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XVI

La majorera, sola entre la penumbra, el calor y las flores, hizo un gesto maquinal; sacó su paquete de cigarros amarillos, se metió uno en la boca y aspiró el humo negro. Sintió luego que se le apagaba, allí, prendido al labio. Oyó la voz de Teresa:

"-Vicenta, no fumes esa porquería… ¡Oh!"

Llevaba muchos años oyendo la voz de Teresa. No se extrañó ni se movió. A Teresa no le gustaba el olor de aquel tabaco. Sin embargo, Vicenta había ido varias veces a la tabaquería por orden suya para comprarle egipcios, y ella los fumaba nerviosa e indolente a la vez. Casi siempre los dejaba a la mitad… Su voz era despótica: "Vicenta, no fumes"; sus ojos se volvían en seguida risueños. Era tiránica en la casa, y lo quería todo a su gusto. Se hacía obedecer sin rechistar, frunciendo las cejas, pero no tenía ni pizca de orgullo. Orgullosa era Marta, aunque nunca mandase nada. Orgullosos todos los señoritos nuevos, que tratan bien a las criadas, que no las riñen ni se meten en sus vidas, pero pasan los ojos sobre ellas como si fueran leños.

Teresa era guapa, derecha como una palma, coqueta y sensual… Por eso quizá, como son las verdaderas mujeres, era humilde. Vicenta había visto a Teresa llegar a arrodillarse a los pies de su marido, suplicándole…

Teresa exigía de Vicenta todo: trabajo, horas de sueño, fidelidad constante. Lo aceptaba con naturalidad, como si no le diese nada, pero también con Vicenta era humilde. Se confiaba a ella, se inclinaba a su vida con interés real, ansioso.

"-Cuéntame, por Dios… Mira, estoy impresionada. Cuéntame todo, Vicenta."

Sus grandes ojos se abrieron espantados más de una vez al relato de su vida. La majorera sólo para ella había hablado, y nunca para nadie más. A nadie le importaban sus cosas, su vida oscura, como tantas vidas. "-Vicenta, ¿cómo era tu pueblo?" No llegaba a ser aquello un pueblo. Unas casas agrupadas junto a las dunas de una gran playa desértica. Recordaba que detrás de las casas, hacia las tierras de labor, se veía muy clara la silueta de tres grandes palmeras, una de ellas de dátiles. También se recortaban en el aire las aspas de madera de un molino. La vegetación de los alrededores estaba compuesta de tuneras, tabaibas y llorones. Las casas, construidas casi todas de piedras sueltas colocadas unas sobre otras. Había algunas encaladas. La de Vicenta era una casa encalada con tres habitaciones y un patio pequeño. Las cercas del patio estaban formadas de piedras y de tuneras. Vicenta tenía tierras, aunque muchas veces la tierra no servía para vivir.

Sobre las casas, sobre Fuerteventura entera, un cielo implacable y sin agua se inclinaba sobre las entrañas secas de aquella tierra. Eriales que en los años de lluvia daban buen fruto. En las sequías prolongadas, el hambre y la sed llegaban hasta a hacer morir a hombres y a animales. Vicenta había crecido sabiendo que la gran riqueza es el agua, pero también un dios maligno que puede desatar fuerzas dormidas.

De joven fue a servir a Puerto de Cabras, la ciudad de su isla. Allí se hizo mujer, allí fregó escaleras y patios, allí aprendió cocina y se hizo alta de estatura, fuerte y decían que hermosa también. Su cabello era negro y rizado, sus pechos altos le henchían las blusas y se llevaban las miradas de los hombres cuando, un año de lluvia y de abundancia, la madre la mandó a buscar para llevarla al pueblo. Aquel año fue el de su boda. Se celebró con jolgorio, alegría y guitarras.

Después vino un tiempo de oscuridad y miseria. En el cielo, durante siete años, ni una nube con agua. La majorera conoció el hambre en su aldea y se familiarizó, entre hambre, con el duro trabajo de sacar cada año un hijo de su cuerpo y de amamantar a aquellos hijos con las espaldas doloridas a cada tirón de sus bocas en un pecho exhausto. Se acostumbró también a verlos morir. Se le murieron los cuatro varones que tuvo y una hembra. Le quedaron las dos hijas mayores, quizá porque ella estaba más fuerte cuando le nacieron, porque no había maldecido al tenerlas, o porque las mujeres, que, según dicen, valen menos que los varones, son como la mala hierba, más fáciles de criar.

