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Huí de ella un mes después, dejando una nota llena de frases hechas más bien deshechas pegada al frigorífico porque no tuve fuerzas ni para enfrentar su mirada azulina ni las verdaderas causas de mi fuga.
Haciendo uso de ese trascendentalismo compulsivo al que Blanca era tan aficionada, podría resumirlo todo diciendo que la vida es como un detector de felicidad. Cuando Blanca y yo lo atravesamos sonó un pitido y nos dijeron que pusiéramos sobre la mesa toda la felicidad que lleváramos encima. Y eso hicimos. Blanca y yo, como esos niños de antes de la Nintendo que se divertían con cromos, jugábamos a voltear el amor, ignorando que no siempre tenía por qué caer del lado bueno, un dibujo apretado de árboles y hierba que representaba el Paraíso, hasta el día que cayó del revés y descubrimos que su dorso, por eso de la simetría, estaba ilustrado de llamas feroces y estalagmitas rojas.
Pero nadie va a dar al Infierno sin antes chamuscarse los pies en el Purgatorio. Si he de precisar el momento justo en que todo comenzó a torcerse, ese hilo mínimo que logra deshacer el tapiz si tiramos de él, creo que me inclinaría sin dudarlo por el episodio del poema. Quizá si antes de él hubiese estado tan alerta como lo estuve luego, una vez que los acontecimientos empezaron a precipitarse unos sobre otros como fichas de dominó, venciendo su insignificancia mediante la acumulación, ahora podría remontarme más atrás aún, pero si antes del referido episodio sucedió algo digno de mención me pasó absolutamente desapercibido, o puede incluso que lo festejase sin sospechar nada, como un bebé que ríe al sentir el roce helado de un revólver en la sien.
El episodio del poema, a saber, se produjo al mes de estar juntos. Yo, por aquel entonces, era un hombre enamorado y feliz que se consideraba afortunado por haber tenido la suerte de embarcarse en un romance excepcional que nada tenía que ver con las relaciones sentimentales que sucedían a mi alrededor. Me bastaba con sentarme en un banco o un bar para corroborarlo. El amor que se profesaban los demás se me antojaba torpe y adocenado, pulgoso, chirriante si llegaba a mis oídos algún grumo de conversación; observaba a cualquier pareja y adivinaba abismos insalvables entre ellos.
La tarde en que se cumplió un mes de nuestro encuentro en el parque yo me encontraba exultante. Tanto era así que había decidido, impulsado por ese optimismo, fotocopiar el temario de unas oposiciones que se estaba preparando Julio. Y quería hacerle saber a Blanca que mi balance del mes había dado positivo. Ardía en deseos de ello. Quería, en realidad, hacérselo saber a la ciudad entera, que todos los mensajeros trabajasen esa noche para mí, informando a los vecinos en su propio domicilio que un tal Alejandro estaba locamente enamorado de una tal Blanca, pero debía comprender mis limitaciones, especialmente las de mi bolsillo. Opté por amasar todo aquel orgullo en un poema. Me tiré horas en el Picalagartos forcejeando con la métrica hasta obtener una remesa de versos resultones que me apresuré a envolver con un te quiero. ¿Y ahora?, me dije al concluirlo. Lo leí varias veces, paladeando la rima forzada e imaginándolo apelotonándose en mi boca al intentar recitarlo ante Blanca. Descarté tal humillación. Sin embargo, la entrega en propia mano me resultaba demasiado oficial. Se me ocurrió esconderlo. Por la mañana, Blanca había comprado pasta para preparar una cena conmemorativa. Sabía que luego, con el cascabeleo plácido de la digestión, nos enzarzaríamos en un coito remolón y pausado que con toda probabilidad las carcajadas impedirían culminar. Y luego nos prepararíamos un porro. Ella guardaba la marihuana en una especie de joyero arábigo que reposaba sobre el televisor, en cuyo aromático interior descubriría esta noche un poema.
