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¡Oh, pozo sagrado! Te busco y quiero beber

de ti y así jamás estaré sediento otra vez.

LORENZO DE MÉDICIS, Laudi Spirituali

Estamos en el hipódromo, no sé en cuál de ellos, desde luego no es Goodwood, nadie puede equivocarse con el glorioso Goodwood. Final de primavera o más bien ya comienzos de verano, por la ligereza diáfana y templada del aire. Mucha gente pero vestida de cualquier modo, á la diable, como suelo decir yo y el Doctor siempre carraspea con desaprobación al oírme. ¡Esnobismo, humpf, grumpf! Todos se apresuran hacia las apuestas o para ocupar su puesto en las tribunas, porque los caballos ya han salido a la pista y trotan rumbo a los cajones de partida. A pesar de la distancia veo pasar a tres, muy juntos, y no conozco los colores de ninguno de ellos. Los buscaré en el programa… ¡ah, no tengo! Se lo he debido de prestar al Príncipe. Siempre olvida el suyo, se lo deja en cualquier parte. Frecuentemente se lo regala a una mujer, con pronósticos anotados de su puño y letra (acierta rara vez, no se puede ser afortunado en todo). La verdad es que me impacienta y me desazona no tener programa, incluso aunque no piense hacer apuestas. No saber quién corre, en qué condiciones, con qué peso… me siento como si estuviera desnudo. También suele desazonarme estar desnudo, en cualquier circunstancia.

Yo estoy apoyado en el pedestal de la estatua de un caballo, bronce oscuro, a todo galope y sin jinete. No tengo ni idea de cuál puede ser el nombre de este héroe y sonrío para mis adentros: es un monumento al Caballo Desconocido. ¡El Caballo Desconocido! Buen golpe, de ingenio limpio, repentino. Me gustaría poder compartirlo con alguien, pero los aficionados presurosos se han retirado ya, estoy casi solo. Incluso echo de menos al Doctor, aunque rara vez celebra mi ingenio y desde luego los calembours hípicos no le hacen ninguna gracia. De pronto, a pocos metros, veo al Príncipe. Aislado, sin nadie cerca (¡qué raro!), enfrascado en la consulta del programa, de mi programa. Parece que la carrera no le interesa, o aunque le interese no puede evitar estar pensando ya en la próxima. Es un aficionado inquieto, sin sosiego, como es inquieto en todo lo demás: siempre tiene la atención puesta en lo que ha de venir, el presente lo da por sentenciado, o sea que lo ha sentenciado él. Nunca admitirá que es precisamente el presente quien nos sentencia a todos. Estudio su figura, ahora que no me ve. Hay que reconocer que no es muy alto, pero tiene hombros anchos y siempre camina sumamente erguido, como si tuviera que ofrecer a cada paso el máximo de sí mismo. Alguien ha dicho que la dignidad humana es la expresión moral de nuestro andar con la cabeza bien alta, el Homo erectus… y que nadie vaya a entenderme mal. El porte del Príncipe es especialmente digno, en tal sentido: cuando estoy cerca de él me avergüenzo un poco de sentirme tan plegable. Pero hoy no siento ni vergüenza ni pudor: me acerco rápidamente a él, muy decidido, sonriendo todavía para mis adentros por mi reciente bon mot ¡el monumento al Caballo Desconocido! Nada, tengo que contárselo. El Príncipe levanta los ojos un poco húmedos, me mira con desaprobación contenida, resignada, como quien contempla un plato poco apetitoso pero que no puede rechazar para no desairar a su anfitriona. Entonces llego hasta él, sobre él (soy bastante más alto), tomo su cara entre mis manos y le beso en los labios. Bofetada al canto, tremenda, como era de prever, pero acompañada por lo más doloroso, una risita entre dientes.

Entonces me despierto, con sobresalto y asco, apenado también. Dice Van den Borken que los sueños son una congestión de la imaginación, sobrecargada por las palabras no dichas, los actos no realizados, los afectos de odio o de amor que no expresamos ni nunca expresaremos. También los besos no dados, añado yo, los besos que se nos pudren dentro como mariscos verdosos, cada vez más fétidos por el calor. Arrellanado en su confortable siglo diecisiete, el maestro Franciscus nada dice de besos ni tocamientos impuros. Claro. Es uno de los pocos reproches que pienso hacer a su pensamiento límpido -demasiado límpido- cuando llegue al capítulo de objeciones que sin duda finalizará mi tesis sobre su obra. Estoy deseando verla ya acabada, de modo que cualquiera de estos días la empiezo: basta de notas, de apuntes y dilaciones. Pero tengo claro que en cuanto comience a redactar se desvanecerá el placer de mi maestría, un dominio que sólo siento cuando pienso… incluso cuando sueño. Y vendrá la desazón de no lograr ordenar nunca del todo cuanto he leído y de saber que siempre me quedará mucho más por leer. Seguro que en este mismo momento se están escribiendo artículos y monografías sobre mi personaje, prolijas, minuciosas, indispensables. Nunca estaré del todo al día: cualquier estudio, al intentar darle forma, se revela como insuficiente. Primero mucho trabajo y después bastante frustración. Y las críticas de los fementidos colegas, los comentarios desdeñosos…

