38653.fb2
La causa más usual de la fiebre lenta es la tristeza.
R. DESCARTES,
carta a la reina Elisabeth
Verás, Lucía, ya sabes lo que pienso de todo este asunto del jinete volatilizado. Sencillamente: que es una perfecta ridiculez. Esperemos al menos que nos reporte unos honorarios suficientes para soportarla sin merma de nuestra autoestima. Porque sabido es que cuando se cobra más de lo habitual por hacer el payaso, ridículo es quien se ríe y no quien recibe la tarta en plena cara. Como es un capricho del Dueño el que nos ha metido en esto, que pague sin racanería parece lo más justo. Aunque yo sigo negándome a ver nada demasiado raro ni mucho menos siniestro en el ocasional eclipse del señor Kinane. Si se ha ido bien lejos, habrá sido porque ha querido y rumbo a donde le haya dado la gana; si todavía anda por los alrededores, el único misterio proviene de que se le ha olvidado mandar su actual dirección o atender un par de compromisos, él sabrá por qué. En cualquier caso, esa «desaparición» es un asunto privado en el que siempre nos tocará desempeñar a los inquisidores el papel menos airoso. ¿Qué se espera que hagamos, si por fin le encontramos y con toda claridad nos manda a paseo? ¿Tendremos que rescatarle del secuestro que no padece? O, aún peor pero más probable: ¿deberemos secuestrarle nosotros para dar gusto al Dueño y después decir que le estamos rescatando? Ni que fuéramos el Ejército de Estados Unidos…
Y, sin embargo, hoy he escuchado ciertos testimonios que me han hecho dudar de la convicción básica -y aún no abandonada, quede claro- que acabo de exponerte. Ya sabes que soy un espíritu científico y objetivo (¡nada de reírte, no lo consiento, mira que te parto la crisma… alma mía!), por tanto me enorgullezco de ser persuadible. Si se me ofrecen los debidos argumentos de peso, cambio de opinión sin rechistar ni sentirme humillado. Lo único humillante, claro, es no ceder a la razón. No voy a decirte que hasta este momento se me hayan dado suficientes motivos para cambiar de opinión sobre el caso Kinane, pero sí que hoy he oído y vislumbrado cosas que me hacen alentar una duda razonable sobre lo inocente de su desaparición. Paso a exponértelas y ya me dirás lo que opinas. Atenta, por favor.
Episodio primero: en la sauna. Por la mañana tuvimos reunión con el Príncipe, para distribuirnos nuestras tareas inmediatas. Yo quedé encargado de acompañarle por la noche al local en que cantaba esa Siempreviva, la amiga de Kinane y cofrade de la Hermandad de la Buena Suerte, según acababan de informarnos en nuestra visita a la sala de juego. Eso me dejaba la mayor parte del día libre. Entonces recordé que el Profesor me había sugerido ayer pasarme por una sauna frecuentada por jinetes y gente del turf, un mentidero por el que circulan según parece necesariamente todos los cotilleos y los soplos. Mi compadre es de una arbitrariedad lógica realmente inimitable: cuando le dije que era él quien debería visitar ese caluroso antro (siempre ha mostrado por las saunas un interés que difícilmente puede atribuirse solamente a razones higiénicas y además conoce al dedillo el who-is-who de la hípica), me replicó muy convencido que ya estaba demasiado visto por esos lares. No era desde luego mi caso y, por tanto, yo daría menos el cante: tal fue su popular modo de expresarse.
