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En el tranquilo corredor se oyó un portazo. Un ruido inverosímil en la casa sumergida en duelo. No había ni un soplo de aire que pudiera producir corriente para justificarlo.
Marta encontró a su hermano. Ella volvía a la alcoba, y él venía desde su cuarto. José hizo un gesto de sorpresa delante de aquella aparición blanca y demudada. Parecía asustado al tropezársela.
– Creí que estabas durmiendo.
– Ahora voy a acostarme. ¿Cómo está Pino?
– Mejor. Anda a tu cuarto.
Cuando Marta se volvía hacia su puerta, José le puso la mano en el hombro. Tenía la voz cortante.
– ¿Has estado hablando con Vicenta?
– No… Me quedé arriba en la escalera.
Marta miró a su hermano; lo veía mal, porque las luces del corredor no estaban encendidas, y sólo entraba la luna por las ventanas. En la larga figura de José se notaba un cansancio que no tenía otras veces. Marta le dijo:
– Yo no tengo nada que hablar con Vicenta. No me gustan los chismes de las criadas.
José no contestó a esto. Con la mano que tenía en el hombro de la muchacha la empujó suavemente hacia su alcoba. Cuando la puerta se cerró detrás de ella aún quedó pensativo.
Había salido irritado de su propia habitación. La presencia de la madre de Pino le parecía a él que enturbiaba sus relaciones con su mujer. Se había instalado allí, atornillada a la cabecera de la enferma, cogiéndole la mano, charlando, acariciándola. Ella había sido la que inició la conversación sobre la muerte de Teresa; sobre la vergüenza que resultaba tener a la majorera abajo.
– Pepito, no puede ser que esa mujer siga allí a la hora del entierro. Está muy bien que la dejaras quieta antes; pero ahora ya se fueron las visitas. Mañana se va a llenar la casa de gentes. No es decente que esté ni un minuto más.
José se sentía crispado al oír la palabra "Pepito".
– Le voy a pedir un favor, señora: no se meta en mi casa. Vicenta está despedida. Es una bruta, es un animal, si usted quiere, pero tiene derecho a estar aquí. Yo no voy a dar otro escándalo delante del cuerpo de Teresa. Mañana se irá. Si usted conociera a estas gentes sabría que ya ha dicho todo lo que tiene que decir. No molestará más.
Pino enterró la cara en las almohadas. Del cuerpo de ella llegaba su olor joven, la áspera ráfaga de sus cabellos. Dijo en un murmullo desesperado:
– ¡Cállese, madre! ¿No ve que mi marido no me cree? Cree a esa bruja. ¡Ah, pero me alegro de la muerte de Teresa!
Se volvió a José en la oscuridad, se incorporó en la cama. Le desafió a media voz:
– ¡Me alegro!
José trató de tranquilizarse para no contestar violentamente, mientras la madre lloraba.
– ¡Ay, mi hijo, tú no sabes lo que dices!
La ambición de José había sido siempre la de ser un hombre sin nervios. Su padre decía de él que tenía vocación de lord inglés, una vocación completamente fallida porque era precisamente lo contrario de su manera de ser, añadía Luis Camino. Cuando decía estas cosas, José le odiaba.
José, que estaba sentado a los pies de la cama, irguió los hombros. Dijo de la manera más fría posible, con la intención de hacer daño a su mujer:
– Hay una cosa que puedo hacer por ti. Pedir la autopsia del cuerpo de Teresa.
Entonces fue cuando Pino se desprendió de los brazos de su madre, y gritó a todo pulmón, histérica:
– ¡Si dices algo más, me mato! ¿Oyes? ¡Me mato!
Se revolvió, feroz, luchando contra su madre, sollozando. José se puso en pie. Sintió que un sudor frío le empapaba la camisa. Necesitaba estar solo con aquella mujer. No había estado solo ni un momento con ella desde que llegó de Las Palmas aquella tarde. Siempre visitas, o don Juan, o la madre. Era su mujer. Suya, su propiedad. Tuvo ganas de coger a la madre por el cuello y echarla de la alcoba. Solos los dos, sabrían explicarse.
