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– Soto, la amistad de Martín con ese chico de la finca del inglés no me parece una amistad sana ni conveniente para Martín.

Don Clemente tenía su cara fina y pálida ligeramente inclinada y miraba hacia sus afiladas manos que jugaban con un palillo de dientes sobre el mármol de la mesa.

Eugenio se asombró.

– ¡Cómo! ¿Por qué? No creo que haya amistad más sana -se echó a reír-. Gracias a la amistad de esos chicos, mi hijo estos veranos no ha parado de correr por el campo ni de fortalecerse, hombre. Son un poco trastos esos chicos y la Anita lleva mala fama. Pero mire, don Clemente, a mi hijo comprenderá que no le va a perjudicar la reputación acompañar a una chica más o menos ligera de cascos…

Eugenio volvió a reírse, mientras algunos amigos suyos sonreían también y otros le miraban con curiosidad. Al fin, Eugenio se sintió molesto con la sonrisita de don Clemente.

– Usted es un hombre tan sano, tan normal, amigo Soto, que creo que no me entiende siquiera… Escúcheme sin enfadarse. Yo no le estoy diciendo a usted que su hijo no sea sano y normal como usted, le estoy advirtiendo como amigo suyo y como médico, que esa amistad de su hijo con el Carlos Corsi ese, no es conveniente. Anoche les vieron por aquí, por entre los barracones de verbena, cogidos de la mano. Sí, cogidos de la mano, sí. ¿Tiene esto algo de particular?… Usted mueve la cabeza. Sí, no quiere decir nada que dos hombres se paseen por la verbena cogidos de la mano, pero aquí no se usa, Soto, esa demostración de amistad pública. Y no es que yo crea nada malo, yo creo que la cosa es inocente, contra lo que puede opinar gente más grosera y amiga de broma…

– ¡Coño! ¿Pero es que alguien se ha atrevido a?…

Eugenio había dado un puñetazo en la mesa del café y algunos amigos le calmaron. Desde las mesas de las señoras y de otras del café, llegaron algunas miradas alarmadas.

– Le pido disculpas, Soto. No imaginaba que lo iba a tomar así.

Don Clemente estaba tieso, serio.

Eugenio balbuceó algunas incoherencias furioso.

– ¡Es que es indignante, hombre!… Es que precisamente si mi hijo tiene algo bueno es que es un macho de pies a cabeza, coño.

Don Clemente conservaba su serenidad.

– ¿Quién le dice lo contrario, Soto? Estoy seguro de eso, le he advertido a usted para que tenga cuidado con la maledicencia de la gente y con ese amigo de su hijo. Ese Carlos a quien conocí bien el año pasado cuando se partió el brazo, no me gusta.

– ¿Es verdad, don Clemente -le dijo un oficial joven-, que esa gente de la finca lo dejó a deber a usted sus honorarios?

Don Clemente siguió con su sonrisa y se encogió de hombros.

– Eso es lo de menos. Ya me pagarán. Por fortuna puedo resistir sin morirme de hambre. -Acentuó su sonrisa un poco más-. Tengo que decir que el papá de los chicos esos, el año pasado llegó una tarde muy apresurado a casa cuando yo no estaba, con la pretensión de que mi mujer le diese la cuenta de mis honorarios. Como es natural María no le hizo cuenta alguna… Este año le pasaremos la cuentecita. No hay prisa… Pero a lo que iba, si no ofendo aquí al amigo Soto. El chico ese no me gusta. Es demasiado guapo, tiene en él algo que a un hombre verdadero le repugna un poco. Sin darse cuenta, los mismos chicos me explicaron que el padre de Carlos le llama al hijo «efebo», así, como una gracia. Parece que no, pero es significativo.

– ¿Efebo?

Eugenio Soto estaba trastornado y distraído al mismo tiempo. Le parecía que nunca había oído esa palabra.

