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Desde los últimos tramos de la escalera del comedor, Marta veía toda la perspectiva de la gran habitación de abajo convertida en capilla ardiente.
Encogida allí, oculta en la sombra, la muchacha podía ver la cara de su madre muerta, y su cuerpo envuelto en un sudario, desaparecido casi entre flores.
Todas las ventanas estaban abiertas sin que entrara un soplo de aire. Las llamas de las grandes velas de cera ardían derechas, y subía derecho un bisbiseo de rezos por el alma de la difunta.
Desde el lugar donde estaba escondida, Marta podía ver las piernas de su tía Hones, un poco abiertas, provocativas, tal como Pablo las había dibujado una vez. El traje se le subía a veces, y entonces una mano blanca y llena, un poco grande, corría a remediar este descuido.
Veía Marta a la majorera, sentada junto al cadáver, muy quieta, con el pañuelo negro echado sobre los ojos. Veía a Matilde, alta y nerviosa, que ya se había salido al jardín varias veces para fumar un pitillo. También estaban dos señoras, antiguas amigas de Teresa, que habían llegado para velarla aquella última noche.
Allí estaban, en fin, todas las mujeres. Los hombres habían hecho un refugio en el cuarto de música. Las criadas jóvenes fueron a llevarles café más de una vez. Estaban Daniel y José, don Juan el médico, y Pablo; pero a ellos Marta no les veía. Sabía que Pablo estaba en la casa desde hacía algunas horas. Lo había visto desde lejos a su llegada.
Abajo se estaba terminando el rosario. Al fin, el suave murmullo de los rezos se apagó. Hubo una pausa larga en la que se oyó el chisporroteo de los cirios. En el tremendo calor era sofocante el aroma de las flores. Las dos señoras amigas, enlutadas, se levantaron para despedirse. Estrecharon las manos de Honesta y Matilde, y se acercaron a contemplar una vez más la cara de Teresa.
– Está como dormida. Pero no parece sea ella… Cuando se la ha conocido, como nosotras, en plena juventud…
Las señoras saludaron también a la gruesa madre de Pino, que apareció en el campo visual de Marta muy vestida de negro, para la ocasión, con su traje apretado de mangas largas, tan ajustadas a los brazos que amenazaban estallar. Marta oyó que susurraba su nombre, y se encogió una vez más entre las sombras de la escalera.
– Se acostó, la pobre; está rendida. -De todas formas no demuestra demasiado sentimiento.
Se iban. Aún contestaba la madre de Pino a otra pregunta.
– Destrozadita… Tengo miedo por ella… ¡Tantos años cuidándola!
La madre de Pino miraba furtiva, medrosa, hacia el ángulo en el que la majorera permanecía sentada. Marta recogía en sus orejas ese nerviosismo, ese cuchicheo. Preguntaban por Pino, que había caído realmente enferma en cama aquella tarde… Todas las mujeres, menos la majorera, despidieron a las visitas acompañándolas hasta la puerta.
Unos momentos después se oyó en el jardín el motor de un automóvil arrancando. Las señoras se iban… La madre de Pino entró antes que nadie en la casa, y con cara de disgusto y de cansancio se dispuso a subir las escaleras. Iba sin duda al cuarto de su hija.
Marta se retiró, nerviosa, por el corredor hasta su alcoba. Allí, detrás de la puerta, oyó los pasos de la buena mujer acercándose cada vez más. Fue al otro lado de su puerta donde sin duda se detuvieron. Conteniendo la respiración, Marta escuchó el jadeo de la otra mujer, su cansancio. Luego unos discretos golpecitos que le retumbaron en los oídos… Un silencio. Marta no quería ver a la madre de Pino. Una nueva llamada.
La muchacha se decidió al fin a abrir. Lo hizo tan de repente, que la otra mujer se sobresaltó al verla aparecer sin haber oído antes sus pasos.
– ¿No estarías durmiendo, mi niña?
– No.
– Déjame pasar un pizco… ¡Ay, Dios mío, qué cansados estamos todos!
Se sentó pesadamente en una silla de aquella habitación invadida por la luna. No era necesario encender la luz.