En cualquier caso, no necesito bibliografía para saber de dónde viene este sueño hípico que acabo de padecer. Consta en acta que el Príncipe nos llamó por fin al Doctor y a mí, después de casi dos meses de abandono. «Tengo algo para nosotros, chicos. Un verdadero regalito. ¡Diversión y aventura! También ganancias, desde luego, aunque ya conozco vuestro altruismo…» Yo le hice una pregunta y él no me contestó. Fue luego, al final, después de que nos hiciera un bosquejo muy elemental de todo el asunto. Demasiado elemental: hasta el Doctor, que no es precisamente suspicaz (carece de imaginación, la matriz de toda sospecha), me miró de reojo y puso la cara característica que pone al gruñir, aunque no gruñó. Su mueca de: «¡Pues vaya!» Lo que el Príncipe esquematizó era un esqueleto -¡esqueletizó!- de relato, simplemente una forma desganadamente cortés y en el fondo mas desdeñosa que otras de tocar el silbato para llamarnos a formar. Por lo pronto sólo nos iba a decir lo mínimo, casi a regañadientes: pues «Ahora sólo cuenta contar con vosotros, el resto os lo contaré después…». Demasiados cuentos para que me salgan las cuentas, pensé yo. Y me abstuve de mirar al Doctor para no verle pensar lo mismo. Conocerse desde hace demasiado tiempo es una forma de peste, como la que se desprende si no te lavas durante un mes.

La cosa viene a ser más o menos así: Espíritu Gentil vuelve a las pistas, a la competición, a la batalla. Esto sí es un verdadero sueño hípico, acunado sin esperanza ni reproche por tantos aficionados de todo el mundo, y no ese otro más bien indecoroso que yo he tenido hace poco. ¡Espíritu Gentil! El sueño nostálgico de quienes le vimos correr, la leyenda de quienes no lo vieron. Para los verdaderos aficionados del turf, los que aún guardamos culto romántico a los caballos de carreras (los demás son ludópatas, viciosos de bingos o loterías sobre césped), el Espíritu fue ese acontecimiento a cuya espera nunca se renuncia pese a la rechifla de los cínicos, la confirmación de la maravilla en la que quizá nadie cree del todo, la llegada del ángel. Un ángel con cuatro patas y cola tremolante, pero aún más angélico por esos rasgos bestiales, sublimados. ¿Caga estiércol el ángel? En bolas suaves y melocotonosas, que huelen divinamente. Y nos cura de nuestros males, puedo dar fe. Uno se siente mínimo y solo, incomprendido y despreciable, comprensiblemente despreciado, embadurnado de angustia: y aparece el ángel. Entonces, por un momento, intenso momento, vuelve la ligereza al alma y regresamos a la víspera de nuestra mejor Navidad. Sabemos que no puede durar, que se irá, que los dioses o el destino nos van a privar de él y por eso lo queremos aún más. Y, en efecto, de pronto el ángel cayó, terrible caída. Nos quedamos sin él, desangelados. Sólo con la angustia puede contarse para siempre. Espíritu Gentil desapareció de las pistas, tocado por la fulminación y la deshonra. Y ahora parece que vuelve. ¿Vuelve? ¿Tendremos ángel otra vez?

En todo caso, una tarde nada más, sólo una gran jornada. Según dicen -asegura el Príncipe- será la última vez que le veremos, la definitiva, la inolvidable. Y regresa nada menos que a por la Gran Copa, la única que falta en su palmarés, la que perdió el año pasado de una manera inexplicable. A esta derrota, que padezco como mía, aún no me he resignado. Que Espíritu Gentil perdiese una carrera era difícil de asumir, pero yo lo habría aceptado con todo el coraje de la veneración que siento por la auténtica excelencia, sea hípica, humana… o angélica; que llegase segundo de cualquier otro caballo inferior a él -puesto que todos lo son- me dolería, claro, cómo no, pero sin duda hubiera aceptado la catástrofe comentando con una sonrisa de valeroso sufrimiento que las carreras son así. Lo espantoso, lo insoportable y realmente atroz… es que llegó tercero. ¡Tercero en la Gran Copa y tras dos jacos vulgares del Sultán! Tercero llega cualquiera, no Espíritu Gentil. Finalizada la hecatombe se improvisó el ineficaz consuelo de varias explicaciones: había tenido algo de fiebre un par de días antes, le oyeron toser esa misma mañana, había pisado mal al ir hacia la salida y se dolía de la mano derecha… Exceso de atenuantes dudosos: uno sólo, probado y resolutivo más allá de cualquier duda, nos habría venido mucho mejor a sus abrumados feligreses.

