38670.fb2 La Isla Y Los Demonios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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XIII

Con las piernas colgando en el asiento altísimo y saltarín, Marta se notaba ensordecida por el ruido del motor del coche de línea.

Estaba cayendo la tarde. La carretera que va al sur por la costa este de la isla se había ido desenrollando en largas horas, con infinitas paradas. Marta, que, con la emoción de aquel viaje, había olvidado comer, se sentía mareada y liviana. Tenía media cara quemada por el sol y polvo en la nariz y en la garganta.

El viaje había comenzado a primera hora de la tarde. Sólo un coche de hora llegaba hasta el fin de aquella carretera en todo el día. Éste era el que Marta había cogido por fuerza. Empleó toda la mañana de inactividad en casa de una amiga y tuvo que hacer un esfuerzo para no contarle sus proyectos, tan metida estaba en ellos. Le había costado mucho prestar atención a lo que la otra muchacha le decía. Y eso que también se trató en la conversación de cosas suyas, de su noviazgo con Sixto y de si su familia la dejaba o no la dejaba "hablar" con él.

– ¡Qué más da! -había dicho Marta al fin, aburrida.

– ¡Eres más rara…! Otra persona estaría desesperada.

– Otra persona sí.

Porque, ¿acaso no era otra persona a la que su amiga se refería? Ella no tenía nada que ver ya con aquellas historias. Luego las dos se estuvieron riendo sin entenderse y sin saber por qué.

Durante casi todo el viaje, cerca o lejos, el mar puso su frescura y su oleaje contra las piedras secas en el horizonte. Atravesó el coche de hora la ciudad más antigua de Gran Canaria: Telde, entre vegas verdes de platanares. Marta sintió el mareo de los bancales de plataneras, de las palmeras, las piedras secas, los llanos… Pueblos llenos de pereza caliza, moscas y chiquillos.

Marta se hizo amiga del conductor. Se había colocado en un asiento individual junto a él. Era un hombre ya mayor, serio, con aspecto de ser de pocas palabras; pero el aspecto engañaba, y pronto sostuvieron una conversación animada. Aquel nombre cuadrado, bigotudo y simpático conocía la tienda de Antoñito porque solía dejar recados en ella, y desde luego dijo que dejaría allí a la niña sana y salva.

A cambio de esta promesa, quiso él saber quién era Marta, la edad que tenía y por qué iba a aquella tienda. Se asombró mucho de todo lo que decía ella. Había conocido, según dijo, a su abuelo Rafael, y hasta era medio pariente suyo porque los dos venían del mismo pueblo, y una hermana de la abuela de don Rafael había sido precisamente la abuela de aquel hombre con quien hablaba Marta.

Cada vez el chófer se volvía más cordial y charlatán, a pesar de que a veces el estruendo del motor era tan horrible que impedía oír las palabras. Criticó a los parientes de Marta por dejarla ir por ahí sola, como si fuera una cualquiera, y dijo que a una hija suya no le consentiría él una cosa así. Frunció las cejas amenazadoramente para decir eso, y Marta se alegró de no ser hija suya. Pero en seguida Marta sonrió y se dejó proteger por aquel hombre.

Sus relaciones se enfriaron cuando el chófer insistió varias veces en convidarla a un café con leche o un vasito de vino y Marta se negó tozudamente. Otro día cualquiera ella habría aceptado con la mayor naturalidad, pero precisamente entonces estaba hambrienta, no tenía dinero y deseaba enormemente lo que se le ofrecía, por esta misma razón a Marta de pronto le pareció un abuso el que este hombre, que tenía un familión que mantener, gastase su dinero en alimentarla a ella, que todos los días comía más de lo que necesitaba.

El chófer acabó ofendiéndose. Marta no lo supo, sino que notó como un alivio en el silencio que se extendió entre ellos, y se dedicó a mirar el paisaje.

La Cumbre quedaba a la derecha. Una Cumbre extraña desde aquel ángulo, alejada por llanuras. Y el cielo también era extraño, cálido y calmado, con una hermosa tristeza en sus colores lisos.

