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La conexión de los caballos con la riqueza y la

aristocracia es tan antigua como la conexión

de los caballos con la guerra.

S. BUDIANSKY,

La naturaleza de los caballos

Al salir de la última curva, Nosoygato se proyectó hacia el exterior de la recta final. Todos los demás participantes se apiñaron combativamente junto a los palos para disputar la llegada de la prueba, vislumbrada a medio kilómetro de allí, pero él optó por abrirse hasta el otro lado de la pista, regalando tres o cuatro cuerpos con despilfarro suicida. Algunos pensaron que su jinete, el joven Johnny Pagal, se había despistado al negociar la curva, otros que iba desestribado. Mientras, Johnny recordaba el consejo del entrenador Wallace: «Inténtalo por fuera. La pista está ahí mucho menos pataleada y no tendrás que temer ninguna interferencia.» «Cuándo debo soltarle del todo -preguntó el muchacho-, braceo o mejor saco la fusta, le pido a los trescientos o…» Y el preparador le puso la mano en el hombro, socarrón: «Tú agárrate bien y déjale tranquilo, chico, él sabe lo que tiene que hacer.» Nosoygato, cinco años y diecinueve carreras (tres ganadores y siete colocaciones), un verdadero profesional. En el pelotón que marchaba por los palos la batalla rugía sin cuartel, tres delante cabeza con cabeza y medio cuerpo atrás otros cuatro agrupados con igual proximidad. Ganaba el cinco, se imponía el dos… nadie se ocupaba del exiliado que galopaba libremente en paralelo a ellos, fuera de su vista. Al cruzar la meta, el jinete del cinco levantó la fusta en señal de triunfo. Sin duda había logrado imponerse a los de su paquete… pero ello no le daba la victoria. Cuerpo y medio le faltó aún para alcanzar al ganador de la prueba, Nosoygato, embalado sin trabas y feliz por todo el exterior de la pista.

El regreso hasta las tribunas, donde esperaba el ritual establecido del círculo de ganadores y el pesaje que confirmaría lo impecable de la victoria, constituyó un exquisito placer que Johnny Pagal hubiera querido hacer durar horas o, aún mejor, inmovilizar de forma imposible en el tiempo. Detente, momento, porque eres tan hermoso… El caballo trotaba de regreso a través de la anchura afelpada y ahora tranquila de la gran pista. Johnny estaba seguro de que el júbilo triunfal que le esperaba, los parabienes y palmadas en la espalda, los apretones de manos, el reconocimiento de los entendidos y la gratitud de los apostantes que iban a cobrar un buen dividendo… nada sería mejor que el silencio rumoroso que ahora le rodeaba, sólo puntuado por el galope del resto de los caballos que volvían delante de él y por los resoplidos hondos y responsables de Nosoygato, que recobraba pausadamente su aliento con técnicas espontáneas de maestro zen. Al fondo, al final del verde centelleo de la pista barnizada por el sol aún vigoroso de la tarde veraniega, esperaban las gradas rebosantes de figuritas multicolores de las que brotaba un zumbido constante de enjambre, que le llegaba apagado pero nítido como el duradero y tenaz canto de una dinamo.

Al bajar por fin del caballo, entre vítores tan cariñosos como previsibles, Johnny intentó explicar que el mérito era del entrenador, felicitándole públicamente por el acierto de su consejo. Pero el señor Wallace se adelantó, proclamando en voz alta para los reporteros que estiraban el cuello junto a él: «¡Buen trabajo, chico! Excelente idea abrirte en la curva. Cada vez lo haces mejor…» De modo que sólo le correspondió sonreír tímidamente, mientras cargaba con la silla y sus aditamentos engorrosos para dirigirse hacia la báscula. No sin antes haber apoyado un instante su rostro agradecido en el ancho cuello blanqueado por el sudor de Nosoygato, que permanecía imperturbable en la fatiga como antes durante el esfuerzo: «No es nada, chaval. Cuando llegues a mi edad ya te habrás visto en otras buenas y en muchas malas. Relájate y no le concedas demasiada importancia…» Camino del vestuario, el aprendiz disfrutó los amistosos empellones de un par de jockeys veteranos y buscó con la vista al único cuyo reconocimiento hubiera de veras significado mucho para él. Pero no estaba. Como ayer, como todo el resto de la semana, faltaba Pat Kinane. Johnny Pagal echó de menos su gruñido escéptico de aprobación, que nunca le negaba después de cada ganador e incluso cuando solamente lograba colocarse segundo o tercero pero administrando bien un caballo difícil: «¡Bah! Has estado mejor que el primero…» ¿Dónde se habría metido Pat Kinane?