Pero para ello debía llegar a casa antes que Blanca, y según iba desfalleciendo la luz lo tenía difícil. Enfilé hacia su estudio atravesando por el centro, culebreando con paso ágil por calles abarrotadas de consumidores vespertinos y tentando al tráfico con mis regates, pero cuando llegué al apartamento, Blanca ya se encontraba allí. Tropecé con sus bártulos desperdigados por el suelo, y traté de enfocarla en algún punto de la habitación antes de escuchar el monólogo de la ducha. Disponía de unos segundos. Me acerqué al televisor de puntillas, sacando el poemita del bolsillo con dedos de carterista, atento a la puerta del baño. Abrí el cofrecito, que me arrojó a la cara su noble aliento y me mostró, entre las quebradizas hojas de marihuana, un papelito doblado similar al que yo me disponía a esconder. Unos cinco segundos de absoluta irrealidad. Tras reponerme de la sorpresa, lo tomé con cuidado y lo desdoblé, encontrando la caligrafía de unos versos dirigidos a mi persona rayando su superficie. El poema era distinto, pero el sentimiento que lo habitaba parecía ser el mismo. Había adornado las esquinas del papel con esas florituras que tan bien le salían. Lo volví a dejar en su sitio y cerré el joyero, sin saber cómo tomarme aquella coincidencia. En ese momento, dejó de correr el agua de la ducha y yo me aparté lo más posible del lugar del crimen y me dejé caer en un rincón con cara de recién llegado. Blanca salió del baño con ese aire de pan recién hecho que otorgan las duchas y un vestido de gasa para la ocasión. Me preguntó si había conseguido el temario y me besó sin sospechar nada.
Nos dejamos resbalar como hábiles esquiadores por las laderas de una noche que ya había sido organizada por la mañana. Durante la cena y el intento de coito posterior, yo me mantuve inusitadamente pasivo, como en un modesto segundo plano, aceptando cada paso con una sonrisa ligera en los labios. Todo cuanto Blanca decía o hacía estaba encaminado a favorecer el golpe de efecto del poema, y el saber de antemano la sorpresa que ella me reservaba me untaba el alma de una desagradable sensación de superioridad. Presenciar sus ensayados intentos por encauzar la velada hacia el colofón final, aquella especie de redoble que presentaba un espectáculo inofensivo, era como contemplar las evoluciones de los peces de un acuario. Blanca se me mostraba terriblemente sabida y patética, envuelta en una triste candidez que me irritaba y me conmovía a partes iguales. No hay nada más horrible que conocer los entramados que sustentan la ilusión ajena. Cuando al fin ella formuló la pregunta esperada, sentí un amago de llanto. Quise huir, irme lejos, enrolarme en un pesquero, entre marineros rudos pero solidarios que cada mañana se ofrecían a los caprichos del mar.
– ¿Te apetece fumar?
Asentí. Pude haber jugado con ella, pero deseaba que aquella farsa acabase cuanto antes y Blanca volviera a vestirse de misterio y fantasía, que volviera a ser esa bruja de corazón negro que no necesitaba degradarse de aquella forma.
– Pues ya sabes dónde lo guardo.
– Sí…
Y me levanté a encontrarme con mi regalo, siguiendo todo aquello con la docilidad de un corderito, sintiéndome espantosamente ridículo al abrir el cofre y componer un teatral gesto de sorpresa. Empeñé varios minutos en fingir que leía el poema, mientras ella me miraba ilusionada desde la cama. Para colmo, su poema era muy inferior al mío, casi como una de las versiones que yo había desechado por considerarla poco esforzada. Salí del paso con una sonrisa rápida. No tuve fuerzas para nada más. Me escondí en su abrazo y cerré los ojos, asqueado por la pantomima, deseando que el sueño se apresurase a poner su punto y aparte a aquel acto que desde el principio había perdido toda su gracia.
Sin embargo, el episodio mencionado, al margen de dejarme un resabio amargo por dentro, visto de forma aislada no pasaba de ser una escena desafortunada que incluso podía considerarse como una prueba que ratificaba la impecable sincronía de nuestros corazones. Pero la cosa no se detuvo ahí, y los sucesivos episodios lo condenaron a ejercer de punta de un iceberg que comenzaba a aproximarse, monstruoso y gélido, hacia nuestro barco del amor.