– Ve a buscar a don Juan, Pepito. Le va a dar un ataque.
Pino, vencida otra vez, echada contra las almohadas, gemía.
José no hizo nada de lo que deseaba en aquel momento. Tampoco sabía exactamente su deseo; quizá quería abrazar a Pino, como después de los histéricos ataques de celos que le daban a ella… Sólo sabía de cierto que aquella endemoniada mujer gruesa le estorbaba la acción, enturbiaba el aire.
Salió de la alcoba dando un portazo. Este gesto brutal le alivió apenas. Sudaba. Se metió los dedos entre el cabello húmedo. Cuando oyó unos ligeros pasos y levantó la cabeza, su hermana se le presentó a los ojos como una aparición. Casi tuvo un escalofrío al verla. Se había olvidado de la niña en todo aquel horrible día. La consideró, irritado, con su figura, su peso, su vida. Le pareció que la chica había hecho un gesto de espanto al verle, y a su vez tuvo miedo de ella. Cruzó unas cuantas palabras con la muchacha y su voz de jovencilla le tranquilizó.
Empezó a bajar las escaleras, como había hecho innumerables veces, desde aquella tarde. Se detuvo, fascinado, a su mitad, mirando. Un olor podrido y dulzón venía de todas aquellas flores, de aquel féretro. La oscura sombra de la criada seguía allí. No se había movido ni un momento. Parecía imposible que un cuerpo humano pudiera aguantar tanta inmovilidad. José se sintió rendido. Teresa también estaba allí, muerta. Era extraño; llevaba horas ocupado en aquella muerte, en su ceremonia, en sus violentas complicaciones, pero en Teresa no había pensado.
Sus pasos se hicieron despaciosos, pesados, al continuar bajando los escalones. Se le puso el cuello tieso; no quería mirar más, y tenía la idea de que unos ojos le acechaban.
La oscuridad del pasillo le reconfortó. Apareció con una cara tranquila en la puerta de la salita de música, y frunció el ceño con disgusto.
El ambiente no podía ser más despreocupado. Aquel pintor cojo amigo de sus tíos parecía encontrarse a sus anchas. Se había quitado la chaqueta y con la mayor tranquilidad se había aflojado la corbata y arremangado la camisa. Jugaba al ajedrez con don Juan.
El viejo médico también había perdido la dignidad; no tenía las mangas de la camisa subidas; pero se había quitado la chaqueta igualmente y el sudor le manchaba la fina tela blanca. Tenía una cara congestionada y triste, como de borracho, y estaba absorto en el juego. Su enorme humanidad llenaba gran parte de la habitación.
Hones se apoyaba en el respaldo de la silla de Pablo. A veces decía alguna palabra referente al juego, pero se veía que estaba interesada por otras cosas. José pudo apreciar de un golpe, y le pareció repugnante, que rozaba a veces disimuladamente su cuerpo contra la cabeza y los hombros del pintor.
Como en una fiesta, los ceniceros estaban llenos de colillas. Había tazas de café por todas partes. Daniel, vestido de oscuro, con su triste barbilla huidiza y sus cabellos pulcros, daba una nota de dignidad a la escena. Tomaba, silencioso y anonadado, una taza de infusión.
La voz de José, que él hubiera querido firme y tajante, le salió estridente:
– Don Juan, siento interrumpir el entretenimiento, pero le necesito para Pino.
Don Juan parpadeó:
– ¿Eh…? Sí, hijo; ahora mismito.
José se cruzó con la mirada de Pablo. En aquel amigo de sus parientes encontraba él algo singularmente desagradable. La chispa que brillaba en sus ojos al mirarle, a José, le hizo enrojecer de aquella manera violenta, descarada e inevitable con que se le teñía la piel hasta los ojos. En aquel mismo momento supo a quién le recordaba Pablo. Se parecía a su padre, Luis Camino. No era que físicamente tuviera ni un solo punto de contacto; aquel peludo y moreno Pablo era el reverso de la medalla de Luis, que había sido rubio y de facciones correctas. El parecido estaba en la manera de moverse, y en cómo lo miraba.
