38653.fb2
Desde la terraza soleada, el hombre miró al mar, que resplandecía allá abajo. Siempre lograba descubrir tonos y matices variados en el azul, que iban desde la transparencia delicadamente glauca de la orilla rocosa hasta el puro índigo de la lejanía. Y todos los días volvía a maravillarle la claridad, la luz casi aterciopelada del Mediterráneo, tan distinta de la bruma para él más dulce y entrañable de su isla natal, en el lejano norte.
Allí también estaba a gusto, sin duda. Incluso debía reconocer que hacía mucho tiempo que no se encontraba en una forma física tan excelente. Sin embargo, ya comenzaba a impacientarse. Se acercaba el momento de partir. Francamente, tenía ganas de tomar una copa. O, mejor, varias. Fumar yerba es grato, sin duda, relajante y todo eso. Pero nada puede sustituir a un buen whisky, un Jameson bebido con amigos en un pub suficientemente concurrido y ruidoso, mientras por el televisor pasan las carreras del Curragh.
Además, ya tenía la respuesta que había venido a buscar. Mucho más sencilla y comprensible de lo que había en principio imaginado. ¿Decepcionante? No, tampoco podía descalificarla así. Lo que ocurre es que ya la sabía de antes, siempre la supo. Pero hacía falta la ocasión para revelarla y ponerla en claro, como quien pasa al papel una fotografía preciosa cuyo negativo ha llevado encima demasiado tiempo. Ahora ya estaba hecho. Podía largarse.
La casa permanecía totalmente silenciosa. No se veía a nadie. Tanto mejor. Aunque nunca le dijeron explícitamente que no podía marcharse cuando quisiera, desde el principio tuvo la impresión de que no facilitarían su partida. Irse sin que le vieran, mientras los demás hacían la compra en el pueblo o atendían otras obligaciones, le ahorraría sin duda dificultades.
Bajó la gran escalera de piedra que descendía desde la terraza, ancha y solemne como la de un castillo medieval. Abajo, en la cala, sería fácil encontrar una de las zodiac que hacían servicio de taxi hasta el aeropuerto. Si no recordaba mal, a primera hora de la tarde había al menos dos vuelos, nunca demasiado concurridos salvo en verano: uno a Palma de Mallorca y otro a Bastia, en Córcega. Desde luego, prefería el de Palma porque allí encontraría conexiones a todas partes. Además no estaría mal pasar un par de días en Palma, acostumbrándose de nuevo al bullicio urbano. Y hasta quizá pudiera acercarse al hipódromo y ver una de aquellas simpáticas carreras de trotones que tanto le divertían. Eran como carreras de juguete…
Echó a andar por el sendero arenoso, lleno de piedras. Sin duda, el antiguo cauce de un torrente olvidado. Respiró hondo y se llenó los pulmones, quizá por última vez, con el delicioso aroma de naranjos y limoneros. Sólo se oía el rumor de las chicharras, que no callan jamás, y muy lejos el motor de un yate que cruzaba frente a la isla, pintando su raya blanca de espuma en las aguas azules.
Luego oyó otro sonido, más inquietante. Era un ronroneo hondo y cavernoso, continuo, ya para él inconfundible. A unos diez metros, subiendo lentamente por el sendero que él descendía, venía un león. Llevaba baja la enorme cabeza, ensalzada por una melena corta y mucho más oscura que el dorado de la piel. Se detuvo un momento y miró al hombre. Después entrecerró los ojos como si el sol le molestase y bostezó, terriblemente. Luego siguió subiendo, sin apresurarse ni dejar su grave ronroneo. No se mostraba agresivo, ni falta que hacía.
El hombre retrocedió unos pasos, sin perderle de vista. No había nada que hacer, por allí no podía seguir. Con un suspiro se dio media vuelta y caminó hacia la casa. Estaba seguro de que entonces el león se detendría, satisfecho de verle regresar al redil. Misión cumplida.