Esa noche, distraído como estaba, metí la cabeza en el cepo de un sueño de lo más absurdo: yo caía, completamente desnudo, por un acantilado, y a juzgar por la velocidad del descenso, parecía ansioso por hacerme papilla contra las puntiagudas rocas que erizaban su fondo. Tenía la sensación de haber sido empujado con violencia, pero no recordaba por quién. Mis brazos estaban atados a unas aparatosas alas de arcángel hechas de madera y cera que yo sacudía con resignación, sabiendo lo inútil que ese gesto le había resultado a la humanidad. De repente, a apenas un metro de las afiladas rocas, un fuerte golpe de viento hinchaba mis alas y éstas tiraban de mi aterrada persona hacia arriba. Las escenas siguientes testimoniaban mi desmañado vuelo, que tenía más de pataleta infantil que de otra cosa, por las azuladas praderas del cielo. Tras varios intentos vanos de controlar mis alas, me descubrí enfilando con pericia hacia una de esas lunas de cine mudo, con inmensos carrillos y molestos cohetes en los ojos. Su mofletuda superficie, según pude comprobar tras un desastroso aterrizaje, estaba decorada siguiendo los patrones de un cuento infantil. A mi alrededor no había más que setas, enormes y cabezonas, algunas de ellas incluso con un ciempiés bigotudo instalado cómodamente en su techo. Me disponía, apartando a un lado la lógica, a entablar conversación con el que tenía más a mano, cuando Jerry Lewis se me acercó. Vestía un traje de astronauta que parecía haberle confeccionado de memoria alguna de las limpiadoras de la NASA. El actor me dedicó una mirada de arriba abajo, se encogió de hombros, me tendió una mano con la palma hacia arriba y dijo: Dámelo, de todas formas. Yo, que aparte de mis alas y mis vergüenzas, no llevaba nada, respondí, para quitármelo de encima: Vaya, ya sabía yo que me dejaba algo allí abajo. Lewis me miró y meneó la cabeza, mostrando una decepción teatral por mi descuido, que parecía extensible a la juventud en general. Luego regresó por donde había venido, y yo desperté.
Supongo que el sueño mismo era consciente de lo estúpido de su propuesta y decidió cortar ahí, antes de recibir el abucheo de mi subconsciente. Cuando desperté, Blanca estaba pintando. En una pequeña radio sonaban los distorsionados acordes de The Jesus and Mary Chain. Me acerqué a ella por detrás y la envolví en mis brazos. Blanca se acomodó en aquel trono que ya le pertenecía, distraída en su obra, un aliño de colores que no intenté descifrar. Me concentré en el roce de su cuerpo contra el mío, en el perfume de su piel insomne, en el indómito oleaje de su melena sin peinar y el compás tenue de sus caderas, comprobando que mi interior respondía adecuadamente. La desastrosa escena de la noche anterior había pasado a la historia, y el día que ahora comenzaba parecía no guardarme ningún rencor por las discutibles sensaciones que había abrigado en su transcurso. La estreché más aún, deseando que las horas siguientes no fueran más que una resaca de aquella, pero el destino ya había hecho sus planes y no tenía intención de cambiarlos por mí. Nos dirigíamos al infierno, y acabaríamos en las llamas, nos gustase o no.
– Esta noche he tenido una pesadilla -anunció Blanca mientras preparábamos el desayuno.
– Yo también -dije, por llamar de alguna forma al festín de disparates que me había despertado, que más parecía el metraje sobrante de la última película de Tim Burton que algún mensaje cifrado proveniente de las zonas más profundas de mi ser.
Aunque me moría por contárselo, le cedí caballerosamente el turno. Ella acabó su café, apartó la taza a un lado y colocó los codos sobre la mesa, como un conferenciante. Blanca era de las que se tomaba en serio los sueños; solía desmenuzarlos al máximo, hasta encontrarles algún sentido que la satisficiera, sólo entonces los olvidaba. Algunos incluso los anotaba en una libreta, con objeto, me decía, de pasarse una entretenida vejez cotejándolos, buscándoles su matemática.
