38659.fb2 La hormiga que quiso ser astronauta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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Adelante, damas y caballeros. Bienvenidos al Museo de Arte Contemporáneo dedicado a la Fallida Relación Sentimental de Artemisa Peñalver y Alejandro Alcina. Pasen. Pasen y vean. Lamentamos enormemente qué hayan tenido que subir a pie hasta aquí, pero es algo que yo hago todos los días y créanme, revitaliza. Hoy en día, sometidos a férreos horarios que por lo general nos mantienen durante horas sentados como galeotes ante la pantalla de algún ordenador, cualquier oportunidad es buena para desempolvar los músculos, no me digan que no. Además, es un contratiempo que pronto será solucionado. A pesar del desinterés que la compañía de reparaciones parece dedicar a nuestro ascensor, la viuda del 5° está a punto de completar su curso de bricolaje y corren rumores de que piensa estrenar sus herramientas viéndoselas con las entrañas del entrañable aparato.

Pero adelante, adelante… No se apelotonen en el recibidor y pasen a la cocina, primera parada de este emocionante recorrido por el amor y el odio de una pareja de nuestro tiempo. Prepárense para disfrutar de un itinerario por sentimientos encontrados, por dudas y situaciones que con toda seguridad avivarán el fuego de su memoria e incluso les arrancarán alguna lágrima melancólica, porque ya saben que el amor y todo lo que dicha palabra acarrea tiene el don de lo universal. Respiren profundamente este aire maloliente y pegajoso en el que Alejandro consumió sus últimos días, sientan la trabajosa fluidez con que pasa por sus gargantas, como un chicle o una declaración de amor. Imagínenle encerrado aquí con las persianas echadas, olvidado de todo, del mundo de fuera, de su vida, incluso de sí mismo, con la única ocupación de pasear por la casa y tirarse horas mirando las musarañas, mientras en su cabeza comenzaba a tomar forma la fatídica decisión.

Observen ahora el fregadero, con su pila de platos respectiva, nuevo testimonio de la dejadez que acosaba a nuestro protagonista. Se contabilizan exactamente veintidós platos, siete de ellos hondos, diez normales y cinco de postre, ocho tazas de café, una ensaladera, dos sartenes, seis cuchillos, cuatro tenedores y nueve cucharillas; observen también la gota que se estrella en un compás de cuatro por cuatro sobre la taza que corona el monolito de enseres, así como que el 70% de los restos de comida aún no se han estabilizado en una posición definitiva y se limitan a flotar en las albercas formadas por la confusión de cacharros, mientras el 30% restante se ha adherido con tenacidad de percebe. Los detalles pueden verlos en el monitor: tres fideos se han hecho fuertes a cinco centímetros del borde ondulado de un plato sopero, un corpúsculo de tomate se ha estabilizado en el centro justo de un plato de postre, también herido por un vestigio de flan; una amarillenta telaraña de huevo aguarda al estropajo en uno de los flancos de la ensaladera y las sartenes muestran sus superficies empedradas de ajos negruzcos y mucosidades de aceite. Pueden acercarse todo lo que quieran. Los estudiosos han descubierto cierta poesía derivada del azaroso contraste de formas y volúmenes. Observen, por ejemplo, cómo el ceje de este vaso contribuye a la armonía del conjunto o cómo el rojo febril de esta mancha de tomate contrarresta el tísico amarillo de la mácula de huevo vecina en tan sutil universo de colores. Consideren que todo esto es obra de un hombre, con sus refinamientos y bajezas, y es de él de quien habla. Y yo les pregunto: ¿por qué las personas tratan de reconocerse emborronando cuartillas de un diario cuando les bastaría examinar su fregado con atención? Detrás de cada gran hombre late siempre un fregadero que exhibe sus miserias. Sí, señor Wang, puede hacer todas las fotos que quiera.