Llegaron las alucinantes plantaciones de tomates con sus encañados que daban un aspecto blanquecino al campo en oleadas de kilómetros. La carretera seguía… Llegaron a las puertas del desierto. Las casas blancas, de aspecto colonial, con palmeras en sus patios externos rodeados de muros, hacían recordar relatos árabes. Marta se sintió emocionada porque aquel paisaje le gustaba a Pablo y le iba acercando a él.

Ahora estaba bajando algo el calor del día, cuando entraron en las tierras negras de lava. Extensos barrancos venían desde las lejanas cumbres. Un oleaje de piedras retorcidas sembraba el campo, al que la hora daba tonos rojizos. Podía uno imaginar que aquella ancha corriente petrificada era de fuego aún, como en los días en que corría hacia el mar.

Marta, cegada por aquellos reflejos, no veía huella humana alguna. Sin embargo, el enorme coche se detuvo.

– Ésa es la tienda de Antoñito el barquero, mi niña.

Quizá el hombre seguía un poco fastidiado con ella, ya que no se bajó para acompañarla hasta la tienda. Le dio la mano, y como pariente le ofreció su casa, en el risco de San Nicolás, en Las Palmas.

Al cesar el ruido del coche, Marta quedó casi mareada en la carretera, viendo cómo el enorme vehículo seguía su camino entre una nube polvorienta, cruzando un pequeño puente sobre el barranco y desapareciendo al fin.

La tienda era una casita de cemento, de una sola planta, «muy pequeña y solitaria, que aparecía cerca de la carretera. Frente a ella, las alucinantes tierras de lava terminaban en el telón de las montañas encendidas en el crepúsculo. Montañas que a Marta le parecían desconocidas, de formas geométricas, achatadas, extrañas, envueltas en vapor rojo y azul como si los valles fueran hogueras que les lanzasen su resplandor y su humo. Detrás de la casita seguía el barranco anchísimo, hasta el mar. Unas formas oscuras, unas chozas agrupadas, podían distinguirse allá lejos, cerca del agua. Por única vegetación aquellos cactos enormes, los cardones, más grandes que las grandes piedras. Parecían hogueras verdes entre la negrura del terreno. El suelo despedía calor. Y la raya del agua, allá lejos, daba una impresión de serenidad, tristeza y ensueño. Por lo menos esta sensación tuvo la niña.

La puerta de la casa estaba abierta. Marta vio encenderse una luz en su interior. Se acercó. Una mujer colgaba en la pared un candil de carburo y la miró como espantada.

Era una tienda pequeña, con un mostrador mugriento. En las estanterías había muchas botellas. Olía a vino y a aceitunas. Se vendían allí escobas, estropajos, pan, alpargatas… Una puerta, al fondo, dejaba ver un pasillo oscuro y luego el cielo de un patio.

La mujer fue muy amable con Marta; inmediatamente le alcanzó una silla y se hizo cruces de que hubiera venido sola. Se interesó mucho al saber su nombre, y dijo que la recordaba perfectamente. Hizo tantas exclamaciones enternecidas, que daba la impresión de que hasta la hubiese mecido en sus brazos de chiquitina. Se limpió una lágrima recordando a Teresa y a su desgracia, aunque, según confesó, nunca la había conocido más que de oídas. De cuando en cuando se iba hacia la puerta del pasillo y daba una voz terrible:

– ¡Antoñito!…

A esta voz no contestaba nadie, aunque debía de atravesar todas las pequeñas dependencias de aquella casa frágil.

– ¡Ay, mi niña querida del alma!… Aquí no estuvieron esos señores peninsulares que usted dice… ¡La engañaron, mi niña! ¡Tal desgracia!… Aquí sí viene ese caballero cojo. Nosotros le damos la comida porque trajo una recomendación, pero no tenemos sitio para que duerma, y se queda allá en las chozas. Por la noche deja aquí en casa las cosas de pintar, porque allí, ¿usted sabe?, no tienen sitio. Son gentes muy pobres… Pero él, ¿le toca algo a usted? ¡Ave María!… Y ¿él sabe que usted viene?