A Marta le dio mareo y asco aquella presencia oscura que transpiraba sudor por las axilas empapando su traje de lana negra, y empañando el aire del cuarto. Marta no tenía trajes negros. Iba de blanco y al claro de luna parecía un pequeño fantasma. La mujer debía de estarse fijando en este detalle desde su sombra.
– Me han dado palabra de que mañana mismo tendremos los trajes teñidos para la hora del entierro.
Marta se estremeció.
– Yo venía a verte, mi niña, porque te conozco desde chiquita y te quiero. Todavía me acuerdo de cuando te llevaba tu abuelo a casa de don Juan, y yo te metía en la despensa para darte golosinas… Parecías una muñequita, tan rubia como eras. Pino lo decía siempre. Siempre que te veía me decía a mí que si algún día tuviera una niña le gustaría que se te pareciese… ¿Qué dices?
La voz de Marta vino como desde muy lejos.-No sé… ¡Eso es tan raro!
– ¿El qué es raro, mi hija? ¿Tú no has pensado nunca cómo te gustaría que fuese un niño tuyo? -Sí.
Marta se asombró, porque, en efecto, lo había pensado.
– Claro, no tiene nada de raro. Todas las muchachas jóvenes lo piensan alguna vez. Pino ha tenido mala suerte de no tener niños. Claro que todavía… ¡Quién sabe! No es que ella no sirva, es tu hermano…, aunque esté mal que te lo diga yo a ti, el que no quiere por ahora…
A la clara luz de la luna se vio la cara de Marta, cansada, enflaquecida, asombrada.
La mujer gruesa y oscura se inclinó sobre ella poniéndole familiarmente una mano sudada sobre el muslo.
– Tú no quieres mal a mi pobre Pino, ¿verdad, mi niña?
– Yo no…
– Ella a ti siempre te quiso. ¿No te acuerdas que lo primero que hizo al casarse fue pedirle a José que te sacara del convento? Otra, ni habría pensado en tal cosa.
– Es verdad.
Marta tuvo como un pasmo desde el fondo de su dolorida cabeza. Le parecía imposible que ella alguna vez hubiera estado interna… Aún no hacía un año de eso, sin embargo.
– ¡Claro que es verdad! Ahora está la pobre ma-lita del disgusto tan grande que tuvo esta tarde… No sólo por la muerte de tu pobre madre, en paz descanse, sino por lo que dijo ese demonio vivo, esa Vicenta que Dios confunda, y que…
Ahora aquella mole lloraba. Sacó un pañuelo blanco de alguna desconocida profundidad de su vestido, y lloraba y moqueaba ruidosamente.
Marta recordó vivamente a la majorera, con sus ojos feroces y la boca apenas crispada; aquel gesto de la barbilla jurando…
Habían pasado cosas horribles durante las últimas horas. Ella aún no tenía clara conciencia de los acontecimientos. Sabía que la habían hundido desde una gran exaltación a una sima fría de donde se debatía inútilmente para salir. Los últimos días Marta había sido un puro manojo de nervios y de actividad. Había vivido de una manera tan intensa, tan devastadora que cuando aquella noche volvía por los campos camino de la casa le hacía el efecto de que su cuerpo adelgazado no tenía peso entre la ardiente noche. A veces se quedaba parada en el camino; otras, el corazón le golpeaba duramente; tanta emoción sentía.