Le rogué que, para el improbable caso de que me decidiese a seguir su consejo, me hiciera alguna sugerencia más concreta respecto a quién debería buscar o interpelar entre toalla y ducha. «Busca al Buda» fue su contestación, digna de un maestro zen o de Richard Gere. Luego condescendió a las aclaraciones, porque no es mal muchacho: el Buda al que se refiere no tiene nada de Gautama, sino que es un fulano que «lo sabe todo» (el Profe dixit) y que mantiene consulta permanentemente abierta en la sala de vapor. Yo debería abordarle con astutos meandros y sin preguntarle nada relevante de forma directa, porque entonces se cerraría como una ostra. En fin, que era una perla el Buda ese. Inquirí que cómo podría reconocerle: «No te equivocarás, es inconfundible.» Vaya caracterización, así se acierta siempre… o la culpa será de quien se equivoca. Seguí informándome, más bien por jugar: ¿cuál era el mejor momento de la jornada para visitar a ese sabio vaporoso? Respuesta (estupefaciente): «Da igual, a cualquier hora, siempre está ahí.» Protesté, claro, ya sabes que hay un punto de irracionalidad que no soporto, ni siquiera como ejercicio de humor: nadie puede vivir constantemente dentro de una sala de vapor, resulta imbécil hasta tener que discutirlo. Con mansa dulzura, el Profesor admitió que bien pudiera ser que yo tuviese razón, aunque él jamás había visto al Buda sin su aureola nebulosa ni la sala de vapor sin la presencia dominante del Buda. Después, para darme gusto, me recomendó ir más bien hacia la hora de almorzar, porque es el momento en que la instalación está menos frecuentada. De modo que cuando a mediodía terminó nuestro consejo de guerra con el Príncipe, sin otro objetivo inmediato a la vista, con pocas o nulas ganas de volver a casa (ya sabes que no soporto el llamado hogar desde que tú faltas y por tanto se ha convertido en un decorado mustio, vacío), la ocasión parecía que ni pintiparada para hacer una peregrinación budista. Y allá que me fui.
¡No pongas esa cara de pasmo! ¿O es más bien escepticismo? Ya, comprendido: te cuesta imaginarme yendo voluntariamente a una sauna pública. Y tienes razón, porque las detesto. Mejor dicho, me repugnan: siempre imagino que esas maderas regadas por mil dudosos sudores deben de ser nidos de hongos y bacilos variados, pie de atleta, erupciones, abscesos… como la placa de cultivos en algún laboratorio para investigación de infecciones. No puedo tocar una toalla o pisar una baldosa en esos lugares sin ponerme malo de aprensión. Por eso instalamos en nuestro baño de casa una cabina de plástico transparente para tener vapor a domicilio, a pesar de que luego la falta de espacio nos obligaba casi a lavarnos las manos desde el pasillo. Tú la disfrutaste mucho más que yo, reconócelo. Te encantaba encerrarte en ese horno a sudar y escuchar la radio; yo me acercaba cauteloso a atisbar tu desnudez más enrojecida que rosada entre las brumas caliginosas y, cuando me descubrías, me hacías muecas burlonas y gestos ingenuamente provocativos, para chincharme un poco. Qué sencilla y pueril es la felicidad cuando ocurre, ni cuenta nos damos casi, y qué insoportable recordarla… Ahí sigue la cabina en el baño, estorbando, y yo nunca he vuelto a utilizarla ni soy capaz de mandarla quitar. La miro todos los días al afeitarme, fría, apagada y vacía. De vez en cuando apoyo la frente sobre la superficie pulida y cierro desconsoladamente los ojos.
Pues, bueno, para que veas lo profesional que soy cuando hace falta (y lo poco que ya me importan las infecciones): me fui a la dichosa sauna. El tipo que daba las toallas en la entrada, chulesco y acanallado, me pareció más propio de un burdel que de un establecimiento higiénico… aunque los burdeles también cumplen funciones higiénicas, bien mirado. A esa hora, en efecto, no había casi usuarios. Eché una ojeada por la ventanilla a la sauna finlandesa, que estaba vacía. Si hubiese habido alguien tampoco habría logrado verle demasiado bien, porque tuve que desprenderme de mis gafas al dejar la ropa en el vestuario. Los miopes tenemos un agravio suplementario contra saunas y demás lugares donde reina la bruma obligatoria o su hermano gemelo, el vaho. Para mayor inri, en la sala no había forma de distinguir nada desde fuera (ni con ni sin gafas), de modo que me decidí a entrar valerosamente en la bruma pegajosa. Qué agobio, qué ahogo, qué asco, qué… pero, en fin. Me senté en el banco corrido de mampostería, tratando de defender mis posaderas de la quemazón con la toalla que me envolvía la cintura. El monstruo resoplaba a breves intervalos, fuuuu, fuuuu… y todo goteaba un líquido ardiente, jalea del infierno. Al principio fui incapaz de ver nada, mientras empezaba a cocerme en mi propio jugo. Pero a todo se acostumbra uno, empezando por la vista, que al poco tiempo recupera sus poderes. A mi izquierda, casi pegado a mí, vislumbré un gran bulto viviente y decidí que debía de ser el Buda en persona. Adiposo, flácido, con mamas caídas y múltiples papadas abdominales, calvo: bastante búdico, en efecto. Pero no estaba sentado en la postura del loto sino con las piernas ajamonadas colgando inertes, aunque sin llegar a tocar el suelo. Coño, tenía los ojos semicerrados pero me estaba mirando.