A cada momento la mujer se santiguaba.

– ¡Antoñitooo…!

A Marta le dio risa aquel berrido. Estaba cansada. Sentada en una silla, apoyados los brazos en el mostrador. Un pescado salado colgaba del techo. Su olor le producía náuseas en el vacío estómago.

Al fin apareció Antoñito, que era un viejo gordo y repugnante con la camisa salida de la faja que le rodeaba los pantalones.

– Mujer, tal bulla; ni que pasara algo…

Se asombró de ver a Marta, pero no hizo demostraciones como la mujer. Él le informó que don Pablo se había ido por allí, hacia las casas de los barqueros, a pintar. Estaría al volver, porque ya no había luz. Su mujer se iba a poner ahora mismo con la cena.

Marta no soportaba los olores de la tienda.

– Voy a buscarlo.

– ¡Ave María!… Antoñito, va…

– No, no.

Antoñito se frotó la nariz con una manga, luego miró a Marta socarrón y desvió los ojos.

– Como quiera, mi niña… Tenga cuidado y no se pierda. ¿No le da miedo?

El hombre era pesado y rojizo, calvo, pero con una pelambrera canosa en el pecho que le salía por la camisa entreabierta. La mujer, renegrida, era mucho más joven.

A Marta le parecía que ya nada en el mundo podía darle miedo. Salió de la casa y vio que el día acababa y un silencio, que los grillos y el lejano rumor marino volvían más impresionante, lo llenaba todo. Calor. Era una noche de calor. Más que nunca los cardones daban la impresión de fuego verde. Aquello era de una hermosura trágica, seca.

Marta iba por entre las piedras, transportada, en busca de Pablo. Allá abajo el mar tenía un tono rosa y plata, bajo el cielo rojo oscuro, antes de ennegrecer totalmente.

Se encontró perdida, de pronto, en un bosque de monstruosas plantas desérticas y de piedras. Iba por una hondonada del terreno. Se quedó angustiada un momento, pero el pensamiento de que iba a ver a Pablo la reconfortó, y a poco volvía a ver el mar. Vio también unas luces tristísimas allá a la sombra de las viviendas, mientras encontraba una especie de senderillo entre las grandes piedras.

Se le presentó, de pronto, a la vista el bulto de un hombre y el de un niño, y casi se asustó. Luego reconoció a Pablo en la figura del hombre, que llevaba un bastón, y le dio una alegría grandísima. Estaba tan desfallecida, nerviosa y exaltada que temblaba. Vio que Pablo se detenía en seco y se ponía la mano sobre los ojos. Corrió hacia él, conteniendo el deseo de abrazarle.

Marta tenía a sus espaldas la Cumbre con el poniente. Su figura, a contraluz, parecía algo irreal en aquel mundo silencioso. Cuando el pintor llegó a reconocerla, quedó desconcertado; no se explicaba aquella presencia. Todo su afán era encontrar a alguien más detrás de Marta.

– He venido sola. Le explicaré…

Pablo dio una palmada en el hombro al chico que le llevaba el caballete plegable y la caja de las pinturas.

– Corre delante, anda…

Marta se había apoyado en una piedra ardiente de todo el día de sol. La noche caía rápida sobre ellos, sofocante, con estrellas rojizas. Rápidamente el mar se volvía de un negro brillante, y negras las siluetas de los cardones, hieráticas, duras. Pablo le puso las manos en los hombros, la mirada sonriente, esperando algo.

– Esto es una broma, ¿verdad?… ¿Quién ha venido contigo?

Hacía calor. Parecía el calor de una noche de Levante. Punzaban las sombras de los cardones. Marta dijo con voz muy ronca:

– Yo sola.

Pablo movió la cabeza y se empezó a palpar los bolsillos, sin decir nada. Iba a sacar un cigarrillo. Marta conocía aquel gesto. A la luz de la cerilla vio él la cara de la muchacha y le pareció exhausta, con ojeras. Ella también vio, un instante, los ojos del pintor, llenos de inquietud. Luego quedaron envueltos en la noche y el resplandor del mar.