Acababa de resolver lo que parecía imposible. Aquella noche tenía en su carterón de estudiante el salvoconducto y el pasaje para Cádiz. Pensaba que si no tenía cuidado su cara podría delatarla en la casa. Y tan pronto pensaba en el camino estos detalles mínimos, como preparaba los acontecimientos más importantes que habrían de venir. Imaginaba ya la manera de ir al barco… El día de la marcha de los parientes sería lo más probable que Pino y José bajasen juntos a Las Palmas, por la tarde, para estar con ellos y despedirlos. Marta pensaba fingirse enferma y quedarse en la finca. En el momento en que saliesen sus hermanos cogería un pequeño lío de ropas y escaparía. Tendría tiempo de llegar antes que los otros al puerto, meterse en el barco, y esconderse. Cosas todas más difíciles de hacer que de pensar… Pero podía ver realmente el barco, sólo de imaginarlo, y las luces del puerto en la noche oscura de su escapatoria… ¡Y esto iba a ser apenas unos días más tarde! Una emoción violenta, grandísima, la sobrecogía. Una alegría casi insoportable la llenaba toda. Le venía hasta el olor del alquitrán, hasta el rumor del buque, hasta la tufarada cálida que despiden las cocinas de los barcos escapándose por las ventanillas bajas, entre un ir y venir de gorros blancos de cocineros que tantas veces había visto desde los muelles. Las redondas ventanillas encendidas, y todo aquel mundo sobre el agualleno de vida, de gente, esperándola como la puerta de su nueva vida…
Nunca imaginó al llegar a la finca, cargada como iba de vida, de secretos, de excitación, que iba a encontrar aquello.
Toda la casa estaba a oscuras, y el comedor iluminado. Aunque venía preocupada, tuvo que fijarse en que entre las sombras del jardín aparecían algunos automóviles, y le extrañó mucho.
Antes de entrar tuvo la ocurrencia de asomarse a una de las ventanas del comedor. Vio unos paños oscuros, unos obreros que transportaban enormes velas bajo la dirección de un hombre pequeño y de José. La habitación parecía llena de gente, y de tristeza. Estaban dos señoras a las que conocía apenas, además de su hermano y de don Juan, el médico. Tardó unos segundos en darse cuenta de que estaban preparando un túmulo funerario. Cuando tuvo conciencia de ello recibió una impresión tan fuerte y tan angustiosa, que le pareció haber perdido toda facultad de raciocinio.
Apenas podía recordar cómo entró en la casa, cómo unas mujeres la abrazaron y la besaron. Había escapado a su cuarto corriendo, completamente aturdida e idiotizada.
Pasó mucho tiempo en la oscuridad, tumbada en su cama, y más de una vez en este tiempo una de las amigas de su madre se sentó al lado suyo pasándole la mano por la cabeza y hablándole. Ella soportó estos cuidados como un tormento inevitable, con una cara estoica, sin abrir los ojos, con un gesto que recordaba al de la pobre Teresa en los últimos años.
En su cabeza no había más que una idea, y una seguridad. Aquella desgracia, aquella muerte, había llegado a su vida como un peso del cielo para hundirla y para detenerla en su fuga. Esta seguridad llegó a convertírsele en obsesión.
Al fin las señoras la dejaron en paz, convencidas de que eran inútiles sus esfuerzos por conmoverla y provocarle el llanto. Sola a oscuras oyó que los hombres de la funeraria bajaban el cuerpo de Teresa al comedor. Oyó más tarde los pasos de don Juan y de José en sentido contrario. Hablaban de Pino.
– Es grave; me tiene preocupado. Esto…
Más tarde, las carreras de una de las muchachas por el corredor… Sintió como llamaban fuerte a la puerta del fondo donde estaba la alcoba de Pino y de José.
– Don José… Llegaron los señoritos de Las Palmas.
Volvió a oír los pasos de don Juan y de José que volvían. Don Juan dijo:
– Tú, Carmela, quédate con la señora.
Y la voz de Carmela, desde lejos:
– Sí, señor.
En aquel momento, Marta se levantó de su cama, se acercó a la puerta y oyó abajo rumores de voces, exclamaciones. Oyó también la voz de Pablo, y aunque le pareció a ella una alucinación, aquella voz le llamó tan poderosamente que se precipitó a la escalera. Pero se detuvo en lo alto, medio escondida, llena de aquella timidez y aquel espanto que le ponía en el alma el aparato de la muerte.
Los peninsulares, la madre de Pino, y también Pablo, habían entrado en el comedor; José y don Juan estaban allí; las mujeres se persignaban junto al cadáver. Hacían en voz baja preguntas a don Juan, que movía la cabeza en sentido negativo.
Fue entre aquel bisbiseo, entre aquel cortado rumor de las personas reunidas, cuando se levantó la majorera, que estaba de rodillas junto al túmulo.