– Tengo un ganador para la cuarta de Uttoxeter. -La voz le salía aflautada aunque rasposa al final, como si tuviera un gargajo en el gañote.
– ¡Ya!… Bueno, no sé…
– Y para mañana en Windsor, dos seguros.
Cambié ligeramente de posición, porque notaba que se me estaba quemando el culo. Después hice un leve gesto con la mano que no sostenía la toalla, sin comprometerme a nada pero como animándole a seguir.
– ¿Prefiere algo del extranjero? ¿Deauville? ¿Baden-Baden? ¿Mijas? Mejor todavía: ¡Hong Kong! Para el próximo jueves tengo un soplo increíble en la prueba principal de Sha-Tin. Nadie le va a dar ni en mil años cosa más rentable y usted lo sabe. Por eso está aquí, ¿no?
Como yo seguía sudando en silencio, el gordo inmenso se agitó con cierta incomodidad. La barriga pendiente se le estremeció, semejante a un espeso delantal de gelatina. Se pasó una mano del tamaño de un almohadón por la cara congestionada y suspiró.
– ¿Qué busca usted exactamente, amigo? ¿O es que sólo quiere perder peso?
– Lo único que me gustaría saber es dónde y cuándo volverá a montar Pat Kinane.
– ¡Tschis, tschis! -El Buda produjo un ruidito chasqueante, como si se le hubiera quedado algo metido entre los dientes-. Tenga paciencia, hermano. Le aconsejo mucha paciencia. ¡Vaya, qué cosas hay que oír!
– Es que me parece raro que no monte desde hace semanas. Yo… bueno, es mi ídolo, ¿sabe?, mi jinete preferido, una especie de fetiche. Y nadie parece saber dónde se ha metido ni cuándo va a volver. Yo… joder! Yo daría bastante por saber algo del viejo Pat. Uno de los grandes, por lo menos. Porque ya se acerca el día de la Gran Copa… -Cuanto más hablaba, más huecas y menos convincentes sonaban mis inquietudes.
Así lo entendió el Buda, que no ocultó su desdén ni su recelo:
– ¡Qué preocupación más enorme tenemos, es verdad! ¿Dónde estará Kinane? ¿Cómo vamos a vivir sin él? Bueno, imagínese que no aparece. O que no vuelve hasta mucho, mucho después de la Gran Copa… ¿qué me dice, eh?
– Entonces… ¿quién montará a Espíritu Gentil?
– Pues no lo sé. Ni me importa. ¡Que lo monte su puto dueño, no te jode! ¿Por qué no lo monta usted, si tanto le interesa? -Parecía extrañamente furioso, trepidaba y se estremecía como un flan cabreado-. Hágame caso: mejor que se olvide de Pat Kinane. Está fuera: ¡fuera, off, out! No cuente con él. Ni con Espíritu Gentil… Busque otro caballo en la Copa. Si quiere se lo digo… yo sé quién va a ganar. Le costará la mitad de ese grande que anda ofreciendo…
Entonces yo también me cabreé, tenías que haberme visto. Me hubieras tirado de la manga para domesticarme… aunque en ese momento no llevaba mangas. Ahora que lo pienso, mi indignación -exagerada, extemporánea, exótica- debía de estar causada en gran parte por la congestión calurosa y también el esfuerzo por no pensar en los hongos que sin duda estaría pillando cada vez que apoyaba un pie en el suelo o me rozaba con aquellas losetas contaminadas.
– Oiga… Buda. Porque usted es el Buda, ¿verdad?
– Así me llaman -me alegró oírle sonar todavía ligeramente ufano.
– Buda, váyase a tomar por culo. Usted y sus soplos de mierda. ¿Me oye? A tomar por culo.