Dejen que les hable ahora del alma de los objetos. Está demostrado que el uso cotidiano confiere a los objetos inanimados una pequeña ánima que sólo llega a expirar por completo en la soledad de los desvanes, desvinculados ya del afecto de sus usuarios. Concéntrense, amigos, y perciban en estos humildes utensilios la impronta de Artemisa y Alejandro, esa impronta que resistirá frente a cualquier lavavajillas, por muy espectacular que éste sea. Sobre estos platos se han dicho muchas cursilerías, esta ensaladera fue testigo de los nervios y meteduras de pata de la primera cita, y en estas tazas hubo una vez un café que fue bebido a sorbos lentos por unos labios que después se abalanzarían unos sobre otros presos del deseo, pues ya saben que para que exista la tragedia debe darse antes algo similar a la felicidad, y créanme si les digo que antes de la tormenta la vida era hermosa y parecía existir únicamente para que ellos la consumieran.

Pasemos ahora al salón. La desolación que sumía a Alejandro vuelve a reiterarse sobre el enlosado, anegado de gruesas pelusas negras. Mírenlas y no me digan que Alejandro no dedicó sus días a trasquilar ovejas, ovejas negras, por supuesto… Ejem, tal vez la broma pierda su gracia al traducirse al japonés. A nosotros tampoco nos parece divertido usar el pene de tigre macerado como afrodisíaco. Países distintos, humores distintos, supongo… Sigamos. He aquí el sofá, acolchada balsa donde Alejandro pasó la mayor parte de su naufragio sentimental, donde se removió durante no se sabe bien cuánto tiempo con los pormenores de su romance con Artemisa grabados en su cabeza como partidas perdidas en la mente de un ajedrecista, incapaz de remontar el muro del abatimiento y tender pensamientos hacia el futuro. Pónganse en su lugar. Imagínenle desconcertado ante la paradoja de sentir cómo se va muriendo mientras en el entramado de órganos y sistemas en que queda convertido todos siguen en su puesto, impartiendo la rutina de la vida, indiferentes a los acontecimientos acaecidos a la intemperie. No obstante, Alejandro sabe que se está entregando mansamente a la autodestrucción, que no puede continuar mucho tiempo más en unas condiciones tan infrahumanas. Pero, ¿dónde está la salida del laberinto? Es más, ¿le interesa tanto lo de fuera como para buscarla con el correspondiente ahínco? Volver a ingresar en la vida le atemoriza, amigos. De repente, caminar entre los demás le exige la misma fuerza de voluntad que necesitan los enanos o los disminuidos. Se siente sin fuerzas, en definitiva, para llevar a cabo cualquier ocupación que no sea la de compadecerse de sí mismo en un dulce abandono psicosomático, como un desperdicio más, escuchando una y otra vez el enérgico pasodoble que en medio de la noche interpretaron los tacones de Artemisa y los peldaños de la escalera en su huida indignada.

Y llegamos por fin a la atracción estelar, al momento que todos ustedes estaban esperando, al punto de inflexión de todo esto, la bisagra de tan malogrado romance, el porqué: la cama. He aquí el escenario donde incidió el metafórico cuchillo que sesgó en dos pedazos la manzana de su relación, uno fresco, incluso dulce, y el restante lleno de podredumbre. Esta marca de tiza señala dónde se detuvieron en seco los pies de Artemisa, incapaces de proseguir hilvanando pasos. ¿Por qué? Pues porque sus ojos se encontraban clavados en la traición, en ese desagradable espectáculo que siempre descubren los protagonistas de las películas cuando llegan antes de la hora convenida, en el abigarrado galimatías de miembros y desnudez que ocupaba la cama y que sólo supo devolverle una mirada boba. Observen, amigos, el revoltijo de sábanas, la vileza que late en cada doblez, los inconfundibles pliegues del pecado, la almohada exiliada del lecho, inútil en la vorágine del deseo. Sí, damas y caballeros, todo despedía un irritante aire de confabulación y Artemisa se volvió sobre sus pasos como un autómata, sin saber bien qué buscaba pero encontrando un pesado cenicero de cristal que se le vino a la mano y voló en las eléctricas alas de la furia hasta estrellarse contra la pared con un confuso exabrupto, a catorce centímetros exactos de la arrobada cabeza de Alejandro, sobre el póster de Star Wars.