– Prométeme que no te reirás -me pidió.
– Prometido.
– Vale… Allá voy. Yo me encontraba, acompañada por mi profesor de física del instituto, al borde de un acantilado muy profundo. Estaba totalmente desnuda. Lo único que llevaba encima era unas alas de madera y cera, que al parecer mi profesor me había construido para que llevara un encargo a la luna. Yo estaba muy asustada porque las alas no parecían en absoluto fiables. Pero me aterroricé más al descubrir que el encargo consistía en el primer volumen de la Enciclopedia Británica. Le dije a mi profesor que no tenía idea de dónde llevar una cosa tan pesada sin que me estorbase para volar, dado que me encontraba desnuda. Él me miró el pubis con una sonrisa socarrona (la misma con que nos humillaba en sus clases, cuando no recordábamos las fórmulas que había explicado el día anterior), y dijo: improvisa. Así que tuve que improvisar. Luego me acerqué al borde, temblando de miedo y desequilibrada por la carga intrusa. Aprovecha las corrientes, me aconsejó antes de soltarme un empujón lleno de desprecio. Moví las alas con desesperación, pero fue inútil. Empecé a caer a una velocidad espantosa hacia una muerte segura. Desperté unos segundos antes de la colisión.
Como había prometido, no me reí. No habría podido hacerlo ni aunque me hubiesen agitado un cheque en blanco delante de las narices. Blanca me informó a continuación de que en sus días de instituto, aquel mismo profesor acostumbraba a mandar a las chicas más deslumbrantes al despacho del director con alguna bagatela. El director era un pulpo con pinta de Jerry Lewis con el que se iba de copas, lo suficientemente cauteloso como para que sus toqueteos no sobrepasasen nunca el terreno de la ambigüedad, protegiéndose así de posibles acusaciones. Aquel acoso velado repugnaba a Blanca, pero una parte muy recóndita de su alma le reprochaba el no ser escogida nunca, debido a sus discretos encantos, y por un tiempo no supo qué era peor, ser ofrecida a las largas manos del director o no merecer su atención. Asentí a sus especulaciones freudianas maquinalmente, tratando de borrarme del rostro la estupefacción.
– Cuéntame el tuyo -me pidió, una vez acabó de diseccionar ante mí su estrafalario sueño.
– Bah, mi pesadilla es de las del montón -respondí en un débil intento de hacerla abandonar el tema.
– Pero cuéntamela -insistió, belicosa.
– No.
– Venga, Álex. No seas así.
La miré a los ojos. Esta bien, cielo. Ahí va.
– Yo era el único cristiano de un circo romano untado de salsa barbacoa.
Ella sonrió, y me lanzó una servilleta hecha una bola. Me golpeó en la nariz y me cayó dócilmente en el regazo, donde nunca había habido coraje para enfrentar las situaciones más difíciles de la vida.
– ¿Te pasarás un rato por el parque? -me preguntó, levantándose de la silla y preparando sus bártulos.
– No -respondí-. Me quedaré estudiando.
– Vale. Yo me voy a cazar japoneses. Ah, hoy como fuera con unos amigos que conocí el verano pasado. Vendré para cenar.
– Vale. Aquí me encontrarás estudiando.
Por supuesto no abrí el temario en toda la mañana. Asuntos de mas enjundia requerían mi atención. En cuanto Blanca se marchó, me levanté de la silla y traté de serenarme dando vueltas por el estudio, elípticas y obsesivas, repasando los hechos. ¿Cómo tomarme aquello? Blanca había despertado de madrugada, dejando su pesadilla a medias. Y yo la había continuado, como un compañero de trabajo solícito y meticuloso. Bien mirado -y mal mirado también, para qué negarlo-, era algo bastante curioso, un asunto que pendulaba entre lo cómico y lo escalofriante. Hasta donde yo sabía los sueños de una persona solían quedarse quietecitos en su cabeza, como niños en misa. Nunca había oído hablar de pesadillas saltarinas, que ante una muerte inminente trataban de perdurar abordando cerebros vecinos. ¿Debía empezar a gritar ya? Rodeado de tanta cotidianidad, resultaba difícil reconocerlo como un suceso siniestro. Se mostraba más bien como una anécdota divertida. Mientras no volviera a repetirse, claro.