Pablo estaba asustado. Se le notaba en la voz.

– Te debe haber pasado algo muy grave. Esto es una locura. Hay que buscar inmediatamente un coche que te lleve a Las Palmas… Vamos hacia la carretera. Cuéntame, anda.

Marta no se movió. Allí mismo, como si estuviera clavada contra la roca, empezó a hablarle ansiosamente. En unos minutos le explicó, llena de ardor, su decisión de marchar, su necesidad de ayuda, su equivocación al venir aquel día, creyendo que estarían con él los tíos.

– Pero, aunque me cueste un disgusto, no me importa nada. Me parece que nunca he sido tan feliz como ahora.

Pablo la cogió del brazo para hacerla andar de nuevo hacia la carretera. Le dijo, cuando empezaban la marcha:

– Hija mía… Tu cabeza no rige bien, te lo aseguro.

Sin embargo, no había enfado en su voz.

Luego se detuvo como sofocado, y se oyó el cansado cric cric de los grillos. Soltó el brazo de Marta y sacó de su bolsillo una pequeña linterna, porque a cada momento tropezaban. Terminaron el camino en silencio y se encontraron al final de él a Antoñito y la mujer, llenos de sonrisas, de miradas burlonas y codazos.

A la luz de la casita Marta resultaba muy poca cosa. Una criatura rendida, con la cabeza baja.

– ¿No hay manera de que alguien lleve a la señorita esta noche a Las Palmas? -preguntó Pablo.

Hubo muchas exclamaciones de pena. ¡Qué va! Ya no pasaba nadie, hasta el coche de hora, por la mañana temprano.

– Si viniera algún coche, o alguna camioneta, lo parábamos… Pero, ¡cualquiera sabe!… Ya les tengo preparada la cena.

Antoñito se rascó la cabeza y dijo que quería hablar con don Pablo, con perdón de la niña, a solas.

Marta volvió a quedarse en la tienda solitaria, alumbrada por un candil de carburo y aromada violentamente por el pescado seco. Oyó discutir a Pablo y al tendero. Antoñito no quería darle a ella hospitalidad aquella noche. Pablo parecía furioso.

– Usted sabe que no tenemos sitio. Y, luego, yo no quiero enemistarme con don José…

– Eso está muy bien. De modo que cree usted hacerle un favor dejándola en la calle, ¿no?

Después, Marta no entendió ya lo que decían. Venía un olor de guisos por el conducto del pequeño pasillo y ella tenía hambre. Le zumbaba la cabeza. No le importaba nada la discusión del tendero; le daba lo mismo pasar allí o en el campo raso aquella noche maravillosa. Sabía que Pablo se ocuparía de ella. Pablo volvió en seguida. Parecía muy fastidiado y su bastón golpeaba, furioso, en el piso de cemento.

– ¿Has oído lo que dice ese buen hombre?

– Sí; ¿qué importa? Ya hablaremos luego.

– ¿Cómo "qué importa"?… ¡Bueno! ¡Estamos arreglados!

Pablo, asombrado, vio que Marta no parecía demasiado intranquila, aunque sí parecía muy cansada; pero incluso este abatimiento se esfumó delante de la comida. A la luz del carburo, en un cuartito pequeño, Pablo vio cómo la muchacha devoraba el caldo de papas, el pescado fresco, el queso… De cuando en cuando le sonreía. Estaban separados por una mesa cubierta de hule. Contra la pared se amontonaban cajones. Olía a jabón basto, y a comestibles. Aquello era el comedor y el almacén de la casa a un tiempo. Al pintor empezó a resultarle simpática la chiquilla. Se daba cuenta de que le tenía cierto afecto, a pesar de que por otra parte se sentía tan molesto.

La mujer de Antoñito se disculpó porque el agua que vertía no era muy buena. Aquella mujer entraba a cada momento y se paraba a mirarlos a los dos con asombro, como si el verlos comer fuera un magnífico número de circo y al mismo tiempo charlaba incesantemente.