Ah, la infidelidad… Un momento de flaqueza que puede estar pagándose toda la vida. Pero, con sinceridad, ¿quién puede resistirse a ella? ¿Quién puede esgrimir la bandera del amor, algo tan abstracto, ante la exploración de nuevas geometrías, algo tan rotundamente concreto? Algunos caballeros se sonríen; ellos sabrán por qué.

Acérquense. Presten atención ahora a este singular objeto conocido por el inocuo nombre de teléfono. Si meditan un poco, coincidirán conmigo en que es un trasto que se ha hecho demasiado poderoso en los últimos tiempos, hasta el punto de que su timbre, en cualquiera de sus modalidades, puede mantener en vilo la vida entera de su usuario. Todos sabemos que la mayor parte de los cambios periódicos de nuestra existencia llegan a través de este simpático aparatito que preside el salón con su mutismo sibilino. Nuestros sueños se cumplen o se hacen pedazos al descolgar un auricular. Fue, cómo no, el encargado de rescatar a Alejandro de su letargo. Imaginen por un momento su erizado timbre desmantelando la paz del penumbroso salón. Imaginen acto seguido a un Alejandro renacido e imaginen también todo lo que puede cruzar por la mente de un hombre desesperado en los cuatro pasos de nada que tarda en llegar al auricular. ¿Acaso alguien puede reprocharle el meteórico hilvanado de escenas que desfilaron por su cabeza amparadas en el misterio de la llamada? En ese invernadero que es la imaginación, donde todas las flores huelen a esperanza, antes de que su mano verdadera logre alcanzar el teléfono, una mano más rápida ya ha descolgado el auricular, dando paso a la compungida voz de Artemisa perdonando su desliz, diciendo no sé qué sobre la tolerancia, diciendo esto y lo otro, pero diciendo sobre todo que en realidad llama desde la cabina de abajo y que si quiere sube y él asiente entre lágrimas de agradecimiento y dice sí, sí, sí, y una vez la tiene delante se arrastra a sus pies, y dice que está arrepentido y dice que lo siente en el alma y dice que la ama más que a nada y deja que sus dedos expresen todo eso que quiere decirle y no cabe en palabras sobre su añorada piel y su deseo se estrella como una ola caliente sobre los sedosos arrecifes que la hacen mujer y se casa con ella y tienen tres hijos y un perro y un plan de pensiones y en ese momento, a un paso de la jubilación, la mano que de verdad cuenta, mano de nieve, mano negra, descuelga el auricular y su felicidad se hace pedazos contra la voz de su madre. Los padres, joder. Los padres nos dan la vida y se reservan el privilegio de intervenir en los momentos más inoportunos… Y desde el centro de un apestoso apartamento donde se dedica a cultivar los gérmenes que serán las enfermedades del futuro, con el corazón a punto de tirar la toalla y el alma como un vertedero de sueños incumplidos, con el estómago polvoriento, pensando en Artemisa arrojándole ceniceros, mirando el futuro como quien mira uno de esos aterradores potros de tortura, deseando que cese el gorgoteo de esa voz maternal que le pone al día de lo poco que pasa en un pueblo de donde se fugó hace ya casi tres meses y sintiendo cómo nada de todo esto importa una mierda en esta ciudad enorme y fría en la que trata de demostrar que él también cuenta en la compleja trama de la existencia, le dice que está estupendamente, que ha conocido a una chica fantástica que encima le quiere, que come muy bien, que lamentablemente, aunque tiene un millón de cosas a la vista, aún no se ha concretado nada y este mes tendrán que mandarle también el dinero del alquiler, que aunque no les llame muy a menudo les echa terriblemente de menos, a papá también, sí, y que no está en absoluto arrepentido de haberse venido a Sevilla a pesar de que ahora podría estar trabajando en el taller del tío Joaquín y luchando con sus manos grasientas por vencer el recato de la hija de alguna de sus amigas del curso de repostería con la que se dirigiría a una boda inexorable.

