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Una cosa viva es conservada y alimentada en
secreto en una vieja casona.
H. P. LOVECRAFT, Libro de apuntes
¿Estaré soñando también ahora? Por favor, no… He vuelto a Taxco, después de tantos años. Aquí fui entonces realmente feliz, durante una eternidad mucho más larga de lo habitual: un par de gigantescas y cautivadoras semanas. De cabo a rabo felices, sí, señor, al menos vistas en retrospectiva lontananza. Jon se mostraba atento, amable, buen compañero. Le había dado desde que aterrizamos en México la ventolera de complacerme y se entregaba a ella con el mismo entusiasmo que siempre ponía en sus caprichos. Admirado, arrobado, agradecido, no opuse la menor resistencia al insólito destino favorable. Incluso me permití la temeridad de abusar un poco a veces de la buena suerte y mostrarme tímida pero obstinadamente difícil en menudencias. Nada, el dios continuaba de cara y sonreía, obsequioso. Después, por la noche, mientras Jon roncaba y pedorreaba gloriosamente cerca, yo rememoraba con delicia y espanto en la oscuridad mis atrevimientos quisquillosos de la jornada: «¡Te la vas a cargar, verás como al final te la cargas!» Pero no me la cargué y las dos semanas eternas, fugacísimas, transcurrieron en la monotonía insaciable de la dicha. Constituyen ya en mi memoria una cápsula invulnerable de júbilo inmerecido que ningún tormento anterior ni posterior sabrá nunca derogar. Luego me la cargué, ça va sans dire, aunque sucedió convenientemente después del aterrizaje de regreso. Pero lo de antes, aquellos días de Cuernavaca y Taxco, no fue un sueño, no, señor, ni ahora tampoco debe de serlo.
Recuerdo perfectamente esta calle, moderadamente en cuesta, con sus tres comercios consecutivos de chucherías en plata mexicana. Fue en el tercero, en el más próximo a la esquina (al final de la cuadra, como dicen aquí) donde compré para Jon y para mí dos anillos iguales, con la serpiente que se muerde la cola, Ouroboros, el infinito, Quetzalcóatl, yo qué sé: una de esas baratijas para celebrar el momento de alegría y que años después nos pondrán miserablemente tristes cuando las encontremos sin el brillo feliz de la hora perdida en el fondo de un cajón. Ahora, por lo visto, ya no venden anillos ni broches en esa platería, porque en el escaparate sólo veo tazas, tacitas y tazones, de todos los tamaños, pero siempre refulgentes y metálicas. Da igual, no pienso comprar nada, no tengo a quién ofrecerle regalos. Un poco más allá, en la esquina, sigue el mismo restaurante de entonces, de entrada estrecha y fondo largo, inacabable, agobiado de mesas en su mayoría vacías. En una de ellas tomamos entonces ni se sabe cuántos tequilas, acompañados por sus sangritas respectivas, yo bebía en aquellos tiempos, cuanto más bebía mejor me encontraba, pero antes o después lo estropeaba todo, por beber. O quizá la bebida no tuviese la culpa. Luego, entonces, antaño, ya bien colocados, tomamos pechugas de pollo sumergidas en mole poblano, oscuro y denso, como esos animales prehistóricos atrapados en la ciénaga de brea cerca de Los Ángeles. Nos gustaron muchísimo, acabamos con churretes de mole por la barbilla y la camisa, con los labios pringados: así nos besamos. Más tarde, por fin en el hotel, tuve que vomitar, supongo que tanto tequila no se lleva bien con el mole. Pero yo seguía contento, como unas pascuas, como no he vuelto a estar.
Ahora paso de largo frente a la puerta oscura del local, de donde sale un grato relente picante y carnoso. Lo que a mí más me gusta, la cocina que excita e indigesta: lo demás es mera nutrición, que también puede hacerse por vía intravenosa. Pero no es aún mi hora de comer, o ya he comido, o no tengo hambre. De modo que doblo a la derecha y subo por la calle que cruza, empinadísima, más propia para la escalada que para el paseo. Hay muchas así en Taxco, aunque creo que ésta es la más vertical de todas. Al cabo de un rato el ascenso se hace tan penoso que debo buscar apoyo y propulsión para seguir subiendo en las rejas de las ventanas, los buzones de correos y algunos árboles escuálidos, inclinados sobre el vértigo de la posible caída. Nada, que me resbalo, me voy hacia abajo, la degringolade. Para defenderme avanzo doblado hacia delante, grotescamente, con más de medio cuerpo casi paralelo al suelo como Buster Keaton luchando contra el vendaval en aquella escena famosa. Y subo la cuesta por fin, llego a la cima. Aquí reina la paz, comienzan los arreboles del crepúsculo y encuentro un jardín.
Hay grandes árboles frondosos y arbustos robustos que también me parecen frondosos, yo en cuanto a especies vegetales no conozco más que las frondosas y las otras, las que han perdido -¡pobrecillas!- su frondosidad. También distingo los gladiolos de las palmeras, pero eso ahora no viene al caso. El jardín está recorrido por senderos, que a veces se bifurcan como era de suponer, y yo recorro esos senderos que recorren el jardín. También hay bancos, aunque no son de madera o metálicos sino de cemento, cubiertos con losetas de cerámica que repiten arabescos y figuras felinas o simiescas. Por un instante, por suerte breve como suelen serlo siempre los instantes, especulo sobre la posible influencia de Gaudí en el diseño de las zonas ajardinadas de Taxco. Pero por ahora yo desdeño los bancos, desconfío de ellos, prefiero seguir caminando. Y mientras paseo por el jardín se me ensanchan los pulmones y se me encoge gratamente el alma, porque siento lo lejos que estoy de mi casa, lo difícil o largo que me será volver y que a fin de cuentas nadie me espera allí ni me desea aquí. Delicioso, terrible, deliciosamente terrible… Entonces, a la altura de mis ojos, descubro un pequeño pájaro que salta débilmente de rama en rama. Es precioso, recubierto de un plumón azul brillante que se va volviendo verde esmeralda en el pecho hasta llegar a las patitas rojas. Una joya viviente, cálida y palpitante. Está tan a mi alcance que no puedo resistir la tentación de acariciarle y de sentir en mi propia piel su caricia guateada. Tiendo la mano con cuidado pero no se asusta ni se retira. Al contrario, parece tropezar y enredarse con mis dedos que no le oprimen. Agita un poco las alitas… ¡Qué pájaro tan confiado! No, es inverosímil tanta confianza, debe de estar herido o enfermo. En efecto, resbala entre mis dedos y poco a poco, a trompicones, va cayendo hacia el suelo, rebotando en las ramas. Está moribundo, acabado, kaputt. Mientras cae va perdiendo sus hermosos colores y volviéndose primero pardo y luego gris. Al final yace sobre el polvo seco y en cogido, patas arriba, color ceniza, empezando a apestar tibiamente. ¡Qué asco, qué pena! Y el asco y la pena me despiertan. Vaya, también esta vez era un sueño. Todo es sueño, para qué engañarnos.
