38670.fb2 La Isla Y Los Demonios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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XI

Toda aquella primavera: febrero, marzo, abril, Marta bañaba de primavera estos nombres de los meses. No tuvo nunca, allí en la isla, una noción clara de las estaciones.

El agua del mar estaba algunos días suave y templada; otros, fría bajo unas nubes que corrían rápidas y revueltas. Todas las mañanas Marta nadaba con Sixto hasta un pequeño muelle viejo y abandonado. Allí se sentaban los dos, mojados, risueños, juntos. El cuerpo siente una alegría, una serenidad especial después del ejercicio. Esta alegría flota alrededor de la carne joven, limpia y dorada, esta alegría hace compartir sonrientes a dos muchachos el horizonte luminoso y la costa extendida junto al mar y las salpicaduras de las olas. Fácilmente la vida se serena, los pensamientos son buenos, concretos, sin inquietud.

Cuando venían días cálidos, sobre todo a partir de marzo, se llenó el mar de barquitas; la arena, de toldos y sombrillas. La soledad se esfumó. Pero en el muellecito, con las piernas colgando sobre el agua oscurecida por la sombra de la pared, parecían los dos muy alejados de los demás.

Marta miraba los barcos del puerto, la vela de algún balandro inclinada sobre el mar azul, la ciudad extendida con sus jardines, y las ventanas de una casa fea, sin ningún atractivo particular, que se levantaba cerca de aquella playa. A veces la casa se destacaba de tal manera que podría verla igualmente cerrando los ojos. Pero a lo mejor dejaba de mirarla porque tenía ganas de llorar cuando lo hacía mucho rato seguido.

Un día, Sixto le propuso ir a Las Canteras con una panda de amigos y comer allí en un restaurante. Marta se sobresaltó y dijo que no quería ir. Se había acostumbrado al agua de aquella playa, a mirar desde el muelle lejano, junto a Sixto, las ventanas de aquella casa. Una vez le pareció distinguir una figura…

Aquella misma figura, Pablo, en carne y hueso, se le presentaba de pronto, alguna rara vez, en casa de sus tíos para tomar el café con ellos. Entonces Marta miraba asombrada los rasgos de una cara, la forma de unas manos, escuchaba palabras indiferentes, pero que tenían el poder de emocionarla y de hacerle pensar infinitas cosas, revueltas todas, como si las trajera una música. Pablo procuraba no hablar con ella en aquellas ocasiones. Quizá le diera remordimiento ver su cara seria, distante. Sus manos, que ella nunca le tendía ya.

A veces encontraba al pintor en la calle. Entonces Marta cruzaba la calle ostensiblemente, pero sentía una tristeza tan grande que le parecía no poder vivir.

Sin embargo, se sentía orgullosa de ella misma. Capaz de todo lo que desease, si podía dejar así, tranquilamente, como si no tuviera importancia, el encuentro con aquella persona.

A veces se admiraba de haber sentido tantas cosas en el intervalo de tan pocos meses. Había crecido. Se había hecho una mujer entera. Algún día Pablo lo entendería, y quizá buscase su amistad… ¡Qué indigna disculpa había buscado en las habladurías de la gente! No la creyó bastante fuerte para decirle sin rodeos: no me interesa tu amistad; me aburres, eres muy niña aún.

Mientras tanto, los días pasaban sobre sus espaldas, de tal manera que ella se sorprendía de tenerlas tan derechas. El sufrimiento ni le había dado fiebre, ni había alterado su organismo en lo más mínimo, y esto también la sorprendía. Sixto le dijo admirativamente que parecía de hierro. Nadando no se cansaba nunca… Y quizá si ella no hubiera dado suelta así a tantas fuerzas que sentía oprimiéndola, aquellas fuerzas la hubieran consumido. Pero ella les daba expansión en el mar; el agua levantaba su cuerpo pequeño, un punto insignificante en su gran inmensidad, lo levantaba y lo moldeaba, lo abrazaba, lo tendía meciéndole sobre su luminosa canción. Marta sentía su cuerpo saludable, resistente, capaz de cargar con todas las inquietudes, con todas las revueltas contradictorias de su ánimo. Aquel ejercicio, en concreto, le sentaba muy bien. Los Camino peninsulares veían con silenciosa admiración cómo Marta, después de la mañana consagrada al estudio, devoraba con apetito su comida en el comedor un poco oscuro de la casa de Las Palmas, contemplada por los viejos bodegones que conocía de su infancia.

El primero de abril acabó la guerra. Por la mañana, Sixto alquiló una barca para Marta y para él, y a grandes golpes remó mar adentro, hasta que las gentes de la playa se confundieron y se hicieron pequeñas y oscuras. Marta miraba el acompasado juego de los músculos del joven y la bella risa con que entreabría sus labios al mirarla. Le gustaba tanto ver a Sixto, como nadar o correr por los campos en algunas excursiones.

