la borrachera, desde la euforia de carcajadas gritonas o gritos carcajeantes hasta la semiconsciencia de las que yacían privadas de la palabra y la posición erguida pero sin embargo mantenían una copa valientemente alzada en espera de verla de nuevo llena, mientras rumiaban indescifrables obscenidades en el secreto de sus úteros. El Pinzas las consideró, valoró y descartó laboralmente con su mirada experta. Luego, mientras progresaba hacia la barra con paso furtivo y los ojos aparentemente fijos en el televisor, casi fue atropellado por una de ellas -de las más altas y voluminosas- que marchaba en la misma dirección con orondo bamboleo coloidal, encargada por las demás de la misión casi imposible de conseguir un último trago. La miró de reojo con cierta desaprobación porque, pese a su probada anchura de criterio moral, el Pinzas era más bien pudoroso y casi ascético en sus relaciones con el sexo enemigo.

Bien, ahí estaba la barra, festoneada de ávidos y atontados borrachos, por lo que ahí tenían necesariamente que estar las presas. En la vida nada hay seguro sino para quienes están vitalmente seguros de algo: el Pinzas ya no dudaba de que por fin obtendría en el bar ese beneficio buscado y necesario que hasta el momento le volvía la espalda. Sin embargo, hay que añadir un codicilo al apotegma anterior: en la vida nada hay seguro sino para quienes están seguros de algo, pero a veces tampoco para ellos -los únicos que lo merecen- será seguro lo seguro. «Mala tarde, mala tarde», gruñó para sí el Pinzas, desde luego sin mover los labios. Porque entre los que repartían codazos voluntariosamente para conseguir un trago estaba ni más ni menos que el obeso apostante cuya cartera figuraba solitaria como único trofeo de la jornada. Su tendencia natural a la congestión estaba evidentemente acentuada por numerosas libaciones -el Pinzas no pudo por menos de preguntarse quién se las habría costeado desde que perdió sus fondos-, pero el enrojecimiento se hizo purpúreo cuando su mirada suspicaz reparó en el discreto prestímano. Los ojos saltones parecieron proyectarse fuera del rostro porcino y se clavaron en el Pinzas, que se volvió inmediatamente para contemplar con enorme detalle e interés las protuberancias de la buena señora que bregaba a su lado juntamente por conservar el equilibrio y por obtener más bebida para perderlo ya del todo. Ahora el gordo se debatía en la multitud pero evidentemente no para acercarse a la barra sino más bien con objeto de alejarse de ella, mientras reclamaba la atención de un par de amigos no menos adiposos que él y señalaba con poco disimulo hacia el Pinzas. Mejor dicho, hacia donde el Pinzas había estado un instante antes, porque ahora se había deslizado con toda la urgencia del caso rumbo a aguas más tranquilas.

Esas aguas eran, claro, el water. La etimología de la palabra «retrete» implica la idea de retiro, de íntimo recogimiento, de lugar privado a salvo de miradas indiscretas: en francés, retraite significa «retirada» (la de un batallón acosado por el enemigo, por ejemplo) y en los cuarteles españoles tocan «a retreta» para señalar la hora en la que los soldados deben reunirse con sus catres y compartir sueños de gloria. Aunque desconocía estas particularidades filológicas, el Pinzas actuó instintivamente de acuerdo con lo que indicaban: buscó su eventual refugio y santuario tras la puerta que, por cierto engoladamente, reclamaba: «Caballeros.» Tenía la viva impresión de que más pronto que tarde iba a verse en una de esas situaciones de estrés que hacen especialmente desagradable la vida moderna, sobre todo a los profesionales autónomos. El higiénico recinto no estaba vacío, aunque sus ocupantes no parecían implicar amenaza especial: en el mingitorio se aliviaba concienzudamente su viejo conocido, el Profesor, mientras que el amigo forastero que le acompañaba en el paddock estaba en ese preciso momento lavándose las manos. Sin prestarles demasiada atención, el Pinzas ocupó también su puesto en un lavabo, quizá inconscientemente presa del afán de borrar con abluciones una culpa moral, tal como en su día intentó Poncio Pilatos antes de su pecado o de igual modo, aunque casi anteayer y después de haberlo cometido, Lady Macbeth.

Pero mientras el agua corría entre sus dedos pecadores, el Pinzas no olvidaba que su primera obligación era librarse de la cartera incriminatoria (que aún no había vaciado de efectivo para después arrojarla a una papelera, lo cual quizá indicaba que comenzaba a volverse irresponsablemente torpe). Se secó las manos con una toalla de papel que después fue a parar en seguida al cubo dispuesto al efecto, llevándose con ella la cartera misma y, ay, la recompensa que contenía pero a la que el Pinzas intuía que no había más remedio que renunciar. Todo velocísimo y aun así justo a tiempo, porque en ese mismo momento la puerta se abrió casi con violencia para dar paso al hombre gordo que ya conocemos, seguido de otros dos gordos muy semejantes a él que ni conocemos ni falta que nos hace. Uno de los recién llegados bloqueó la entrada como un guardameta bravucón y barrigudo, mientras los otros avanzaban hacia el Pinzas.