Suscribí todas estas coartadas y algunas más en acaloradas discusiones con escépticos o burlones, empezando por el maldito Doctor: «Siempre te dije que no era para tanto…» ¡Qué sabrá él, que sólo va al hipódromo cuando lo llevan a rastras y se pasa todo el tiempo haciendo comentarios críticos -los chaqués, las pamelas, el champán entre risas frívolas y fotografías destinadas al papel couché- inspirados en una sociología maniquea que mamó en su remota adolescencia! Yo argumentaba con furor justificaciones del desastre y trataba de rebatir a los escépticos, pero en el fondo de mi fondo sin creer ni por un momento lo que estaba diciendo: ¡coño, hablábamos de Espíritu Gentil, no de cualquier otro sufrido cuadrúpedo avasallado por los caprichos de la fisiología! Cualquiera puede meter la pata, pero los ángeles deberían al menos ser inmunes al elemental tropezón. De modo que casi sentí alivio cuando días más tarde se anunció que iba a ser momentáneamente retirado de las pistas y así siguió durante meses y meses, hasta que todos pensamos que su marcha era ya definitiva. Me sentí absuelto de mi adoración, condenado al abismo y por tanto libre otra vez. Resultaba más llevadero padecer por no ver al ángel que por verle perder otra vez. ¡Tercero, imaginarse siquiera eso de nuevo, no: jamás! Y así comenzábamos ya a olvidar prudentemente a Espíritu Gentil, como se olvida lo que más apreciamos, lo único que cuenta -el amor o la juventud, por ejemplo- desde que vemos aparecer allí, precisamente allí, inesperadas grietas que comprometen el resto de nuestra mediocre armonía.

Pero ahora el antiguo arrebato nos devuelve bailando al controvertido furor de la plaza: ¡vuelve! ¡Espíritu Gentil vuelve! Y vuelve para intentar ganar donde perdió o para arrastrarnos a todos sus fieles al infierno con él. También Satán era un ángel, el principal y mejor de todos. Es preferible acompañar al ángel controvertido en su caída que olvidar que hay, que hubo, que quizá alguna vez volverá a haber ángeles… aunque ya no sea para nosotros. La desgracia de los ángeles, que fue su pecado de orgullo (tengan dos, cuatro patas o alas de querubín), no es nada comparada con la nuestra si ya no hay ángeles ni esperanza de ellos. A lo nuestro: ¡vuelve Espíritu Gentil, ese pedazo de angelote!

Todo el énfasis de esta noticia es mío, desde luego. El Príncipe nos la transmitió como de pasada, dando por hecho -o fingiendo dar por hecho- que ya estaríamos enterados del asunto por la rumorología tabernaria. ¡Como si uno, al menos yo, pudiera oír semejante clarinazo celestial sin celebrarlo frenéticamente de algún modo! Desde luego el Doctor asintió impasible, con cara de aburrido, bostezando casi… «Y ¿qué más? Pasemos a lo importante.» Lo hacía para molestarme, por descontado, para dar ejemplo de la verdadera imperturbabilidad del sabio y mostrar al mundo que él sí que tiene una auténtica jerarquía de valores, no un batiburrillo de apasionamientos más pueriles que románticos como el que me aqueja… A la vuelta te espero, compadre.

En el hervor de mi cólera contra tanta suficiencia apenas escuché los sucesivos comentarios a pie de página que el Príncipe añadía, con expresión maliciosa. El retorno del campeón destronado es un empeño personal, un capricho bilioso -hablemos claro- del Dueño en su guerra interminable contra el Sultán. El narrador aludió oscuramente a nuevos agravios de índole muy privada, incluso obscena, entre ambos plutócratas. Todas las provocaciones del Sultán contra el Dueño se rematan por lo visto con una referencia a la humillante derrota -¡llegó tercero, ter-ce-ro!-de Espíritu Gentil. Y para el Dueño sólo cabe imaginar ya una venganza suficiente, la única revancha a la altura de las reiteradas ofensas, tanto más graves cuanto que sutiles y hasta corteses: arrebatar la Gran Copa al malnacido y precisamente con el mismo caballo que éste imagina definitivamente destituido de la aspiración a la victoria. ¡Ah, debe llegar por fin el día de la revancha y el castigo, la última batalla, Armageddon cum Ragnarök, todo en uno!