Dijo claramente:
– Yo sé cómo ha muerto mi señorita Teresa. Yo juro ante Dios bendito que la envenenaron, y que sé quién lo hizo.
Todos quedaron medio segundo sobrecogidos; luego todos empezaron a hablar a la vez, casi gritando.-Irá usted a la cárcel, Vicenta, por lo que dice. ¡No se da cuenta…!
– ¡Qué disparate! ¡No sabe usted lo que dice!
Estos dos que se oyeron eran José y don Juan. Pero todos los demás protestaban a la vez horrorizados. Llegaban a gritar. Era como si estuvieran locos; Vicenta se dejó oír de nuevo, derecha, como si fuera una piedra entre un oleaje.
– ¡La envenenó esa perra que se esconde arriba…! ¡Y matará también a la niña!
José se abalanzó lívido hacia la majorera.
– ¡Ahora mismo, pero ahora mismo, sale usted de esta casa!
– Ahora, no. Mientras ella no salga, no. ¿Quién es usted para atreverse a echarme?
Don Juan se interpuso. Se le veía sudar. Se notaba que no veía. Tropezaba con las flores, con las macetas que había allí. Puso las manos en los hombros a la majorera, que no se movió.
– Vicenta, te conozco desde hace muchos años… Eres una buena mujer incapaz de romper el respeto de la casa donde hay un muerto. Tú sabes que yo quería a tu pobre señorita como si fuera mi hija… Vicenta, por el respeto de su alma no nos vuelvas locos a todos…
La majorera levantó la barbilla y miró desafiante un momento a todos los que la rodeaban. Después se enterró el pañuelo de la cabeza hasta los ojos y se sentó en la tarima sobre la que estaba colocado el túmulo, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si nadie le importara ya.
La madre de Pino se precipitó hacia las escaleras, sollozando.
– ¡Mi hija…, mi hija del alma…!
Don Juan la siguió. Pasaron delante de Marta rozándola. Ella, con los ojos abiertos, los vio pasar, con un gesto de estúpida, sin moverse.
Al cabo de un momento Marta volvió a entrar en su alcoba, y pasó horas negras, sin pensamiento alguno, como si estuviera idiotizada. Más tarde le pareció que hasta había dormido. Tuvo la conciencia de un hambre aguda que le mordía el estómago, y casi en seguida se olvidó de esta sensación. Se encontró sudando, con la blusa empapada por el cuello. Se desnudó enteramente, y la luna parecía quemarle el cuerpo. Tenía colonia en el armario, y se empapó con ella, buscando algo de fresco. La habitación se llenó de olor a lavanda hasta casi marear, pero el calor no desaparecía. Las plantas de los pies, por contraste, las tenía heladas… Se metió un traje blanco, limpio, y la tela ligera estaba caliente.
Estaba aturdida en medio del cuarto cuando oyó un rumor de rezos. Supo que ella también tenía que rezar, y muy despacio se acercó a la escalera, y se acurrucó allí, quieta, oyendo el rosario.
Ahora la madre de Pino lloraba en su alcoba con desgarradora pena. Lloraba. De ella venían olores de lana negra, de la pomada con fuerte perfume a violetas que se ponía en el cabello, y de cálido y apestoso sudor.
– ¡Ay, Martita, mi niña querida! Dime que tú no lo crees, que tú no crees a esa bruja. Dímelo, porque sólo de pensar en mi pobre hija yo me vuelvo loca.
Marta dijo con firmeza:
– No lo he creído ni un momento.
Esquivó un abrazo, desfallecida sólo de imaginar que se pudiera ver apretada contra aquel pecho.
– Vaya usted con Pino… Ella la necesita más que yo.
– Voy con ella, mi niña… Ven tú también, mi niña querida. Ven para que tú le digas lo mismo que me has dicho a mí, y que me ha quitado un peso del corazón…
– No… Yo no puedo. Dígaselo de mi parte, si usted cree que es necesario. Yo, ahora, quiero estar sola.