– ¡Tú…! -rugió sin elocuencia el gordo damnificado, mientras le apuntaba con el dedo.

– Perdone… ¿me habla a mí? -Admitamos que tampoco el Pinzas logró desplegar en esa fórmula conocida todo el ingenio del que sin duda era capaz.

Apoplético, incandescente, el gordo barbotó una retahíla de acusaciones que difícilmente hubiera sido estimada por ningún jurado serio: «¡Ladrón! ¡Tú eres…! ¿Dónde está mi cartera?… ¡Hijo de la gran puta! ¿Me tomas por gilipollas? El gilipollas lo será tu padre… Hijo de…» Todo lo cual no llevaba a nada concreto, salvo la admonición final, inequívoca, mientras agitaba ante la nariz del Pinzas un puño del tamaño de un asteroide matadinosaurios: «¡Ahora vas a ver! ¡Ya vas a ver!» ¿Por qué no reconocerlo francamente? En ocasiones como ésta, el Pinzas prefería entendérselas directamente con los policías, menos personalmente implicados en tan desagradables asuntos. Una cosa es pasar el trámite carcelario, que formaba mal que bien parte de su trabajo, y otra muy distinta ser descalabrado por uno o varios energúmenos. El Pinzas extendió sus manos inocentemente vacías a modo de parapeto ante su frágil cuerpo -realmente minúsculo en comparación con la división acorazada que se le venía encima- mientras musitaba con trémula cortesía: «Por favor, amigo, no sé de qué…» Pero lamentablemente el vociferante avance de sus adversarios continuó como si nada.

– Un momento, vamos a ver: calma, por favor. Creo que aquí debe de haber un malentendido… -El Profesor se interpuso con plácida determinación.

– ¿Y usted quién puñetas es? -resopló el gordo, tras un brusco frenazo para no chocar contra él-. Venga, largo, no se meta en lo que no le importa.

El Profesor adoptó el tono académico que le había hecho ganarse su ya acrisolado apodo:

– Mire usted, señor, vengo a menudo a este hipódromo y conozco bien a ese caballero. -El caballero Pinzas no dio muestras de orgullo o vanagloria al recibir su título-. Respondo por él, es un excelente aficionado.

– ¿Aficionado? -Si hubiera sido posible, el gordo habría aprovechado esta ocasión para congestionarse aún más-. ¡Yo le diré cuál es su principal afición! Me ha robado la cartera, eso es lo que ha hecho su famoso aficionado. Y juraría que no es la primera vez…

Siguió un breve y algo convulso intercambio de palabras, en el que cada una de las dos partes reafirmó su planteamiento inicial sin aportar novedades dignas de mención. En ese momento de impasse, el compañero del Profesor -a quien casi todo el mundo, fuera de los hipódromos que no frecuentaba, conocía por el Doctor- se agachó sobre la papelera un instante para alzarse de inmediato con una pesca milagrosa.

– Perdone, vamos a ver. Me parece que aquí está su cartera.

El propietario no pareció tan contento como debiera al recuperarla, ni siquiera después de comprobar rápidamente que el dinero no había desaparecido.

– De modo que éste es el jueguecito que se traen, ¿eh? Como les he descubierto, ahora me devuelven lo robado y creen que así van a irse de rositas. ¿Qué os parece, chicos?

El primero de los enormes «chicos» demostró su escándalo ante tanta desvergüenza por medio de una especie de furioso rebuzno, mientras el otro oscilaba la cabeza a uno y otro lado como si no pudiera comprender semejante abismo de perversidad.

– ¡Vamos a ajustarles las cuentas!

Conocedor por otros incidentes similares de que su utilidad en la pelea cuerpo a cuerpo era sumamente limitada, el Pinzas se replegó a un segundo frente situado detrás del lavabo. Mientras, el Doctor paró el manotazo de uno de los chicos antes de que llegara a rozarle y mantuvo el brazo del agresor inmovilizado con una presa de muñeca, en tanto comentaba con sequedad: «Venga, haga usted el favor.» Siguiendo la conocida técnica de la lucha japonesa «sumo», el gordo intentó utilizar su corpachón para apisonar al Profesor, pero éste permaneció bien aplomado sin retroceder, aunque seguía ofreciendo comentarios apaciguadores. El tercer mosquetero del partido de los obesos, sabiendo que su intervención sería decisiva para desequilibrar el empate, continuó por un instante dubitativo, aunque sin dejar de golpear con su puño derecho la palma de la mano izquierda en busca de inspiración.