Resopló como una morsa vieja y atascada. No se lo esperaba, vaya que no. Se puso en pie con toda la dignidad gelatinosa de que era capaz (o sea, sin dignidad ninguna), gruñó un par de tacos lo suficientemente bajito para no darme un pretexto y que le rompiera los dientes, luego se bamboleó flatulento hasta la puerta y se apresuró a abandonar el hirviente recinto. Sentí esa mezcla de vergüenza y júbilo que nos invade cuando la ira nos ha hecho prevalecer sobre alguien, aunque sea en detrimento de la equidad. Bueno, al menos yo había aprendido algo que ignoraba el Profesor: tenía una prueba directa de que el Buda sí que salía de vez en cuando de la sala de vapor…
Decidí darle un plazo razonable para que se refrescara en la ducha y se largase. O para que se encerrara en el retrete a llorar su disgusto. O para que le diese un infarto y reventara de una vez. En cualquier caso, no quería encontrármelo resoplando en el vestuario, mientras se ponía la tienda de campaña que debía de utilizar como calzoncillos. Así que me relajé un poco, cerré los ojos y estuve a punto de sentirme a gusto… aunque todavía me volvía de vez en cuando el reparo por lo de los hongos, el pie de atleta y demás. Entonces alguien habló a través de la espesa gasa húmeda del vapor, allí, al fondo a la derecha.
– Si no se enfada también conmigo, le diré algo. Apenas lograba verle. Me pareció joven y menudo, casi insignificante comparado con el paquidermo que acababa de abandonarnos.
– No se preocupe, ya se me ha pasado. Por lo general soy muy apacible.
– Si usted lo dice… Mire, a mí tampoco me gusta el Buda. Pero tenía razón en una cosa que le dijo: olvídese de Espíritu Gentil para la Copa. Que lo monte o no Pat Kinane no tiene nada que ver, porque no ganará en ningún caso.
– Y eso… ¿por qué, si puede saberse?
– Muy sencillo: porque volverá a ganar Invisible, como el año pasado. Está mejor que nunca y es más caballo que Espíritu, créame.
– Muy seguro está usted, señor…
Se puso en pie y se me acercó dos pasos, saliendo de la niebla. Era menudo, sí, pero atlético y no tan joven como yo había supuesto. Tenía una cara curtida, experimentada, arrugas profundas y poco pelo.
– Me llamo Malcom Bride. Voy a montar a Invisible en la Copa y sé de lo que hablo.
Así acabó mi visita a la sauna. Que me dejó pensativo y ya veo que a ti también. Paso ahora a contarte el segundo episodio revelador de la jornada.
La cita principal del día me pareció en principio más favorable que la incursión que acabo de narrar. No tengo rechazo grave contra la ópera ni me produce en general escrúpulos higiénicos, como las saunas públicas. Tampoco soy un gran aficionado, aunque siempre tuvimos en nuestra modesta discoteca algunas grabaciones del género. Nunca óperas completas, desde luego, porque ni tú ni yo -y tú aún menos que yo, tendrás humildemente que reconocerlo- seríamos capaces de escuchar algo tan largo, sólo selecciones de arias, dúos y otros momentos especialmente destacados. ¿Recuerdas? El bueno de Pavarotti, Mario Lanza y su Arrivederci, Roma, una antología de Aida con Carlo Bergonzi y Giulietta Simionato, otra de La Bohéme con Mirella Freni y desde luego Maria Callas. Que es a la única que oíamos de verdad con cierta frecuencia, a la gran Maria. Como cualquier ocasión te ha parecido siempre buena para tomarme el pelo, nunca dejabas de meterte con la cara que según tú se me suele poner al escucharla cantar Casta Diva. Como un besugo recién sacado del mar, haciendo pucheros. Y me imitabas con bastante más gracia que exactitud. Vamos, digo yo.
En fin, que acompañé con aceptable disposición de ánimo al Príncipe a nuestra cena lírica. El Elixir de Amor tenía la apariencia estándar de cualquier trattoria, en cuanto a la decoración falsamente rústica y el olor a tomate con orégano, con la única peculiaridad de que todas las fotografías que adornaban sus paredes eran de cantantes de ópera. La mayoría, celebridades del pasado -por supuesto, no faltaban Caruso ni Melchior-, pero también otros más recientes e incluso había retratos tomados en el mismo local y firmados por sus protagonistas. Por lo visto, la cocina del Elixir de Amor había sido degustada -y tal vez padecida- no sólo por Alfredo Kraus, sino también por Teresa Berganza y hasta por Juan Diego Flórez. Bueno, si a ellos les había bastado, por qué no a nosotros. La carta ofrece especialidades italianas, la más fiable de las gastronomías, soportable incluso cuando es mediocre. De reservar la mesa se había encargado el Príncipe, que tenía una habilidad especial para esa tarea o siempre conocía el nombre mágico que invocar para gozar de privilegios menudos. En cualquier caso, estábamos hacia la zona central de la sala pero medio disimulados tras una columna, es decir, que podíamos asistir a todo sin convertirnos nunca para nadie en parte indiscreta del espectáculo.