A la vuelta de aquellos siete años el marido se le embarcó para América, sin despedirse. Una mañana cogió el camino polvoriento que lleva a la ciudad, y nadie nunca más le volvió a ver por allí. Al principio a ella le dijeron que estaba en la Gran Canaria, trabajando.

Muchos hombres hacen lo mismo. Y Vicenta no encontró en este proceder motivos para demasiada extrañeza. Por lo demás, todo el mundo sabe que las mujeres solas se las arreglan mejor para sacar adelante a las criaturas, aunque sea pidiendo por los caminos. Ya no hay en la casa quien dé palizas, ni quien vuelva a castigar el vientre con otro hijo… Hay mujeres que se vuelven locas por los hombres y les persiguen para lograr sus caricias; pero ella no era de estas mujeres. Ella aborrecía a su marido como no había aborrecido a nadie en el mundo, como no aborrecía ni a los ricos que tienen pozos y los guardan para ellos, para sus cabras y sus camellos, cuando la gente muere de sed…

Ahora, ¡qué extraño!, al cabo de los tiempos, ella no sabía ya cómo fue la cara de aquel hombre, su marido.

Podía encontrárselo por las calles y no lo reconocería.

Ni un rescoldo de rencor le quedaba… Podía él tener otra mujer y otros hijos allá en América, a ella poco se le importaba. En sus tiempos fue un hombre bien plantado, ella lo había podido elegir. Pero, ¿qué recordaba de él? Las ropas sucias que le lavaba cuando podía lavárselas, las vomitonas de ron, las palizas a ella y a los niños, y el arrimo de su cuerpo, que había acabado por odiar. De él sólo le gustaba el tabaco que traía en los bolsillos y que le robaba viciosamente.

El año en que aquel hombre desapareció la tierra fue feraz. Como si hubiera estado esperando aquella marcha, el cielo retuvo al fin las nubes, se hincharon los pozos y los estanques, y hubo cosecha. Vicenta compró dos cabras. Empezó a mirar con agrado las caras churretosas de sus hijas. Sin proponérselo, empezó a pensar alguna vez en ellas, y pensando, las encontraba bonitas.

A la mayor, cuando tuvo edad, la mandó a servir, como había servido ella, y luego a la otra, pero menos tiempo, por ser la preferida y porque las cosas le iban bien.

El poblado progresó lentamente en los años. Se hizo una casa nueva a la salida, cerca de las tres grandes palmeras. Allí se instaló una tienda humilde que causaba admiración y atraía la envidia. Esto fue una sensación muy grande. Otra sensación del pueblo fue cuando, en un trozo de tierra vendida por Vicenta a un rico, se abrió un pozo con mucha agua.

La familia dueña del tenducho tenía un hijo en América que les enviaba dinero. Otros dos varones les quedaban allí para ayudar a los padres, y las mozas de los alrededores se los disputaban. Los hombres hablaban de ellos con una risa de desconfianza, porque estaban bien comidos y eran pendencieros. Fue un triunfo cuando la hija mayor de Vicenta se hizo novia de uno de aquellos muchachones durante las fiestas del Santo. A los dos años hubo lluvia y feracidad, y se casaron.

La majorera, desde que se realizó aquella boda, conoció lo que era la envidia a su alrededor. Envidia escondida en el interior de todas aquellas casas humildes y acechándola en todos los ojos.

Sus consuegros, quizá por chismes que les llevaban y traían, no vieron nunca bien a Vicenta. Encontraban que el hijo había traído poca cosa a la casa con aquella muchacha de labios frescos y grandes ojos negros.

A ella le iban con los cuentos, y se sonreía. Su hija estaba bien. Engordaba detrás del mostrador de la tienda que era una hermosura. Y ¿qué, si no la dejaban venir a ella? Ella estaba bien. Y ¿qué, si la consuegra apenas saludaba a Vicenta y no la quería en casa?… Ella le tenía guardada una buena sorpresa. La otra hija era más bonita aún que la mayor, tenía quince años ya, y Vicenta sabía lo que sus consuegros ignoraban. Sabía que el otro hijo de ellos andaba loco por la suya.

Todo iba bien. El agua que se encontró en sus terrenos atraía compradores a otras tierras suyas. Por aquel tiempo iba ella algunas veces al pueblo más cercano, que tenía iglesia, para aconsejarse con el cura acerca de sus asuntos. Hacía las cosas tranquila y marrullera, y se iba defendiendo.