– Efebo quiere decir muchacho, joven, mancebo. Pero sin querer uno piensa algo equivocado al oír el nombre… En fin. Conste que yo no le doy al chico nombre alguno. Es su padre quien le llama así. Como un piropo, supongo. Y no se preocupe, Soto, por Dios. Si llego a saber cómo toma usted el asunto no le digo una palabra. Le aseguro que fue sólo pensando en usted por lo que me sentí molesto ayer cuando vi cómo iban de la mano los dos muchachos por toda la verbena y cómo alguna gente se reía.

– Le doy un par de bofetadas a Martin, coño… Es que me pone fuera de mí, don Clemente. Es que yo otra cosa cualquiera le perdonaría. Pero si un hijo mío, usted me entiende… Yo le pondría una pistola en la mano… Es que aunque no tenga importancia y no quiera decir nada, lo que usted ha contado me pone fuera de mi.

Don Clemente levantó la mano como quien espanta las moscas y cambió de conversación, logrando que al final Eugenio se tranquilizara por completo.

A pesar de que, según pensaba en ello, más absurda le parecía la insinuación de don Clemente, Eugenio estaba aquel mediodía en la peor disposición del mundo cuando Martín le preguntó que si le daría algo de dinero para ir aquella noche a la fiesta del pueblo con Carlos.

Eugenio, que según el mismo don Clemente le había recomendado al final, no pensaba decir nada a su hijo, se desbarró.

– ¿Dinero, coño? Una bofetada te voy a dar. ¿Qué hiciste anoche en la verbena? Dejarme en ridículo. Eso hiciste, idiota.

– Sólo dimos una vuelta antes de cenar. Tenía algo de dinero del que me dio mi abuelo y estuvimos tirando al blanco. No hicimos otra cosa.

Eugenio vio la expresión asombrada en los ojos limpios del muchacho.

– Me han dicho que ibais cogidos de la mano haciendo el ridículo. Ese tipo Carlos y tú, coño. Y eso no me lo vuelven a decir a mí porque…

– No sé -dijo Martín sinceramente-. Hay mucha gente que va cogida de la mano. Carlos siempre iba de la mano de Anita el año pasado. Pero yo no me he dado cuenta de si íbamos de la mano o no. ¿Está mal eso?

– ¿No lo ves tú mismo idiota? ¿No ves el ridículo de dos hombrones cogidos de la manita como si fuesen niñas?

Martín notó que enrojecía. Adela, que estaba callada con la niña mayor en sus brazos y la pequeña en el cochecillo a su lado, se fijó en el enrojecimiento de aquellas odiadas orejas de Martín y retiró rápidamente la vista.

Adela había consultado aquel caso suyo con el hijo de Eugenio, a todas sus amistades, a todas las mujeres experimentadas que conocía. Exceptuando su mamá y la sirvienta Ramona, todas las mujeres le habían dicho que tuviese paciencia durante los veranos con el chico, por mucho gasto que hiciese con la comida, e incluso con el calzado. Todas, excepto su mamá y Ramona, le habían dicho a Adela que como Martín era hijo legítimo de Eugenio y menor de edad, aparte de ser algo muy natural el cariño del padre por el hijo era también de justicia que Eugenio le alimentase y hasta le enviase dinero cuando estaba con los abuelos.

Todas aquellas mujeres, unas con más simpatías, otras con menos, le habían dicho a Adela casi lo mismo. Y todas le dijeron que ya tenía mucha suerte con aquello de los abuelos que le tenían como a un hijo los inviernos. Y esto un año y otro año. Empezaron a decirle aquellas cosas las amigas, antes de que Adela conociese a Martín. Cuando ella era apenas una criatura confiada enamorada del marido y sin experiencia -así se veía Adela ahora al pensar en aquel primer año en que trajeron a Martín a Beniteca-. Cierto que su madre le había advertido entonces que tratase muy bien al niño de Eugenio, pero que procurase que el padre y el hijo no se uniesen demasiado, no fueran a formar un frente contra ella.