– El agua es del aljibe, que por falta de lluvia está medio seco. Mañana esperamos agua mineral para don Pablo. Siempre tenemos, pero se nos acabó… La del pozo es salobre. Nosotros, muchas veces, la bebemos porque está fresquita que da gusto. Pero para los animales y las plantas no sirve, y a quien no está acostumbrado no le gusta.

Se oía animación en la tienda. Antoñito estaba atendiendo a un par de hombres que habían venido por unas copas. La mujer escuchó.

– Vienen a oler… Ya saben que usted llegó. Con eso Antoñito les pregunta si tienen alguna cama, aunque sea para la niña, porque aquí don Pablo ya sabe que nosotros no tenemos más que la alcoba y dormimos con los cuatro niños.

– Bien; pueden poner un colchón en el suelo a la señorita, si quieren. Siempre estará mejor que en las chozas. Aquello no es sitio para ella.

Como Pablo estaba realmente rabioso, la mujer se apresuró a escabullirse. A Marta le daba risa. Hubiera reído por cualquier cosa.

Al fin estuvieron solos. Oían en el patio el ruido del pozo; la mujer sacaba agua y al mismo tiempo gritaba algo a sus hijos allá afuera. En la tienda, las voces de los barqueros parecían ladridos… Habían acabado la cena. En aquella habitación hacía calor. Por primera vez Marta se fijó que las cucarachas andaban entre los cajones de comida. Se alegró de no haberlas visto antes de la cena, pero pensaba que quizá habría comido de todas maneras, tanta hambre tenía.

– Marta, tengo que hablar contigo seriamente. -Dígame… Yo le escucho todo lo que me diga. Como Marta levantaba hacia Pablo una cara anhelante, él se sintió confuso. La niña tenía abandonada sobre el hule de la mesa una mano morena del sol, delgada y fuerte, que él estuvo mirando en silencio.

El pintor estaba pensando que aquella criatura era una niña loca y mimada sin chispa de seso en la cabeza, dispuesta a fastidiar a quien fuese para conseguir sus caprichos. Cuando la conoció unos meses antes en su casa le había parecido extraordinariamente tímida y sensible; después se le había hecho un poco molesta. Quizá la causa de esto estuviese en que una noche estando algo mareado le había hablado de su mujer y no podía recordar qué atrocidades podría haber dicho en un estado como el que él tenía en aquellos momentos. Ella le escribió una carta absurda en la que le daba a entender que le consideraba poco menos que un santo, y él se sintió contento de romper estas relaciones, un poco pesadas ya, cuando Matilde le llamó la atención diciéndole que podían perjudicar a la chiquilla. A pesar de eso, había seguido teniéndole simpatía porque era tan joven y parecía un poco enamorada de él. Más tarde se sintió defraudado por lo que le contaban de ella. Se había destapado de la manera más vulgar escandalizando a sus amistades con locuras, y por último, viniendo a buscarle y a fastidiarle sin ninguna consideración.

Sin embargo, y sin saber por qué, las manos de ella al atraer su atención le calmaron un poco. No es que fueran unas manos bonitas, pero eran, si esto puede decirse, unas manos llenas de inteligencia, franqueza y desamparo. Unas manos capaces de trabajar, sufrir y sentir. No eran inútiles ni delicadas, ni sensuales. No parecían hechas para acariciar, pero sí para moldear, para recoger en el tacto de sus delgados dedos, un poco ásperos, mil cosas de la vida, del alma de las gentes. Eran espirituales y al mismo tiempo constructivas. Eran capaces de crear algo… A Pablo se le ocurrió que aquellas manos tenían un profundo interés para pintarlas, y una gran dificultad, al mismo tiempo, porque su encanto no residía precisamente en la forma, sino en lo que esta forma sugería. Estos pensamientos disiparon en gran parte su enfado, y sobre todo le hicieron desaparecer la idea de vulgaridad, necedad y sensualidad barata que ahora aplicaba sin querer a la imagen de la sobrinita de Hones.