Ahora había quitado de servir a la pequeña y la tenía con ella. Decían que le estaba comprando telas para hacerle la dote de la boda y que la misma niña las bordaba. Decían que la estaba malcriando como a una señorita, que aquello iba a acabar mal. Vicenta dejaba decir. Le gustaba el desplante de su hija, su gracia, su coquetería con aquel ceñudo y mal encarado hijo de los tenderos. Él no se decidía a hablarle en serio; quizá temía el disgusto de los padres. Ella no se daba por aludida tampoco. Vicenta vivía interesada con estas cosas. Le gustaba sobre todo ver contenta a la niña. Un día asintió a una decisión de la hija:

– Mañana vamos a la "taifa", yo quiero bailar.

Había fiesta en un poblado cercano. Hasta algunos señoritos de Puerto de Cabras llegarían para bailar con las muchachas del pueblo y pagarían por ello a la entrada del baile. La hija de Vicenta preparaba sus trajes, excitada. Pero la madre tuvo un mal presentimiento.

– Mira que ése te amenaza. Tú ten cuidado.

– ¿Qué se me importa? ¿Es mi novio acaso?

– Pues vamos.

Ella se sintió parrandera viendo a la hija. Cuando Vicenta le contaba a Teresa cómo era su hija, le parecía tenerla delante otra vez. Era finita, de buen color, con los ojos grandes y las manos suaves de caladora. Daba gusto mirarla. Al andar levantaba la cabeza, balanceaba el talle, con los ojos bajos. A Vicenta le daba gusto mirarla y sabía que despertaba envidia en otras mujeres.

El día de la fiesta salieron aún de noche de su casa para no quemarse con la luz del sol. Ella nunca olvidó ese día. Pararon en casa de un pariente en el otro pueblo.

Los hombres, desde la mañana, cuando salió la procesión, ya estaban bebiendo. El ron corría como en buen año que era, y los ánimos andaban alborotados y alegres. El pueblo estaba lleno de hombres. Había algunos venidos del interior, pastores, que tenían los ojos brillantes sólo del olor de las mujeres, que desde hacía meses no habían sentido. Había labradores. Estaban algunos señoritos ciudadanos parranderos. Dominaban en número los hombres por las calles, enardecidos, juerguistas desde el amanecer, con sus guitarras y sus cantos. Las mujeres, detrás de las ventanas, con los ojos bajos, se reían contentas.

Vicenta estaba contenta también. Ella de joven fue seria, arisca y de poco "enralo", pero ahora se le calentaba la sangre tardíamente viendo a su hija. Le parecía como si su cuerpo brotara y se reverdeciera, como un árbol seco al que pueden salirle hojas. Sentía con la carne y la vida de la muchacha. Estaba detrás, como su sombra, para defenderla.

Por la tarde, en la "taifa" no se podía respirar, pero ella sentada en su silla, arrimada contra la pared, fumaba y ayudaba a la música con el calor de su cuerpo y una especie de grito melódico que se le formaba en la garganta.

Todas las mujeres de respeto se alineaban, como Vicenta, a lo largo de las paredes de aquella habitación cuadrada, casi sin ventilación. Sólo dejaban un espacio a los tocadores, y en el centro, un vacío para las parejas sobre tierra apisonada. Las paredes estaban encaladas de blanco y añil, y adornadas con guirnaldas de papel que las moscas habían ensuciado. Sobre los músicos, tocadores de guitarras y timples, había un espejo cubierto con una tarlatana rosa. Cuando terminaba una tanda del baile, las mujeres bebían vasitos de anís y comían turrón de miel. Los hombres y muchas viejas preferían el ron.

Los hombres iban entrando por tandas, después de pagar. Mientras una tanda de hombres bailaba, una cola se iba formando a la puerta con los nuevos aspirantes. Dos hombres forzudos armados de garrotes vigilaban el orden.

Lo que es la animación de la "taifa" entre la juventud en fiesta nadie lo sabe si no lo ha vivido. Hombres afeitados, con la camisa limpia, que bien pronto empapaba el sudor. Mujeres empolvadas, con todas sus galas encima como ídolos. Los compañeros de baile tienen la delicadeza de extender su pañuelo en la espalda de las mujeres para no mancharles el traje con la manaza sudada. Olor de vino y de cuerpos, y polvo, y ardiente calor, mientras la música sube frenética haciendo dar vueltas, agitarse sin espacio para ello a aquella masa de bailarines.

Vicenta veía bailar a su hija con unos y con otros. Oyó una crítica y le subió una contestación.

– ¿Y qué, que se agarre al señorito? ¿Es que tiene novio que se lo estorbe?

– Ni tendrá.

– ¿Usted qué sabe, cristiana, lo que es eso?