Don Juan se dirigía a la puerta.
– Por ahí -dijo José.
Indicó a media voz la dirección del pasillo contraria al comedor.
El pasillo terminaba en un cuarto de baño, una especie de salón destartalado, que servía al mismo tiempo de cuarto de armarios. Esta habitación tenía salida directa al jardín.
– Quiero hablar con usted. Luego, si le parece, suba a ver a Pino. No hay más sitio para estar solos que el jardín.
La bañera estaba atestada de flores cortadas. Había habido una verdadera furia en cortar flores para el cadáver de Teresa y allí se acumulaban las restantes. Las flores y la humedad hacían grato y fresco el paso por aquella habitación. Afuera, en el jardín, les volvió a oprimir el calor y la luz nocturna.
Don Juan miraba pensativo al suelo mientras andaba.
– Dime, mi hijo.
José sintió en aquel tono de voz que el viejo y grueso caballero estaba abatido. Esto le alegró. Había sido una impresión desagradable verlo jugando a su ajedrez como si no sucediese nada. Tenía necesidad de impresionarle. Cuando el médico se volvió a José, esperando, encontró una cara seca de hombre importante y consciente. -¿Cree usted que debo pedir la autopsia de Teresa?
Don Juan hizo un gesto como quien va a lanzar un suspiro.
– Te estaba viendo venir… Primero quieres echar a patadas a Vicenta para que se diviertan los extraños. Ahora quieres mandar a hacer la autopsia…
– Quiero saber exactamente cómo murió.
– Yo no la vi morir, ni nadie… Pino la encontró en su sillón. ¿Para qué hablar de eso otra vez? ¡Pobre Pino!
José andaba por el jardín con unos pasos más largos de lo que don Juan podía seguir sin esfuerzo. Al darse cuenta se detuvo junto a unos macizos de geranios, en un límite del jardín con la finca. Contempló las vides bajo la luna.
– Si hay algo extraño, tengo derecho a saberlo, por mucho que quiera a mi mujer… Usted dijo que ella hoy no era responsable de sus actos…
Don Juan movió la cabeza. Sacó un cigarro de sus bolsillos, y le temblaban las manos al encenderlo.
– ¿Para eso me trajiste aquí? Yo te digo que hagas lo que te dé la gana… Pero yo soy un hombre honrado. Teresa era hija de mi mejor amigo. La vi nacer, y he firmado su certificado de defunción. No querrías tú a Teresa más que yo.
La voz de don Juan sonaba a conmovida, pero José era insensible en aquel momento a lo que no fuesen los pensamientos que le corrían bajo el cráneo. Siguiéndolos, dijo sin transición:
– Hay que pensar en otra persona.
– ¿Quién?
– Mi hermana.
José había arrancado una hoja de malva. Tuvo tiempo, antes de que contestara el médico, de aplastarla contra su mano; su grato y punzante olor se le metió en la nariz.
– ¿Qué le pasa a tu hermana…? ¿Te dijo algo, acaso? Yo hablaré con ella.
– No. Estaba yo pensando que ahora es la dueña de todo esto.
– Bueno, ¿y qué?
José no sabía expresar con claridad sus pensamientos. Había querido decir: "Ahora, si ha oído a la majorera, puede tener miedo de que deseemos su muerte por la herencia". No se atrevió a decirlo. Repentinamente don Juan le molestó. Sobre todo cuando empezó a hablar otra vez.
– Tú has pensado ya mucho en Teresa y en su hija durante toda la vida, José. Eso, si me lo permites, no es natural, mi hijo. Tú lo que debes pensar es en Pino. La pobre niña ha sufrido y se ha desquiciado aquí dentro. Debes llevártela a Las Palmas y tratar de distraerla.
José vio al médico como un entrometido. Aquel viejo era como una prolongación de su suegra. Él le había metido a Pino en casa, y había apadrinado sus bodas. Se creía con demasiados derechos. Ni por un momento querían darle la impresión de que se iba a dejar manejar por él. José tenía los pantalones bien puestos en su casa, y le importaba mucho que don Juan lo supiera.