La hizo salir de la casa, atravesando el patio, por la puerta trasera. La mujer, junto al pozo, lavaba platos en una pileta al aire libre, con el agua negra, donde se reflejaban las estrellas. Pablo le dijo:

– Estaremos aquí mismo… Llámeme si deciden algo para esta noche.

– En último caso, yo me quedo aquí en el patio con una manta o unos sacos -dijo Marta, complaciente. Le parecía agradable la idea de dormir al aire libre.

Los chiquillos en un rincón en sombra la miraban con sus ojos brillantes. Iban muy desarrapados.

El aire caluroso, como una respiración, les envolvió al salir. Salía del mar la luna casi llena con los bordes apenas carcomidos. Extraordinaria luna caliente. Luna sin viento. Las tierras desérticas que alumbraba parecían lunares también, irreales; el mar ardía. Marta se sintió también devastada, quemada como aquella tierra.

Disfrutaron de unos instantes calmados y llenos de belleza, como si al salir al barranco se hubieran encontrado en una enorme, maravillosa iglesia. Después Marta empezó a hablar deprisa, y como el pintor no había entendido bien aquello de sus proyectos de fuga, se los repitió de nuevo. Pero más tarde vio que tampoco esta vez había entendido del todo.

Fueron interrumpidos a la mitad de la explicación de Marta por la cuadrilla de los niños de los tenderos. Ya se había encontrado, dijeron, un lugar apropiado en las chozas para que durmiera la niña. Pablo se volvió a enfadar, y Marta lo vio marcharse a discutir otra vez con el matrimonio. No hubo remedio. En la tienda no querían tenerla a dormir por nada. Al fin, la mujer de Antoñito consintió en alquilar unas sábanas a la pescadora que la iba a albergar. Fuera de ahí, nada. Ni soñarlo.

Con todos estos contratiempos Pablo volvió a coger fuerzas para su propósito de reñir con Marta, y así lo hizo mientras iban hacia las chozas por el sendero lleno de calor, entre las piedras de lava donde los lagartos tomaban su baño de luna y los grandes cardones. Le dijo cuánto le había decepcionado, y qué poco valía a su juicio una criatura como ella que estando dotada de fuerza y de inteligencia se dejaba ir a la deriva de cualquier capricho, como una mujerzuela vulgar, y que ahora quería fugarse con su novio estúpidamente. Pablo no sabía que Marta le escuchaba arrobada, sintiendo ese gran placer que da a veces el que un ser querido se exaspere con nosotros y nos riña. Porque quien castiga así de palabra no tiene indiferencia, al menos, aunque sea algo injusto.

– Yo no me quiero escapar con mi novio. Yo no tengo novio. Quiero irme sola. No quiero quedarme aquí… Usted mismo, Pablo, me dijo muchas veces que debería procurar estudiar, salir de aquí de la isla, ver cosas nuevas…

– ¿Yo…? ¡Bueno…! Entonces de ese chico con quien se te ve a todas horas, ¿no hay nada?

– No… ¡Usted, Pablo, es tan distinto de todo el mundo! Es…, ya se lo dije una vez, para mí un ser superior. Me da vergüenza decírselo porque sé que está mal lo que hice, y que usted puede juzgarme… Yo he besado a ese muchacho sin saber lo que hacía…; pero, de verdad, sé ahora que no lo quiero. Lo que quiero es irme de aquí.

Entonces Pablo se dio cuenta de que Marta estaba verdaderamente avergonzada, y que aunque pareciera imposible no había venido hasta él buscando una aventura del tipo de las que -¡pero de ninguna manera con tal desprecio de las conveniencias extrañas!- sin ir más lejos, buscaba su tía Hones a cada momento. Y Pablo se sintió más molesto todavía de lo que antes había estado, y sin saber ya, por unos momentos, qué decirle a aquella criatura.