Uno de los primeros que felicitaron al aprendiz victorioso en cuanto desmontó fue el propietario de Nosoygato. A don José Carvajal Ferreira todo el mundo le conocía sencillamente por el Dueño. Sin duda existían en el mundillo hípico muchos otros dueños y propietarios, pero esa condición de poseedores era un complemento -por destacada que fuese su fortuna- del resto de su personalidad social. En cambio la apropiación era la esencia misma de Carvajal, su forma de relacionarse con las cosas y con las personas. Sobre todo con las personas. Ante él, nadie dejaba de sentirse a la venta, en oferta voluntaria o involuntaria… y cuando estrechaba una mano con puño firme y sonrisa breve, el afectado sentía como si acabasen de colgarle un rótulo: «Adquirido.» Con la imparcialidad del buen amo, el Dueño palmeó el dorso de Johnny y el musculoso flanco de su caballo. Luego retrocedió un paso y se cruzó de brazos, como si temiera haberse excedido en sus efusiones. En ese momento se le acercó un joven pelirrojo, bajo pero ancho de espaldas, cargado con una gran funda de prismáticos que parecía casi desaforada para él. Le comentó algo en tono discreto y ambos se retiraron juntos, camino a las instalaciones del Jockey Club.

Diez minutos más tarde compartían un discreto rincón en el bar de esta institución patricia, con sendos whiskies de malta servicialmente próximos. Y hablaban de negocios, claro. A fin de cuentas, nadie podía hablar de otra cosa con el Dueño, fuera el que fuese el tema oficialmente tratado.

– Samuel, le necesito.

– Naturalmente, don José. Siempre es un placer poder echarle una mano para… en lo que sea.

– Samuel, ni usted ni yo somos imbéciles, permítame decirlo así. O sea que tenemos la misma opinión sobre el romanticismo. ¿Me equivoco?

– Seguramente no, don José.

– Mi opinión sobre el romanticismo es muy mala. Malísima, fatal.

– La mía no es mucho mejor, aunque soy un poco más indulgente.

– Será porque es usted más joven y espera beneficios de tan simpática condescendencia. Las mujeres…

– Tampoco soy un romántico, si es a eso a lo que vamos.

– De acuerdo, entonces. Ya sabía yo que hasta aquí no íbamos a discrepar. Voy al grano. Escuche: quiero que Espíritu Gentil gane la Gran Copa este año.

– ¡Un campeón inolvidable! En veinte años de afición, desde el más corto de mis pantalones cortos, no recuerdo otro igual. Merece su revancha… pura justicia poética.

– Veo que no aborrece usted el romanticismo tanto como yo. Para mí cualquier caballo es una forma aristocrática y a veces demasiado cara de mueble, nada más. Una herramienta menos fiable que otras. Una cosa bonita que corre y caga en lugar de estarse quieta en el salón cogiendo polvo, como los aparadores estilo Imperio. No hago excepciones. Espíritu Gentil tiene a mi juicio idéntica consideración que el resto.

– Ha ganado mucho dinero en premios.

– ¡Venga, que soy un hombre de negocios! Sumando lo que me costó comprarlo con los gastos de mantenerlo, entrenarlo, matricularlo en grandes premios y llevarlo de aquí para allá, por no hablar del seguro millonario, cualquier otra inversión me hubiera producido más rendimiento. Como a mí la cría caballar no me interesa, el día que me deshaga de él y lo venda como semental será el único que realmente me produzca beneficios. Y ya no tendré que preocuparme de si amanece sano, enfermo o cojo. No veo la hora de librarme de él.

– Creí entender…

– Déjelo, pienso en voz alta sólo para que vea que no acabo de caerme del nido. Lo único que debe entender es esto: dentro de mes y medio mi jodido caballo tiene que humillar de una vez por todas a los del Sultán. Después lo retiraré de las pistas, lo dedicaré a la cría o lo castraré para que aprenda, me lo comeré estofado o lo nombraré mi heredero universal. Calígula, ¿recuerda? Algo así. Ya lo pensaré. Lo importante es que gane la Copa… aunque luego reviente.

