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El martes el equilibrio entre las relaciones de los tres amigos parecía asentado. Martín comprendió que la felicidad es resultado de una serie de concesiones entre los que se quieren.
Martín había rendido, nuevamente, su actitud. Decidió no hostigar a su amigo llamando la atención de Anita sobre su persona. Carlos volvía a tener su expresión de chico grande, contento de vivir al unirse a su hermana. Y Martín, sintiéndose un poco superior por este renunciamiento, se conformó con el papel secundario de acompañante de los Corsi que siempre le había tocado en suerte, o quizá que él había elegido.
– Este pescador nuestro… -dijo Carlos, magnánimamente aquella tarde al bajar del Faro entre la luz baja de gradaciones ya en el crepúsculo. Echó el brazo por el hombro a Martín sin notar la oscura emoción de éste.
– Este esclavo nuestro -continuó Anita- nos distrae. Yo no puedo vivir más que rodeada de esclavos. Tú tampoco, ¿verdad, Carlos?
Se detuvieron junto a las peñas del camino y Anita se sentó en tierra tomando sobre su falda a Titi. Carlos ofreció a su hermana y a Martín un cigarrillo. Martín pudo advertir tanta felicidad en la expresión de su amigo que una áspera sensación de ternura le impidió replicar a aquellas bromas de los otros. Jugaban ahora a que el tiempo se había detenido en el primer verano, en la infantilidad y la dicha salvaje que tuvieron en el primer verano de Beniteca y este juego emocionaba más a Carlos que todas sus correrías anteriores en compañía de Martín, que la caza del lagarto y sus preocupaciones compartidas. Martín aspiró el humo del cigarrillo empezando a encontrar agrado en su sabor, en su seca calidez amarga dentro de la boca y en la garganta. No rompió con una sola palabra el encanto de aquellos momentos. Sólo observaba a Carlos: la línea de los hombros de Carlos, sus largas piernas dobladas, sentado ahora en tierra junto a su hermana, como protegiéndola con su fuerza. Anita estaba fumando y acariciando al mismo tiempo a Tití, salvaje, despeinada como una chiquilla; la cara quemada por el sol, los brillantes ojos entrecerrados como llenos de pensamientos y de ideas. Tenía las manos pálidas, pequeñas, delgadas como garras. En la mano derecha, una de las uñas que ahora Anita dejaba crecer según la moda y esmaltaba de rosa, estaba rota. Carlos miraba a su hermana con insistencia.
– No puedes decir, Ana, que te aburres ahora con nosotros.
– No me he aburrido nunca, tonto mío. Nunca en mi vida. Cuando me aburra con vosotros buscaré otra diversión.
Martín, compenetrado con su amigo, se encontró deseando que Anita no se aburriese. Una idea bien tonta, puesto que unos días antes hubiera hecho cualquier cosa porque esta chica se marchase otra vez con su padre y con Oswaldo y los dejase en paz a Carlos y a él. Su profunda mirada envolvió al grupo que formaban los Corsi.
– Creo -dijo con cierta emoción- que nunca tendréis un amigo como yo.
Anita abrió sus ojos del todo, divertida.
– ¿Has visto, Carlos, qué modesto? Este martín pescador no se da cuenta del honor que le hacemos al admitirlo.
– Arrodíllate, chico -la voz de Carlos estaba llena de broma y de un gozo desproporcionado-, arrodíllate que habla la reina.
Martín sonreía y no notaba dentro de él más que gozo también. Un gozo áspero, seco, cálido y amargo como el humo de su cigarrillo. Como si hubiera renunciado a algo grande por otra cosa más valiosa aún. Algo imposible de explicar. Algo que Carlos no comprendería nunca.
Volvieron hacia la finca del inglés, cantando. Carlos tenía buen oído. Anita y Martín, desastroso. De cuando en cuando se detenían para reír. A veces cogían a Tití en brazos para que no se fatigase demasiado. Lo cogía Anita y se lo daba después a Carlos. Éste pasaba el pequeño y lanudo cuerpo del perrito a Martín, y Martín terminaba dejándolo en el suelo otra vez, hasta que al cabo de unos pasos Anita volvía a cogerlo.
Entraron en la finca por el portón grande de la carretera, abierto de par en par.