Cuando estoy dormido no puedo evitar el acoso de las pesadillas; pero cuando estoy despierto no puedo evitar el acoso del Comandante, que me telefonea de vez en cuando con propósitos chocantes. Francamente, no sé qué es peor. Por ejemplo hoy, que yo me había tomado como día de descanso y meditación íntima aprovechando que el Príncipe, acompañado por el Doctor, proyectaban pasar la velada en ese local de ópera en directo del que nos habían hablado. La verdad es que me hubiera gustado que me eligiese a mí como acompañante, pero por lo visto evita el mano a mano conmigo. ¡Mano a mano, ay! De modo que me puse la bata y las zapatillas, preparé una deliciosa ensalada con tomate cherry, patata cocida, rúcula, pimiento rojo, aceitunas, atún en aceite de oliva… todo muy sano, admítanlo… pero luego mucho chile jalapeño bien picado y salsa de soja con wasabi. Tenía pensado ponerme el DVD recién comprado de la versión remasterizada (¡y coloreada por el gran Ray Harryhausen!) de She, la antigua y clásica, aunque no fuera más que para ver otra vez hacerse el héroe a Randolph Scott. Un programa razonablemente delicioso, en perfecta adecuación a mi edad y condición erótico-familiar (vacíos ambos casilleros). No diré que me sentía feliz, claro, digo tonterías aunque no de ese calibre, pero puedo quizá señalar que me sentía reconciliado, eso es, reconciliado con mis limitaciones, con mi frustración, incluso con el brío ajeno del mundo que a la primera de cambio me larga una coz. En cualquier caso, incluso en el peor de los casos, me disponía a disfrutar de tres horas de relax y anestesia. Entonces, precisamente entonces, irremediable e inevitablemente entonces, sonó el teléfono. Recuerdo que al descolgar lancé una invocación al gran vacío: «¡Dios mío, por favor, que no sea el Comandante!» Era el Comandante. Me anunciaba su llegada en cosa de media hora y me recomendaba proveerme de ropa cómoda, deportiva, «de comando». Ese bárbaro considera normal tener uniformes para comandos colgando entre las mudas y las chaquetas de entretiempo. Oír su vozarrón imperioso me dejó helado: era Atila avisando de su próxima invasión a Roma: «¡Id preparando las vestales, venimos con ganas de violar!» Seguí en bata, obstinado y rebelde, como Catón en Utica. Resistiré, resistiré… actitud meramente de fachada, porque yo sabía que estaba vencido de antemano. Antes de que hubiera tenido tiempo para reunir fuerzas, en un plazo milagrosamente breve, ya estaba llamando a mi puerta. Por lo visto me había telefoneado antes desde la acera de enfrente o desde el mismo portal, porque de otro modo resulta inexplicable.
Claro que, en cuanto hizo su aparición abrumadora, todas las pequeñas explicaciones que pudieran intrigarme sobre aspectos circunstanciales resultaron inmediata mente superfluas. Su apariencia era más hirsuta y ciclópea que nunca, su atuendo (zamarra, pantalones y botas militares, probablemente del ejército de Pancho Villa) especialmente abominable, incluso me pareció que vociferaba y canturreaba más que otras veces. Una pesadilla… ¡qué más quisiera yo! Hasta en las peores pesadillas suelo tener buen gusto. Era, como dicen las vestales a punto de ser violadas, un destino peor que la muerte. En cuanto entró, toda la casa resultó no sólo invadida, ocupada, sino también contaminada por su ubicua presencia. No se le podía comparar con un ejército enemigo, sino con catástrofes de la patología terráquea como la inundación, el incendio o la peste bubónica. Instaló sus reales en un sofá -el mío, en el que yo leo, lloro y veo la tele, mañana tendré que mandarlo al tapicero- y entonó entre dientes algo que quizá fuese la sintonía de «Bienvenidos a Sunday Street».
Le comuniqué hoscamente que no podía ofrecerle una copa porque hace tiempo ya que no bebo y por tanto no tengo alcohol en casa. Rió con benevolencia de ogro y me pidió que hiciera café, buen café negro concentrado, litros de café. «La noche va a ser larga, tenemos que estar despejados.» Sentí un escalofrío y corrí a la cocina a cumplir su orden y, de paso, para no verle durante un rato. Precisamente un rato después, ya con abundante café en la mesa, no tuve más remedio que sentarme en una silla cerca de él. De inmediato sacó del bolsillo trasero del pantalón una petaca metálica de buen tamaño y aliñó su taza con una chorreada generosa. Luego agitó la botella ante mí con gesto bobaliconamente tentador y se encogió de hombros como respuesta a mi negativa. Llegaba el momento de las confidencias y los planes, como yo me temía.
– Vamos a ver, Profe. Antes de saber dónde está Pat Kinane, tendríamos que saber por qué ha desaparecido, ¿no te parece? A mí se me hace un paso previo elemental. ¿Qué piensas tú? ¿Por qué puede haber desaparecido ese tipo? ¡Chan, chatachán!
Le miré sin responder, con la expresión imbécil y vacua que se merecía. Mi silencio no le desazonó, sino más bien le produjo incontrolable regocijo.
– Ni idea, ¿eh? Psit, psit… Ya me lo figuraba. Tú eres… perdona, oye, no quiero ofenderte… pero creo que eres incapaz de pensar nada por ti mismo hasta escuchar lo que opina el Príncipe. ¡Bang! Justo en la diana! ¿A que he acertado?