– Yo no me voy de la finca. Puede decírselo a Pino y a su madre. Tengo la intención de comprar esta casa… cuando pueda. Pino se queda aquí conmigo. No pienso cambiar esta casa por ninguna otra. Se lo puede decir.
Todo aquello resultaba mucho más apasionado de lo que él quería. Siempre le salían las cosas así.
Don Juan le tocó en el hombro, con unos golpecitos que a él se le antojaron despreciativos.
– Mira, yo voy a subir a ver a tu mujer. Después voy a buscar un rincón donde acostarme; creo que lo estoy necesitando hace rato. Mañana, tú y yo estaremos más tranquilos, mi hijo.
José le vio alejarse hacia la casa sintiendo opresión en el pecho. Siempre tenía la sensación de que le dolía aquel estrecho pecho suyo.
Se había portado como un idiota. Don Juan nunca dejaba de considerarle como un chiquillo algo desquiciado. Lo había dejado plantado, tranquilamente, harto de él.
Se echó a andar como un alma en pena, sin prisas, sin fijarse adonde iba, entre las vides de la finca. A veces lo hacía las noches en que tardaba en venirle el sueño. Buscó instintivamente los senderos más duros, trillados por el paso, entre la aspereza movible de la lava, tan molesta para andar, donde se hundían los zapatos. Lo mismo que a Marta, a José le gustaba andar. Lo hacía mecánicamente cuando tenía alguna preocupación. Estas cosas de él no las entendería nunca Pino. Pero tenía la idea muy arraigada de que tampoco era necesario. Pretender que la mujer propia entienda a su amo y señor le parecía tan ridículo como pretender que nos entienda enteramente un perro favorito.
"Fallido… Un lord fallido."
José sabía que su padre tenía razón. Desde chiquillo se había esforzado en dominar los nervios. Su apariencia fría no engañaba a nadie. Era difícil que los hombres lo considerasen importante en ninguna circunstancia de la vida. No sabía por qué era esto, pero así resultaba siempre. Por eso no encontraba amigos, fuera de las relaciones puramente de negocios. Y aun así tenía la sensación de que todos trataban de burlarse de él. El tono protector de don Juan al despedirse le escocía.
Los pasos le llevaron bajo la sombra de una higuera solitaria en el campo. Se sentí en una de las raíces salientes. Le parecía que la noche había pasado ya del punto de su máximo esplendor. No tenía idea de qué hora podría ser. No sabía cuándo comenzaría el alba.
Desde allí veía la casa. Veía un tenue resplandor rojizo entre los árboles indicando que aun ardían cirios en el comedor. José había querido el lujo máximo en la instalación de la capilla ardiente de Teresa.
Pero no había pensado en ella. No había pensado en ella en verdad hasta que un rato antes bajó las escaleras frente a su cuerpo, y se detuvo a mirarla.
Ahora se sintió cansado, abatido, hasta con ganas de llorar como si hubiera sido un niño. Como el día en que su padre le presentó a Teresa. Eso había recordado al bajar la escalera. El día que la había conocido.
Tragando saliva, al pensar en aquel día, José se recordó sin compasión como una especie de espantajo. Un muchacho largo, con unas piernas amarillentas que salían ridículas de unos inadecuados pantalones cortos.
Iba vestido de luto aún por la muerte de su madre. Llevaba un traje teñido y lleno de manchas. Este descuido de su ropa y su gran fealdad le hacían sentirse torpe y desgraciado. Luis no parecía preocuparse lo más mínimo por la indumentaria de su hijo, y José callaba siempre las bromas de los compañeros de estudios, un calvario que padecía sufridamente. Tenía la impresión de que Luis lo sabía, sin importarle, y de que le hubiera contestado a sus confidencias con un distraído: "A mí no me sucedería eso"; "Ya tienes edad de defenderte".