Observen también la pizarrita que había tenido la precaución de colocar sobre el teléfono, donde se encuentra cuidadosamente anotado, por si llegaba a darse una emergencia como la que se produjo, todo cuanto debía recitar a su madre.

Y llegamos al último tramo de nuestro recorrido. Formen un círculo a mi alrededor. Esta obra todavía no está completa; pueden considerarla una primicia, un detalle del museo para con ustedes. He aquí la mesa, una mesa de cocina, coja y grasienta, salvada de la vulgaridad porque sobre ella, en estos papeles garabateados que pueden ver, Alejandro confeccionó su poema póstumo. Sí, el mismo que tienen impreso al dorso del folleto. No lo insulten, amigos, valorándolo con baremos críticos; piensen tan sólo en el inmenso dolor que se esconde tras ese puñado de versos rudimentarios… Esto es el resultado de una mano temblorosa y un corazón roto que ya había decidido que la vida no era una inversión rentable y sin embargo tuvo los arrestos necesarios para respaldar su huida con unas líneas, una carta donde pretendía explicar a Artemisa y puede que a él mismo muchas cosas, todo lo que había sentido a su lado y todo lo que a su lado había dejado de sentir, ese tipo de cosas, en definitiva, que nunca se dicen cuando todo marcha bien; un intento encomiable que las lágrimas y su torpeza expresiva redujeron a un deslavazado poema, un lamento rabioso y agrio por todo y por todos que desgraciadamente no pudo encontrar un soporte más digno. Piensen que incluso Hamlet confesó carecer de arte para medir sus gemidos en su poema a Ofelia.

Y he aquí la silla, una silla de cocina, coja y grasienta, de la que Alejandro se sirvió para colgarse de la lámpara. ¿Deduzco por el murmullo generalizado que a mi audiencia el suicidio le resulta una decisión demasiado drástica? Tal vez. ¿Qué puedo decirles? Hay personas que saben adaptarse y otras no… El suicidio es algo muy serio, e irreversible, pero los que llegan hasta él lo hacen en una carrera desesperada y confusa; por lo general uno no se sienta a estudiar los pros y los contras de colgarse de la lámpara, simplemente lo hace. Piensen que en un momento así la vida no tiene visos de ofrecer nada mejor, que uno no puede evitar dejarse vencer por un tiovivo de imágenes despiadadas, que no puede imaginarse más que sin fuerzas para amar ni suerte para ser amado, pasando por la vida como pidiendo disculpas, infectado de melancolía, agonizando al fin en una pensión destartalada, expirando sin gracia ante algún indeseable fiel que le sostiene la mano, quizá un borracho greñoso o una puta fofa que acabó por cogerle cariño. Y suicidarse por amor es el te quiero más sincero que existe. O la mayor estupidez que puede hacer un hombre, dependiendo del talante de la mujer a la que vaya dedicado tal acto, que de todo hay.

Bueno, amigos, esto se ha acabado. Estamos a la espera de una reproducción en látex de Alejandro para completar la obra, y que con toda probabilidad nos llegará mañana. Les invito a volver a visitarnos si desean ver esta obra terminada, con los detalles más escabrosos.

Gracias por su visita, amigos. Espero que hayan disfrutado del recorrido. A la salida pueden adquirir camisetas con la declaración de amor de Alejandro impresa en la espalda, postales, gorras, CD-ROMs que les permitirán cambiar el final a su gusto o diapositivas de su relación, tomadas por ellos mismos día a día demostrando un olfato de mercado realmente sorprendente. También pueden agenciarse el aplaudido libro Siempre sin anchoas, biografía autorizada de la historia sentimental de la pareja escrita por alguien muy cercano a ellos, Luís García Prado, quien antes de revelarse como novelista ejercía de repartidor de pizzas en este mismo barrio.