Seguí mirándole sin contestar, aunque me permití una burlesca y torpe reverencia, como si acatase resignadamente su despliegue de perspicacia. Y prosiguió el monstruo:
– Pues lo que es yo, estoy acostumbrado a pensar por mí mismo. Más de una vez sorprendí al Rey con mis deducciones, que coincidían con las suyas pero sin conocerlas de antemano ni esperarlas. ¡Al Rey, fíjate bien lo que te digo! ¡Él por su lado y yo por el mío, sin embargo los dos al final comiendo del mismo plato! ¡Fuss! Cuidado, no me malinterpretes. Lo que el Rey decía era la Ley y sus profetas para mí. ¡Disciplina! ¡Ar! Soy un guerrero, no un puto posmoderno de ésos. Pero razono, pienso, aquí, aquí… ¡Plas, plas! -Se aporreaba entusiasmado la frente, ojalá se produjese una fractura de cráneo-. Yo le contaba las conclusiones a las que había llegado, con un poco de canguelo, te lo reconozco, porque no sabes cómo miraba el Rey cuando te tenía delante… incluso a mí, su mejor hombre, su mano derecha… el único en quien de veras confiaba. Y tras escucharme se quedaba un rato callado, como pensando. Pensando, eso es. ¡Brum, brum! Casi le oía pensar. Luego sonreía a su modo, así, de medio lado, y gruñía: «Vaya, vaya.» ¿Te das cuenta? «Vaya, vaya.» A veces añadía: «Bien, Fidel. Gracias.» Y luego hacía lo que le daba la gana, claro, pero a menudo yendo a parar no muy lejos de lo señalado por mí. ¿Eh, qué te parece? Como puedes ver, no soy de los que se asustan a la hora de sacarles las tripas a los problemas, sin esperar que otro me alumbre con su candil. Y no lo hago del todo mal, créeme. ¡Bum-bum!
Siguió un rato desvariando dentro de su patético ego-trip, hasta tal punto que me esperancé con la suposición de que finalmente no quisiera más que vanagloriarse ante un espectador sumiso y acabase marchándose a casa sin mayores disturbios. Demasiado limpio, demasiado fácil. La triste realidad es que acudía a mí lleno de mefíticas teorías pero también de vertiginosos proyectos. Me cubrió con todo ello mostrando implacable determinación, como quien echa una red al mar sobre los peces inermes, despreocupados y sin culpa alguna de que existan las conservas. Intentando abreviar, indagué:
– Entonces, a tu juicio, ¿dónde está nuestro hombre?
– ¡Qué juicio ni qué…! Es que no lo pillas, ¿verdad? -Me miró con una combinación bastante humillante de piedad y desprecio-. Yo no sé con seguridad dónde puede estar el pájaro ese. Pero en cambio puedo dejarte claro por qué no está donde debería estar. En dos palabras: porque lo han raptado.
– Son cuatro.
– ¿Ugh?
– Que son cuatro palabras, no dos. Y, francamente, no veo razón alguna para que nadie rapte a Kinane.
– ¿Cómo que no? ¡Para que no pueda montar a Espíritu Gentil en la Gran Copa, naturalmente! ¡No te jode…!
– ¿Sólo para impedirle montar a…? Oye, que el secuestro es un delito muy grave.
– El Sultán ha hecho cosas peores. ¿O no?
En ese punto no le faltaba del todo razón. Empate. Además, si quería ser sincero conmigo mismo -¡peligrosísima afición!- debía reconocer que esa explicación truculenta se me había pasado también más de una vez por la cabeza.
– Ya. ¿Y el Príncipe qué dice de tu teoría?
– Nada, porque aún no la conoce. ¡Tararí, que te vi! Lo dicho: tú no eres capaz de pensar más que cuando el jefe dice «¡Ya!». A mí, en cambio, no me asusta la intemperie. Cuando llegaba el momento, le hablaba al Rey en la cara, sin que me temblara la voz: «Jefe, he pensado esto, o lo otro… o lo de más allá.» Y el Rey se ponía serio y luego sonreía un poco: «Vaya, Fidel. Conque has vuelto a pensar…» Ahí tienes. Era el Rey en persona quien me lo decía, no ningún aficionado. ¡Glup!
– Bueno, pues me parece una teoría interesante. Cuando mañana o pasado volvamos a reunirnos todos debemos discutirla despacio. Hay que ir con prudencia, porque de momento no tenemos ningún indicio que confirme tu sospecha…
– Pero es que yo tengo ya algo para empezar. ¿O acaso crees que he venido a verte a estas horas para que me invites a cenar? -Rebullía en su asiento con tales con torsiones que temí por la integridad de mi pobre sillón bajo una mole tan dinámica. Me resigné a escuchar la inexorable condena-. Verás: me han dado un soplo…
– ¿Un soplo? ¿Qué tipo de soplo? ¿Quién te ha soplado?
– ¡Chitón! ¡Fuentes confidenciales! Tengo mi propia red de contactos… El Rey lo sabía y confiaba en ella sin más averiguaciones. Sólo decía: «A ver, pregunta por ahí…» Con eso bastaba. Me muevo bien en ciertos ambientes… Cuestión de tener la antena desplegada para captar los mensajes debidos.
– De acuerdo. Entonces, ese soplo…
– Ya sabes que el Sultán tiene intereses industriales, entre otros muchos… digamos que menos confesables. Aunque no todo el mundo está enterado, es propietario de una fábrica que hay en las afueras, bastante retirada. Un negocio más bien raro, algo experimental. Yo no entiendo de eso, pero parece que allí se fabrica carbón a partir de residuos orgánicos de todo tipo, restos de animales que ningún matadero utiliza, cosas así. Ya sabes, todo el mundo busca nuevas fuentes de energía para cuando se acaben las que hoy tenemos. ¡Brrr! ¡Yo qué sé! La empresa empezó a lo grande, la fábrica tiene un edificio enorme. Pero luego hubo muchas protestas, polución, malos olores, cosas de ecologistas, puaf. Ahora parece que está medio parada, funciona con un perfil muy bajo, no sé si me explico. Gran parte de las instalaciones ya han sido cerradas. Debe de haber mucho espacio vacío…
– Vaya, lástima, es un desperdicio. Pero aún no entiendo…
– Ahora viene lo bueno. ¡Atención! Mis informadores me han asegurado que allí guardan a alguien encerrado. Una especie de prisionero o algo así. No tienen idea de quién puede ser, pero está allí, en alguna parte del viejo edificio, bien custodiado. O quizá sin mucha vigilancia, sobre eso hay opiniones divergentes. El caso es que allí está el tipo, sin poder marcharse. Y yo sumo dos y dos y resulta que son cuatro. ¿Qué te parece?