El Príncipe se había emperejilado bastante para la ocasión, aunque sin ningún exceso llamativo ni de mal gusto: en elegancia sobria y natural es en lo único que indudablemente supera a su padre, al que recordamos más bien inclinado a lo fosforescente. Junto a él, yo me sentí bastante desastrado: acuérdate, tú eras quien me vestías y yo sólo me vestía para ti. Ahora ya no sé qué ponerme, me da igual lo que llevo y además todo me está mal. Para rematar la faena, me afeito sólo un día de cada cuatro o cinco, porque se me olvida o me da pereza. Qué facha tengo. A veces, para mi alarma, logro verme con cierta objetividad, desde fuera. Por las mañanas, cuando no puedo evitar mirarme en el espejo, pregunto: ¿de dónde te has escapado?, ¿de quién huyes?, ¿dónde esperas refugiarte? Y también desde el espejo tú me miras con cariño, compasiva, pero sin poder ayudarme ya. Dejémoslo. Pues, en fin, aquí estoy, cenando fuera, casi de fiesta. Y el Príncipe, sin el menor reproche (¡qué estará pensando ahora mismo de mí!), charlando conmigo como si fuésemos un par de buenos mozos comenzando una noche prometedora…
El camarero que se acerca para tomarnos el pedido tiene las patillas de Fígaro pero nada de su pícara alegría. Más bien parece resignado a un fastidio rutinario que apenas disimula. Hace un momento vi pasar a una camarera jovencita que en cambio podría ser una aceptable Zerlina, pero a ella le ha tocado atender otras mesas. Suspiro. Cenaré ligero, como siempre: sopa minestrone y bresaola con rúcula y parmesano. En cambio el Príncipe comparte el bárbaro apetito de Don Giovanni: penne alla arrabiata y escalopines al Marsala. Está en la flor de la edad, como suele decirse. Pide Chianti y me lanza su mejor sonrisa. Se la traslado in pectore a mi colega el Profesor, que hubiera sabido apreciarla mejor que yo.
Para entretener la espera, inspeccioné discretamente la clientela del local. Predominaban las parejas -en varios casos dobles parejas- de mediana edad. Un ventripotente caballero más que maduro atendía a una joven que evidentemente no era su hija, procurando impresionarla con su conocimiento del mundo y vasta cultura. La pobre criatura tenía el aburrimiento garantizado. Sorpresa: la mesa más animada, muy cerca de la nuestra, era también la más silenciosa. La ocupaba un grupo de sordomudos que mantenían una viva y sonriente conversación gestual; de vez en cuando a alguno se le escapaba una especie de ronco gañido, una nota discordante que supongo que era el equivalente en su caso a volcar un vaso con el codo entre comensales dotados de voz. O quizá fueran solamente mudos, pero no sordos, porque si no resultaba un poco raro que eligieran una velada musical para acompañar la cena. Aunque quién sabe, todos vivimos de ilusiones y de inconsecuencias.
El espectáculo era simpático, familiar y poco exigente. Un tenor muy joven, de voz bastante desabrida pero entusiasta, cosechó el previsible aplauso cantando Questa é quella y La donna é mobile. Le siguió un fornido contratenor, barbudo y calvo, que interpretó con mucha delicadeza un par de arias barrocas que no llegué a identificar pero que me gustaron mucho. Bueno, la verdad es que mi minestrone era muy aceptable también y yo me sentía a punto de estar contento. El pianista que acompañaba sin hacerse notar demasiado a los cantantes no era Rubinstein, pero cumplía decentemente. Entonces apareció Siempreviva, recibida por una discreta ovación mayoritariamente suscrita que demostraba su rango estelar. Se hizo un silencio general, apenas roto por algún entrechocar de cubiertos en el plato o el tintineo de alguna copa. Iba vestida con un traje largo quizá un poco anticuado -¡qué sabré yo!- pero de buen gusto: bastante alta, más bien huesuda, no mal parecida aunque ajada. Seguramente ya pasaba de los cincuenta años, aunque aún podía declarar con verosimilitud cuarenta y pocos. El piano insinuó su entrada y ella atacó con toda dignidad J'ai perdu mon Eurydice. Tenía una voz suave, muy bien educada, sin gran potencia pero con encanto. Cuando terminó, aplaudí con sincero entusiasmo y también el Príncipe, que asentía muy satisfecho con la cabeza.