– «Ya va a salir la luna, luna luneraaa…»
Esto lo cantó Anita desafinadamente, Y aquel chillido de Anita, a Martín le produjo otra vez aprensión contra la luna grande que iba a aparecer. Carlos se fijó en el polvo de la avenida. Examinó los bordes del camino con inquietud.
– Ha pasado un automóvil por aquí.
– Han pasado muchos… ¿Qué quieres decir?… ¿Crees de veras que?…
En la avenida que subía entre los pinos había huellas de neumáticos recientes. La cara de Anita se volvió resplandeciente en la luz del crepúsculo. Echó a correr avenida arriba, con la melena golpeando su nuca en la carrera. Y Carlos la siguió. Tití, cansado, abandonado en medio de la cuesta, ladraba agudamente y Martín se volvió esta vez y lo cogió en brazos. Notó los latidos del corazón del animalito y la expresión pedante y como ofendida de sus ojos de rana. Cuando, cargado con el perro, andando despacio, llegó a la explanada, no le sorprendió lo más mínimo encontrar el automóvil de Oswaldo junto a la fuente seca. Oswaldo resultaba ya extrañamente familiar en el paraje. Fuerte, rechoncho, impecable con sus pantalones blancos, parecía rezumar cordialidad. En la mesita plegable junto al balancín se veía un vaso y un sifón. Frufrú había cuidado a Oswaldo desde la llegada de éste un rato antes. Carlos, sin disimular su disgusto, se había dejado caer en el balancín mientras Anita hablaba de pie en medio de la explanada, con el poeta. Martín dejó al perro en el suelo dando una ligera palmada en los cuartos traseros del animalito y se acercó a su amigo.
– Anita, linda. Yo me dije: ¿Qué voy a haser en Madrid con este calor? Dejé a mi buen amigo Corsi en el tren y me volví a un hotel de la playa. Pero la añoransa, linda, ha sido la añoransa la que me hiso volver. Pensé, linda, que me invitarías unos días más a tu presiosa casa…
Anita se reía, como siempre, con sus carcajadas gozosas.
– Oswaldo, ¡qué buena idea! No sabes lo que me aburría aquí. Aquí no hay nada, no se ve a nadie interesante. Has tenido una idea fantástica.
Carlos estaba silencioso en la sombra del balancín. Su cuerpo olía a sal, a las hierbas duras y amargas sobre las que se había tendido un rato antes y al sudor limpio que había empapado su camisa durante sus correrías de la tarde. Con la alpargata de su pie derecho daba impulso al balancín. Con el otro pie frenaba aquel impulso. Su perfil, quieto, perfecto, daba una sensación de tristeza y desastre absoluto.
Martín puso una mano en su hombro sin que el otro se volviese.
– Déjales -susurró Martín-, no les hagas caso. ¿No ves que no vale la pena?
Carlos siguió dando impulso al balancín y al mismo tiempo frenándolo durante unos interminables minutos. A la sugerencia de Martín no contestó nada.
Un rato más tarde oyó Martín que Frufrú reñía a Carlos. Carlos había dejado solo al poeta cuando Anita le dejó también, según dijo, para arreglarse un poco antes de la cena. Martín siguió a Carlos al interior de la casa y escuchó la riña de Frufrú en la leonera.
– Ten en cuenta, ñiño, que tú no eres el enamorado de Anita, que sólo eres su hermano pequeño. Ten en cuenta que ese señor poeta ha hecho muchos favores a Corsi y no seas mal educado. Escucha a tu vieja Frufrú y no te pesará… Nada se saca con hacer frente a lo que no nos atañe. ¿Me escuchas, demoño, o no me escuchas? Martín sí que la escuchaba desde el recibidor y decidió que estaba de más en la casa en aquel momento. Volvió a salir al pinar. Vio como Oswaldo -apoderado otra vez del balancín- fumaba beatíficamente en la templada noche.
Martín se escurrió hacia el pinar sin querer saludar al poeta y subió el muro de su casa con la imagen de aquel desastre que había visto en la cara de Carlos. Cenó tan callado y tan ceñudo que Adela le preguntó si estaba malo.
