38670.fb2 La Isla Y Los Demonios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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IX

Cuando caía ya la noche, cuando estaba, sin darse cuenta, rendida de haber gritado y cantado, de haber bebido y voceado, de haber vagado de un lado para otro en los cafés llenos de gente, en las calles embriagadas, Marta encontró a Pablo.

Había salido con sus tíos a la calle. Se había separado de ellos para ir con un grupo de jóvenes entre los que estaba Sixto, el oficialito que bailó con ella un domingo en su casa, y varias amigas del Instituto. Había ido a bailar a un local en la playa de las Canteras. Luego Marta se escapó.

No es que no se hubiese divertido. Se hubiera divertido mucho más, sin embargo, si no hubiese tenido aquella manía de encontrar al pintor que la hacía mirar azoradamente a todos los sitios cada vez que entraban en un local nuevo.

A Marta le gustaba bailar. Detrás de los ventanales de la sala de baile había un hermoso crepúsculo. El sol entró en el horizonte de tal manera, con tal apoteosis de color y con tal aparato de nubes que el agua reflejaba, que parecía participar de esta locura de los hombres, de su fiesta.

Sixto era amable y bailaba bien. Estaba un poco mareado, y contó muchas cosas de la guerra. Dijo que tenía una cicatriz de bayoneta que le atravesaba el pecho. Si las chicas no se hubiesen opuesto, se habría quitado la guerrera para enseñarla. Marta sabía que a Sixto le gustaba ella. Se habría sentido encantada si no hubiera llevado aquella inquietud, aquella extraña fuerza que la empujaba a irse de allí porque quería ver a alguien.

Sin despedirse se fue en la primera ocasión. Echó a andar, como siempre, sola y anhelante, tropezando con las gentes, haciendo un trayecto muy corto en una guagua, y uno muy largo a pie, entre soldados, falangistas, paisanos y mujeres apretados y revueltos como en un carnaval, que cantaban, gritaban la victoria y el fin de la horrible pesadilla de la guerra. Estas gentes la empujaban, le decían cosas al oído y algunos hombres querían bailar con ella en plena calle. En todas las caras en las que gesticulaba la risa y el grito Marta buscaba algo, alguien, otra cara. Luego se abría paso dando codazos. Seguía andando. Sobre ella el cielo estaba ya oscuro; bajo el cielo se encendían farolas, casas. Todo estaba cruzado por cohetes y gritos.

Se asomó por las ventanas de los cafés desbordados de gente, luces y humo. Terminó entrando en todos para ver mejor. Pasó junto a una mesa donde estaban Matilde y Daniel con unos amigos, sin verlos, hasta que le tiraron del vestido.

– ¿Venías a despedirte? ¿Te vas al campo…? Has dejado tu abrigo en casa. ¿Te has divertido?

Marta les miraba aturdida. El cansancio la tenía pálida.

Una señora gruesa le gritó a Daniel, queriendo hacerse oír, aunque casi estaba a su lado.

– Es la niña de su hermana, ¿verdad?

– De mi hermano, sí…

– Me refería a la señora rubia que estaba aquí antes. ¡Se parece tanto!

Matilde se reía.

– Cree que es hija de Honesta.

Marta, atontada, sentada por un momento entre sus tíos, miró con disgusto a aquella señora. Parecerse a Hones no le era grato, ni siquiera en un momento de fatiga tan grande.

Daniel estaba nervioso, enrojecido.

– Mi hermana es soltera.

Marta, con la cabeza apoyada en el repaldo del asiento, vio de pronto, frente a ella, a Pablo y a Hones. Sintió un martilleo doloroso, vivísimo en el pecho. Pablo fumaba y bebía. Hones fumaba y bebía; estaban juntos, separados por un gran espacio de local, por la humareda de un centenar de cigarrillos, por el oleaje de las conversaciones. Marta recordó una frase: "Su mamá vino esta mañana…" Lo había dicho la criada de la pensión de Pablo. Entonces no había entendido. Hones y Pablo. Ella se parecía a aquella mujer rubia y vieja, de cara achatada, llena de remilgos… Hones visitaba a Pablo.