Adela se había portado admirablemente con el niño. Y Eugenio no se había unido demasiado al hijo al principio, pero ahora le daba todos los gustos. Ninguna majadería del chico lograba enfadarle. Poco a poco, año tras año, la cosa se había puesto insostenible para Adela. Eugenio, que le regateaba a veces el dinero de sus vestidos y de sus necesidades caseras, había sido visto poniendo giros para su hijo después de una discusión de aquéllas. Y además no había día, no había hora, en que Eugenio no le restregase por las narices que él tenía un hijo varón y que lo mismo le daba que Adela sólo pariese hembras.

La mamá de Adela -reflexionando con Adela sobre el asunto- llegó a pensar que a lo mejor Eugenio se alegraba de no tener más varones para que el niño aquel fuese el único. Adela estaba herida, muy herida en todo su ser. Y su encono se reavivaba en los momentos en que tenía a Martín delante. Las horas de las comidas eran las peores.

No podía remediar aquel aborrecimiento aunque todas sus amistades le aconsejaban paciencia. Hasta doña María, la mujer del médico, que la apreciaba tanto y que comprendía que aquel chico no era simpático, le aconsejaba paciencia con Martín.

Sólo su mamá la comprendía y aquel año Eugenio, con aquello del sobresaliente del chico, se había empeñado en que la mamá de Adela, que estaba con ellos desde enero, se marchase a su casa para dejar campo libre al muchacho. Casi la había despedido. La mamá, el último día, le habló a Adela de que en su pueblo, cuando algún miembro de la familia se hacía odioso, sobre todo si eran niños que tenían que heredar un mayorazgo, se les sabía quitar la voluntad con ciertas hierbas. «Ningún crimen, hija, sólo quitarles la voluntad para incapacitar a los que no valen.» Pero, claro, lo había contado no como remedio en aquel caso, sino como anécdota. Aunque Martín estorbara cada día más a la felicidad de Adela, ella tenía que tener paciencia.

Adela hasta le atribuía a Martín la gafancia de tener hembras cuando ella quería varones. Siempre había tenido que soportar la mirada de aquel chico durante un periodo de su embarazo. La prueba que tenía algo que ver se la había dado a Adela una hoja del cuaderno de dibujos de Martín, olvidada el primer año, en el que ella misma se había visto torpemente representada con un vientre que en aquella época no tenía ella. Esta vez se había protegido con un amuleto proporcionado por Ramona para quitar aquel mal de ojo de Martín.

Eugenio no sabía nada de estas cosas, como era natural. Ramona había urdido un plan para ayudar a su señora, pero era un plan muy complicado y difícil. Consistía en procurar que don Eugenio tuviera celos del hijo a causa de Adela. Cosa casi imposible. El chico no paraba en casa ni se fijaba en Adela. Ni Adela -¡Dios la librase!- quería usar ninguna clase de coqueterías y artimañas para atraerle. Aunque aquella atracción le pareciera a Ramona perfectamente natural en la edad de Martín, Adela no tenía la menor esperanza en el plan.

Pero ahora, en este momento del mediodía, Adela estaba presenciando lo excitado y nervioso que estaba Eugenio por aquella tontería de que su hijo y el vecino hubiesen paseado por la verbena con las manos cogidas. Eugenio, a quien nunca enfadaba nada de lo que hiciese Martín, estaba enfadado. Había algo que Eugenio no perdonaría jamás en su hijo. Adela lo intuyó con un relámpago en los ojos que se apagó en seguida. Aquello que no perdonaría Eugenio en Martín, no existía. Por mucho que Adela aborreciese al chico y por muchas ganas que tuviese de encontrarle un gesto afeminado tenía que reconocer que no tenía ninguno. Martín era además un torpe y un ingenuo. Adela intuía esto también. Martín era la bestia negra suya y lo sería toda su vida. Era el que se comía el pan de las hijas de Adela y el cariño del varón que iba a venir. No lograría Adela nunca quitárselo de encima para siempre. Pero, al menos, Eugenio le reñía ahora y le negaba dinero para la verbena de San Juan.