La mujer se levantó, secándose los ojos, guardándose el pañuelo. Estaba decidida a besar a Marta, y esta vez lo consiguió a viva fuerza. Al fin se fue. Marta oyó pasos de hombre en el corredor; era José, y la madre de Pino se encontraba con él. Marta oyó decir a la mujer: -La niña está indignada, Pepito… Es una vergüenza que esa bruja siga abajo insultándonos a todos.
Y la voz de José con un furioso "¡Cállese!", que a ella, en la oscuridad, le heló la sangre.
La luna entraba por la ventana. Marta se asomó, fascinada, al jardín. Se veía como en pleno día. Se notaba el agostamiento de las flores, y subía, pesado, el olor de los jazmines. Las buganvillas, de colores vivos, parecían quemadas. La luna era enorme, despiadada, y no estaba clara en aquel cielo que empañaba el calor; una legión de puntos negros, finos, movibles, parecían bailar entre los ojos de Marta y la luna, como si una nube de moscas enturbiara la noche.
Las manos de Marta eran siempre secas, ásperas, decididas, y las sintió húmedas al llevarlas a las mejillas. Unas manos débiles, indecisas, como si hubieran perdido todo su valor. Sin embargo, sus ojos estaban tan secos que suspiró llena de angustia y rezó: "Dios mío que yo no sea un monstruo, que yo pueda llorar por mi madre; yo, que lloro por cualquier cosa insignificante".
Estaba asustada porque le sucedía igual que cuando pensaba en la guerra y sus catástrofes y no podía sentir las mismas emociones que los demás sienten. Le parecía que una zona de su alma estaba seca y árida, y que sólo infinitas desgracias, infinitas penas, podían redimirla de esta sequedad. No lloraba, aunque quería. No podía, aunque quería, pensar en Teresa muerta.
Durante horas no había pensado nada. Ahora, sin proponérselo, recordaba cosas que también parecían increíbles y sucedidas en tiempos lejanos. Cosas que ella había realizado y que aquella misma tarde eran su vida fluyendo por minutos, vertiginosa. Había sido capaz de arreglar sus papeles para la marcha, de haber puesto aquella inocente sonrisa al empleado que le extendía el salvoconducto. Recordaba con entera claridad la escena: la oficina, la mesa llena de papeles, aquel muchacho joven, azarado, que conocía muy bien a su familia, y que le decía, jugando con el pisapapeles:
– Necesita usted una autorización. No tiene más que dieciséis años…
El muchacho era delgado, de cara bondadosa y simple. Tenía todo el interés posible en hacer algo, según dijo, por la nieta de don Rafael.
– Es que… precisamente, ¿usted sabe que mis tíos se marchan?
– Sí, sí, claro; yo mismo arreglé…
– Pues mi hermano me ha dicho que, si soy capaz de arreglar yo sola mis papeles, me deja ir con ellos; si no, no… Él no quiere saber nada.
El muchacho la miró. Era la niña de una familia muy conocida en la ciudad la que tenía delante. Una niña tranquila, inocente, sencillamente vestida con su blusa de seda cruda y mirándole con sus ojos limpios. Le pareció que no había ningún mal en hacer aquel favor, y despreocupadamente extendió el salvoconducto. Ella le estrechó la mano y le dio las gracias tres veces, tan efusiva y tiernamente, que el joven enrojeció, como si se le hubiera colgado al cuello. En verdad, era eso lo que había tenido ganas de hacer. Colgarse a su cuello y gritar de alegría.
Luego, la calle. El mar brotando, herido de luz, como un telón de fondo en todas las calles, detrás de todas las casas… También parecía lanzar gritos de espuma, júbilo, victoria…
Otra escena recordaba, también con un mar de fondo, un mar sucio bajo unas nubes negruzcas, a media tarde. Sixto fue a buscarla, el día antes, a la salida del Instituto. Vestido de paisano, con una corbata algo chillona. Sixto resultaba muy raro. Se asustó mucho al verle, porque lo había olvidado. Él parecía apurado y decidido a un tiempo.