Cuando la barca estuvo muy lejos, Sixto dejó los remos en el fondo y se acercó a Marta. Ella se había vuelto de espaldas apoyándose en un extremo del bote, para tostarse y mirar al mar. El día estaba tan claro, el agua tan limpia, que podían verse a varios metros arenas y rocas. Se veía temblar la sombra de la barca y la de su propia cabeza. Luego vio la sombra del muchacho en el agua hermosa, verde y brillante como una joya, que parecía devolver el calor del sol. Sixto a su lado le pasó el brazo por los hombros; ella levantó la cabeza, y sin saberlo, y sin pensarlo, le ofreció sus labios. Se besaron mucho, muchísimas veces, con una limpia e inocente voluptuosidad. Cuando la barca, abandonada a la corriente, les fue acercando a la playa los dos tuvieron un sobresalto. Sixto remó de nuevo mar adentro. Sixto estaba más confuso que Marta pensando que pudieran haberlos visto desde la arena.

Al día siguiente, un domingo dos de abril, Marta tuvo un gran compromiso con "las niñas". Subían todas al campo para celebrar juntas con una merienda el fin de la guerra. No iban a la finca de Marta, pero sí muy cerca, a la casa que los padres de Anita tenían para pasar el verano.

El sol regaba los caminos, sacaba su color a las flores. Daba una impresión de intimidad y alegría, como si la isla fuera un gran jardín cerrado y cálido. Marta sentía esta intimidad, este calor. Le parecía que algo había florecido en ella, algo que después de mucho tiempo de tristeza le diera ganas de canturrear sin pensamientos. Llevaba un paquete con su merienda envuelto en una servilleta y se lo echaba descuidadamente al hombro. Este gesto, sin saber por qué, parecía colmarla de libertad, naturalidad y ligereza.

La casa de Anita era un gran edificio antiguo pintado de rojo y estaba cerca de la carretera principal. Era tan grande que aun en verano la mitad de aquella casa quedaba deshabitada, porque la familia no necesitaba tanto espacio. "Las niñas" habían cogido para ellas una de aquellas salas deshabitadas y en el verano anterior habían instalado allí varios muebles sobrantes y una alfombra para tenderse en el suelo. Allí habían pasado muchos ratos de reunión. La habitación aquella tenía un nombre puesto por Marta. Se llamaba el cuarto bohemio.

La verja del jardín estaba entreabierta. Un viejo regaba una gran pradera de margaritas y le informó a Marta que las niñas habían llegado ya. Marta sonrió asintiendo. Oía sus voces desde la casa. La ventana del cuarto bohemio en la planta baja estaba abierta. Marta se acercó despacio, quería aparecer súbitamente en la ventana.

Muchas cosas de la vida de Marta estaban unidas a aquella pradera florida, a aquel cuarto bajo, acogedor, hacia donde iba. Aquel día se sentía envuelta de una inconsciente dulzura, cogía aquellos matices tiernos, suaves, de las cosas. Se daba cuenta de que a ella le había sido concedido este regalo de la vida que es la amistad. Hay seres que van solos siempre en todas ocasiones. Ella había tenido aquel cuarto bohemio, aquellas muchachas con las que leía libros, comía fruta y soñaba esos sueños tranquilos que se pueden tejer en alta voz. Oía sus voces distintas. Veía sus trajes de colores. Estaban agrupadas sosteniendo una discusión. Se acercó sonriente. Entonces oyó su nombre y se detuvo. No se ocultaba; estaba en el jardín a plena luz, cerca de la ventana, detrás de la que aparecían ellas, mirándolas. Si hubieran vuelto la cabeza, las niñas también habrían visto a Marta. Ella no se movía; oía sus charlas, pero lo hacía sin ningún misterio.

– Lo sabe todo el mundo. Son novios. Nosotras hemos sido las últimas en enterarnos. Eso es una falta de amistad…

– Pero lo de los besos no lo creo.

– Lo vio mi hermana.

– Pero tenemos que decirle algo… Esa calamidad no se da cuenta nunca de que todo el mundo la critica.

– Y lo peor es que después se creen que todas las de la pandilla somos iguales… Se lo tenemos que decir.

Hubo una pausa. Marta suspiró en el jardín. Oyó la voz de Anita, que siempre era justa:

– Todas nos hemos besado con nuestros novios…

Y Flora, que no tenía novio:

– ¡No digas eso…! ¡Tú…! ¡Que lo digas tú…! De ti nadie pudo decir nada nunca.

– Porque lo hice a escondidas, en el jardín…

Todas protestaron.

– ¡Es distinto!