En aquella época vivían los dos solos en una casita terrera, casi sin muebles. Al pensar en ella, José volvía a oír el ruido del mar que se estrellaba a las espaldas de aquella casa. Su madre, pobre mujer, había muerto allí.
Estaban absolutamente solos. Ellos mismos se hacían las camas y la comida. Luis y él amontonaban platos sucios en el fregadero de la pequeña cocina durante toda la semana, y por las noches era imposible entrar en aquella cocina sin oír el vuelo de las cucarachas. Aquellos bichos de país cálido se comían las ropas y los libros, que Luis no había sacado aún de su cajón de embalaje. Cada ocho días venía una mujer a hacer un poco de limpieza y era admirable que Luis conservase siempre su aspecto pulcro y cuidado de señor con aquella vida.
Se acordaba José de aquella tarde en que su padre le había recomendado que "se pusiera guapo" porque lo iba a llevar a casa de su novia.
Mientras Luis se afeitaba, José, sentado al borde de la cama, en que las sábanas enseñaban desoladamente su suciedad, se estaba poniendo los calcetines.
Hacía años que había olvidado aquella habitación y esta noche le parecía sentir otra vez el olor descuidado que había en ella, las manchitas de sangre que salpicaban las ropas invadidas por las pulgas. Toda aquella repugnancia, todo aquel desorden.
La mujer que los cuidaba se ocupaba principalmente de la ropa personal de Luis; y casi de nada más. Aquellos calcetines que se estaba metiendo tenían muchos agujeros por los que salían los dedos pálidos. Eran unos calcetines negros que se le desteñían en el pie, y se le acartonaban cuando los usaba días y días, sin esperanzas de encontrar otros para mudarlos. Los sujetó con unas ligas bajo las rodillas, estirándolos sobre las feas piernas donde un vello rojizo quitaba toda idea de infantilidad. Los zapatos eran fuertes, en buen estado, y cubrieron piadosamente la suciedad y los agujeros del calcetín.
Oyó canturrear a su padre en el cuarto de baño. A Luis no le importaba lavarse en agua fría, y alguna vez había querido obligar a José a ello, pero al cabo se cansó de producir terror al chico, y lo dejaba vivir a su manera, con el cabello rubio muy alisado por el cepillo y las orejas con mugre.
Cuando Luis volvía tarde por las noches encontraba a José estudiando y a veces llorando sobre los libros. Iba a la Escuela de Comercio, pero las lecciones no le entraban. Ahora sabía José que no era tan tonto en aquella época, como le decían los ojos de su padre, ni como él mismo había llegado a suponer. En aquel tiempo tenía décimas, estaba al borde de una grave enfermedad y su cerebro no le respondía.
Mientras oía cantar a su padre se sintió a la vez fastidiado y deprimido. "El viejo loco", pensó. Esta locución canaria que había adoptado le aliviaba mucho al aplicársela a Luis; siempre, desde luego, en su pensamiento, porque nunca se había atrevido a levantar la voz ni a replicar delante de Luis. José sabía que su padre iba a hacer una boda por interés. Se lo había declarado con su cinismo de siempre.
– Si consiento en este disparate es por ti, quiero que los sepas. Yo he sido siempre una calamidad, pero a tu madre la he querido y ella tenía la obsesión de tu porvenir.
Una tristeza negra llenaba a José mientras imaginaba a una vieja solterona acechando, aquella tarde, la visita de los dos para prodigarle zalamerías mientras esperaba el momento de cogerlo entre sus manos y manejarlo a su gusto. No se hacía ilusiones respecto a madrastras convenientes. A pesar de su juventud, José no se hacía grandes ilusiones sobre nada. Había llorado lágrimas muy amargas con sus ojos desteñidos en lo que llevaba de vida. No se atrevió tampoco a decirle a su padre que era preferible la pobreza casi miserable en que vivían, que la abundancia en casa de una mujer desconocida, que seguramente estaría todo el día echándoselo en cara. Antes de venir a Canarias con su padre, José ya había probado, durante una temporada espantosa, lo que era comer de caridad. Le mandaban dos veces al día a casa de su abuela, y en aquella mesa había oído las más enconadas y envenenadas discusiones sobre el porvenir de sus padres y el suyo propio. La última faena de Luis había sido un desgraciado negocio que pagaron en metálico los tíos y la abuela. A la hora de las comidas volcaban su mal humor mortificando al muchacho.