– Pues la verdad, no sé… Resulta todo muy vago, ¿no? ¿Qué te propones?
– Lo que te propongo es que vayamos esta noche y echemos una ojeada por allí. ¡Zas! Para salir de dudas.
En cuanto le hube escuchado, supe que nada me libraría de ser arrastrado a tan disparatada expedición. Sin vehemencia, sólo para cubrir el expediente de la cordura maltratada ante mí mismo, desgrané los más obvios reparos a la precipitación del plan improvisado: sería preferible antes de nada informar al Príncipe y planear la incursión con el resto del equipo, era indispensable desde luego explorar previamente los accesos de la fábrica a la luz del día, teníamos que preparar alguna explicación plausible por si nos cogían en flagrante allanamiento de la propiedad ajena, etc. Mientras, con tierna y agónica mirada, me iba despidiendo de las sobrias aunque confortables prestaciones de mi refugio hogareño: la vieja manta arrugada sobre el reposapiés, la bandeja con soportes metálicos gracias a la cual podía cenar en el sillón mientras veía la tele, los tres tomazos en rústica de las obras completas de Van den Borken acompañados por mi cuaderno de apuntes, la fotografía enmarcada de River Phoenix… Como era de esperar, el Comandante arrumbó mis objeciones con la condescendencia comprensiva pero firme de quien le niega un capricho al niño malcriado, aunque procurando no hacerle llorar. El tiempo urgía y sin duda el Príncipe nos agradecería que no estuviéramos ociosos mientras él debía trabajar en otro frente; además, el Comandante en persona ya había inspeccionado previamente la zona en días anteriores (¡no había nacido ayer!), en fin, que nada, que andando, cuanto antes salgamos antes volveremos.
– Venga, ponte algo cómodo y abrigado. No pensarás ir en bata…
Como el uniforme de comando lo tengo en la tintorería desde la guerra de Corea, me puse el chándal y zapatillas de deporte. Mi tirano hizo algunos comentarios desaprobadores sobre la frivolidad del conjunto y allá que nos fuimos. Cerré la puerta de mi apartamento con doble vuelta de llave y triple dolor de corazón. En la calle, aparcado con el mismo aire ufano y prepotente que su dueño había exhibido durante la invasión de mi casa, estaba el vehículo del Comandante: un enorme cuatro por cuatro, pesado como un tanque y del mismo color militar verde oliva, que parecía reclamar a gritos pintura de camuflaje. Trepé hasta el asiento del copiloto con cierto esfuerzo, esos colosos motorizados son tan altos que deberían llevar escalerilla plegable como las carrozas de antaño. El Comandante se entronizó en los mandos y arrancó con la debida viril brusquedad. Como si lo hiciera a propósito para que aumentasen mis agravios contra él, ya innumerables, se puso a rugir con entusiasmo la redundante sintonía de «Vámonos al Paraíso», precisamente aquella serie de la que cierta persona a la que intento olvidar ponía un episodio tras otro en el vídeo durante un atroz fin de semana, hace aún pocos meses.
Pero todo lo que puede empeorar no suele renunciar a hacerlo, es cosa de sobra sabida. Habíamos cruzado ya la zona más céntrica de la ciudad, luego la periferia modesta pero digna y después nos adentramos en suburbios cada vez más degradados. La iluminación urbana escaseaba de manera alarmante y yo empecé a sentirme incómodo. Si no me equivocaba, íbamos a… Con el rabillo del ojo y una mueca irónica, el Comandante seguía el proceso creciente de mi zozobra.
– ¿Estás nervioso? ¿Pasa algo?
– No conozco estos andurriales demasiado bien, pero yo diría que vamos hacia Ciénaga Negra.
– Naturalmente. No tenemos más remedio que pasar por allí. Nuestro objetivo está precisamente un kilómetro y medio más allá de Ciénaga Negra.
– ¿Vamos a cruzar Ciénaga Negra a estas horas?
– Hombre, tú dirás. A no ser que quieras que esperemos en el arcén hasta que amanezca…
No me pareció una idea tan disparatada, pero me callé. Ciénaga Negra era un poblado de chabolas y tugurios que había crecido a lo largo de los años al margen de la zona urbana, a despecho de cualquier regulación municipal y sin las mínimas infraestructuras de agua corriente o electricidad. Allí se hacinaba gente llegada de todas partes o, por decirlo con mayor precisión, huida de cualquier sitio. Era la tierra prometida del tráfico de drogas, de la venta de armas, de la prostitución infantil y del resto de los demás negocios de parecida ralea. La mayor parte de los delitos de sangre tenían lugar dentro de sus confines, pero quedaban impunes e incluso ignorados porque la policía rara vez se atrevía a asomarse por la Ciénaga, salvo en ocasionales redadas con fuertes contingentes armados y a plena luz del día. De noche, nadie en su sano juicio se acercaba por allí. Los grandes camiones de transporte de mercancías, tras numerosos asaltos, evitaban el poblado y preferían dar un enorme rodeo hasta llegar a la carretera general para salir de la ciudad. En cambio nosotros nos precipitábamos alegremente a la Ciénaga Negra, en plena oscuridad y con el propósito de atravesarla de parte a parte. Incluso con acompañamiento musical, porque ahora el Comandante silbaba vigorosamente una melopea que tanto podía proceder de «Criaturas de la noche» como de «Sexo en Las Vegas». Si no recuerdo mal, un lema contestatario de finales de los años sesenta del siglo pasado decía: «Que paren el mundo, que quiero bajarme.» Yo hubiera querido exigir que parase el cuatro por cuatro, para poder bajarme y así tener una oportunidad de seguir en el mundo. Pero estaba como hechizado por el vértigo de una situación que empeoraba a cada momento sin remedio. Todo era un despropósito tal que empezaba casi a divertirme o por lo menos había sacudido de mí cualquier sombra de aburrimiento: como dijo John Donne, nadie bosteza en el carro que le lleva al patíbulo.