– Además lo tuyo es una cosa formal. Es distinto. Se lo tenemos que decir. Mi madre, fíjate tú, está empeñada en ir a hablar con su familia… Como ella se ha criado sin madre…

Anita dijo:

– Yo se lo diré luego. ¡Es tan raro que ella nunca se dé cuenta de nada! Como siempre va distraída y no se fija en nadie, se cree que nadie se fija en ella.

Hubo otra pausa.

– Voy a poner un disco.

Tenían una gramola en el cuarto bohemio. Marta aprovechó aquel cambio de cosas para acercarse a la ventana. Estuvo allí de codos un minuto sin que la vieran, ocupadas todas en la tarea de mirar el álbum de discos. Aún dijo Flora:

– Niñas: ¿ustedes creen que estará enamorada?

Anita contestó, segura:

– Una mujer no besa a un hombre nunca sin estar enamorada. No va a perder así su dignidad. ¡Qué tontería! Claro que está enamorada. Ella conoce a Sixto de toda la vida.

Marta, allí, quieta, estaba un poco turbada cuando volvieron la cabeza hacia ella. Y las otras se sobresaltaron también. Marta pensaba que esta dulzura, este olvido que tenía desde el día anterior quizás era estar enamorada. Pero lo pensaba por primera vez. Se sentía también un poco heroína de novela. Ella había ayudado siempre a otros seres en sus noviazgos y había permanecido un poco al margen de aquello, con curiosidad y con ternura a un tiempo. También había leído muchas novelas, y algunas terribles y crudísimas, en compañía de estas mismas muchachas. Cuando la madre de Anita el verano anterior se acercaba por allí algunas tardes, a todas les fastidiaba un poco. Era una señora joven y frágil. Se asomaba un momento, con su cigarrillo en la mano, y les sonreía.

– Niñas, ¿no tienen un libro para mí?-Ésta no es la clase de libros que te conviene, mamá. No son lecturas para ti. Vaya… Vete… Esto no lo puedes entender tú -decía Anita.

Las mujeres que aparecían en estos libros tenían complicaciones que en nada se parecían a esta novela suya con Sixto, en la que por primera vez, pensó débilmente, se veía envuelta. Todas las muchachas entendían las crudas complicaciones de los libros; mientras las cosas sucedieran en papel impreso les parecían naturales, pero es distinto de la vida. En la vida se comprende menos… Callada, apoyada en la ventana, con un aspecto joven, desamparado y risueño, Marta recogía la visión de aquellas caras tiernas, de aquellos ojos puros. Fue una fracción de segundo y se le quedaron grabadas todas, así como estaban, dentro de ella. Se le quedaron quietas, como en una fotografía, en aquel instante en que pensó que en verdad lo extraordinario y lo irreal eran ellas, sus amigas, su dulce buena fe, su adaptación sin esfuerzo a la felicidad bien regida entre normas inatacables. Esta idea a Marta casi la mareó. Luego se olvidó de ella. Tomó un impulso, y, como había hecho infinidad de veces, subió a la ventana. Y así, provocando risas, ella misma cayó dentro del círculo mágico.

El lunes se volvió a ver con Sixto. Ella sabía que era su santo. Había comprado un paquete de cigarrillos para él. Nadaron juntos y sintieron que con la nueva intimidad que ahora tenían el mar era más cálido, y nadar era un goce menos fuerte que subirse otra vez en una barca y remar mar adentro hacia el puerto. No hablaron de noviazgos ni de nada de eso. Sixto le contó a Marta que él en la península se había bañado en un río en pleno invierno, helado.

– Los canarios no sabíamos vivir sin remojarnos. Todos los otros, que estaban acostumbrados al frío, se ponían a tiritar de vernos. Pero nosotros después del baño y de saltar como machangos, teníamos más calor que ellos y menos piojos… Claro que los piojos volvían en seguida otra vez. Esto era lo peor… Pero si quieres que te diga, aparte de eso a mí me gustaba estar en la guerra… Lo malo es que también se tenía miedo…

Un rato más tarde Sixto hizo una observación.

– Yo me fijaba en los labradores de por allá. ¡Son gentes más raras! Se pasan el día mirando al cielo con un río al lado. El agua del río se va sin servir para nada, y ellos siguen mirando al cielo. Si aquí tuviéramos esos ríos, mucho iba a importar que lloviera o no lloviera… ¿No crees tú?

– Y en verano, ¿te bañaste en algún río?

– También. No es como el mar, pero en verano está bien.

Marta tuvo la visión de un río con muchos árboles a las orillas, y Sixto nadando en aquel agua sobre la que las ramas entrelazaban sus sombras. Pero la visión era confusa. Si cerraba los ojos sólo lo veía saliendo del mar, con todo aquel horizonte de fondo y su cuerpo mojado.