El día, al llegar entre el sol coloreado de su cuarto, le trajo a Martín una sensación conocida de felicidad, otra vez. Recordó a Oswaldo en seguida, recordó la cara de Carlos y su tristeza y se encogió de hombros después de estirarse en el calor de la habitación. Le extrañaba que su amigo fuera tan reacio a aprender trucos en la escuela del sufrimiento; que fuese tan vulnerable, tan inocente siempre, cuando tenía al alcance de la mano aquella dicha de olvidar a su estúpida hermana y a los estúpidos pretendientes o amigos de su hermana y refugiarse en la amistad sólida y sin engaños que Martín le ofrecía. En verdad, siendo un chico tan simple, era bien complicado aquel Carlos. Pero él mismo, Martín, ¿no era complicado acaso? Ningún amigo antes que Carlos, ningún amigo de aquellos con los que podía hablar de cosas verdaderamente interesantes en el instituto o en la escuela de arte, le había preocupado jamás como este chico guapo y simple. A ninguno admiraba como a Carlos, conociendo, sin embargo, sus limitaciones.
En el sol de la mañana, el mundo era perfecto y simple también. Adela reñía a gritos al asistente en el jardín, un pájaro se disolvía en la luz. Sombras y claridades vivas lo llenaban todo. Un mundo de claridad y de contornos para ser interpretado, dibujado, pintado.
Martín no se detuvo a observar aquel mundo. Estaba deseando encontrar a Carlos, acompañarle, someterse a lo que él decidiese en aquella nueva situación creada por la llegada inesperada del poeta.
Y fue un día peor para Carlos que para Martín aquel día. Anita anunció alegremente que ella se iba en el automóvil con Oswaldo y con Tití a pasar el día fuera, sin la compañía de los «niños». Frufrú se limitó a advertir:
– Don Oswaldo, le pido que al atardecer estén de vuelta. A Corsi no le agradaría que esta demoña anduviese fuera de casa por la noche.
Y nada más.
– ¿Por qué no nos vamos nosotros a cazar lagartos?
Esta proposición la hizo Martín aun a sabiendas de que no iba a ser aceptada. Y un rato más tarde, delante del mutismo y del aburrimiento de su amigo, le propuso también dejarle solo.
– Si te molesta mi compañía…
– No seas ridículo, chico. Quédate a comer. Estoy pensando algo que te diré luego.
Martín no pudo ni sonreír a la idea de cuánto trabajo le costaba a Carlos pensar. Era como un esfuerzo físico que se transparentaba en el ligero ceño, en la tensión de la barbilla y los labios y todo el rostro.
– Esto no es un funeral -dijo Frufrú a la hora de la comida, batiendo palmas y haciendo sonar sus pulseras de colores-. ¿Por qué no os divertís como antes, ñiños? ¿Por qué no disfrutáis solitos como antes de que viniese a Beniteca esa demoña de Anita?
Carlos la miró a un tiempo ceñudo y sarcástico.
– Nos divertimos mucho, Frufrú. Esta noche nos vamos nosotros de juerga, ¿verdad, Martín? Hay una casa de mujeres en el pueblo, adonde van los soldados. ¿Verdad, Martín?
Martín sufrió un sobresalto y Frufrú le miró con sus ojitos como cuentas negras y relucientes.
– Vaya una diversión que se le ocurre a este demoño -cloqueó-, vaya una diversión idiota. ¿Qué quieres? ¿Coger una enfermedad fea y que se te caigan los dientes y el pelo? No serás tú quien haga esas cosas mientras Frufrú esté a tu lado, ñiño mío… Corsi te ha aleccionado ya. No. Te conozco bien. Tú no harás eso.
– Si Anita es una mujer, yo soy un hombre ya, Frufrú.
La cara de Carlos estaba enrojecida y a Martín el rictus de su boca le dio una rara impresión de dominio, de superioridad, que le impresionó hondamente.
– Bah, bah -dijo Frufrú-, tú quieres entristecerme, tú quieres que la vieja Frufrú no vuelva nunca más a Beniteca, ñiño…
Después de la comida los dos amigos se encerraron en la leonera y Carlos miró a Martín, serio.
– ¿Te atreves esta noche?
– ¿Por qué? -dijo Martín-. ¿Por qué hay que hacer eso esta noche?
Estaba lleno de miedo y de excitación a la vez.
Carlos se encogió de hombros.
– Dime si me acompañas o no.