A eso de las tres me preparé alguna insignificancia para comer, retiré los platos y coloqué el temario sobre la mesa. Se acabaron las gilipolleces. El plazo de la convocatoria estaba a punto de expirar y no podía permitirme el lujo de ir malgastando tardes. Había llegado la hora de ser alguien en la vida, aunque no fuese más que otro funcionario malcarado tras la pecera sucia de una ventanilla. Me olvidé del sueño compartido e hice frente a la primera página del grueso libro, con la intención de dejarme las pestañas en aquellas fotocopias ilegales. Sin embargo, a pesar de que sólo había comido un sándwich de atún y una Pepsi, sentía el estómago cada vez más pesado y un compacto sopor fue sobornando mis miembros uno a uno hasta que las letras iniciaron una especie de danza maorí sobre el papel. El cuerpo me pedía siesta. Alcancé la cama a duras penas y hundí mi rostro en la almohada, dejando que el sueño me codificara los pensamientos de inmediato.
Desperté alrededor de las siete y media, desorientado, con el cuerpo hecho una piltrafa, la mente desagradablemente húmeda y un sabor a calderilla en la boca. Nada anormal después de una siesta. Me arrastré hacia el temario como un tullido, esta vez dispuesto a vencer a la primera página. Puede decirse que hicimos tablas. Aparté el mamotreto de fotocopias a un lado y arrimé la silla a la ventana, donde la tarde se despedía en una menstruación rosada y malva. Por más que lo intentase, la coincidencia de los sueños no se me iba de la cabeza. Blanca debía de estar al llegar. Decidí contárselo. Al fin y al cabo, aquello nos incumbía a los dos, ¿por qué ocultárselo?, ¿por qué aquel tonto afán de protección? Sí, se lo diría en cuanto llegase. Así podríamos hablarlo, restarle importancia o lo que fuese. ¿Qué podía pasar? Probablemente ni siquiera me creyese. Para empezar, yo carecía de pruebas. Y para terminar, seguro que acabaría riéndome mientras se lo contaba, abortando cualquier remota posibilidad de que ella me creyese.
La noche llegó, alquitranando el cielo con calma de obrero mal pagado, y el río, allí a lo lejos, encajonado entre los edificios, se volvió plateado y se dejó tatuar por los neones de la orilla como un marinero borracho. La noche llegó, sí, pero Blanca no. Y yo seguí en la silla, inmóvil, meditabundo, poca cosa contra la estampida de sombras que arrasaba el estudio. Al pensar en comer algo, descubrí cierto revuelo en el estómago. Estudiándome con detenimiento también advertí que, aunque de forma imperceptible, mi mente comenzaba a nublarse. Pensar se volvía más trabajoso a cada segundo. Lo achaqué al cansancio y las preocupaciones que habían adobado aquel maldito día de mi existencia, que al parecer se resistía a finalizar. Era, sin embargo, un mareo agradable, en absoluto febril, que a medida que se intensificaba iba restando importancia a las cosas, acolchando los salientes del mundo. En cierto momento, miré el reloj y descubrí que eran las dos de la madrugada. Sería embarazoso para ambos, atiné a pensar, si Blanca llegaba y me encontraba en la silla a esas horas, como el muñeco de un ventrílocuo. Yo no era su padre. Ella no era mi hija. No había ido al baile del instituto con el capitán del equipo de rugby, dueño del Porsche con los asientos traseros más peguntosos del estado. Decidí tumbarme en la cama y fingir que dormía.