El alumbrado urbano había desaparecido del todo, pero no faltaban aquí y allá luces ocasionales, incluso letreros de neón que anunciaban garitos de entrada gratuita y salida improbable. Debían de tener generadores de corriente o empalmes ilegales con los postes del tendido eléctrico. También abundaban las hogueras, en torno a las cuales se agitaba una horda irredenta de figuras enrojecidas y gesticulantes. «¿Serán los condenados -me pregunté- o los demonios que los atormentan?» Porque lo peor de todo era que esa caldera infernal estaba llena de gente: se los veía confusamente ir y venir, revolcarse en el suelo o correr agachados hacia quién sabe qué fechorías, mientras nos llegaban débilmente sus gritos, aullidos y hasta cánticos a través de las ventanillas herméticamente cerradas del vehículo. De vez en cuando, nuestros faros iluminaban de pasada escenas descoyuntadas e incomprensibles, pero siempre ominosas. Al menos, a mí me lo parecían.
– ¡Venga, Profe, arriba ese ánimo! -vociferaba jubiloso el Comandante-. No irás a decirme que tienes canguelo…
– Si no me lo preguntas, me ahorrarás una confesión vergonzosa.
– Oye, que siempre te he tenido por un tipo bastante bragado aunque seas un poquito… así. Pero seguro que de niño fuiste miedoso, ¿a que sí? No te avergüences, yo mismo, aquí donde me ves, era cobardica a los seis o siete años. Y seguro que no adivinas lo que más miedo me daba.
– La bomba atómica.
– Je, je, no, eso no. Me aterraban las escaleras mecánicas en el metro o en los grandes almacenes. ¡Imagínate! Acababa de llegar del pueblo con mi madre y allí no había nada de eso: ni metro, ni grandes almacenes ni escaleras mecánicas. Mi madre me llevaba con ella a comprar y a cada paso había que subir o bajar (¡bajar era mucho peor!) por una de esas escaleras. Yo no quería montarme en esa cosa traqueteante, estaba seguro de que me tragaría el pie por alguna de sus rendijas. ¡Nam, ñam! Me quedaba clavado al borde del abismo, llorando a todo llorar, mientras mi pobre madre subía y bajaba cuarenta veces para demostrarme que no había peligro. Pero sí que había peligro. Una vez, después de haberme decidido a viajar arriba y abajo por ellas, pisé mal y me caí de culo. ¡Malditos chismes!
En ese momento aparecieron tres tipos en el foco de luz de los faros, frente a nosotros. Greñudos, atezados, con indumentarias inclasificables y flotantes de mísero salvajismo. Uno de ellos enarbolaba una barra de hierro y otro nos lanzó un cascote, que rebotó en el parabrisas dejando una estría en el grueso vidrio. Saltaban como orangutanes, pero se los veía poco seguros sobre sus pies, debían de estar borrachos o colocados con cualquier otro tóxico. Sin vacilar, profiriendo una especie de grito de guerra, el Comandante pisó el acelerador y se abalanzó sobre ellos a toda marcha como una máquina segadora a través de la futura cosecha. Se apartaron a toda prisa, maldiciendo, y uno rodó por el suelo y se perdió en la cuneta, aunque no creo que nuestra embestida le alcanzase. Algo metálico golpeó de refilón en la trasera del coche, sin mayores consecuencias. Varios espantajos, a uno y otro lado de la calzada, alzaban los brazos y chillaban roncamente aunque ni siquiera sé si lanzaban insultos o vítores.
El Comandante disfrutaba de lo lindo, no había más que verle. Sonreía de modo lobuno y canturreaba entre dientes un himno exterminador que me era desconocido: «¡A por ellos… chimpún, a por ellos… oé, oé!» Luego, pasado momentáneamente el peligro, reanudó la conversación como si nada.
– Bueno, ahora te toca a ti. Ya te he contado mi vergüenza secreta, el pánico que les tuve a las escaleras mecánicas. ¿Qué es lo que te daba miedo a ti cuando eras pequeño?
– A mí me asustaban los perros. -Me puse a hablar a toda prisa y con superflua elocuencia, para calmar mi devastador nerviosismo-. La verdad es que nunca los he podido ni ver. Son histéricos como viejas solteronas o agresivos y fanfarrones. Además, sacan lo peor de las personas que les hacen caso: los convierten en sargentos, ¡échate!, ¡busca!, ¡tráemelo!, ¡a por él!, o les dan ocasión de exhibir una ñoñería que ya no aguantan ni los niños más resignados, ¡cuchi-cuchi!, ¿para quién va a ser este bocadito?, ¡mira qué lacito tan lindo lleva mi chiquitín!, etcétera.
– De acuerdo, les tienes manía. Pero ahora hablamos de miedo…
– Por culpa de los perros pasé el momento de pánico mayor de toda mi vida. Porque espero no padecer otro igual…
– Venga, cuéntame. ¡Aparta, mastuerzo! -Esto último se lo gritó a una especie de beduino sin camello que se interponía en medio de la carretera, haciendo molinetes con los brazos como si estuviera dirigiendo el aparcamiento de un avión.
Y se lo conté, aunque bastante resumido. Ocurrió cuando yo tenía doce años, el último verano que mi padre pasó con nosotros. Luego se largó, con gran alivio de mi madre y desde luego mío. Teníamos un chalet en una urbanización ajardinada y allí nos hacíamos la vida imposible unos a otros. Por última vez, menos mal. Todas las casas de la vecindad tenían perro: los había grandes y pequeños, peludos y lampiños, feroces y otros simplemente escandalosos. En realidad, ruido hacían casi todos. Era imposible disfrutar un solo minuto del día o de la noche sin escuchar ladridos, cerca, lejos, respondiéndose unos a otros hasta enronquecer. A mí me ponían los nervios de punta. Mientras jugaba o leía tebeos, los oía sin cesar: gua, gua. Y también desde la cama, por la noche. No me los podía quitar de la cabeza. Mi padre se burlaba de mí, aseguraba que a los niños «normales» les gustaban los perros. Aprovechaba la ocasión para dirigirme insultos alambicados y pedantes de su cosecha: «Chaval, eres más tonto que Godofredo de Bouillon.» Se reía de mi cara de fastidio y extrañeza al oírlos, le hacía muchísima gracia, al muy cabrón.