Martín no supo qué contestarle. Insectos zumbadores en el sol de afuera, lagartos entre las piedras del campo. Calor hasta en la penumbra del cuarto. Unas terribles ganas de atreverse, le llenaban a Martín. Pero no se atrevía. La tarde se le hizo terrible en compañía de aquella obsesión de Carlos. Junto a él -sin poder decírselo a su amigo- imaginó que Anita sería aquel mediodía la amante de Oswaldo. Y que Benigna, por la noche, se encontraría con su novio, al salir de casa de los Corsi con la luna. Y cuando Anita llegó, alborotando la explanada con sus risas y sus bromas y sus narraciones de lo mucho que se habían divertido Oswaldo y ella, cuando Martín vio cómo besaba a Frufrú con las mismas demostraciones ruidosas de siempre, se avergonzó terriblemente de sus pensamientos. Aquellos sucios pensamientos de los que no le habían librado ni el ejercicio del boxeo contra el saco de cuero, ni el baño de mar en la tarde.
– ¿Por qué no cenas con nosotros, Martín -dijo Carlos-, y luego vienes conmigo al pueblo?
– No. No puedo.
– ¿Qué vais a hacer en el pueblo? ¿Hay fiesta?
– Vamos a un sitio donde tú no puedes acompañarnos, Ana.
Anita no se impresionó mucho.
– Prefiero bailar un poco con Oswaldo aquí, en la explanada. Es maravillosa la noche de luna aquí.
– No es que prefieras o no prefieras. Es que tú no puedes ir a donde vamos. Te digo que no podrías ir, aunque quisieses.
Daba pena ver la cara de Carlos y la risa que asomaba a Oswaldo a los labios y la indiferencia de Anita. Martín, junto al muro de su casa -cuando se despedía- se sintió a la vez destrozado y aliviado al decirle a Carlos que él no le acompañaba. Esperó a que Carlos le llamase cobarde. Pero Carlos no le dijo nada.
– Yo te doy un consejo -Martín se envalentonó un poco con aquel mutismo de su amigo-. Yo te doy el consejo de que te metas en la cama y que mañana nos vayamos nosotros todo el día por ahí, sin hacer caso de tu hermana. Podemos coger una novia cada uno, si quieres, entre las chicas de la pandilla de la playa. Nos entretendremos más con eso.
Estaban junto al muro los dos solos, y Carlos ya se iba.
– Tú haz lo que quieras, Martín. Tú eres un crío aún. Yo me voy al pueblo esta noche.
Martín se quedó un rato mirando la figura de su amigo, sus espaldas rectas, cuando se alejó del muro.
La envidia y la angustia de Martín no le dejaron dormir. Comprendía, estaba seguro, de que su amigo quería únicamente que su hermana supiera, sin lugar a dudas, que él, Carlos, no era un niño. Que no se le podía dejar a un lado como a un niño cualquiera, en aquellas excursiones con Oswaldo. Era una reacción parecida a la de Martín cuando a su vez había intentado deslumhrar a Carlos y Anita con sus teorías sobre el arte y con su Horacio. Pero Carlos resultaba más valiente que Martín. La admiración que sentía hacia Carlos y la sensación de su propia pequeñez y temor hicieron que el muchacho apretase las mandíbulas y hasta, a veces, notase ganas de llorar.
La luna llenaba la azotea mientras Martín, con los pies desnudos, paseaba por ella. Muy a lo lejos se oía música en la finca del inglés.
En el jardín, Adela y Eugenio tomaban el fresco, y Martín les oyó hablar durante un rato. Después escuchó pasos y la puerta de entrada al cerrarse y el lloriqueo lejano de la niña más pequeña. Luego el silencio. El gramófono dejó de sonar en la finca de los pinos y se levantaron los crujidos cálidos de la noche.
A veces Martín entraba en su cuarto, que guardaba el sofoco del día y se echaba en la cama. Pero las sábanas le escocían en el cuerpo sólo con tirarse sobre ellas, y volvía a salir a la azotea. Al fin perdió la cuenta de estos paseos, de estos intentos de sueño y de olvido, de estos fracasos.
Cuando despertó se encontró dolorido en el suelo de su cuarto, sudando y rodeado por el sol de colores. Había dormido sobre los baldosines. Y se sintió muy cansado.