Desde la puerta, que se había abierto y vuelto a cerrar sin que ninguno lo advirtiese, alguien entonó con relativo acierto la ramplona sintonía de la serie «Enfermeras en Acapulco». El recién llegado superaba en envergadura a cualquiera de los gordos ya presentes, aunque en un formato más compacto y menos adiposo, pero impresionaba sobre todo por su desaforada barba negra y por el aura de musculosa agilidad que le rodeaba.

– ¡Muchachos! ¿Cómo lo lleváis? Tutto bene? -entonó con campechanía. Contemplaba la escena del lavabo con una sonrisa feroz, como si los hubiera sorprendido fumando a escondidas o en alguna otra actividad un poco más indecente.

En la misma clave despreocupada, el Profesor le contestó:

– Tutto Pavarotti! Ya ves, Comandante: aquí, charlando con unos amigos. -Y añadió de inmediato, dirigiéndose a los supuestos «amigos»-: ¿Qué pasa, os vais ya?

Se iban, qué remedio. El tripartito de inflados ceporros no era un cuerpo de élite: rehuía el enfrentamiento en cuanto la ventaja no estaba claramente de su parte. La aparición del Comandante liquidó su moral de combate, dejándoles tan sólo la negra bilis del resentimiento. Rezongó exabruptos al salir el gordo número uno -«jodertodosigualescómoselomontanyanosveremosveréiscómonosvemosestonoacabaasí»-, pero decidió prudentemente no armar más lío porque a fin de cuentas se iba con su cartera incólume en el bolsillo. Los otros dos, menos concernidos por el asunto, le siguieron con la mayor prontitud. En cuanto se cerró la puerta tras el trío barrigudo, el Profesor y el Doctor volvieron otra vez a lavarse las manos parsimoniosamente tras intercambiar un breve guiño irónico. Como era de esperar, al Comandante no le faltó más que darse puñetazos en el pecho como King Kong, antes de lanzar el grito glorioso de Tarzán.

– No me deis las gracias, me pagan por salvaros la vida de vez en cuando…

Los otros dos volvieron a mirarse, suspirando. Pero el más emocionado y hasta un poco contrito era el Pinzas. Probablemente porque en realidad tenía una sensibilidad moral más acusada que ninguno de los demás, aunque no carente de extravagancias, subterfugios y desvíos. Su ética -de la que lamentablemente nos es imposible hablar aquí con la debida extensión, pese a su indudable interés- era más oriental que occidental, incluso más nipona que griega: no se basaba en la culpa sino en la deuda (retrocede Prometeo y avanzan los siete samurai). En vez de abandonar de inmediato el recinto agobiante de la reciente confrontación -tal como aconsejaba el sentido común y desde luego le pedía el cuerpo-, se quedó un rato, remoloneando y meando para disimular. Luego, con la mirada baja de otra Andrómeda rescatada por Perseo del dragón, murmuró al Profesor:

– Gracias. Me gustaría hacer algo…

Secándose las manos, el interpelado descartó con un cabeceo tanta gratitud y comentó sonriendo que sería suficiente recompensa para ellos saber que sus monederos estaban a salvo y lo seguirían estando de ahora en adelante. Pero el Pinzas no se ofendió por la alusión y siguió fiel a la veneración hacia sus benefactores:

– Tengo algo… por si os interesa. Antes, en el paddock, he oído que andabais detrás de Pat Kinane.

Los tres oyentes convergieron de inmediato sobre él, con una atención casi ominosa. El Profesor le animó a proseguir.

– Por una casualidad de ésas… -El Pinzas luchaba consigo mismo, pero el agradecimiento es la ley más alta y la más noble-. ¡Las casualidades de la vida! Resulta que tengo una cosa de Kinane que a lo mejor puede interesaros.

– ¿Sabes dónde está? -inquirió perentorio el Doctor.

El Pinzas se encogió aún más, como si hubiera bajado la temperatura veinte grados de golpe.

– ¡Ni idea! Pero llevaba esto en su cartera…

Era una tarjeta de visita, de un club o casino, algo así, llamado «Al Trote Largo». Prometía «¡apuestas y tragos, diversión!». El Profesor le echó una ojeada y se la pasó al Doctor.

– Esto no significa nada, quizá alguien se la dio y la guardó por no desairar.

– La llevaba en la cartera -insistió tercamente el Pinzas, sin considerar oportuno ni siquiera necesario aclarar cómo conocía tan a fondo la cartera de Kinane-. Y no tenía sólo una: guardaba cuatro. Cuatro iguales.

Se las ofreció al Profesor, que las barajó murmurando «Cuatro, ¿eh?». Las miró por delante y por detrás. En el reverso de una de ellas, escrito con bolígrafo, podía leer se: «Seguir la Buena Suerte.» Enarcando las cejas, se la pasó al Doctor sin añadir palabra.