Llegó temprano a la casa de sus tíos y encontró sólo a Daniel al piano. Atraída por la música se paró en la puerta del salón. Daniel la sintió, y en vez de seguir tocando como hacía siempre, se volvió hacia ella. La miró con interés. La llamó; Marta le vio sonreír con una extraña complicidad.

– Ven…, ven.

Sobre una mesita había una botella y unos vasos.

– Vamos a a brindar, nenita… por un secreto.

– ¿Tú también bebes?

– Un dedito.

Los ojos de Daniel se encendieron de pronto y la acarició la cara.

– ¡Quién diría que tú haces esas cosas…!

Marta se apartó, extrañada.

– ¿Qué cosas?

Daniel se puso un dedo sobre la boca minúscula. Miró a todos lados.-Hay que anclar con precauciones… El servicio puede oír. Todo se puede hacer si se guarda el decoro, nenita. Pero el decoro, ¿eh…? ¿No te gusta que te dé un pellizquito…? Tu pobre tío Daniel es un viejo ya. Sí, sí, hay que guardar el decoro… Te advierto que aquí están un poco enfadadas contigo tus tías. Matilde es algo puritana… Y Hones nunca rompió las formas… Las formas son algo importante, nenita; éste es el consejo de un viejo tío tuyo… Dame la manita… ¡Oh, tienes un poco descuidadas las manos…! Una damita como tú… ¿No sabes que estás muy guapita ahora?

Marta tuvo la sensación de que Daniel estaba borracho. Esto era muy raro. Nunca bebía, a causa de su estómago.

– ¿Eh? ¿Qué dices? ¿No dices nada…? ¿Por qué te vas…? Yo estoy de tu parte…

– No me voy. -Marta estaba un poco nerviosa-. Es que no sé de lo que estás hablando…

– Oh, sí; sí lo sabes. Me parece bien este pudor; pero sí sabes, sí sabes. Puedes abrirme tu pecho como a un confesor. Yo también he pecado mucho.

La última frase fue como una confidencia susurrante.

Marta sintió una vergüenza horrible. De pronto, viendo a Daniel y viendo su expresión, sus ojitos iluminados, sus manos un poco temblonas, tuvo la idea loca de echar a correr escaleras abajo, huyendo. Le detuvo un nombre que Daniel pronunció.

– Pablo estaba disgustado con las señoras… ¡Je, je…! Sí, picarita, sí. Le tenías indignado.

Todo aquel calor que había invadido el cuello y la cara de la chiquilla con una ola roja fue retrocediendo lentamente hacia el corazón, que golpeó, pesado. Quedó muy pálida. Preguntó:

– ¿Qué decía?

– Ah, bobadas… Que te cuidaban mal, ¡qué sé yo! Se sentía un hombre muy puro… Pero siéntate a mi lado, aquí, un poquito, ¿eh? Sí, hay que ser precavidos.

Yo podría contarte muchas cosas con mi experiencia…

Marta estaba sentada justo en el extremo de un incómodo sofá, lo más lejos posible de Daniel, en la habitación cuya penumbra atravesaba un rayo de sol. Su corazón golpeaba como una puerta a la que alguien llama. Aquellos golpes los oía claramente. Se confundieron haciéndose agudos, con la campanilla de la verja del patio. Comprendió que llegaban sus tías de la calle. Entonces miró a Daniel y vio que el viejo la estaba contemplando con la cabeza inclinada hacia un lado. La cara de Marta quedó iluminada por aquel rayo de sol que atravesaba la estancia y era una cara tan carente de picardía, con tal atontamiento en la expresión que Daniel perdió su entusiasmo.

Sus tías no le dijeron nada de lo que Daniel había insinuado. Venían un poco excitadas porque habían estado tratando de averiguar en qué día podrían volverse a la península. Habían estado hablando con José. También con Pablo.

– Pablo estaba medio convencido de venirse con nosotros. Primero dijo que era demasiado pronto, porque quiere tomar unos apuntes en el sur de la isla. Luego, cuando le contamos que quizá tengamos que aguardar un mes para tener pasaje, dijo que era demasiado tarde. ¡Cualquiera lo entiende!

Marta no comió aquel día casi nada. De cuando en cuando la sangre refluía a su corazón, como cuando hablaba con Daniel y producía aquellos extraños sonidos, golpeaba con aquellos fuertes aldabonazos que le impedían, ensordecida, hacer otra cosa cualquiera que sentirlos.