– Papá -Martín miró hacia Adela con el ceño fruncido-, hay gentes que dicen cosas que no son ciertas.

Eugenio dio un puñetazo sobre la mesa y su vaso de vino cayó sobre el hule derramando su contenido. Después vio la cara de su hijo y le pareció impertinente en su serenidad. Le dio una bofetada que Martin aguantó sin moverse de su sitio aunque le habían zumbado los oídos. La pequeña Adelita empezó a llorar a gritos y el bebé del cochecillo, contagiado, comenzó a llorar también.

– ¡Coño! Que se lleven a estas niñas del demonio mientras estamos comiendo. Ramona, llévese a mis hijas.

Con la salida de las niñas y de Ramona la habitación quedó en calma. En la cara de Martín habían quedado señalados en blanco los dedos de Eugenio. Ahora aquellas señales enrojecían. El muchacho estaba serio, aguantando las ganas de llorar. Eugenio, más calmado, resoplaba.

– No ha sido ninguna chismosa la que me ha dicho que te vieron hacer el ridículo con tu amigo. Ha sido un caballero de este pueblo, un hombre decentísimo y que no tiene ningún motivo para quererte mal. Cuando él ha dicho esto es que realmente has llamado la atención, de manera que ten cuidado con lo que haces. Ha sido don Clemente, ¿entiendes? Nada menos que don Clemente se ha fijado en tu actitud… Y esta noche, desde luego, no sales. Ni te doy dinero ni te dejo ir a la verbena. Te quiero en casa temprano, antes de la retreta, ¿entiendes?

Martín notaba dolorida la garganta y un molesto escozor en los ojos en el fuerte sol de la tarde, cuando entro en la finca del inglés por el portillo trasero de las dunas.

Carlos le esperaba en el pinar, cerca de la casa del guarda y en cuanto le vio lanzó un silbido para avisarle. Martín se decidió a contar a su amigo la escena que acababa de tener con Eugenio y la prohibición de su padre de que fuese aquella noche a la verbena del pueblo.

– Bueno, y qué. Tú te escapas, chico. Vamos a contárselo todo a Frufrú. Tendremos que llevar a Frufrú esta noche, ¿sabes? Nuestra preciosa Frufrú se ha vuelto algo latosa este año. Ayer estuvo lloriqueando porque fuimos a dar una vuelta por el pueblo sin acordarnos de ella y hoy le he prometido que nos vamos los tres después de cenar y nos quedaremos allí hasta el alba si es preciso.

La idea de ir a la verbena con Frufrú provocó, dentro de su angustia, la risa de Martín. Y se sintió aliviado.

– A Frufrú no le digas lo de las manos cogidas. Eso es una cosa que me está escociendo a mí. Tú y yo no nos cogimos las manos, ¿verdad?

– ¿Y yo qué sé, imbécil? Pero, ¿qué demonios importa, hombre?

– No es costumbre en España, ¿sabes? Hay cosas que le dan a uno casi vergüenza si no es costumbre hacerlas.

– Bueno, pues a Frufrú le parecerá lo más natural del mundo. Ella no es española, ni sudamericana siquiera, aunque lo único que sabe hablar de manera que se la entienda es el español. Ella era hija de un artista de circo y nació, figúrate, en Grecia, aunque el padre era rumano y la madre alemana.

Martín se reía.

Frufrú cuando Carlos le contó lo que pasaba miró rápidamente a los chicos con sus ojitos brillantes como gotas negras.

– ¿Qué le habéis hecho a don Clemente, demoños, para que os tenga tanta rabia?

Los chicos no contestaron. Frufrú continuó pensativa.

– Quizá sea Anita. Ah, conozco a Anita. Esa demoña no se meterá en líos fácilmente, pero nos hará andar de cabeza a la familia con sus coqueterías. Bueno, ñiños, no os preocupéis por nada. Aquí está la vieja Frufrú. Sí, Martín, escápate esta noche. Te esperaremos para salir en la moto. No es que yo tenga mucho dinero, pero os invitaré a los dos, ñiños, y nos divertiremos.