Se miraron en silencio y, casi al unísono, bebieron un trago de licor. El Dueño sintió un leve escalofrío como si tomase algo helado, su interlocutor enrojeció como si acabara de ingerir de golpe algo muy caliente. Luego recurrieron a sus respectivas servilletas de papel para secarse los labios. Ninguno de los dos se sentía plenamente a gusto en compañía del otro.

– No me dirá, Samuel, que no tiene usted también cuentas que ajustar con el Sultán.

– Puede que sí. Pero en cualquier caso no son de las que se resuelven con una carrera de caballos.

El Dueño descartó la objeción con un gesto brusco de su manaza peluda.

– ¡Vamos, vamos! Nadie ha olvidado lo que le ocurrió a su padre y desde luego usted menos que nadie. Ya sé que una carrera de caballos no resuelve nada, pero le aseguro que para alguien como el Sultán o… o como yo, es un puñal, la espada de la revancha. Una ordalía, como decían los medievales: ¡el juicio de Dios! Por alguna parte debe empezar la venganza…

– ¿No habíamos liquidado ya el romanticismo? «Venganza» es un término romántico, don José. Y ordalía, ni le cuento.

El Dueño cambió de posición ruidosamente en la butaca y el cuero restalló como si hubiera expulsado una ventosidad.

– ¡No me venga con subterfugios! Su padre…

– Mi padre fue asesinado, don José. Y no sabemos quién le mató. Cada cual puede tener sus sospechas. Desde luego, me guardo las mías. Pero si yo tuviera pruebas de que el responsable de su muerte fue el Sultán, exigiría justicia y no venganza. En cualquier caso, incluso si decidiera vengarme, esté seguro de que no me dedicaría a organizar carreras contra él.

– Pero ¡vamos a ver, hombre! ¿Quiere usted hacerme caso o no? ¿Hablo en chino o es que está usted distraído?

– Le escucho con monstruosa atención, don José.

– Pues no se me pierda. Yo tengo mis motivos y estoy haciendo un esfuerzo para que los entienda, aunque sea a medias. Sus agravios sólo me interesan como referencia, pero si no sirven ni siquiera para eso olvide que los he mencionado. Éste es el mensaje que importa, sin adornos: Espíritu Gentil correrá de nuevo y por última vez en la Gran Copa, para dejar a los caballos del Sultán con un palmo de narices.

– ¡Estupendo! Me voy a quedar ronco animándole desde la tribuna. Pero, si no recuerdo mal, esa misma victoria ya la intentó conseguir en idéntico compromiso el pasado año. Y perdió, aunque fuese por poco.

Rugiendo casi, el Dueño parecía a punto de una congestión mortífera. Su furioso gruñido fue tan espectacular que el camarero acudió, servicial y discreto, creyéndose requerido. Le fueron encargados otros dos whiskies y se largó a cumplir con su obligación, contento aunque algo sobresaltado.

– Está abusando de mi paciencia, Samuel.

– Pues le juro que lo hago sin querer…

– ¿Acaso no sabe que Espíritu Gentil fue montado aquel día de una manera indigna, indecente, asesina? Hasta el último chiquilicuatre del hipódromo le dirá que mi caballo hubiese ganado por tres cuerpos si le montan como es debido. ¡A ver si se atreve alguien a decirme…!

– La monta no fue afortunada -concedió Samuel, reflexivo y como para sí mismo.

– ¡Asquerosa! Ese puñetero yanki es el peor jinete del mundo. Inútil total, total…; si por mí fuera, le retirarían la licencia. ¡Y cuando pienso en lo que me costó traerle!

– No tanto, don José: incluso ganó un Gran Premio, ¿se acuerda? Pero esa vez no montó bien. La verdad es que nunca se hizo del todo con el caballo, lo dejó ir demasiado libremente. Después yo creo que se precipitó en la curva, debería…

El Dueño agitó los brazos en aspa, como si estuviera dirigiendo el aterrizaje de un avión.

– ¡Déjese de explicaciones técnicas, maldita sea! Resulta evidente que la monta fue un desastre, me traen sin cuidado los detalles. No soy jockey, de modo que no sé cómo había que haber montado a mi caballo para que ganase. Pero sé muy bien con quién nunca hubiera perdido. Es decir, con quién nunca perdió.