Dentro de este ruido, cuando salía con su cartera al brazo hacia el Instituto, aun oyó a Daniel, malicioso, amical, susurrando a su oído:

– … No lo olvides. Todo es la forma… La forma…

Aquella tarde recibió, asombrada, algunas bromas de sus amigas sobre el mismo asunto de su noviazgo, y quizá para este asombro no había ningún motivo. Pero algo de lo que dijo Daniel hizo que la mañana en la playa quedara tan atrás en su vida como si todas las cosas sucedidas en ella, aquellas inocentes conversaciones, aquel sol, el agradable contacto de unas manos y unos labios quedaran en un año lejanísimo, casi irrecordable. Otras cosas la mortificaban. Otras la complacían.

"Pablo estaba indignado."

Este pensamiento era capaz de hacerla llorar de gratitud, de alegría y de vergüenza a la vez. Él se interesaba. Era cierto entonces que no había querido seguir su amistad porque nadie pudiera hablar de ella. Porque nadie la ofendiera a ella.

"Yo le explicaré."

Cuando pensaba esto, sus ojos se iluminaban. Casi le parecía que nunca fue cierto que ella hubiese tenido el principio de un amorío… Algo durante algún tiempo había suavizado aquel obsesionante y doloroso sentimiento de pensar en Pablo, pero de pronto se descorría, desaparecía aquello como un telón y quedaba otra vez su alma desnuda. Sola su alma, limpia de todo. Sin más imagen en ella que la imagen de Pablo. Al cabo de un momento estos descubrimientos le causaban pesar en vez de alegría, o un dolor horrible, si recordaba las palabras de Honesta: "Le dijimos que aún tardaríamos un mes en conseguir los pasajes y dijo que entonces era demasiado tarde".

Fueron unas horas muy malas. Es muy difícil sentir el alma revuelta de esta manera, tener ganas de llorar o de reír tontamente y estar mientras tanto exteriormente tranquila, sentada durante toda una tarde en el Instituto escuchando a diferentes profesores explicar distintas asignaturas, y para colmo estar expuesta a que le pregunten algo que de ninguna manera puede recordarse en momentos así.

Por la noche, al llegar a la finca, José preguntó por su hermana. Pino había bajado a Las Palmas aquella tarde y venía con él.

Había acudido Lolilla, la criadita flaca, que le informó:

– Llegó hace un momento. Subió a estudiar.

– ¡Llámela!

Marta, que con un espíritu muy alejado se esforzaba en tener delante un trozo latino, como si estuviera en condiciones de descifrarlo, acudió a aquella llamada y bajó las escaleras contemplando angustiada y aburrida el gran comedor y la mesa puesta para la cena. Después de cenar podría estar sola por completo. Apagaría la luz y no entraría nadie a molestarla.

José estaba junto a un ventanal. Pino, en traje de calle, sentada en una silla, se estaba quitando allí mismo en el comedor los zapatos de tacones altísimos, que le hacían daño. La miró de reojo y vio que Pino la miraba también desafiante. Pino siempre parecía desafiante, como si estuviera en lucha perpetua y sus enemigos encarnasen sucesivamente en Marta, en las criadas, en José, en cualquiera… Todo aquello preparaba una escena decisiva en la vida de Marta. Algo que quizás años después ella recordaría vivamente. Pero no lo presintió.

Se acercó, como siempre, hacia su sitio en la mesa. No se sentó, pero se apoyó rígidamente en el respaldo de la silla. Frente a ella estaba el locero tan bonito, tan conocido. Lo miraba como tantas y tantas veces lo había mirado, cuando en aquel silencio su hermano la llamó, en voz muy alta, brusco. Sólo entonces comprendió que sucedía algo extraño. José demostraba un enfado tan verdadero, que Marta tuvo ganas de retroceder.

– Te he llamado para que me expliques delante de Pino todas tus trapisondas, tus engaños y tus tonterías…

Marta sintió miedo. Por un momento fue un miedo tan grande que le hizo temblar las rodillas con violencia. Se apoyó en un extremo de la mesa. Luego apretó los dientes, como en los últimos tiempos se había acostumbrado a hacer. Pensó: "Este rato pasará en seguida. Luego no tendrá importancia".

Hubo un silencio. Marta miró ahora a su hermano con la cabeza alta, muy fija, insolente.

– ¡Estoy esperando! -dijo José.

Marta descubrió que no podía hablar. No podía despegar aquellos dientes apretados, ni bajar la cabeza. Le parecía que nunca había visto a José tan colérico, y le había visto muchas veces. Nunca estuvo tan desarmada delante de él, porque allá en su fondo ella veía una razón de su enfado. Por eso, aterrada, seguía fija en su actitud insolente.

Pino se levantó de pronto, descalza como estaba, con el collar de Teresa en el cuello, adornada con anillos y pendientes de Teresa.

– ¿Pero no ves que es una…? ¡No eres hombre si no la matas!

Marta perdió su rigidez, furiosa, al oír el insulto de aquella voz.