Y aquella noche Martin se escapó.

Bajó por el palo de la luz apenas quedó a oscuras la cocina de su casa. Eugenio y Adela seguían charlando en la terraza del porche y Martín se dirigió a la verja trasera acariciando al perro, un pachón, que había empezado a ladrar. Trepó por la verja aunque resultaba difícil de escalar y salió.

Llegó a la explanada de la casa del inglés, cuando Frufrú bostezaba ya de aburrimiento y de sueño, vestida con sus mejores galas: un traje de lentejuelas brillantes de color rojo, collar de bolas doradas y una capita blanca que parecía una imitación de armiño. Esa capita motivó el que Carlos tratase de convencer a Frufrú para que no la llevase. La noche estaba demasiado calurosa para eso. Y Frufrú parecía darle la razón, pues a pesar del escote y la ausencia de mangas de su traje de gala reconocía que tenía calor.

– Toma, ñiño, toma una tacita de café antes de salir. Carlos y yo hemos tomado ya.

Martín tomó golosamente el café, que estaba preparado ya en la mesita junto al balancín. Frufrú se lamentó de que Martín no hubiese podido ponerse su traje nuevo tan elegante de por la mañana y Carlos la llamó burguesa.

– No, Carlos, ñiño. A mí no me importa nada. Es para que este pescador se sintiese más contento… Oh. Carlos, vámonos en seguida. Estoy oyendo cohetes y cohetes desde hace horas. Los he visto en el cielo hacia Beniteca como flores de fuego. Me gusta muchísimo. La vieja Frufrú está hoy muy contenta, ñiños.

Carlos guiaba la moto. Frufrú iba detrás en el sillín y Martín detrás de Frufrú en el hierro. Frufrú olía a esencia de jazmín, una esencia que a Martín le parecía muy buena. Después se dio cuenta de que Frufrú se había hecho un peinado de fiesta mezclando jazmines en su pelo, y estos jazmines daban aquel olor. Frufrú llevaba puesta al fin su capita de armiño falsificado.

– ¿No tendré frío luego, Carlos, ñiño querido?

A Frufrú se le ocurrió esto cuando iba a subir a la moto. Carlos le colocó la capita cubriéndole con ella los hombros sin mucha suavidad. El mismo Carlos se la ató bajo la barbilla con una cinta de gruesa seda que tenia la capita. Con esto y con un bolso de lentejuelas que colgaba de su brazo, Frufrú se sentía elegante y feliz. Carlos dejó la moto a la entrada de la calle principal del pueblo que era también la carretera. También estaba adornada, los bares estaban abiertos y había sillas en las aceras para que se sentasen las personas de edad a ver el paseo y el baile de los jóvenes. La música la repetía, desde una radio o gramófono, un gran altavoz.

Carlos dejó la moto y fue en busca del guardián municipal que andaba ordenando la cuestión de las sillas y su cobro. Le enseñó con arte un billete pequeño mientras le hablaba pidiéndole ayuda.

La cuestión del aparcamiento quedó resuelta sin peligro al robo de gasolina, de alguna pieza de la moto o del vehículo entero, como podía temerse en una noche como aquélla. La moto fue introducida en el corral de una casa de la que eran dueños unos parientes del municipal. Frufrú sacó más dinero del bolso para agradecer esta atención.

– Después me buscan ustedes, que yo de por aquí no me muevo hasta la madrugada.

Frufrú causaba sensación mientras tanto. Entre la música y la gente y los pitos de feria, ella causaba sensación.

Martín oyó una voz guasona:

– ¡Ahí va la máscara!