Oyó decir a Daniel, como en sueños, que iban a telefonear a su casa para decir que aquella noche Marta se quedaba con ellos en Las Palmas, porque tenía muy mala cara. ¿Quería?

Pablo la vio entonces. La vio, y con una alegre risa la saludó con la mano desde lejos. No estaban solos Pablo y Hones; había un grupo grande en una larga mesa. Nada en la actitud de ellos indicaba más intimidad que la que pudiera haber en la actitud de la misma Marta con Daniel y con Matilde. Claro que todos parecían algo achispados, o al menos Marta los veía como si una capa de agua ampliase sus gestos y sus risas de manera temblona y desconcertante. Tal vez era ella quien tenía mareo. Pero Pablo no se inclinaba hacia Hones. Ni siquiera la apreciaba; un día de los pocos, escasísimos de su vida, que ella había hablado con Pablo, se rozó de pasada a Hones en tono de broma: "Sí; no es por la inteligencia deslumbradora por lo que brilla tu tía." Eran palabras de Pablo y las recordó con encantada crueldad. Luego le dio vergüenza. Una vergüenza tan grande que hubiera querido desaparecer delante de su propia conciencia. Esto era ser tan baja como la gente que ella despreciaba. Pensar una cosa así la volvía indigna de la amistad de Pablo. Estaba borracha, esto era lo que pasaba. Ella no era así estando serena.

Matilde, asustada, vio que la chica tenía los ojos llorosos, un puchero infantil en la boca.

– ¡Dios mío! ¡Tú has bebido!

– Sí, y el humo… Me voy; me voy a casa, a la de ustedes… Telefoneen. Voy a despedirme de…

Sin cansancio alguno cruzó el local hacia ellos. Hacia Pablo, en verdad. Debía estar completamente mareada porque sentía que andaba sin control alguno, como si tiraran de ella desde muchos sitios a la vez.

Cuando llegaba cerca, después de ir sorteando a la gente que le impedía el paso, presenció una escena que la dejó petrificada, y que la serenó completamente. Un hombre borracho como una cuba, que había estado mirando mucho hacia aquella mesa y dando grandes risotadas entre varios amigos en la barra del bar, se acercó tambaleándose hasta llegar frente a Pablo; se apoyó en el mármol del velador, sin que nadie tratara de impedírselo, porque a todos les tomó por sorpresa, y le lanzó a la cara unas palabras como jugo de ortigas, brutales, sucias, inesperadas.

– ¡Cabrón! ¡Cornudo! ¡Emboscado!

El hombre quería bronca. Marta, horrorizada, miró a Pablo, que resultaba un hombrecito insignificante y pálido que se movía.

Hubo como un revuelo. Alguien empujó al borracho, que se debatía.

– Te conozco, amigo. Celebrando la victoria, el rojo consorte… ¡Emboscado! A ti te digo, ¡emboscado…! Tu mujer acostándose con un rojo, se sabe hasta en Pekín, y tú celebrando la…

Se lo llevaron.

Pablo tenía pegada al cuerpo la camisa, mojada por un repentino sudor, que le chorreaba también por la frente. Los que se llevaron al que le había insultado así, le pedían disculpas, muy tartajosos.

– Perdónelo, cristiano -oyó-. Está alumbradito, el hombre.

Todos los hombres de la mesa se habían puesto en pie, menos el pintor. A Marta le dio la sensación angustiosa de que Pablo no se enteraba de nada, ni veía. Eso fue un momento. Luego le vio sonreír con trabajo.

– No conozco a ese tipo.

Estas palabras no las oyó Marta, pero vio cómo se movían los labios de él, murmurándolas. Luego Pablo se sacó un pañuelo y se secó la cara. Se despedía… Hones le miraba inquieta. Se iba del café… Marta fue detrás de él, como si le perteneciese.