– ¡Tú no te metas!

Pino dio una especie de chillido en el momento en que José cogió a su hermana por el cuello de la blusa y la tiró materialmente contra la pared. Luego se plantó ante ella con los ojos saltones, con una actitud tan terrible que ya tocaba en lo cómico.

Entonces Marta, que se había golpeado la cabeza, que veía a Pino dislocada, que notaba un extraño baile en las paredes, hizo una mueca a la que se había acostumbrado en los últimos tiempos. Sonrió.

José perdió la cabeza y empezó a cruzarle la cara a bofetones.

Marta sentía aquel dolor quemante, y sonreía. Este gesto era inconsciente. De allá adentro, de una parte de su ser que no razonaba sino presentía, le venía quizás esta sonrisa. Ahora era la única serena, la única fuerte.

Su hermano la insultó con la misma palabra que le había lanzado Pino. Luego se detuvo jadeante.

– No te atreves a contestar, ¿verdad? Nos has estado engañando a todos con la porquería de los estudios… A la playa todos los días con ese idiota… Después de enterarme de lo que corre de boca en boca por todas partes he hablado con el padre de Sixto esta tarde… ¡El buen hombre no tiene inconveniente en la boda…! Pero ¿qué te has creído…? ¿Quién te crees que soy yo para reírte de mí? ¿Qué boda ni qué porquerías a mis espaldas? -Yo no quiero casarme. Marta dijo esto muy fuerte, muy segura. José se desconcertó un instante. Luego volvió a la carga.

– Ni quieres ni puedes. Desde hoy se acabaron los estudios, las salidas; todas aquí dentro, ¿entiendes? Aquí, con Pino y con tu madre.

Marta a esto opuso una voz ahogada, una vacilante necesidad.

– Tengo que examinarme…

– Te quedas sin exámenes. Y ahora, a tu cuarto, sin cenar. A reírte a tu cuarto.

Marta se fue escaleras arriba sin volverse una sola vez. Su cuarto le parecía muy vacío y muy grande. Había jazmineros mezclados a las enredaderas de aquella parte de la casa y olían mucho. Se echó en la cama. No para orar, sino para tranquilizarse, para que aquel golpear del corazón se hiciera menos fuerte. Había sido castigada. No le importaba aquel dolor en la mejilla, era mejor así. Ella sabía desde siempre que todo abandono, que todo pecado tiene su castigo. Pero José no la castigó por eso.

Oyó unos pasos en el corredor, pasos suaves, como gatunos. Luego un pequeño arañar en la puerta; al fin sintió que entraba la majorera. Marta se sintió furiosa con su intromisión. Se incorporó.

– ¿Qué pasa, Vicenta? ¿Qué quieres otra vez?

– Estaba arreglando a tu madre, y oí que peleaban abajo. Creí que era contigo.

– A ti no te importa.

– Está bien. Algún día te ha de pesar.

– ¡Vete!

Marta apagó la luz. Se tumbó vestida sobre la cama: escuchó los ruidos de la casa. El ruido del aire en el jardín.

Le habían pegado por Sixto. No por besarse con él sin motivo, aquello que ella allá en el fondo encontraba mal, sino porque creían lo que hubiera sido tan natural, tan simple, que iba a casarse con él. Era incomprensible… Ah, pero se alegraba. Se alegraba también de que fuera por eso, que José le hubiese pegado con crueldad, con injusticia absoluta…

Lo repetía en alta voz: "Me alegro; ahora puedo luchar contra José…" Luchar contra José, pero no para casarse con Sixto, porque -y a momentos le daban ganas de reír de tal manera que tenía que apoyar la boca contra las sábanas para contenerse-, porque desde aquella tarde sabía que Sixto no le importaba nada, absolutamente nada.

Después de contener aquella risa nerviosa levantaba la cabeza para escuchar. Oía muy lejano un rumor de vida en la planta baja. El corredor estaba silencioso. Más tarde oyó los pasos de Lolilla y de Carmela. Un cuchicheo… Se iban. ¿Qué harían esas dos por el pasillo? Ninguna llamó a su cuarto. Marta se levantó y fue a cerrar con pestillo la puerta. Así estaba más tranquila.

Avisaría a sus tíos… O a Pablo. A todos les parecería bien el noviazgo. A pesar de lo que había dicho Daniel, ellos no eran monstruos como José. ¿A quién le va a parecer mal el noviazgo de dos jóvenes que se conocen desde niños? ¡Qué disparate! Se llevó las manos a las sienes, que le latían. Nunca le había dolido la cabeza hasta entonces. Quizá debería llorar, para que se le quitase aquel mareo…, porque resultaba que Marta y Sixto no eran novios. Y Marta tampoco quería que lo fuesen jamás. Seguramente Sixto tampoco querría, aunque su padre dijese tonterías. No tenían nada común ellos dos. Nada común. Él quería quedarse en la isla. Había vuelto a la isla después de su guerra y de su herida, y Marta quería salir de allí. De ninguna manera podría vivir allí cuando las ventanas de aquella casa junto al mar dejasen de tener un significado.