Por calles casi vacías se dirigieron a la plaza los tres. Frufrú se cogía del brazo de cada uno de los chicos y Carlos con cierto mal humor llevaba la capa de Frufrú bajo el otro brazo suyo, ya que Frufrú había dicho que se ahogaba de calor. Martín no se había sentido suficientemente heroico para coger aquella capa. Y no a causa de la molestia que le suponía a Carlos el hecho material de llevarla, sino porque le angustiaba que alguien le contara a su padre que le habían visto con una capa de armiño bajo el brazo. Y también por la gente que les miraba, aunque no conociese a aquella gente. En tres veranos de vivir en el pueblo, Martín se dio cuenta de que apenas conocía a nadie. Algunas caras le resultaban vagamente familiares. Nada más.

Frufrú manifestó entusiasmo con las luces de colores de la plaza y el barullo de gente y los altavoces. Empezó a tararear una musiquilla de circo. Esto ya antes de que los chicos la condujesen a una de las barracas donde se servían bebidas. Fruirá pidió anís y los chicos pidieron anís también. Después fueron a tirar al blanco y la risa cloqueante de Frufrú llamó mucho la atención entre los que se apiñaban junto a la barraca de tiro.

En un momento determinado Martín vio cómo Carlos levantaba en el aire a un chiquillo que iba a cuatro patas entre el gentío dispuesto a pellizcar a Frufrú en las piernas. Carlos lo levantó por los pantalones y al dejarlo en el suelo le dio una patada que no le hizo gran cosa. El chico salió corriendo y ya nadie más se volvió a meter con Frufrú. Frufrú ni se enteró siquiera, tan entusiasmada estaba con su juego. Pero excepto alguna risa, miradas y comentarios, nadie se metió con ella aquella noche. Carlos y Martín probaron suerte también con el tiro al blanco, después fueron a beber de nuevo otras copitas y en seguida pidió Frufrú a Carlos que la sacara a bailar entre las parejas de la plaza.

Martín quedó en un rincón, junto al tiovivo, avergonzado con aquella capita de piel que tenía que sostener en las manos. Pero aún fue peor cuando Carlos y Frufrú volvieron terminado el baile y Frufrú, animada, incansable, sacó a bailar a Martín.

Era terrible bailar con Frufrú. Aunque Frufrú, con gran sorpresa del chico, bailaba bien, y se dejaba llevar por la música y por la pareja, era terrible, Martín fue un muchachillo sofocado por el calor, la vergüenza, los apretones en la pista cargadísima y las ocurrencias que le lanzaban gentes desconocidas a los oídos: «Hijo mío, ¿qué vas a hacer con esa momia, sacarla al sol?» o «¿Has sacado a la abuela del manicomio, chico?» Cosas de ésas al paso, que a Martín no le hacían gracia, sino que le causaban angustia y fastidio.

– ¡Ahora quiero un refresquito, ahora quiero un refresquito!

Frufrú batía palmas animadísima, al terminar el baile. Carlos, sentado en la barandilla que rodeaba el tiovivo, sonreía.

– Frufrú, mira quién está aquí.

Junto a Carlos un grupo de jóvenes del pueblo. Tres o cuatro jovencillas muy arregladas, pintadas y compuestas y dos muchachos algo torpes, uno de los cuales llevaba un palillo de dientes en la boca como si fuera un adorno. Se quitó el palillo para saludar con un «buenas, doña Frufrú», algo fastidiado. Era el hermano de Benigna, la sirvienta de los Corsi, y Benigna estaba en el grupo de las muchachas con su melena rizosa, suelta, y sus grandes pendientes. Estaba muy ruborizada. Martín la miró. La chica llevaba un adorno de flores en el escote y un traje muy apretado que ceñía su busto grande como el de una paloma buchada. Había algo en Benigna, quizá su juventud -Benigna a pesar de su aspecto de mujer no tenía más edad que Martín-, su lozanía o su susto al encontrarse con Frufrú inopinadamente, que a Martín le gustó. No hacía más que mirar para ella. La chica se dio cuenta y bajó los ojos apretándose luego contra sus amigas,

– Vamos, ñiños, vamos todos a tomar un refresquito al café. Invita doña Frufrú. Todos, todos, el hermano también, el novio también. ¿No es novio? Todos, todos, las lindas muchachitas también.