Al llegar a la calle lo perdió entre la gente. Era muy difícil abrirse paso entre tanto alboroto. Marta tenía mucha angustia, se libraba difícilmente de las voces, de los empujones, de los piropos aburridos y sucios de los hombres.

Al fin vio a Pablo otra vez. Le llevaba mucha ventaja, pero al menos ya sabía ella la dirección que tomaba. Cuando llegó a encontrarlo, se detuvo un momento llena de desconcierto y casi de repulsión. Pablo había llegado hasta los muros del Guiniguada; junto al puente de Palo, devolvía en una esquina. También él estaba borracho. Se incorporó angustiado y se limpió la cara con el pañuelo. Luego echó a andar de nuevo. Entonces Marta corrió hacia él y le cogió del brazo.

Al cabo de unos minutos, cuando iban ya saliendo del gentío, Pablo miró a la niña… Estaba allí, a su lado, pero no se había fijado hasta entonces al parecer, aunque iban camino del barrio antiguo, donde vivían los tíos de ella.

– Bueno, hija… tú dirás adonde vamos…

Aunque su aspecto era normal, la voz resultaba velada y un poco hiposa. Si se hubiera tratado de otra persona, que hablara de aquel modo, Marta se habría reído quizá. Pero estaba ahogada de pena, porque era Pablo el que parecía tan pobre hombre, y tan desdichado. Marta se echó a llorar furiosamente, como un niño chico, soltándose del brazo de él, para taparse la cara y contener aquella catarata de lágrimas.

– Niña… Está bueno… Tú estás borracha.

Marta negó con la cabeza. Él, con el bastón colgado al brazo, trató de quitarle aquellas manos de la cara. Entonces le miró toda sollozante.

– Le insultaron… A usted. ¡Yo habría matado a ése!

– ¿Esperabas que le hubiera matado yo…? ¿O que fingiera que iba a matarle…? ¡Qué niña eres!

– Usted es un santo… Y ahora se reirán.

– Vaya por Dios… Vamos, niña, a tu casa… ¡Qué importa que se rían!

No, no parecía borracho ahora. Su cara bondadosa y fea, estaba triste, nada más. Andaba un poco despacio. Su bastón sonaba pesadamente, porque ahora entraban por calles solitarias, con viejos balcones de madera en las calladas casas antiguas. Con un hermoso cielo arriba, cuyo resplandor no vencían los tímidos faroles eléctricos, que después de un cerco de luz hacían más misteriosos y encantados las esquinas y los rincones.

Lejanos cohetes que se oían estallar, daban allí, en aquel barrio, una sensación de reposo aún más grande. Hasta se oía el mar, el fresco y pesado aliento del mar, que se arrastraba siseando entre las calles, entre los gruesos muros coloniales. Parecía un sueño.

– Pablo -dijo Marta muy bajito- yo… si supiera… si supiera qué amiga suya soy. Nadie en el mundo, nadie, es tan amiga suya como yo…

Se habían detenido en una placita, un pequeño rincón entre calles, para dejar pasar a un grupo de jóvenes que cantaban.

Después, se vio que, según aquellos pasos, aquellas voces se iban perdiendo, el farol de la esquina daba con más seguridad su luz amarillenta, como si sólo luciera para ellos. Las sombras se hicieron más negras. Una iglesia sencilla inspiraba ideas de perennidad, pureza, ensueño. Una iglesia de cal, y oscura piedra… Una ventana, encendida en una callejuela lateral, apagó su luz; entonces brilló sobre la azotea de aquella casa un cielo estrellado.

Pablo se había apoyado en una pared. Con sus manos, no muy seguras, trataba de encender un cigarrillo. Tenía una boca ancha, con las comisuras bajas. No parecía la boca de un hombre cobarde, pero no había querido pelear con un matón aunque había insultado a su mujer ausente. Marta pensó que sólo ella en el mundo era capaz de no encontrar ridícula su actitud.

No se sabía, cuando pasaba el aire, de dónde llegaba un olor a flores, tan caliente y primaveral. Las azoteas, todas, suelen estar llenas de macetas… Luego, la brisa del mar lo barría todo, y olía solamente a invierno.