Quería con toda el alma marcharse con ellos. Los cuatro: Hones, Daniel, Matilde y Pablo… Lo habían dicho. Dentro de un mes. Ella encontraría un pasaje para dentro de un mes. Una vez fuera, ¿cómo se iba a atrever José a dar el espectáculo de mandarla buscar? Es verdad que era menor de edad, una chiquilla de la que todo el mundo tenía derecho a disponer. Pero Daniel era un pariente suyo tan cercano como José. Podía acogerse a él. Si ella combinaba bien las cosas, los tíos se enternecerían. Con verdadera ironía vio la cara vieja y pecosa de Daniel diciendo aquello de guardar las formas. Bueno, pues las iba a guardar, iba a disimular las verdaderas intenciones. A ella le habían salido mal las cosas siempre por ir con el alma abierta, confiándose demasiado.

Sus pensamientos iban tan desquiciados que tuvo miedo de estar enloqueciendo.

Necesitaba sobre todo ver a Pablo. También el pintor se había escapado una vez de su casa, y, en un momento de gravedad tan grande, él no se negaría a ayudarla. O por lo menos no la delataría, de eso estaba segura, si ella le pedía silencio. Porque concretamente lo que había decidido era fugarse para siempre de la isla. Quería atreverse a bajar a la cocina, donde estaba el teléfono. José lo había relegado allí porque lo odiaba. Lo tenían en casa sólo en atención a la enfermedad de Teresa. Marta pensaba que Pablo tendría teléfono en el hotel. Sus tíos también lo tenían en la casa de Las Palmas. Necesitaba que alguien la ayudara a salir de la casa. Necesitaba que sus tíos la ayudasen a escapar… Al menos a escapar por aquellos días del castigo impuesto por José de permanecer encerrada en la casa. Eso dificultaba todos los planes.

Empezó a pasear por la habitación. Las sandalias crujían en el entarimado y se descalzó. Notó que estaba temblando. Era tremendo aquello que se le había ocurrido, de pensar en fugarse. Pero lo haría, ya lo creo. Lo extraño era no haberlo pensado antes, siempre.

Aquella bofetada en su mejilla había despertado en ella algo hondo, un instinto de defensa y de lucha. Supo que nadie la vencería a la fuerza bruta, jamás, jamás. Estaba excitada y temblando.

El temblor llegó a ser tan grande que no la dejaba pensar. Se asomó a la ventana para apoyar los codos allí hasta que le dolieran. Se mordió como una fiera; se hizo hasta sangre en su afán de serenarse. Al fin el dolor físico la calmó como quería y fue ya una persona reposada, escuchando, inmóvil, los últimos ruidos de la casa. Mirando las estrellas, como si estuviese encargada de contarlas. Esperando.

José y Pino subieron a acostarse; oyó sus pasos. Marta no se había ocupado nunca en pensar en José y Pino; y, sin embargo, a su manera eran bien singulares. Quizá todas las personas llevan algo extraño dentro, hasta las que más grises le parecen a uno. ¿Cómo había dicho Pablo en una ocasión? Llevan sus demonios… José esta noche tuvo en los ojos una frialdad, un odio. No podía pensar en aquello sin revolverse, sin aborrecerlo también. Pero a ella no se le alcanzaba el por qué la noticia de un noviazgo suyo podía despertar en aquellos ojos tal aversión.

"No quiero pensar en José. Tengo que pensar en mi fuga. Me queda poco tiempo y el pasaje hay que sacarlo muy pronto."

Poco a poco se sintió llena de serenidad. Cuando hay una tarea que hacer, las dudas desaparecen. Una vez le sucedió algo parecido, hacía mucho tiempo, le parecía que hacía años ya…, cuando Pino una noche tuvo un ataque de histerismo y ella la cuidó. Fue la noche antes de la llegada de los tíos. Hasta entonces ella había sido una verdadera criatura. Luego le habían sucedido cosas.

"Nada de recuerdos. Piensa en lo que te importa."

Marta, de cuando en cuando, se interrumpía en aquella disparada facilidad de sus pensamientos… Hacía algún tiempo que había dos Martas dentro de ella. Una que ordenaba a la otra, que se dejaba ir…

"Ahora, ahora mismo, bajarás a la cocina a telefonear. Al menos en esto de que te tienen encerrada avisarás a tus tíos… Esto les va a ayudar a entender, más tarde, que te hayas escapado", pensó por milésima vez.