José fue a peinarse delante del único espejo de la casa y quedó embobado mirando su gran nariz rojiza de pecas. Luis le gritó magnánimo:
– ¡Puedes usar mi fijador!
Antes de salir le echó una ojeada y alzó las cejas sin hacer comentarios. José se notó enrojecer, y sintió que aborrecía a Luis por la burla de sus ojos.
No le pareció extraño que su padre le condujese a una casa del barrio antiguo, ni que les hiciesen pasar a los dos a un salón con los postigos entornados para que el sol no estropease los muebles. Esperaba ya entrar en una casa rica. Se sentó al borde de una silla, mirando hacia el suelo, y sintiendo desagradables golpes en el corazón parecidos a los que le acometían cuando le llevaban a casa del dentista.
Olía a flores en la sala. Fue una sensación agradable. A flores y a suelo encerado. Todos los jarrones estaban cargados de flores frescas. Siempre, en los años siguientes, relacionó a Teresa con este olor limpio y rico de los suelos encerados y las flores.
En seguida se abrió la puerta, y José se puso en pie. Su sorpresa fue tan grande que le hizo tomar una expresión de idiota.
Teresa aparentaba algunos años más de los dieciocho que tenía entonces. Le gustaba vestirse muy de mujer exagerando la moda. Por entonces se recogía los cabellos en un moño de maravilla que a José le costó un silencioso disgusto cuando, pocos años más tarde, lo cortó sin piedad para peinarse a lo garlón. José no imaginaba que fuera poco mayor que él aquella mujer radiante, pero sí le pareció la misma juventud.
– Déjame ver… ¡Pero si esto es un hombre…! Luis, te mato si no encargas unos pantalones bajos al niño.
Decía las cosas con una naturalidad y un gracejo que al muchacho le dejó encantado. Maravillado y conmovido desde su silencio, vio moverse a Teresa. Vio que trataba a su padre con una desenvoltura y un ardor que en aquel tiempo resultaban inconvenientes en una señorita bien educada. Tenía maravillosas las pestañas y la risa. Estaba tan enamorada de Luis, que desde aquel momento José tuvo celos. Cuando se marcharon, Teresa, cariñosamente, le pasó a José los dedos entre el cabello, y él se sonrojó, frunciendo el ceño, huraño y conmovido hasta los huesos.
Después de conocer a Teresa, José conoció la finca que tenía esta noche ante los ojos. Era entonces una casa antigua, bastante abandonada, con bodegas y lagares para el pisado de la uva. Teresa hizo de arquitecto y puso toda su cabeza y su actividad en que quedara bonita y acogedora para vivir en ella por lo menos unos años, ya que el chico tenía décimas y lo necesitaba.
En aquella casa conoció José por primera vez lo que era una vida sólida y feliz. La presencia de Teresa imantaba aquella vida de un encanto singular. Pero después fue la misma finca, sus labores, el paisaje que se veía desde el jardín lo que llegó a prender el alma de José. A veces se despertaba sudando y soñando que alguien le obligaba a marcharse de allí.
Fue como una pasión que empezaba a crecer en secreto, y que él unía a las emociones que le provocaba la presencia de su madrastra. De Teresa le gustaban hasta los enfados ruidosos que tenía a menudo por cualquier cosa. Le gustaba verla atormentada por los celos que sentía de Luis. Aquel hombre, mucho mayor que su mujer, no le hacía gran caso. Pasaba todo el tiempo posible lejos de ella. A Teresa le contaban que tenía amantes. Ella llegó a utilizar a José para que averiguase la verdad de tales historias, y el chico, sombrío y sintiéndose a un tiempo muy importante, le contaba todos los chismes que podía recoger en la ciudad acerca de su padre. Luego veía llorar a Teresa, enfadarse con Luis, y encerrarse en interminables charlas con la majorera.