Cuando vieron la casita que le habían designado, Marta no se atrevió a decir que hubiera preferido mil veces dormir al aire libre. Había causado ya tantas molestias que sólo le quedó sonreír, diciendo que estaría allí perfectamente. El pequeño poblado olía a cerdos y a excrementos, y a pescado podrido, aunque la proximidad del mar barría y purificaba aquello con su aliento de yodo y de sal. Las casitas estaban hechas de piedras, colocadas unas sobre otras sin unir. Marta dormiría en una de aquellas habitaciones, ocupada casi toda por un catre de viento donde habían puesto las sábanas limpias de la tendera. Dos mujeres dormirían en la misma habitación, sobre una manta, en el suelo. El cuarto se ventilaba por la puerta, que era de tablas, y que tenía una cortina de tela de saco. Junto a esta entrada, por la parte de afuera, había dos dependencias que completaban la casa; una cocina al aire libre tan misérrima como no se podía soñar, y el chiquero del cerdo.

Todas aquellas casas eran por el estilo. Marta miró a Pablo admirada. Pensó que era un hombre de espíritu extraordinario que podía vivir en semejante lugar sólo por su inspiración y su arte; de la misma manera que viven los santos en los desiertos.

Antes de acostarse estuvieron sentados en la playa, que era inmensa y desierta y se prolongaba hasta perderse de vista de ella. En aquel rato casi no hablaron, y para Marta fue de una felicidad extraordinaria, casi divina. Pablo le había explicado ya que él no la iba a ayudar en su fuga para nada, pero que si conseguía llegar al barco, él obtendría de aquella vieja codeante que era Daniel, a juicio del pintor, que se pusiese de parte de la chica.

– No veo que sea muy difícil, no… -¿No?

– A causa de tus buenas circunstancias económicas, señorita. A tus parientes les encanta el dinero. -Pero yo no tengo nada. -Es bastante con que algún día puedas tenerlo. Marta pensó que más adelante tampoco tendría nada, porque no lo deseaba. Sólo deseaba ser como esta noche una criatura solitaria en el mundo, sin más compañía que la de un amigo elegido por su alma, sin bienes que la ataran ni la entorpecieran» No se atrevió a decirlo.

Más tarde, envueltos en aquel ruido pausado del oleaje, en el caluroso canto de los grillos, Pablo manifestó con cierta pereza sus temores por Marta después de la aventura de esta noche. ¿No tenía miedo de las complicaciones que iba a traerle en su casa? Pero ella dijo que de un tiempo a aquella parte sólo pensaba en las cosas malas cuando las tenía encima. Que le alegraba mucho el que él quisiera acompañarla a Las Palmas a la mañana siguiente. Pero que prefería ahora no pensar en eso porque era demasiado feliz. Pablo se levantó con brusquedad del montón de arena donde estaba sentado al lado de ella, cuando Marta no lo esperaba. Fue algo muy repentino y casi doloroso. Un minuto antes parecía tan encantado y tranquilo como la muchacha oyendo el silencio y las lejanas voces de los pescadores.

– Tenemos que dormir. Le sonaba la voz muy seca.

Ella no se atrevió a protestar. Estaba muy apenada. Le parecía que se habían terminado las mejores horas que le había ofrecido la vida.

El poblado estaba aún despierto. Los pescadores hacían su tertulia fuera de las casas. Pablo empujó a Marta hacia la choza donde tenía que dormir y se fue luego a la suya.

Dormía él en el incómodo catre de un pescador, sin ropas de cama, desde hacía días. Había encontrado en esta pobreza absoluta un alivio a sus preocupaciones de aquella temporada. Se llevaba una infinidad de apuntes de aquellos desolados parajes, y hasta casi esta noche había estado contento.