El grupo aquel no sabía cómo negarse. Al fin las chicas y los dos mozos que las acompañaban se decidieron a seguir a Carlos, Martín y Frufrú. Martín notaba un calor enorme dentro de él y unas ganas instintivas, absurdas, de colocarse junto a Benigna, mientras se abrían paso entre la gente, hacia el café del casino.

Una de las mesas de fuera quedaba vacía en aquel momento y Frufrú se adelantó a tomarla cogiendo una de las sillas. Carlos cogió otra colocando allí la capita de Frufrú y animó al grupo entero a sentarse.

– ¡Camarero!… Sillas para estos señores.

En algunas mesas cercanas la gente se volvía con curiosidad. El camarero lanzó una mirada a Frufrú, miró a las muchachas que se apretaban unas contra otras, a los dos hombres del pueblo, a Carlos y a Martín. Se dirigió a Carlos.

– Perdone, señor, no pueden sentarse aquí. Hay que ser socio. Lo siento, ya ven ustedes. Reservado el derecho de admisión. Aquí hay otros señores que esperan la mesa.

– Oh, qué fastidio -dijo Frufrú.

– Nosotros nos vamos, doña Frufrú, muy buenas…

Y otra vez, casi sin darse cuenta, quedaron solos los tres entre tanta gente. Martín estaba furioso y avergonzado. Sabía muy bien que no había necesidad de ser socio del casino para sentarse en el café.

– Tenemos que buscar otro lugar, ñiños, no hay más remedio. Estoy cansada.

– Podíamos irnos a casa ya -apuntó Martín.

Carlos le miró enfadado.

– No, no, qué estupidez. Habrá otro café, otro bar, digo yo… Ah, Martín, ¿te acuerdas de la taberna que vimos anoche, donde tocaban la guitarra? Está en una de estas calles. A Frufrú le gustará. Habrá mucha gente también. Creo que a estas fiestas viene gente desde no sé cuántos kilómetros a la redonda. Todo está lleno.

Encontraron la tabernilla ocupada por hombres que bebían y algunas mujeres de mal aspecto que bebían con ellos. Efectivamente, un ciego tocaba la guitarra allí y una de las mujeres empezó a cantar y a bailar luego jaleada por sus amigos. Frufrú seguía contentísima. Sólo quería agua fresca para beber y aquello no se podía servir allí. Martín y Carlos pidieron vino y rajas de salchichón para tener derecho a que Frufrú tuviese su agua. Y al fin Frufrú, después de tomar un sorbo de agua, bebió vino también.

Martín empezó a animarse, a divertirse sin hacer nada más que estar allí, con Frufrú y con Carlos sentado junto a una mesa y mirando la animación de los demás. También estaba bebiendo vino y comiendo aquel salchichón tan malo, aquellos pedacitos de pan negro y áspero, aquellas aceitunas y unos arenques luego. Desde la llegada al pueblo, cuando quería recordar aquella noche, todo lo que había hecho y había visto se le aparecía ahora en una confusión de colores y ruidos con algunas imágenes sueltas que se le escapaban a veces.

– Es una pena que no haya venido Benigna -dijo sin saber lo que decía-. Es muy simpática Benigna.

– Muy buena -contestó Frufrú-, muy buena ñiña aunque algo tonta.

– Es bonita Benigna, atractiva…

– ¿Qué te ha dado, idiota? -dijo Carlos-. Benigna es una cateta de pueblo. Todo menos atractiva.

– ¡Es atractiva!

– Anda, vamos, tú… ¿Con ese buche?

– ¿Ese buche? -dijo Martín con los ojos brillantes volviendo a servirse vino del jarro-, ese buche es atractivo, caray.

– ¡Para ti será! ¡Qué tío éste, Frufrú! Le gusta Benigna… Para ti será atractivo ese pechazo. A mí me gustan sólo las mujeres finas y elegantes, chico. Esa carnaza me da asco. Yo, sobre una Benigna, no pondría una mano.