Siguieron otras actuaciones de cada uno de ellos y después se hizo un alto y comenzaron a pasearse entre las mesas, saludando a la gente y departiendo amablemente con los clientes, la mayoría de los cuales se notaba que eran asiduos. Cuando Siempreviva se acercó a nosotros, el Príncipe se puso en pie y le comentó brevemente la recomendación de la Hermandad de la Buena Suerte que nos había traído hasta ella. Después la invitó a acompañarnos a la mesa, si le estaba permitido.
– No quisiera privar al resto de los clientes del placer de su compañía…
Pero el encanto de los ojos azules también funcionó en este caso.
– Bueno, creo que me dejarán charlar un ratito con unos amigos… -Después sonrió, mirando con admiración un punto maternal al Príncipe-. Me gusta ese color de pelo. ¿Sabe que Vivaldi también era pelirrojo? Le llamaban en Venecia il Prete Rosso.
Se depositó en la silla con un cuidadoso repliegue de la cola del vestido. Lo mismo que cuando cantaba, al hablar destilaba juntamente primor y melancolía. O quizá fuese solamente fatiga, pero no ese cansancio del que puede uno reponerse sino otro ya incurable. Pensé que daba la impresión de… sí, no te exagero, de majestad. Porque una reina no deja nunca de serlo aunque se vea destronada.
El Príncipe elogió con finura su forma de cantar y yo administré subrayados con murmullos de aquiescencia. Por supuesto, ella debía de haber actuado ya en teatros importantes…
– Canté en Parma, en Venecia… Y hasta en la Royal Opera House de Londres. Estuve a punto de ir al Lincoln Center de Nueva York, pero… Todo se echó a perder. -Buscó un momento una ilustración adecuada de su caída y luego prosiguió, con una risita casi de excusa por la imagen que se le había ocurrido-: Como un sueño del que nos despierta el estruendo grosero de la cisterna del water…
– No logro imaginar… -La delicadeza del Príncipe era proverbial en tales casos.
– Pues nada, ya ve: la bebida. -Lo dijo con tanta naturalidad e indiferencia que estuvimos a punto de echarnos a reír-. Soy una alcohólica reformada, aunque mi reforma llegó tarde, como tantas otras. Salvó mi vida, pero no mi carrera. Bebía para calmar los nervios y lo que conseguí es perder la voz, los contratos y parte del hígado. Por lo demás, sigo tan nerviosa como siempre. Y ahora aquí me tienen… Vivita y cantando, pero en tono decididamente menor. Y echándolo todo de menos: teatros, éxitos, buenas críticas, viajes… Hasta la bebida. Sobre todo, la bebida. Supongo que por eso me interesa tanto saber un poco más de la buena suerte. ¡Es algo tan exótico para mí, tan lejos de mi experiencia!
Con hábil dulzura, el Príncipe fue llevando la charla hacia el jockey inencontrable. Sabíamos que ella y él eran especialmente amigos…
– ¡Pat! Es el pequeño gran hombre más adorable que he conocido en mi vida. Solemos hablar mucho, ¿ve usted? A los dos nos encanta charlar pero a mí me gusta todavía más escucharle. Tiene una chispa para contar las cosas y una imaginación… no sé, vuelvo a sentirme viva cuando me envuelve con sus historias. O con sus razonamientos, ¿eh?, porque es bastante filósofo. Uno de sus temas preferidos son las semejanzas que encuentra entre su oficio y el mío. Dice que ambos se ejercitan no cuando uno quiere sino en un momento obligado, predeterminado por las circunstancias. Y ante la presencia del público vivo, que espera y juzga. Si te equivocas, no puedes volver a empezar, no queda más remedio que seguir adelante como puedas. Y por lo visto en el arte del jinete ocurre lo mismo que en la lírica: el mejor no es quien hace aspavientos y finge luchar heroicamente contra lo imposible, sino el que se deja llevar sin aparente esfuerzo y parece que tropieza con la perfección antes de haber llegado a buscarla. Los realmente buenos son los menos vistosos. Por eso la gente suele preferir a los segundones efectistas tanto entre los jinetes como entre los cantantes…
A mí el tema me interesaba sólo de refilón, pero el Príncipe estaba verdaderamente apasionado por ese planteamiento. «De acuerdo, completamente de acuerdo, siempre he sostenido… ¡naturalmente!…» Se volcaba sobre la mesa y por un momento tendió la mano y apretó la muñeca de nuestra invitada. Hasta se hubiera dicho que ya no recordaba para qué estábamos allí. Fue Siempreviva quien volvió a Kinane, con afectuosa nostalgia.