Me incorporé. Y estuve a punto de desplomarme. La cabeza me daba vueltas, las piernas me fallaban y una risa tonta e inevitable festejaba mis sinuosos andares. Me desplomé sobre el colchón como un tronco que recibe el último hachazo. Lo único que alcancé a preguntarme, antes de que mi mente cerrara sus compuertas, fue que si a pesar de que mis polvos podían contarse con una mano y nunca habían sido lo suficientemente salvajes como para hacerme desatender las precauciones, no había acabado por pillar ese virus con nombre de perrita de vedette que acecha ominoso en la espesura nocturna.
Cuando abrí los ojos, ya había amanecido. Un sol entusiasta rielaba por el estudio y zapateaba sobre mis córneas. La cabeza me palpitaba. Blanca se encontraba dormida a mi lado, ovillada y ronroneante, con los vaqueros todavía puestos. Al incorporarme, ese gran conductor que es el colchón le transmitió que yo ya me encontraba funcionando correctamente -era un decir, se hacía evidente que necesitaba todo tipo de reparaciones-, y pude asistir en primera fila a ese enternecedor espectáculo que es el despertar femenino, esos movimientos espesos con que tratan de rasgar la crisálida del sueño, ese aroma a hojarasca húmeda, a recovecos íntimos que destilan sus poros, esa sonrisa tonta e involuntaria que se prende enseguida a los labios, esas primeras miradas, entreveradas de parpadeos, que enseñan el alma con impúdica precisión, ese aire de rosa abierta que, en definitiva, plagian sin pretenderlo. Me eché a su lado de nuevo y ella rodó hacia mí por las sábanas, ciega y líquida, como esos troncos transportados en las corrientes de los ríos. Mis brazos aceptaron su cuerpo aún nocturno, y a pesar de que me sentía algo indignado por su comportamiento, acaricié su piel, que debido a que ella no había terminado de instalarse en su interior y que yo sentía el mío abotargado, tenía la textura quebradiza de las gambas.
– Perdona, cariño -la oí decir, su voz amortiguada por el sueño-. La comida se alargó mucho, y nos estábamos divirtiendo tanto que decidimos empalmar con la noche.
– Ya.
– Lo siento. De verdad.
– Olvídalo -dije, cerrando el tema.
A la mierda las minucias de convivencia. Blanca ya se encontraba lo suficientemente despejada como para afrontar asuntos de mayor importancia. Intenté recordar qué había soñado hoy, con la intención de comprobar si el efecto volvía a repetirse, pero fue inútil. Mi cabeza no estaba por la labor. Bueno, debería conformarme con lo que ya tenía.
– Blanca… -empecé.
– ¿Sabes, Álex? Ayer me harté de beber y no conseguí emborracharme. Fue rarísimo. Todos acabaron por los suelos y yo seguía de pie… Bueno, a veces pasa, ¿no? Estaré tensa o algo así. En fin, por lo menos no tengo resaca -Se encogió contra mí, como resguardándose de la vida-. Aunque me muero de sueño. ¿Qué tal si nos quedamos un rato en la cama?
No había pillado el sida. Había pillado una curda de cojones. Y sin probar una gota. No sabía qué era peor.
– ¿Cuánto bebiste? -pregunté para saber cuánta vida le quedaba a mi hígado.
– Varias cervezas durante la comida. Por la noche dos o tres cócteles. No recuerdo. Y Martini. Y tequila, mucho tequila. Ah, Y creo que alguien apareció con una botella de…
– Vale, vale. Me hago una idea.
Las cervezas explicaban la siesta. El resto de brebajes eran los responsables de la verbena de mi cabeza y de las secuelas que me acompañarían durante el resto del día. Ahora sí podía empezar a gritar. Y hacerlo bien alto.
Me arrojé de la cama, en busca de los pantalones. Aquello ya era demasiado. Tenía que salir de allí. Tenía que reflexionar. Cogí una camisa del suelo y me la abotoné tratando de esconder el temblor de mis dedos.
– ¿Adónde vas? -me preguntó Blanca desde la cama.
– Voy a estudiar a la biblioteca. Para que puedas dormir.
Creo que no coló, sobre todo porque no me llevé el temario.