– Ñiños, ñiños… Es hora de marcharnos. Sí, es hora de marcharnos. Estamos algo booorrachitos todos. Todos… No nos vayamos a matar con la moto.

Frufrú les dominaba aún. Uno de los grupos animados de aquella aberna empezó a gritar, batiendo palmas cuando se puso en pie Frufrú. «¡Que baile la vieja, que baile la vieja!»

Pero Frufrú no hizo caso. Tenía la cabeza perfectamente clara para pagar la cuenta y salieron los tres de la taberna para encontrarse con la maravillosa noche encima, llena de luz y de estallidos de cohetes aún. Fue muy difícil encontrar al guardián que les había aparcado la moto. La cabeza se les fue despejando a los tres mientras caminaban por las calles y luego en la búsqueda de aquel hombre. Al fin recuperaron su vehículo. Algunas de las sillas del paseo central estaban vacías ya. Martín veía a personas que le parecían distintas a las de antes. Parejas que ahora se arrastraban con más cansancio o por el contrario parecían más animadas a aquella hora. Carlos puso en marcha su moto y emprendieron una marcha fantástica por la carretera.

– A mí -dijo Martín-, no me dejes en la esquina de mi casa. Tendré que saltar el muro.

Cuando se detuvo la moto en la explanada, delante de la casa de los Corsi, Frufrú estaba contenta y cansada también.

– Ha sido divertido, ¿verdad, ñiños? Hacía mucho tiempo que no me divertía tanto. Buenas noches, ñiños.

Martín no tenía sueño ahora, estaba despejado. Carlos también y acompañó a Martín entre el pinar hasta el muro.

– ¿Qué? ¿Se te ha pasado el entusiasmo por Benigna, chico?

Martín no recordaba haber manifestado tal entusiasmo y se sintió azarado. Carlos le dio unas cuantas sacudidas cariñosas por los hombros.

Martín trepó al muro y se dejó caer lo más silenciosamente posible al otro lado. El perro empezó a ladrar cuando él cayó más allá de los geráneos y la sombra de Eugenio se levantó de la mecedora de Adela. Parecía la sombra de un gigante, pero tomó cuerpo y volumen cuando Eugenio bajó los escalones del porche hasta el jardín.

– Ven aquí, condenado sinvergüenza.

– Papá. He ido a la verbena con Carlos y con Frufrú.

– ¡Ven aquí te he dicho!

Martín se acercó a la noche brillante donde las plantas y los senderos, y hasta el brocal del pozo, se distinguían perfectamente, casi como en pleno día.

Eugenio llevaba en la mano una correa de cinturón y con esa correa cruzó las espaldas de su hijo pegando fuerte.

– Así -jadeó-, así. ¿Crees que podías engañarme? He sido cocinero antes que fraile. Me gusta que no llores, eso está bien. Cuando yo prohibo salir no se sale, ¿entiendes? Como vuelvas a escaparte de noche no te pego, te pongo en la camioneta de Juan y te mando a pasar las vacaciones con los abuelos. Y digo que no te pego otra vez, condenado, porque si te toco otra vez creo que me embalo y te mato… Y ahora sube a tu cuarto por el mismo sitio donde has bajado. A ver si eres capaz. ¡Vamos! ¡Sube por el palo de la luz! ¡Sube te digo, coño!

Martín trepó por el palo de la luz. Al llegar a la azotea se sentó en el suelo, derrengado, y se volvió a levantar rápidamente porque le escocían los correazos de Eugenio. Respiró el aire limpio y callado de la noche haciendo profundas inspiraciones y aspiraciones y luego se fue a la cama.

En aquel momento no guardaba ningún rencor a Eugenio. Y estaba seguro, sin saber por qué, de que tampoco Eugenio estaba muy enfadado. Tumbado sobre la cama, en calzoncillos, pensó que salir con Frufrú a una verbena no era cosa como para exponerse a que le devolvieran a sus abuelos. No tenía ganas de volver a la fiesta con Frufrú, aunque sabía que quedaban dos noches de fiesta aún.