Luis decía que Teresa era una mujer primitiva y sin dignidad alguna.
José vivió varios años interesado por la expresión cambiante del rostro de Teresa. Como todos los seres a los que consume una pasión, ella parecía a veces desgraciada, a veces tan feliz que a José le causaba rubor. No podía soportar verla besar a Luis.
A él, personalmente, Teresa le mimaba y le consentía. Parecía tener una idea muy clara de que los hombres son seres que necesiten ser protegidos y cuidados amorosamente. En la mesa, ella misma les servía los platos, quedándose la última. Este natural servilismo hacia ellos, a Luis le fastidiaba; a José le esponjaba el corazón. Por otra parte, Teresa exigía piropos a su propia persona, y atenciones constantes, exclusivas, que Luis no le concedía siempre. Le parecía que todos los que estaban a su alrededor eran en cierta manera propiedad suya, pero al mismo tiempo y por eso, los defendía briosamente. A José lo defendía delante de Luis cuando el pobre se burlaba de él por su poco aprovechamiento en los estudios.
– Yo te digo que el niño vale. Tú lo vas a hacer un tímido con esa manera de tratarlo.
Teresa fue la primera persona que creyó en él, quizá la única.
José se sintió desposeído cuando nació Marta. No era muy agradable ver a su madrastra extasiada con aquella muñeca, dándole el pecho y jugando con ella. No era agradable tampoco pensar que a aquella niña, el día de mañana, le pertenecería todo lo que José disfrutaba como suyo: la casa, la finca.
Teresa, que siempre tenía intuición para los estados de ánimo de los que ella llamaba los "suyos", se dio cuenta de que José estaba tristón, y por aquella época se empeñó en que su padre le metiese a trabajar en la casa comercial. El muchacho era ya un hombre.
Se había cogido la cara con las manos, pensativo. Apoyaba los codos en sus piernas. Ahora no veía más que la sombra negra, inmóvil, de la higuera recortándose en la luz de la luna sobre el campo.
Las dos cosas más importantes de su vida fueron el encuentro con Teresa, y el encuentro con aquel pedazo de tierra, con esta finca. Durante mucho tiempo estas dos cosas estuvieron confundidas dentro de él. Cuando su madrastra enfermó, José se había desesperado. Quiso quedarse allí, en la finca, con Teresa y por Teresa.
Levantó los ojos de nuevo hacia la casa, hacia el resplandor rojizo entre los árboles. "¿Por ella?" La había olvidado tanto en el paso de los años viviendo a su lado, que tenía que afirmárselo a sí mismo, convencerse de su sinceridad, como había convencido a todos. Se había quedado en la finca cuidando a Teresa, por amor a Teresa.
Enderezó la espalda, la apoyó en el tronco rugoso. Quiso evocar el sonido de la voz de Teresa, la calidez de sus ojos y de su risa, y no pudo. Hacía mucho que dentro de él había muerto aquella mujer, cuyo cadáver se velaba esta noche. Él no podía decirse desde cuándo sucedió esto. Quizá desde que conoció a Pino.
Se dio cuenta de que este amor, en un tiempo tan sincero, tan desinteresado, tan profundo como jamás volvería a sentir otro, se había ido convirtiendo en una máscara bajo la que crecía la pasión por esta casa y el deseo de hacerla suya, de que sus hijos nacieran en ella cuando ya pudiese llamarla de su propiedad. Él no deseaba hijos, por el momento, pero pensaba en ellos siempre, como si alguien le dijese exactamente en qué año de su vida, a voluntad suya, estarían esperándole para admirarle y seguir su obra y respetarle.
Todos los recuerdos de su vida afluyeron a esto, todas las angustias de su niñez y de su adolescencia. Hasta aquel rencor admirativo que guardaba a su padre contribuía a esta pasión; hasta aquella desesperación de juzgar a Luis como la personificación viviente de lo que él no quería ser: bohemio, despreocupado, perezoso y al fin borracho y cínico; y al mismo tiempo de envidiarlo por guapo, por brillante, por ser el amado de una mujer como Teresa, y por tener aquel poder milagroso de herirla con un gesto, de enloquecerla de celos o de hacerla brillar de felicidad.