Una vez en la calle, todo era tráfico y gente. La ciudad se ponía en marcha con movimientos espasmódicos, como un corazón sacudido por la cocaína. Los autobuses se inflaban de personas con horarios que cumplir, los kioscos florecían de periódicos con sus noticias impúberes, por las aceras desfilaba esa bollería tierna que son las colegialas, los bares se poblaban de desayunos apresurados, en las puertas de los colegios se arracimaban niños con gorras del revés y aparatosas botas de lengüetas sedientas que ya no sabían cómo soñar para superar las increíbles aventuras de sus CD-ROMs, los pasos de cebra se hinchaban y deshinchaban de peatones, como bíceps de playa. A aquella hora la vida tenía algo de carpa de circo a medio montar, y por todo ello atravesé yo, sin destino ni horarios, como un proscrito, con un temor metido en el cuerpo que a nadie importaba. Les odié. Odié sus expresiones insulsas, con aquella indiferencia refleja y precisa con la que se resguardaban unos de otros. Me sentí capaz del homicidio. Dejé la avenida en cuanto pude desviarme por un parque y allí, repentinamente aislado, expulsé mi ira. ¡El mundo está fuera de quicio!, grité. ¡Oh suerte maldita, que haya nacido yo para ponerlo en orden! Gritar aquello a pleno pulmón siempre me calmaba. Me derrumbé en un banco, con el corazón enloquecido. La arboleda amortiguaba el quejumbroso despertar de la ciudad. Cerré los ojos y eché la cabeza hacia atrás, ofreciendo mi congoja al baño de oro de un sol que todavía no quemaba.
Me calmé un poco. A mi alrededor, a excepción de un borracho envuelto en periódicos, como una momia sin valor, no había casi nadie: algún anciano dando de comer a las palomas, algún corredor espantándolas, algún perro, algún dueño, fugados como yo de la civilización que se escuchaba bufar tras los árboles lejanos, como una bestia marina. Un gato rijoso y famélico emergió de entre los arbustos más próximos y empezó a frotarse contra mis piernas, reconociéndome como a un igual, un ser libre en un mundo esclavizado, un ser solitario en un mundo superpoblado. Conmovido, me lo subí al regazo y empecé a acariciarlo, como un monarca del crimen. Desde aquel ángulo la vida era algo soportable, diríase que agradable. Dios me bendecía desde las alturas, coronándome de luz y paz, poniendo incluso un gato abandonado a mis pies para rematar el cuadro. Blanca, a varias manzanas de allí, dormía rodeada de lienzos que no la llevarían a ningún sitio, las palomas forraban de lirismo las rugosas palmas del anciano, la fuente vertía sobre el blanco mármol su monotonía, y yo perdí el miedo y comencé a reflexionar al fin sobre lo que nos estaba pasando, dibujando caricias distraídas sobre el lomo del gato. Lo del poema podía pasar por coincidencia sin hacer demasiados esfuerzos. El asunto de la pesadilla rebotada, si se tenía en cuenta que cosas más raras sucedían a diario, también. Pero lo de la borrachera que empezaba en sus labios y concluía en mi hígado, resultaba alarmante. ¿Qué vendrá a continuación?, me pregunté. Fue entonces cuando empecé a sentir el picor en los dedos. Luego me sobrevinieron los estornudos.
Al abrir la puerta del estudio, Blanca se encontró con un Alejandro de ojos llorosos e hinchados, con el cuello empedrado de ronchas enormes y rojizas, y que no cesaba de estornudar.
– ¿Qué diablos te ha pasado?
Relaté el episodio del gato, trufado de estornudos y maldiciones. Ella me hizo pasar al baño, sacó una pomada del armarito y me la aplicó.
– Yo también soy alérgica a los gatos, cariño -dijo para animarme-. ¿Ves lo parecidos que somos?
Remató aquella sentencia con un beso. Un beso breve y compacto, de ésos de afecto. Un beso que yo recibí sin ganas, aun sabiendo que nuestros labios nunca volverían a encontrarse, que mi boca ya no sería más hangar de su deseo y mi lengua ya no echaría más pulsos con la suya.