– Yo no entiendo nada de caballos, ni siquiera he estado en un hipódromo en toda mi vida. Pero Pat se empeña en contarme cosas de las carreras, anécdotas, ejemplos de buena suerte… por ejemplo, aquel caballo, no recuerdo su nombre, que en plena recta final del Derby tropezó y se fue de rodillas al suelo, sólo para levantarse inmediatamente, recuperar el paso y ganar…
– Alysheba, en el Derby de Kentucky -rememoró el Príncipe-. Creo que fue el año 1986 o en el 87.
– Y también casos de suerte pésima, como otro caballo, el más veloz del mundo, que a punto de ganar la carrera de su vida se asustó por algo, quizá una sombra que vio en el suelo, pegó un salto y perdió por un cuello.
– Dayjur, en la prueba de sprint de la Breeder's Cup…
Como me impacientaba un poco ese repaso a dos voces de la historia pintoresca del turf, decidí hacer una aportación provocativa:
– Yo conozco otro caso de mala suerte y me tiene muy preocupado. Se trata de un excelente caballo que puede perder próximamente la Gran Copa porque ha desaparecido el jinete que mejor sabe montarle…
Siempreviva alzó la mano, pidiendo un momento de silencio. Y señaló hacia su compañero, el joven tenor, que se disponía a cantar. El piano inició una melodía leve y sugestiva.
– Favorita del re!… Spirito gentil…
Aunque la interpretación era vacilante y a veces sonaba áspera donde más delicadeza hacía falta, la belleza del aria de Donizetti logró abrirse paso. Al constatar nuestro arrobo y sorpresa, la prima donna pareció muy complacida.
– No debe de ser mera coincidencia… -insinuó el Príncipe.
– No, por supuesto que no lo es. Mi amigo Rafael ha incorporado el aria de La favorita a su repertorio (aún tiene que pulirla un poco, aquí entre nosotros) a petición mía y para dar gusto a Pat. ¿Pueden creerlo? Me hablaba frecuentemente de Espíritu Gentil, pero no sabía de dónde había sacado el nombre su caballo… fui yo quien se lo descubrí. Ya les digo que cada uno teníamos nuestra especialidad. A partir de entonces, siempre que Pat venía a verme pedía que Rafael la cantase. ¿A quién puede no gustarle?
– Pero yo no había mencionado el nombre del caballo ni de su jinete desaparecido y usted… -insistí.
– Sí, ya sé que Pat se ha marchado.
– ¿Adónde se ha ido y por qué? -Ahora el Príncipe se tornó apremiante-. Ayúdenos, señora, por favor.
Ella guardó un breve silencio, después suspiró.
– Pienso que por fin se ha ido a la isla. Estaba cada vez más obsesionado con lo que él llamaba la pregunta, la gran Pregunta… Insistía una y otra vez en que los casos de buena suerte de los que se ocupan los miembros de la Hermandad son meramente circunstanciales, episódicos. Porque ¿cuál es en realidad la buena suerte para un ser humano, para cualquiera, para todos? Ésa es la pregunta y según él no debe tener más que una sola y única respuesta. Le desespera no conocerla. Hace poco más de un mes comenzó a referirse de modo poco claro a una isla donde vive alguien que podría darle esa clave que busca. Por lo visto ha entrado en contacto con otra gente, con gente que no pertenece a la Hermandad. No sé cómo ni quiénes son. Puede que fuesen ellos quienes contactaran con él. En cualquier caso, no me gustan. No creo en la respuesta que pueden darle. Temo lo peor.