– Pat Kinane…

– ¿Lo ve? ¿Ve como estamos de acuerdo? ¡Ahora empezamos a entendernos! Vamos por partes, poco a poco: Espíritu Gentil es el mejor, ¿verdadero o falso?

– Verdadero.

– Pero hasta ese gran campeón puede fallar alguna vez, si todo se le pone en contra, ¿verdadero o falso?

– Sin duda eso es verdad.

El propietario se inclinó sobre la mesa, hasta poner su cara inflamada a pocos centímetros de la de su interlocutor.

– De modo que es preciso garantizar el requisito principal para asegurar que correrá como es debido y ganará como le corresponde, ¿no es verdad? ¡Verdadero, verdadero!

– O sea…

– O sea que Pat Kinane, el jinete que mejor le entiende, el único con el que nunca ha perdido ni perderá, debe montarle ese día en la Gran Copa. ¡Verdadero y necesario!

El joven pelirrojo asintió, mientras miraba discretamente su reloj y se removía en su asiento, porque no quería perderse la próxima carrera. Le habían dado un soplo y estaba bastante ilusionado con pillar ese ganador. De modo que intentó abreviar los meandros emocionales y estratégicos del debate.

– Buena idea. Pat suele hacer fáciles las cosas difíciles y es un especialista en la Copa. ¿Cuántas veces la ha ganado ya? ¿Tres o cuatro?

– Ni lo sé ni me importa. Lo que cuenta es que debe ganar este año, con mi caballo. ¡Que se joda el Sultán! Pero…

– Siempre hay un pero, don José.

– Quítese la sonrisita de la boca, que la cosa no es para reírse. El caso es que no hay manera de localizar a Pat Kinane. No acude a los entrenamientos, no viene al hipódromo, ha fallado sin dar explicaciones a cinco montas que tenía comprometidas… ¡Cinco, nada menos!

– Alguien tendrá noticias suyas…

– Pues no, creo que no. En fin, no lo sé. -Volvió a empujar su ancho rostro hacia el de Samuel-. Usted me lo dirá. Para eso le he llamado, para que encuentre a Kinane. Tráigamelo, Príncipe, y lo pondremos a buen recaudo hasta la Copa. Lo demás corre de mi cuenta. Confío en mi caballo, montado como es debido.

– Eso de Príncipe…

– Así le llaman, ¿no?

– Sólo mis hombres, por una rareza del cariño.

– Claro, su padre era el Rey…

– Me llamo Samuel Parvi, don José. Y no creo que a Pat Kinane se lo haya tragado la tierra. Estará por ahí borracho, con alguna furcia. Aparecerá él solito, mañana o pasado.

– Muy bien, mejor para usted. Cobrará igual y ya sabe que no regateo. Quiero a Kinane para mi caballo. Le quiero entero y de una pieza, sobrio y a salvo de amenazas. Consígalo, Samuel, emplee a toda su gente, haga lo que haya que hacer. Poco o mucho, lo importante es el resultado. Al día siguiente de la Copa le daré un cheque firmado y usted pondrá la cantidad. ¿De acuerdo?

Puesto en pie, le sacaba al pelirrojo más de una cabeza de estatura. Se estrecharon las manos.

– Creo que tira usted la pasta, don José. Pero veré qué puede hacerse para asegurar la monta de Kinane. Y ahora tengo que darme prisa o no podré jugar a Río Revuelto. Va a ganar la próxima y aún iba diez a uno hace unos minutos. A mí no me sobra tanto el dinero como a usted, de modo que no quiero que se me escape esa ganga…

Fuera, la gente se apresuraba hacia las gradas para conseguir buen sitio, con su apuesta en el bolsillo y sobre todo también en la cabeza, como una maldición de la que sólo podrían librarse cuando los caballos cruzasen la meta. Una vieja empeñada en leer el programa sin gafas, pegándoselo a la nariz y con el bolígrafo en la mano, dio un tremendo tropezón y estuvo a punto de rodar escaleras abajo por la tribuna. Un niño de unos diez años le tiraba de la manga a su padre distraído, chillando incansable: «¡El cuatro, el cuatro! ¡Va a ganar el cuatro!»