– Voy a prepararte algo de beber que te calmará. -Yo permanecí sentado en el inodoro, como una versión kitsch del Pensador de Rodin. De pequeño teníamos un gato que se llamaba Jedi. Obligué a mis padres a que me lo compraran para paliar los largos inviernos sin Wenceslao. Yo jugaba con él por las tardes, al volver del colegio. Y los fines de semana casi todo el día, hasta acabar rendidos. Éramos inseparables hasta que nos separó la furgoneta del panadero. Por la valla trasera del jardín, además, remoloneaban otros felinos, homeless atigrados, curtidos de heladas nocturnas y perdigonadas vecinales, a los que yo alimentaba con trozos de mortadela. Yo había pasado mi infancia rodeado de gatos. De haber querido podría haber abrazado al gato del parque, restregármelo por la cara, lamerlo, morderlo, beberme su orina o practicar con él la sodomía sin el más mínimo riesgo porque yo nunca, repito, N-U-N-C-A, he sido alérgico a los gatos. Nunca, nunca, nunca.
Si es cierto eso que dicen de que cada uno llevamos en el pecho la mitad de un alma y la vida no es otra cosa que la desesperada búsqueda del fragmento complementario, ése donde nuestra porción debe encajar con armoniosa facilidad, sin roces ni esfuerzos, yo había tenido la suerte de encontrarlo, cosa que a la mayoría de las personas les costaba conseguir. Blanca y yo, incapaces de repelernos, nos aproximábamos inexorablemente el uno al otro, encaminados al más perfecto de los ensamblajes, a la más atroz de las ósmosis. ¿Y qué ocurriría entonces? Nos fundiríamos en un solo ser. Ya nos estábamos fundiendo… Blanca estaba mudando sus cosas a mi interior, por así decirlo; estaba trasladando sus sentimientos y sus pesadillas, sus borracheras y su alergia, pronto ni ella ni yo existiríamos por separado, seríamos un solo ser, una única alma. ¿Habría empezado yo también a abordarla y ella aún no se había percatado? ¿O acaso disimulaba? ¿O acaso aquél era un pulso donde sólo sobreviviría el alma más fuerte, la más preparada, la más sensible y rica, la única merecedora de tal nombre? Qué sería de mí en tal caso. En cualquier caso.
Deseé una última comprobación. Pensé: mandolina, y salí a buscar a Blanca. La encontré en la cocina, exprimiendo limones.
– Dime la primera palabra que te pase por la cabeza -pedí. Ella me miró sin entender.
– Dímela -repetí.
Blanca se encogió de hombros ante mi insistencia, cerró los ojos, los abrió y dijo:
– Mandolina.
Ahí lo tenía. Mandolina, mandolina. Mira que se lo había puesto difícil, y sin embargo, no podía ser de otra forma. Y es que hay mujeres y mujeres y hombres y hombres, y no basta con barajarlos y elegir una carta de cada mazo y creer que el resultado es una pareja. Ni mucho menos. Llegada la hora de sentir en mis entrañas el terror más puro, de ir pensando en una esquela ingeniosa, sólo fui capaz de sentir un terrible hastío. Mi corazón había perdido su capacidad de maravilla.
– Tómate esto -me dijo Blanca, poniendo entre mis castigadas manos un vaso de zumo de limón-. Voy a comprar unos materiales. Volveré enseguida para seguir cuidándote.
Me lanzó un beso -ése no cuenta, pensé- antes de cerrar la puerta y desaparecer.
Tenía el tiempo justo. Me acerqué al fregadero y arrojé el zumo por el desagüe. Luego busqué papel y lápiz y escribí cuatro tonterías. Pegué la nota en la puerta del frigorífico, arranqué mi póster de Star Wars de la cabecera de su cama y me marché. Enfilé hacia mi apartamento con la cabeza gacha, el cuello pegajoso de pomada y los ojos llenos de lágrimas que ya no eran de alergia. Nadie me vio huir en la unánime mañana.