– Le gustan como a mí estas calles, ¿verdad, Pablo? Mire la placa: en esta iglesia fue en donde oró Colón… ¿Le gusta?

– ¿Qué dices…? Eres una niña muy buena. Sí, me gusta estar contigo, aquí, un momento… ¿sabes cómo te llamo yo? La niña de la isla… No salgas nunca de aquí, quédate quieta entre tus calles y tus campos… ¿Para qué quieres irte…? En Tenerife conocí a unos ingleses que fueron para unas vacaciones a la isla, hace treinta años y todavía están.

– Y ¿usted?

– Yo me iré cualquier día. Cuando pueda… Cuando sepa lo que quiero hacer. Puedes reírte, Marta Camino, de un hombre que ni siquiera sabe ser hombre. Cuando ese pobre tipo dijo aquello, ¿tú crees que me indignó…? Yo sé que es verdad… No, no sé si es verdad, pero todos los días me lo pregunto. Todos los días desde hace dos años… Si ella hubiera querido, estaría hoy conmigo.

– No. No,.,Marta estaba espantada.

– Sí, sí… Verdad. ¿Para qué está María allí… para qué?

Pablo se exaltaba, sin moverse mucho, sin embargo. Marta le oía, fascinada.

– Claro que para mí… ¡mucho me importa que no esté! Cruz y raya. Todo lo que ha hecho, perdonado… olvidado. No deseo verla más, sólo que pienso que quizá haya muerto. Entonces me siento destrozado, niña… porque yo sé que es mejor para mí no verla más, que volveré a pintar de aquella manera, con alma y vida, que a ella le gustaba… Pero es que necesito recuperar mi prestigio para ella. Al lado suyo, no, pero para que ella sepa que soy capaz… Junto a ella, yo dejé de ser un hombre, un monigote he sido, un loco… llorando… ¿O es que te crees que los hombres no lloran? Llorando de celos y sin atreverme a dejarla, porque es tan desvalida… Es así, me necesita siempre. Nada mejor en el mundo que verla llorar a ella. Pero con quien se quiere así no se puede vivir, no hagas nunca tal locura. No se puede… Yo tenía otras cosas que valen más que ese cuerpo de una mujer que uno quiere para besarlo y para maltratarlo y que envenena los minutos, uno a uno… Ahora no me volverá a coger más… No, ni aunque me pida de rodillas que vuelva. Jamás lo haría… ¿Tú qué crees? No, aunque me escriba, no iré. Desde que estoy aquí, ni una línea. Los amigos, sí, escriben: María está bien… Cuando quiera, ella me escribirá para que vuelva… No puede estar sola, me necesita en cuanto le falle lo que ahora tiene… Pero mi alma inmortal también necesita ser salvada, ¿no te parece? Hay muchos cuerpos hermosos que no aprisionan… Y un arte único, una pasión que no se debe prostituir ni olvidar. He sido desgraciado, desgraciado hasta la muerte por no poder pintar. Ahora puedo…

No se podía dudar de que Pablo estuviera borracho ahora. Intentó dar una chupada al cigarrillo y de nuevo le acometieron bascas. Corrió a la esquina de la iglesia a devolver otra vez apoyándose en la pared. Ella recogió el bastón que se había ido caído en el empedrado. Marta no sentía ahora repugnancia alguna. Pablo no le causaba repugnancia, sino ternura. Estaba delante de ella, desamparado, en la mayor miseria y, sin embargo, le parecía a la niña admirable. Aquella confesión tan cortada, tan verdadera en su semiinconsciencia la recibía ella como el más hondo secreto que se le había entregado. Y ver a aquel hombre enfermo no le hacía daño, sino que la llenaba de una especie de orgullo por ser ella y no otra persona quien en aquel momento estuviese a su lado. Todas sus sensaciones estaban también cambiadas y como sublimadas por su propio mareo. Aquel día se parecía mucho a un extraño sueño.