Yo salía a pasear todas las tardes en bicicleta por la urbanización, hasta la hora de cenar. Mi rodar iba acompañado de los estúpidos y rutinarios ladridos de los perros y eso me sugirió una idea perversa. Cuando pasaba por el cercado de un jardín con guardián canino especialmente celoso, introducía un palo por los barrotes metálicos o por el seto mientras pedaleaba con todas mis fuerzas, con la finalidad de que el ruido o el revoloteo de hojas le irritase aún más. Los obstinados chuchos se ponían realmente frenéticos. Corrían a todo lo largo de su cercado, ladrando y aullando como posesos, o se arrojaban contra setos y verjas con la boca llena de espuma, enseñándome los dientes que les hubiera encantado clavarme en la garganta. La impotencia de su odio era como un bálsamo que aliviaba el mío, no menos impotente, contra cierta persona. Día tras día, los perros aprendieron a conocerme: me esperaban, gruñían en cuanto escuchaban acercarse la bicicleta, ladraban furiosamente incluso antes de que empezara a hostigarlos con mi palo provocador. Me dio la impresión de que se prevenían unos a otros de mi cercanía con voces de alerta. Notaba el ardor de su furia como una oleada babeante y cruel que casi me hacía perder el equilibrio.
La verdad, empecé a tenerles cada vez más miedo. Pero precisamente porque me asustaban, me obligaba a pasar entre ellos tarde tras tarde, cada vez más de prisa, eso sí, pero sin renunciar a enloquecerlos mientras me burlaba de ellos y los insultaba con voz estridente pero a menudo temblorosa. Cierta tarde me fui hasta más lejos de lo que acostumbraba y se me hizo prácticamente de noche. Regresé a toda prisa, por el camino más corto y renunciando por una vez a molestarlos de la manera habitual. Pero dio igual, sabían que estaba entre ellos, me olían, me notaban y ladraban sordamente a mi paso, de forma ominosa. En la creciente oscuridad sus gruñidos cobraban una presencia especial, como si se dijeran unos a otros: «¡Ahora! ¡Es ahora!» Yo no pensaba ya más que en llegar cuanto antes a mi casa. De pronto, a través de un seto muy deteriorado por anteriores embestidas, se abrió paso con tanto esfuerzo como determinación un gran alsaciano. Saltó al camino y se quedó medio agachado, mirándome malévolamente con las orejas pegadas al cráneo y los dientes fuera. Mi susto fue tal que perdí por un momento el control de la bici, di un bandazo y tuve que echar pie a tierra. Inmediatamente, con un ronco aullido de triunfo, se lanzó a por mí.
Durante un angustioso momento me enredé con los pedales y oscilé a un lado y a otro como borracho, pero luego conseguí enderezar el manillar y pedaleé como nunca en mi vida. Inmediatamente, a mi derecha, aparecieron otros dos perros que habían salido no sé cómo de su jardín. Y luego otro a la izquierda, y otro, y otro más. Los esquivaba lo mejor que podía mientras ellos trataban de asestar dentelladas a las ruedas de la bici. Detrás de mí oía la cacofonía aborrecible y vengativa de toda una jauría lanzada en mi persecución. ¡Quién sabe cuánto tiempo llevaban planeando su ataque y mi castigo! Por fin logré llegar hasta la puerta de mi jardín y salté dentro sin abrirla siquiera, abandonándoles la bici. Corrí hacia la casa y en el porche me detuve un momento y miré hacia atrás, a la horda rabiosa que me asediaba. Ojalá no lo hubiera hecho, porque vi entre las dudosas sombras algo que no se me ha borrado aún de la memoria y que durante décadas ocupó mis pesadillas… hasta que los años las cambiaron por otras aún peores.
– Coño, no me tengas así, dime ya lo que era.
– Detrás de la turba hirviente de canes feroces de todas las razas y tamaños, apelotonados en su furia contra la puerta del jardín, vislumbré la silueta de un enorme dobermann. Pero no avanzaba a lo cuadrúpedo, como los demás, sino que venía de pie sobre sus patas traseras, manoteando con sus otras extremidades como un general que da órdenes a su ejército de sicarios.
– ¡Venga, no me lo creo!
– Yo tampoco, pero lo vi. Ésa es mi pesadilla.
Ya habíamos dejado atrás Ciénaga Negra y circulábamos por una cinta estrecha, mal asfaltada y sumamente oscura. El Comandante anunció que estábamos llegando. Para celebrarlo, entonó la sintonía de «Héroes». Yo aún seguía dándole vueltas a la cuestión del miedo. Van den Borken distingue entre el miedo-sobresalto y el miedo-pánico. El primero se nos presenta de improviso, a veces incluso con motivos nimios, y es fácilmente controlable por la reflexión y remediable por la acción; el segundo es un sentimiento más hondo y de mayor alcance, fruto por lo general de la incomprensión de las leyes naturales o de supersticiones atávicas, y sólo puede ser domeñado por un largo y difícil ejercicio racional. Yo también creo que hay dos tipos de miedo, uno que nos asalta y sobresalta, otro que nos aterra y entierra. El primero se presenta a veces y a veces no, hasta puede hacerse muy raro a partir de cierta edad; el segundo, cuando llega, se queda para siempre, o sea hasta el final. Me sentía inspirado y me hubiera gustado perfilar un poco más estas meditaciones, pero mi compañero me señaló con un triunfal cabezazo un edificio ahorrativamente iluminado que acababa de surgir ante nosotros. La dichosa fábrica, destino del viaje insensato.
De entrada, no me pareció tan enorme como me lo había descrito el Comandante, aunque sí bastante grande, una especie de extenso hangar con un breve piso superior que casi parecía una torreta y cuatro altas chimeneas. Sólo salían espaciadas bocanadas de humo de una de ellas. Todo estaba cercado con una valla metálica de aspecto patibulario y en la entrada principal, cerrada por una barrera levadiza, había una garita de guardia dentro de la que brillaba una luz más bien tenue. El Comandante pasó de largo sin aminorar la velocidad, pero después, un kilómetro más allá, retrocedió lentamente marcha atrás, con los faros apagados. Aparcó en la espalda del edificio, fuera de la vista de la garita.
– Bueno, aquí estamos. Para empezar por lo primero, supongo que llevas tu pistola.
– ¡Naturalmente que no! Lo que faltaba, que provocásemos un tiroteo con los guardias.
– Nunca se sabe. Yo, por si acaso, llevo la mía… -De un bolsillo lateral sacó una Uzi, ni más ni menos.
– Pues ya la puedes ir dejando en la guantera. Si no, me quedo en el coche.
– Pero es que sin ella me siento desnudo -refunfuñó.
– Si vas desnudo sólo pueden ponerte una multa por exhibicionista. Pero así evitaremos que en el peor de los casos nos acusen de asalto a mano armada.