Se echó sobre la cama con cierta desesperación. Su cuerpo joven reclamaba fuertemente cosas a las que no estaba acostumbrado a resistir, y la presencia inocente y sosa de la niña había exacerbado en él aquellos deseos. En la oscuridad empezó a fumar. Se le representó claramente el cuerpo de su mujer, sus gestos y la naturalidad y la gracia un poco ordinarias que ella tenía en algunos momentos íntimos. Jamás encontró a nadie que le aprisionara de tal manera. Vivir con ella había sido un sufrimiento, pero también un placer comparable al que proporcionan algunas drogas. Sabía que de nuevo estaba a su alcance aquella vida con María porque tenía en el bolsillo una carta suya desde Méjico. En ella le contaba con cruel naturalidad cuan desgraciada se sentía, y cuánto necesitaba de él ahora. María no era ninguna estúpida, ni tampoco mala, a pesar de que él se consolase odiándola e insultándola en su interior. Le había hecho daño, pero también le había dado alegrías que ningún ser humano le proporcionó jamás; y si eso valía algo, gracias a ella se había vuelto un ser humano mejor, más comprensivo, menos vanidoso de lo que era antes de conocerla. Aquella noche se preguntó desesperado si la alegría de crear era suficiente para compensar la pérdida de aquel esplendor vital que le daba a todo la presencia de su mujer, y si, en definitiva, él como pintor podía hacer algo tan bueno que mereciera aquel sacrificio de renunciar a su sufrimiento y a su felicidad, porque eso sí, sabía que en cuanto los tuviese de nuevo aquel sufrimiento y aquella felicidad le bastarían, le llenarían todos los momentos, no le dejarían ni respiro ni espacio alguno para su arte. Junto a María era un hombre hundido.

El alba lo encontró como él era siempre, un hombre débil, atormentado por sus dudas, enormemente triste; un hombre que a Marta le parecía un santo.

Marta, mientras tanto, había caído sobre un colchón durísimo de paja y a su cuerpo le costaba trabajo adaptarse a los hoyos que había en él. El calor dentro de aquella sofocante habitación humana era horrible, y horribles los malos olores. La chica, en la oscuridad, tenía que rascarse a cada momento porque al parecer aquello estaba invadido por las pulgas. Le daba risa de pensar en la cara horrorizada que sus amigas hubieran puesto si por un agujero hubiesen visto su situación.

De ninguna manera podía dormir. No sólo por las incomodidades que la rodeaban, sino por aquella alegría inquieta que la recorría toda entre los tormentos de la picazón de las pulgas que invadían la cama, el espeso olor de pescado en putrefacción que parecía estar adherido fuertemente a cuanto la rodeaba y el calor ahogante. No pudo resistir más, y cuando las dueñas del cuarto entraron en él, dijo que quería salir un momento.

Nadie se lo impidió. Una vez fuera trató de fijar bien en su imaginación la forma de aquella choza, y su situación para orientarse más tarde, y se fue a la playa alejándose del poblado.

El aire cálido y el mar lleno de luz plateada la llamaban. Se desnudó rápidamente en aquella profunda soledad de la arena con luna, y se metió en el agua.

El mar guardaba el calor del día y Marta jamás había nadado así, con tal delectación, entre aguas cálidas llenas de luz. La vida le parecía irrealmente hermosa. Tendida sobre el mar, sintiendo flotar sus cabellos, empezó a reírse suavemente. Nunca nadie comprendería el encanto de esta aventura contándola con las limitadas palabras que tenemos para expresarnos. ¿Qué podría decir? "Así ha sido el más hermoso día de mi vida: no comí y me fui en un coche polvoriento a buscar a mi familia a un sitio donde no estaba. Encontré a una persona a quien quiero mucho que estuvo riñéndome de la manera más agria. Dormí en un cuarto horrible lleno de pulgas, y cuando no lo pude resistir más salí a bañarme al mar yo sola, desnuda, en la noche."

Y, sin embargo, ésta era la felicidad. Profunda, plena, verdadera. Cada uno tiene una manera distinta de sentir la felicidad, y ella la sentía así.

Y tuvo un temor grande y supersticioso de que el destino le guardara algo muy malo para vengar esta alegría que ella había alcanzado quizás indebidamente. Le parecía que jamás había oído contar a nadie que una muchacha de su edad hubiera tenido tal plenitud de dicha como la que ella sentía entre las aguas del mar del Sur, esta noche, sin merecerla.