Las campanas del reloj de la Catedral dieron una hora. Pablo se despegó de la pared, con esfuerzo, volviéndose hacia Marta: el cabello de la muchacha clareaba en la oscuridad.

– Guíame tú, niña… porque, si no recuerdo mal, si no recuerdo mal, era necesario llevarte a casa de tus tíos… ¡Vamos!

– Pues sí -continuó, volviéndose hacia la niña-. Te estaba hablando de arte… Una cosa que no admite competiciones… El arte es un demonio que empuja… Pero el amor, cuando se convierte en un pecado como el mío, lo aplasta todo, chupa la sangre y la vida… El arte se va… Y no importa entonces… No importa nada. Pero yo ahora sé que sí que importa. Aunque ella quiera no vuelvo, fíjate que te lo digo… Podía yo haberme pasado a los rojos. A mí todo me da igual. Pero yo quería que ella volviera a mí, no yo a ella… Quiero mandar ¿sabes…? Liberarme y pintar… No quiero dejarme llevar por los celos ni miserias… ¡No lo quiero!

Después de estas vagas palabras, el pintor quedó silencioso. Tan callado como la niña. Sólo se oían los pasos de los dos, y el tictac cada vez más seguro del bastón en la acera.

La casa de los tíos tenía iluminadas las ventanas de la parte baja. Se filtraba luz por entre las maderas entornadas. Quizá habían vuelto ellos, y estaban allí, en el antiguo despacho del abuelo.

Marta no quería separarse de Pablo. Le cogió la mano entre las de ella, frente al hondo zaguán. No quería que se fuera. Después de tenerlo tan cerca, tan suyo, no se resignaba a verlo desaparecer. Que hablara, que dijese algo, que estuviera allí…

– Venga… Entre conmigo.

El hombre volvió a sacar su pañuelo, con aquel gesto nervioso de limpiarse la cara, que sólo aquella noche le había visto Marta. Hacía bastante fresco en aquellas calles barridas por la brisa; ahora lo notaba ella, pero Pablo parecía tener calor.

– Niña… perdona a este idiota, que te ha dado la lata… Hace mucho que no bebo, no me gusta, y la verdad, me siento algo mareado. Creo que estuve impertinente y grosero. Ya me imagino que no vas a querer más cuentas con tu amigo el pintor. También está él bien agarrado por un demonio… Un demonio que no te deseo que te coja nunca…

– Nunca… nunca le he querido tanto como esta noche. Nunca, ni cuando me enamore, querré a nadie tanto como a usted. Jamás le diré a nadie lo que he oído, ni lo que he visto.

Pablo la cogió la barbilla, y miró apenado la carita joven, empalidecida por la luz del farol, las estrechas rayas de los ojos brillantes.

– Te deseo que no te enamores nunca, hija. Tener quince años y ser como tú…

– Dieciséis…

– Dieciséis… es horrible. Te quedan cosas muy malas por vivir… Adiós, Marta Camino, duerme bien… No pienses en las cosas feas que te he dicho… Cada día que pasa, encuentro que soy un hombre más ridículo.

La dejó sola en la puerta de la casa y se fue.

Ella se sentó en el umbral derrengada y lloró mucho.

Apoyaba los codos en las rodillas, se tapaba la cara con las manos, y lloraba. Sus hombros se estremecían convulsivamente. No podía acabar aquel llanto. Sentía en él un salvaje consuelo; también dulzura, felicidad, orgullo. No pensó en nada durante mucho, mucho rato, más que en llorar… Cuando la marejada del llanto iba cediendo, una nueva explosión, como una ola, la sacudía… Todos sus huesos estaban doloridos. Su alma terminó lavada, removida, tronchada y llena de riqueza a un tiempo. Ella no sabía por qué no se sentía débil, ni avergonzada de llorar. Le pareció, por primera vez en su vida, que hay algo muy hermoso en el llanto.

Desde el radiante amanecer de aquel día había crecido mucho. Pero ni siquiera lo pensó.