Convencerle no me resultó demasiado difícil, quizá en el fondo estaba más cuerdo de lo que parecía. Cuando guardó la artillería, respiré aliviado y le acepté una linterna igual a la suya que me ofreció como premio de consolación, muy mona y no mayor que un bolígrafo. Después nos bajamos del cuatro por cuatro -qué alto era el condenado, caramba- y fuimos hacia la cerca metálica. Yo marchaba tan decidido que ni me molesté en preguntarle cómo pensaba entrar. Hice bien, porque se dirigió sin vacilar hacia una pequeña puerta trasera, defendida por una cadena y un candado de aspecto imponente. Cuestión de apariencias, porque se abrió milagrosamente en respuesta al primer apretón de su manaza. Ante mi asombro, el Comandante se limitó a murmurar, con un guiño de caricaturesca astucia: «Ya te dije que no he nacido ayer.» Esa precisión biográfica no me aclaró demasiado las cosas, pero lo que cuenta es que entramos sin dificultad.
Cruzamos el patio hacia la mole callada del edificio. Quiero hacer constar que en ningún momento dejé de pensar que todo era una completa chifladura. Apenas sabíamos lo que buscábamos, y en absoluto dónde buscarlo o qué deberíamos hacer si lo encontrábamos. Pero el Comandante parecía tenerlo todo tenebrosamente claro. Se diría que se había pasado la vida entrando y saliendo clandestinamente de esa fábrica a altas horas de la noche, tal fue la prontitud con la que me condujo hasta un ángulo de la fachada. Allí se incrustaba en la parte más baja una especie de trampilla metálica provista de una agarradera y encima, pero al alcance de una persona ágil, una ventana relativamente angosta.
– Atento, Profe, aquí debemos separarnos para ahorrar tiempo. Tú baja por ahí -me señaló la trampilla-, que, si el plano del edificio que tengo no me engaña, da a una especie de carbonera no muy grande y luego a un sótano que sirve de almacén y que acaba en unas escaleras que llevan a la planta superior. Te aconsejo que salgas, después de echar una ojeada, por el mismo sitio que vas a entrar. Por supuesto, considero poco probable que ahí encuentres nada, pero más vale estar seguros. Yo voy a colarme por esa ventana y me encargo de la planta principal.
– Oye, que quede claro. -Intenté jugar al compañero sensato, a fondo perdido-. Sólo se trata de explorar un poco y de enterarnos de si hay gato encerrado. Nada de rescates heroicos ni de operaciones de comando. Si encontrásemos algo, lo que me extrañaría bastante, se lo contamos mañana al Príncipe y él sabrá qué debemos hacer.
– Claro, claro, entendido. No hace falta que me trates como a un novato. -Parecía ofendido por mis reservas y miró con gesto brusco su reloj-. A ver, yo tengo las doce y cuarto. Para hacernos una idea, con media hora tenemos de sobra. De modo que a la una menos cuarto nos encontramos en el coche. Venga, hay que moverse rápido.
Tiré de la manija de la trampilla, pero fui incapaz de moverla. Estaba firmemente encajada, atornillada quizá… Con un gruñido de fastidio, el Comandante me hizo a un lado, flexionó un poco las piernas y luego pegó un fuerte tirón. Tras un prolongado quejido de bisagras mal engrasadas, la trampilla se abrió como la puerta de un horno apagado. Un relente poco grato salió por la boca negrísima, una fetidez sosa y agria en la que se mezclaban el olor de la madera podrida y la peste remota a rata muerta. Soy de los que cuando tienen que hacer algo que no quieren hacer, lo hacen cuanto antes, sin pensarlo más. De modo que de inmediato entré por la trampa con los pies hacia delante, como quien se deja deslizar por un tobogán. A guisa de despedida y para desearme ánimo, el Comandante me asestó una varonil palmada en la espalda.
Resbalé por una superficie inclinada y pulida dos o tres metros, luego caí libremente metro y medio más. Aterricé en un suelo que me pareció pedregoso, lleno de cantos y guijarros. Los aparté a patadas para aposentarme bien en la superficie plana. Después encendí la linterna. El claro y estrecho trazo de su lápiz luminoso me reveló que las supuestas piedras eran en realidad pedazos de carbón, algunos casi minúsculos y otros del tamaño y hasta la forma de la cabeza de un niño recién nacido. Provenían de los sacos que se amontonaban a derecha e izquierda de una especie de estrechísimo sendero que penetraba hacia dentro y más adentro. La tela de algunos de los envoltorios estaba reventada y vomitaban su contenido de antracita a mis pies, por todas partes. Las pilas de sacos eran altas y formaban un auténtico desfiladero, por el que avancé con mucho cuidado; no me hacía ninguna gracia imaginar que podían desmoronárseme encima. Al echar a andar oí un seco chasquido metálico a mi espalda. Por lo visto la trampilla se había cerrado, aunque la simple fuerza de la gravedad debería haberla mantenido abierta…
No me era fácil respirar, porque el polvillo de carbón llenaba el aire de una gasa impalpable que atenazaba la nariz y la garganta. Además estaban los olores, una peste húmeda y vegetal, aroma de agobio. Y también otro más dulzón, como a carne podrida y orina y excrementos… la característica olfativa de la jaula de los grandes carnívoros en los zoológicos. Me dije: «Debe de ser tu imaginación.» Pero no por esa admonición dejé de imaginarme lo que me imaginaba. Seguí internándome con cautela, sorteando sacos y tropezando con esquistos de carbón. El rayito de luz de la linterna no revelaba ninguna novedad en mi angosto paisaje. Ahora echaba de menos la compañía del Doctor, sus ácidas glosas positivistas y desmitificadoras que solían irritarme pero que en estas circunstancias tanto me hubieran aliviado. Tipo gruñón y sin embargo fiable, el Doctor, un escéptico que ponía en cuarentena casi todo pero nunca retrocedía cuando había que enfrentarse a la evidencia. En fin, ahora estaba yo solo. Y esto no era un sueño, ¿verdad? No, no lo era. Tampoco soñaba -aunque respondía al habitual esquema de mis sueños, que siempre transcurrían agravándose- una especie de gimoteo, sollozo o mero sorbido suspirante de mocos que escuché delante de mí y algo a la izquierda. En ese punto el muro de sacos se detenía y permitía un ensanchamiento, una especie de plazoleta semicircular junto a la pared de cemento. Allí había algo, es decir alguien, acurrucado y aun así voluminoso, encogido y doliente, profiriendo gañidos como de bestezuela o niño pequeño. El olor fétido a estiércol, amoníaco y putrefacción era más fuerte que nunca.