– ¿Piensa usted que se proponen hacerle algo malo a Pat?
– Me refiero a lo peor para mí. Creo que se ha ido a esa dichosa isla y que probablemente no volveré a verle. Es culpa mía, porque no me atreví… -Bajó la vista y jugueteó con una servilleta sobre el mantel. El Príncipe intentó de nuevo tomar su mano, pero ella la apartó-. A mí la respuesta a la gran Pregunta me parece obvia, tan obvia que es doloroso decirla en voz alta. La única buena suerte de cualquiera, de todos, es el amor. Lo inmerecido, lo que llega sin saber cómo, lo que todo desmiente y sin embargo ahí está. Pero esa respuesta no puede darse con palabras, como una teoría más. Hay que revelarla con un gesto. Y yo no me atreví a hacerlo. Por eso no pude impedir que Pat se fuera…
– Pero si usted le quiere… -Me sentí tan torpe al decirlo, tan espeso.
– Con la edad, el amor es ya como el mar en invierno. -Alivió su rostro marchito y elegante con una sonrisa casi pícara-. ¿No les ha pasado alguna vez? Una vuelve a visitar en febrero o comienzos de marzo la playa en la que tanto disfrutamos el pasado agosto. El día está claro, despejado. Tenemos toda la playa vacía para nosotros. Y el mar, en calma, nos invita a los placeres estivales. ¿Por qué no intentarlo? La temperatura resulta agradable… al menos para la estación en que estamos. Aparentemente nada ha cambiado y la seducción del placer sigue viva. ¡Vamos allá! Una se descalza y nota la arena súbitamente fría, inesperadamente fría. Proseguimos quitándonos cautelosamente algo más de ropa y no, la sensación no es la esperada: la desnudez que hace unos meses fue esplendor ahora es desamparo y vulnerabilidad. No nos dejemos engañar por las apariencias, la estación de los juegos playeros acabó hace mucho. El mar se nos ofrece tan hermoso como siempre, pero ahora está helado. No entraremos en él, no nos atreveremos a intentar caldearlo con el poco fuego que aún queda en nuestro cuerpo. Más vale vestirse y huir. Es lo que yo hice.
Noté que el Príncipe, inclinado hacia ella sobre la mesa, buscaba algo galante y a la par inteligente que objetar. No le dio tiempo a encontrarlo. Desde las otras mesas, los comensales habían comenzado una insistente súplica coral. ¿Era posible? Si mis oídos no me engañaban, decían: «¡La borracha, la borracha!» El lúgubre Fígaro que ejercía de maître se aproximó calladamente y le hizo una señal a Siempreviva, como para recordarle sus obligaciones por un tiempo descuidadas. Yo la miré, esperando verla indignada o al menos molesta por lo que voceaban, pero ella se encogió de hombros, con divertida resignación.
– Discúlpenme, el público me reclama su canción preferida.
Se levantó y acudió al centro de la sala. Con brío y desenfado, el pianista tocó una alegre marcha. Siempreviva se apoyó en una columna, como si estuviese mareada. Y empezó a cantar: «Ah, quel dîner je viens de faire!»
Y bordó la griserie de la ópera bufa de Offenbach La Périchole, en toda su jubilosa vulgaridad. Durante el rato que duró la interpretación, todos vimos a la pelandusca de altos vuelos cortejada por numerosos galanes, levantándose de una cena bien regada con vinos y licores, buscando algún sostén para disimular el tambaleo de su embriaguez y mientras ya excitada pensando en el resto de los placeres, no por mercenarios menos exquisitos, que habría de traer la velada. El público estaba encantado y celebraba cada matiz, cada gesto, la entrega dramática de la soprano en un empeño divertido y menor.
Cuando acabó, Siempreviva se inclinó profundamente con las manos cruzadas a la altura del pecho. Sonreía, con gratitud pero también con tristeza. ¿O era mi imaginación? En uno de sus reiterados saludos, porque la clientela no se cansaba de aplaudir, se volvió hacia nuestra mesa y su mirada se cruzó con la mía. Créeme, Lucía, conozco bien esa mirada. Es la que me devuelve el espejo tantas mañanas, mientras le pregunto: «¿De quién huyes? ¿Dónde esperas refugiarte?»