Se hubiera enzarzado. Hubiera mordido, se hubiera peleado si en el paroxismo del baile, en aquel momento, una mujer no hubiese caído al suelo con una pataleta histérica, reclamando oportunamente la atención, haciendo que se formase a su alrededor un coro de caras excitadas, congestionadas ante sus ojos en blanco.

– A ver, cristianos; el zapato de una María o de un Juan… ¡Venga! ¡Un zapato!

El zapato aplicado a la nariz despertó los sentidos de la accidentada antes de que la llevaran a la calle. Ya luego, el aire ardiente y limpio acabó de espabilarla, y también las palabras y las bromas de los hombres que esperan su turno fuera.

Las mujeres seguían incansables bailando, mientras los hombres se renovaban, cada vez más excitados y sombríos, o más jocosamente alegres por el ron. Dos señoritos ciudadanos se habían mezclado en la fiesta. La muchacha más halagada resultó ser la hija de Vicenta; con su cintura delgada y sus caderas llenas.

Ardía de bonita la muchacha. Detrás de su agitación había un despecho, porque su pretendiente no llegaba nunca. La madre sabía este despecho tan bien como ella, y tenía la saliva amarga; los ojos enfurecidos a la más pequeña insinuación.

– Dicen que Perico el del tendero está bebiendo.

– ¿Y a mí qué se me da?

– Dicen que está diciendo que buen provecho te hagan los señoritos.

La hija de Vicenta se encogía de hombros y bailaba.

Cuando le vio llegar miró para otro lado y se agarró a bailar con el primero que le hizo una seña. Él se quedó junto a la puerta estorbando a los bailarines, con la cabeza baja, en gesto de embestir. Un hombre guapo y moreno, con la faja bien apretada a la cintura, y la cara congestionada de alcohol.

De pronto le dio al hombre como una furia, y Vicenta se puso en pie al verle avanzar entre aquella masa de los bailarines, abriéndose paso entre las parejas y parando el baile.

– A mi novia la querré bailar yo, ¿no es verdad?

– Dispense, amigo, no se enroñe…

La hija de Vicenta miró con rabia a aquel Juan Lanas que no sabía pleitear por sus ojos bonitos, y se entregó sin más al abrazo del pretendiente.

Vicenta volvió a sentarse, con una sensación de orgullo, de ardiente triunfo, mientras los pies de las parejas volvían a levantar el polvo de la tierra, y los oídos se ensordecían, más que con la música de los instrumentos, con aquel taconeo endiablado, subido de tono, frenético, que llegaba a la histeria. Había quien lanzaba gritos. Y de pronto, un grito agudo, y otros; unos gritos salvajes, cortados por un silencio de espanto, la hicieron ponerse en pie otra vez, lanzarse a aquel apretado corro humano. Luego, cuando aquellas gentes le abrieron una brecha entre ellos, fue ella la que gritó, con un grito tremendo, con un aullido como ningún nacimiento ni ninguna muerte de sus hijos le había hecho lanzar.

Ella fue la que cogió a la hija en los brazos, quitándosela a los nombres que la llevaban. La muchacha tenía tres cuchilladas en el cuerpo, y por la garganta se le iba la vida. Se le murió en los brazos antes de que tuvieran tiempo de tenderla en una cama. La sangre de ella le empapó los vestidos a la madre, de tal manera, que las moscas verdes que van a las carroñas, al día siguiente intentaban posarse en el cadáver, y también intentaban chupar en los vestidos de Vicenta la sangre de la hija.

Desde entonces se le hizo amarga Fuerteventura a Vicenta. Aquellos llanos, aquellas peladas montañas, aquella desolada playa de su lugar donde el viento ardiente movía las dunas… Al principio, ella no tuvo conciencia de esta amargura, sino de otras.

En el lugar, dos casas estaban de luto. La suya y la del homicida, que fue llevado a presidio. En la otra casa de luto, en la casa de los tenderos, la única hija que le quedaba estaba encerrada, sumisa al marido y a la suegra, y no vino a verla. Todos los conocidos de aquel lugar y de otros le llenaron la casa y su hija no vino.

Se fue quedando muy sola entre las cuatro paredes recién albeadas. Muy sola en su cama, que no compartía con nadie. Muy sola con sus animales, y con el trabajo de buscarles comida, y muy sola con los atardeceres cuando veía una labor empezada y abandonada en su costurero… Su hija había sido como una señorita, había bordado y había calado. Ella, al ver las labores, veía siempre aquel fino cuello por el que salía a golpes la sangre, el pecho partido por la hoja del cuchillo canario bien hundido hasta el puño.