– Si mi hermano me ve contigo, me mata…
– ¡Pero cómo te va a matar…! ¿O es que tú nome crees a mí bastante hombre para partirle la cara a tu hermano…? No seas rara, Marta. Tú sabes que entre nosotros… Vaya, tú sabes que yo te quiero. Mi padre estuvo hablando conmigo… Mi familia, toda, te quiere…
Marta, plantada en una acera, veía detrás de Sixto el edificio del Instituto; al fondo, el mar. Había polvo en el aire. Ella se angustió. Sus amigas la habían dejado sola con aquel muchacho que le parecía desconocido. No tenía ganas de pensar, encima de todas sus preocupaciones, que quizá se había portado mal con él. Hubiera sido mucho más cómodo que él se hubiera olvidado, como ella, de aquellos despreocupados días de playa, tan recientes y tan lejanos ya.
– Yo, ahora, no tengo nada, pero si tu hermano se pone con muchas exigencias, te depositaremos, y nos casamos en seguida… Después seré yo el que tenga que decir la última palabra en tus asuntos. Tu hermano no es nadie…
Parecía mentira que Sixto hablase tanto. Se veía que había aprendido una lección. Marta le miró desesperada. Vio su bella boca, y sintió un profundo asco de sí misma.
– Yo no hago las cosas así… Adiós. Echó a correr. Alcanzó jadeante a sus compañeras. Se cogió del brazo de Anita casi desesperada. Sixto las seguía. Luego se quedaba parado. Marta le vio apenas, de reojo, sin atreverse a volver del todo la cabeza. Anita se reía; creía que se trataba de una tonta riña de enamorados. Ella tenía miedo y remordimientos.
Todas esas cosas le habían sucedido a ella, a Marta, antes de encontrarse con la muerte de su madre delante de los ojos de aquella manera repentina.
Un rato antes estaba entontecida. Ahora, tan fría, tan serena, pensando aquellas cosas, como si viera en el cine las historias de otra persona. Se acordó de las palabras de la majorera: "Y ahora matará a la niña…" Tampoco le hacían efecto estas palabras. No creía nada de lo que aquella pobre mujer pudiera decir. Una vez, ella misma había intentado interesar a Pablo inventando cosas tremendas en su vida… ¡Si él se hubiera asustado por Marta, al oír a Vicenta, si él lo creyese…! Estaba en la casa. No pararía hasta encontrarla y hablar con ella. Le diría: "Tienes que marcharte, no hay más remedio… Ahora, sí".
Le latió el corazón, por primera vez en aquella noche, con una tímida y absurda esperanza. Si Pablo la cogiera de la mano y la ayudara, su perdido valor renacería. Pablo era a sus ojos un ser perfecto… Si él le dijera que no sería tan monstruoso como a ella le parecía escapar de una casa con las persianas bajas en señal de luto, a los pocos días de la muerte de su madre… Si él le dijera que no era aquello una orden del cielo contra sus planes, que no debería estar asustada ni deprimida… Y Pablo le diría estas cosas, a lo mejor, si ella misma le hiciese ver que estaba muy asustada, que temía, en efecto, que la mataran. Él la miraría con aquella pensativa y bondadosa mirada suya: "Hazlo… Yo te ayudo".
Marta sabía muy bien que aquello no iba a suceder. Pablo haría tanto caso a la majorera como ella misma había hecho. La pobre Pino podía ser enferma y obsesa, pero de ninguna manera criminal… Era demasiado bajo y malvado proyectar aunque fuese una sospecha de esa clase sobre una persona inocente para lograr un fin propio. Marta no había caído aún en tanta maldad.
Pablo estaría en la casa toda la noche, y Marta no le vería. Nunca más le vería en su vida… Dentro de unos días se marchaban todos, y ella sabía, ahora, que se iba a quedar… En la vida real no sucede nada: ni crímenes, ni fugas… Por lo menos en la vida tranquila que Dios le había deparado a ella haciéndola nacer entre gentes mediocres llenas de bienestar económico y de deberes y fórmulas que cumplir y en una isla cerrada, como un destino, entre los oleajes del Atlántico.
Unas noches antes había mirado con temor la cara de Teresa. Se había preguntado: "¿Me detendría ella?". Teresa había respondido. Nunca pensó que pudiera hacerlo de una manera tan implacable.