Pero… ¿qué pinta el Príncipe -y nosotros con él- en este diferido y dudoso ajuste de cuentas? Ahí el asunto se envolvió en imprecisión, a medida que nuestro jefe marginaba lo concreto para parapetarse tras sus habituales mañas de seductor: guiños, melindres, sonrisas de iniciado, alzamiento de hombros suplicante, parpadeos encandiladores de falso desconcierto: «¡No me pidáis que sea indiscreto! A su debido tiempo…» Sin duda, sabe seducir y está seguro de que nadie se le va a resistir, al menos nosotros no, coteja como indudable que le seguiremos sin reticencias y apenas con preguntas, agradecidos de que nos haya llamado… ¡a pesar de cómo nos salieron las cosas la última vez! Silba y acudimos: lo desea en voz alta, después abre la puerta y allí estamos, jadeando con la lengua fuera sobre el felpudo: bienvenidos. ¡Maldita sea mi…! Francamente, ya todos somos mayorcitos y el Doctor y yo podemos llamarnos viejos sin exagerar demasiado. No es decente seguir pidiéndonos una fe ciega y una disponibilidad total, a la espera de instrucciones perentorias que no llegan hasta el último minuto. Somos fieles, vale, pero también humanos (¿cuenta esto para él, sin embargo?): de modo que quisiéramos conocer algo mejor lo que se espera de nosotros. No sólo en cuanto a la práctica, desde luego, sino ante todo -hablo por mí, el Doctor nunca condesciende a tantas sutilezas- en lo tocante a la adhesión moral. Asumo que se me ordene sin rechistar, pero quiero saber al menos lo que significo para quien me da las órdenes y recibe mi obediencia sin reservas. El Príncipe no me lo dirá, estoy seguro, se regodea en nuestra entrega con todas las luces apagadas: le gusta vernos tropezar tras de él, abnegados y serviles, jugando a la gallina ciega.

¿Nuestra tarea? Insistí con un énfasis casi ridículo en la formulación: ¿cuál va a ser nuestra tarea? Y él, sin misericordia y sonriendo, se limitó a repetir una clave enigmática: «Tendremos que asegurar el requisito de la victoria. No os digo más, confiad en mí.» Ese requisito parece ser cierto jinete, cuya monta resulta imprescindible para amarrar la posibilidad de triunfo. Lo dejó entender luego, después de comprobar que nos resignábamos disciplinadamente a no saber nada. Yo intenté un balido de protesta, porque Espíritu Gentil siempre será el mismo, el campeón, lo monte quien lo monte, su gloria no puede depender… Entonces el Príncipe me dirige una mueca dulce y atroz, irresistible. ¡El requisito de la victoria! Luego añade, como para sí mismo: «Lo demás que lo ponga el caballo.» El Doctor carraspea agónicamente, hace pucheros truculentos, farfulla con aparente indignación: está vencido. Y yo antes que él, claro: y por más graves y frustrantes motivos.

Luego viene lo otro, la probabilidad del riesgo, el tanto por ciento en que nos jugamos el pellejo: ¡hombre, que nos lo diga! A medias palabras, entre chascarrillo, asoma un perfil mal perfilado que se parece a una calavera. Creo entender que se está refiriendo a cierto peligro o peligros en la poco explicitada misión y el Príncipe me lo confirma, para luego reírse. ¡Claro, tienes razón, no te confundes, es el abismo! O puede ser el abismo… pero sígueme. Vamos, sígueme. Siempre quedo confundido cuando estoy cerca de él. Y yo le miraba entonces, le miré, le miro intentando sondear el precipicio de lo mucho que calla para lograr traspasar la opacidad caprichosa de lo que nos propone, descubriendo al fin la voluntad de poder que hay más allá. Pero todo se resolvió finalmente en detalles menores, instrucciones parciales que no alcanzan lo esencial aunque nos dan materia de entretenimiento. Volveremos a vernos pasado mañana, entonces será más explícito… si le da la gana. No me conformé al oírle, ni me conformo ahora al recordarlo. Pero asentí con la cabeza, sin rechistar. Sin embargo, no me rendí del todo. Mis ojos, que quisiera desafiantes y presiento turbios de súplica cuando se fijan en él, melancólicos, le interrogaron aunque no para preguntarle «¿Qué vamos a hacer?», sino «¿Qué esperas de mí?». Como podía haber supuesto ya de antemano, ni a lo uno ni a lo otro había de responderme.