Una noche de luna llena, un hombre del pueblo se santiguó viendo a una figura oscura y trágica sentada en pleno campo, con las dunas blancas cegadoras detrás. Reconoció a Vicenta y lo contó en su casa.

– Para mí que echaba mal de ojos. Estaba mirando para la tienda.

Dos días más tarde apareció muerta la mejor cabra de los tenderos. A Vicenta le fueron con la noticia, y ella se encogió de hombros. No se le daba nada. Tan entontecida andaba aquellos días, que ni se figuró que aquella desgracia se achacaba a sus artes. A poco le vinieron con la nueva de que a los tenderos se les morían las gallinas a montones, como si alguien les hubiera echado "maleficio"… Desde entonces sí que echó de ver Vicenta que los vecinos la saludaban con recelo, y le quitaban a los chiquillos de delante de los ojos. Le tenían miedo.

Vicenta era entonces, como ahora, alta, canosa, con la cara de barro cocido. En su juventud, con el hambre y los hijos, perdió de un golpe la frescura, pero luego los años no podían con ella. Era más fuerte entonces que de muchacha. Trabajaba en el campo, si había labor para mujer, aguantaba las cargas como un camello. A sus hijas las había cuidado como se deben cuidar las niñas solteras, con todo el regalo que pudo darles, pero ahora no tenía a nadie a quien cuidar. Los chiquillos se escapaban delante de su cara impenetrable, de sus ojos feroces.

Una noche encontró en su casa a una mujer. Estaba en sombra la habitación, pero no tardó en reconocerla ni un minuto… Salió al patio y estuvo echando el agua que traía sobre la cabeza en una lata, a una gran taya donde la almacenaba. Mientras tanto, la visita estaba sentada junto a la mesa, muy enlutada y llorosa.

Volvió Vicenta con una luz y estuvo examinando la cara hinchada de la hija, sus negros cabellos, y las manos, que retorcía una contra la otra.

– ¡Oh! ¿Qué viento te trajo a ver a tu madre, mi hija? Ya, yo creía que tú no tenías madre.

La hija empezó a llorar, a llorar. Vicenta la miraba asombrada.

– Estás preñada, tú. Ya me lo dijeron. A mí me vienen con todos los cuentos.

La hija tenía miedo de ella también. Escondía el vientre, como si sus ojos pudieran maldecirle aquello.

– ¿Para qué viniste?

La hija se le puso de rodillas de pronto.

– Madre, si usted no se va del pueblo, mi marido se marcha a América con el hermano. Madre, mi suegra está maldita, muriéndose. ¿No tiene compasión de mí? Se nos murieron los animales; todo nos sale mal desde aquella muerte… Nadie en la casa tuvo culpa de aquello, sino mi hermana misma… Usted sabe, madre, que con los hombres no se juega. Y ella, ella era…

Vicenta, sin compasión ninguna de aquella mujer gruesa que arrodillada pugnaba por levantarse agarrándose a una silla, la cogió por el moño y le dio dos bofetadas fuertes, sonoras, en la cara.

La vio huir despavorida, dando gritos, entre las casuchas.

Ella pasó la noche sentada en una silla. Al alba se echó a andar por el mismo camino por donde había salido con su hija pequeña el día de la fiesta; el cielo estaba nuboso, y dilataba las narices aquella humedad. Cuando llegó a casa del cura le dijo que quería venderlo todo. Toda la tierra. Todo lo que tenía en el mundo.

Había dejado la casa abierta, y abandonadas las cabras y las gallinas. Abandonado el arcón con los trajes, y el costurero con las labores, y el retrato de su boda… El cura le arregló los papeles de sus ventas, y en ellos le incluyó todo. Cogió una bolsita con dinero que se colgó al cuello, y sin volver la cabeza atrás, fue a Puerto de Cabras. Luego embarcó. Unos meses más tarde, en la Gran Canaria, encontró a Teresa.

Las cosas pasan y se olvidan. Cada día trae sus quehaceres, y se empolvan los asuntos viejos. A la majorera no le gustó nunca recordar aquello. Si recordó alguna vez fue para Teresa. Ahora Teresa había sido desposeída de la vida, tan brutalmente como su hija, y otra vez Vicenta se encontraba sin nadie a quien cuidar.

Detrás de las ventanas subía el calor de aquella noche, amenazando un alba tórrida. La majorera oyó pasar a Honesta a su lado. Vio en el jardín una pequeña sombra. Alguien paseaba bajo la luna.