Me acerqué despacio, sin que el sentimiento de irrealidad onírica se desvaneciera del todo. El rayo de luz de la linterna era tan fino que sólo le vislumbraba a pequeños retazos, pero me pareció que vestía una especie de mono verdoso, desgastado, y se mantenía acuclillado, con la cabeza escondida entre los brazos. De pronto, como para taparse aún más, hizo un movimiento con el hombro y apareció su mano, palidísima, lívida y medio escamosa, sobre la que resaltaban las uñas negras. No, aquélla no podía ser la mano de Pat Kinane. Ni tampoco el bulto tenía tamaño de jockey; aunque estuviese replegado sobre sí mismo, se notaba que era mucho más grande y más pesado. Empecé a hablar en voz baja con tono afable, tranquilizador (aunque me era difícil tranquilizar a nadie, con lo poco tranquilo que estaba yo) y sólo se me ocurrieron las antiguas palabras con las que uno se acerca a los caníbales y a los marcianos… o a la criatura de Frankenstein: «Amigo… tranquilo, soy un amigo… soy amigo.»
No sé si mi voz le tranquilizó o contribuyó a irritarle, pero lo cierto es que levantó de pronto la cabeza y pude verle un instante la cara. Mal asunto, pésima efigie. Costras blanquecinas sobre una superficie descolorida, una boca desproporcionada en la que rechinaban fichas de dominó amarillentas y moteadas de negro, pero no totalmente rectangulares sino acabadas en punta. No había nariz, sólo rendijas mucosas, aunque lo peor de todo era el ojo. En efecto, si no me equivoco -y puedo equivocarme, sólo miré un segundo- no tenía más que un ojo, ancho, rojizo, lloroso, infernal. Retrocedí un paso, lanzando una exclamación ahogada. Se levantó entonces de un salto, lanzando un bramido que poco tenía que ver con sus arrumacos anteriores. Y era grande, joder, grandísimo, mucho más alto que yo. Estiró unos brazos como vigas acabadas en garfios para atraparme y le faltó poco, muy poco. Pero me di la vuelta y eché a correr por donde había venido, tropezando, resbalando sobre trozos de carbón, sin ver dónde pisaba ni casi adónde iba. El foco angustiado de la linterna apuntaba arriba, abajo y a los lados, enloquecido, inútil. Tras de mí resonaba un severo pataleo persecutorio, agravado por gruñidos y feroces rebuznos de la peor índole. No era el momento para intentar un diálogo sensato que pusiera en común nuestros intereses y creo que hasta Gandhi me hubiera recomendado seguir huyendo sin mirar atrás.
Mientras corría, derribaba sacos al paso con la esperanza de que obstaculizasen el avance de mi perseguidor. Pero lo tenía cerca, cada vez más cerca; en esos casos el olfato no engaña. Sentir sus garras en mi garganta era sencillamente cosa de segundos. Sólo había un detalle esperanzador, un ruidito metálico pero claramente perceptible entre bramidos y jadeos. El roce de una cadena arrastrada por el suelo. «¡Está encadenado!», me dije: si yo lograba ir más allá de la longitud de la cadena sin que me alcanzase, podría salvarme. Pero la cadena debía de ser sumamente larga, porque no dejaba de sentirle detrás de mí. ¿Y si la había roto, en su afán por atraparme? Una cadena rota suena igual que una fija en la pared, al menos hasta que ésta se tensa del todo. Por fin llegué a la rampa que subía hacia la trampilla por la que me había introducido. Trepé rumbo a la salida, querida salida, o al menos lo intenté, resbalando, con las manos engarfiadas arañando hasta hacerme sangre en la superficie lisa, sin asideros. A cada momento esperaba sentir algo que haría presa en mis piernas expuestas, ofrecidas al enemigo posterior. Pero no llegó, seguía detrás aunque ya sin avanzar, rugiendo y luchando con la cadena que le frenaba… ¡bendita sea! La trampilla estaba cerrada, encajada sólidamente, pero ni por un momento dudé de que en esta ocasión yo iba a ser capaz de abrirla. La golpeé con puñetazos sobrehumanos, empujé con la ciega determinación de un bulldozer al que no hay cerradura que pueda detener.
Y se abrió, vaya que si se abrió. Cayó hacia fuera con ruido de hojalata y me arrastré hasta el exterior, en la fresca y acogedora penumbra de la noche. Lejos, tras de mí, quedaron los aullidos que parecían gemidos otra vez, con un tono casi suplicante. Otra vez se había quedado solo y por lo que a mí tocaba así pensaba dejarle. Corrí a trompicones hacia donde estaba aparcado el coche, farfullando tacos, maldiciones y pueriles expresiones de triunfo. Junto al auto estaba tan tranquilo el Comandante, con los brazos cruzados y mirando al infinito. Masticaba plácidamente un mondadientes con su formidable dentadura y daba la impresión de no haberse movido de allí. Me miró con cierta sorpresa, que en seguida se transformó en brusca cordialidad.
– ¡Hombre, ya estás aquí! ¡Coño, vaya pinta que traes! ¡Cómo te has puesto! ¿Ha pasado algo? Yo no he encontrado nada…
– Vámonos.
– Como quieras. Pero, oye, cuéntame…
Trepé a mi asiento, nunca me había parecido tan acogedor. Hasta prefería que fuese lo más alto posible, por si acaso. Me sentí cubierto de polvo de carbón y todo lo que tocaba quedaba tiznado. Mi cara debía de ser una máscara ahumada, por fin semejante a la de un comando que opera en misión nocturna. Inspiré profundamente con los ojos cerrados, una y otra vez, mientras el cuatro por cuatro adquiría velocidad. El Comandante guardaba silencio, una vez no hace costumbre, pero me miraba de reojo con curiosidad. Yo no intentaba de ninguna manera recordar lo que había visto (no soñado, esta vez seguro de que no), sino olvidarlo cuanto antes. Era difícil, me asediaba, tuviese los ojos cerrados o abiertos. ¿Un leproso? ¿Un experimento fallido? Luego, con una voz rara, ronca, quebrada, que no era la mía, dije en un tono que no esperaba ni admitía comentarios:
– Estaba allí. No es Pat Kinane.