Ahora se descubría un gran entusiasmo. ¡Qué suerte enorme que José hubiese perdido de tal manera los estribos! Sin eso quizás ella no se habría decidido a escapar para siempre. Su aborrecimiento por José se esfumaba, tomaba un sentido distinto. Le daba miedo y horror, pero esto la ayudaba y la espoleaba.

Parada en medio del cuarto sonrió a las sombras. Una curiosa sensación de triunfo le quemó el cuerpo como una llama. La vida estaba de su parte. Era joven, fuerte, decidida. Ahora todos sus deseos se habían fundido en uno: escapar.

Al abrir la puerta de su cuarto después de haber sentido retumbarle en el cerebro el ruidito que hizo el pestillo al descorrerse, volvió a sentir miedo y desfallecimiento. Se deslizó, a pesar de eso, hacia las escaleras. Allá abajo relucía el comedor, con el esplendor nocturno de sus ventanas; sonaba el reloj de pie, acompasado.

Atravesó aquella gran habitación, alargada, grandísima. Empujó la puerta de muelles que conducía al servicio y respiró aliviada. Descansó un momento en el pequeño antecomedor. Frente a ella brillaba la nevera y, a los lados, las puertas de la despensa y la cocina.

La cocina era enorme. Una especie de salón con baldosas encarnadas. Tenía una ventana y una puerta abiertas al porche, y se veía por ellas el huerto con las pitas que lo cercaban. Sobre la colina, una luna naciente empezaba a poner su raya de luz y hacía palidecer el brillo de las estrellas. Casi tuvo ganas de pararse para escuchar el rumor del aire allá fuera, entre las púas agudas de las pitas.

La cocina estaba limpia y tibia, se metía en ella la noche bienoliente. Allí en la penumbra Marta sintió una absoluta seguridad, como el animal que llega a su establo…; le pareció innecesario encender la luz y cruzó la habitación para acercarse al teléfono. Al llegar quedó sorprendida por aquel artefacto antiguo. No se había acordado de que allí en el campo el teléfono no era automático. Aunque fuera extraño, no había utilizado nunca aquel teléfono de su casa. Se encontró desconcertada un momento, y luego llamó furiosamente a la central. Esperó… ¿Habría servicio allí a aquellas horas? Tenía que haberlo.

No se dio cuenta de que la habían seguido desde el piso alto. Ahora que estaba apurada con aquel aparato entre las manos no pensaba nada más que en obtener su comunicación. Así que sintió un deslumbramiento y un espanto muy grande cuando bruscamente se encendió la luz. Marta dejó caer el auricular y miró parpadeando, aterrada, hacia la puerta.

Era José. Estaba en pijama y con zapatillas. Largo y tieso como un palo. No tenía el aspecto de rabia salvaje con que Marta le recordaba, pero estaba enfadado.

– ¿Se puede saber a quién llamas? ¿Es que te has vuelto loca o qué? Ya me temía yo algo de eso.

El auricular, pendiente de su hilo, golpeaba la pared. Marta estaba asustada, aunque ahora, pasada la primera sorpresa, no sentía aquel miedo horrible de un rato antes en el comedor. Luego pestañeó con un profundo alivio al oír la puerta del cuarto de las criadas, que se abría. Estaba allí pared por medio y abría bajo el mismo porche de la cocina. José escuchó también y se detuvo en su camino hacia ella mientras aquella puerta rechinaba. Se oyeron unos pasos descalzos sobre la piedra de debajo del porche y apareció Vicenta en la ventana. Llevaba un extraño atuendo interior. Una trenza canosa, enroscada, le caía sobre el hombro… Los ojos eran vivos como siempre.

– ¿Está mala, señorita Teresa?

– ¡Váyase al demonio! -dijo José-. No, no está mala.

Vacilaba en su enfado. A pesar del mal humor, Marta cogió fuerzas.

– Iba a telefonear a los tíos. Es justo que les avise de mi encierro…

José colgó el teléfono y cogió a Marta por la nuca, con unos dedos duros. A la muchacha le hizo el efecto de que iba a ahogarla. Sólo la empujaba hacia fuera de la cocina; pero la empujaba rabiosamente.

– A tu cuarto… Ya te enseñaré… ¿con que avisar? ¿Crees que tengo que darle cuentas a ellos, precisamente a ellos, a esa manada de…?

Mascullaba las palabras. Casi no se le entendía.

La hizo subir las escaleras a empellones, la metió en la alcoba y sacó la llave de la cerradura.

Marta se había golpeado los dedos de un pie. Le dolían agudamente y al mismo tiempo le hormigueaba aún en la nuca la presión de la mano de José. Un portazo. Ella oyó cómo su hermano daba la vuelta a la llave encerrándola por fuera.