De nuevo dejó su cuarto y se acercó a la escalera, a cuyo borde se detenía siempre aquella noche, como si alguien le hubiese prohibido bajar. Con las rodillas temblonas, se sentó en aquellos escalones últimos. Apoyó la cabeza contra los barrotes de madera y sintió la dureza de sus propios pómulos… Teresa estaba sola con sus flores, sus enormes velas de cera ardiendo y la majorera, a sus pies, como un perro.
Habían apagado las luces. Sólo las velas ardían. Las flores se marchitaban en el inmenso calor de la noche. Marta notó un silencio tremendo… Alguien había parado el reloj de debajo de la escalera y no se oía su tictac. Aquella noche no tenía horas.
Desde allá arriba, la cara de Teresa era la de una desconocida. No infundía miedo ni pena en su último sueño.
En los últimos años Marta había pensado muy poco en Teresa. De niña la había reclamado con insistencia, meses enteros, cuando la separaron de ella. Pero el día en que de nuevo la pusieron en su presencia lloró y pataleó, desesperada, diciendo que aquella mujer no era su madre.
Muchas veces, al crecer, había pensado que estaría más cerca de ella si Teresa hubiese muerto de veras. Entonces le habría hablado como hablaba a su padre, y a los autores, y hasta a los personajes de sus libros favoritos, desde una gran soledad. Ahora, al fin, Teresa estaba muerta.
"No puedo llorar por ti… Pero mírame desde donde estés. No quiero hacer nada que tú consideres mal hecho. Mírame. Ya no me escapo."
Después de esta infantil oración cerró los ojos, y entonces vio de verdad a Teresa. Se vio también ella misma en aquel mismo lugar, en aquel rincón de la escalera, descalza y en pijama. Era muy pequeña entonces, quizá no pasara de los cuatro años. Había invitados a cenar aquella noche, y a ella la habían acostado, pero se escapó de la cama y se acercó, como siempre, con curiosidad, hasta la escalera. Sabía que, de ser descubierta, su padre la azotaría sin piedad, pero el espectáculo de los mayores la fascinaba.
Abajo todos reían; sobre todo reía Teresa de aquella manera agradable y contagiosa que parecía tener sólo ella; hasta podía oírla aún, al cabo de tantos años. Estaba muy guapa, con un traje escotado, y llevaba sus perlas en el cuello. A Marta le parecía una reina. La vio levantar la copa de vino para beber, y la niña supo que, al alzar los ojos, ella también la había visto. Fue un segundo maravilloso. Su madre no hizo ningún gesto, para no delatarla, pero le envió una tierna y risueña mirada como un beso. Ella se había quedado llena de la primera emoción violenta y dulce que recordaba. Sabía que su madre era amiga suya, cómplice suya, contra su padre y contra todos… No, su madre no le habría impedido nunca que realizase sus deseos. La habría ayudado como nadie.
Se le reblandeció el espíritu de tal modo, que empezó a llorar ahora, con los ojos cerrados. En verdad, los muertos no nos abandonan tanto como suelen hacerlo los seres vivos. Los muertos se acercan a nosotros muchas veces, podemos hablar con ellos desde nuestro corazón. Ahora mismo, a Marta, alucinada, le parecía sentir aquella compañía y aquella perdida y olvidada complicidad.
Abrió los ojos mojados, doloridos, al resplandor de las velas de abajo. Allí estaba aquella desconocida muerta, que no era la misma que un momento antes parecía hablarle. La majorera, en la sombra, parecía fumar. La consoladora sensación que había tenido desapareció.
Todo tenía un peso triste y real.
La puerta de muelles que llevaba a la cocina se abrió sin ruido y apareció Hones con una taza de infusión en la mano. Quitaba respeto y misterio a la noche ver a su tía andando a cuidadosos saltitos, con aquella taza en la mano, rodeando el túmulo, atravesando toda la habitación y pasando, al fin, delante del arranque de la escalera, para llevar aquello al cuarto de música.
Aquel aire despreocupado y prosaico de Honesta en aquella noche, entre aquellas velas, aquel calor y aquella muerte, tenía algo de fúnebre, de mal gusto. Algo que a Marta le produjo náuseas.