Esto es, un José serio, trabajador, ahorrativo hasta la avaricia, marido celoso de quien desde el primer momento supo demostrarle celos. Nadie antes que Pino había tenido celos de él jamás. Quizá por eso la quiso. Pino era, como había sido Teresa, una mujer primitiva.
"Esto" era sobre todo, un José enamorado de aquella casa y aquella tierra que habían llegado a constituir una obsesión de su vida, que se parecían los cimientos sobre los que él tendría que construir su familia, su continuación, su seguridad. Quería que los hombres como Luis Camino volviesen la cabeza hacia él, no con ironía, sino con respeto y con admiración, dándose cuenta de su impotencia para ser como era José, firme y sólido como una roca.
Hizo un gesto de impaciencia recordando los histerismos de Pino respecto a la finca. Él no hacía caso de estas cosas propias de mujer. Pensaba que las mujeres se doblegaban con facilidad si se las trata con mano dura y se las satisface sexualmente. Era bien estúpido el viejo don Juan al empeñarse en que él no quería entender a su mujer. Cuando Pino tuviese un hijo defendería aquello que sería patrimonio de su hijo aun mejor que él mismo.
Se sonrió. Volvió al recuerdo de Teresa cuando tenía a su niña pequeña. La había visto enfurecerse como una gata si Luis le daba azotes. Hubiera sido capaz de defenderla hasta la muerte.
Una idea imprudente se le deslizó detrás de este pensamiento, y le puso nervioso. "Hasta la muerte y quizá más allá", se había dicho, y había sentido miedo. Teresa era tan fiera debajo de su dulzura, tan constante en sus afectos… Trató de reírse de sí mismo. Pero al fin y al cabo, desde que encontró a su hermana en el corredor y pasó luego ante el cadáver de la madre, ¿no era esta idea, la idea de que Teresa desde algún lugar ahora veía, observaba, se enfurecía como ella sabía hacerlo, la que tanto le había turbado? Se puso en pie con brusquedad.
La calina encendida de luna ponía un fantástico vaho en el paisaje. Con los ojos bien abiertos José creyó ver sombras blancas. Una sombra blanca, alta, viniendo hacia él sobre las vides enlunadas.
Parpadeó. Se dijo que tenía un miedo de niña histérica. El campo estaba solo, absolutamente solo, bajo el calor y la luna. Se destacaban en negro la silueta de una palmera aislada, dos o tres higueras, una fila de taharales junto al camino. Muy clara la avenida de eucaliptos, la masa compacta del jardín.
La sombra blanca tembló y pareció levantarse y deshacerse de nuevo delante de sus ojos.
Espantado, tardó unos segundos en empezar a andar hacia la casa. Furioso con él mismo se detuvo a los pocos pasos. Se limpió el sudor de la frente. Tenía la sensación de que alguien le estaba mirando, con una mirada que traspasaba su ser entero hasta lo hondo y oculto de su corazón. Aquella mirada escocía ardientemente en su pecho como la picadura de un tábano. Rápidamente, enloquecidamente, empezaba a hablarse a sí mismo en alta voz:
– ¡Este miedo es ridículo! Jamás hice nada de lo que tenga que arrepentirme. He ahorrado para comprar esto. Pero si me asusté al ver a Marta esta noche bien sabe Dios que fue por miedo de que ella pudiese pensar lo que no hay. No le deseo ningún mal. No quiero meterla interna, ni mortificarla. A ella la finca no le importa. Quiere irse; esa es la prueba de que no le importa. Tampoco quiere casarse. Ese tipo era un idiota que sólo buscaba su dinero. Yo lo sabía bien. Yo no soy inhumano.
Se dio cuenta de que en realidad estaba hablando con Teresa. Sus nervios le traicionaban siempre.
La soledad, el silencio le envolvían. Ni los perros ladraban en esta noche demasiado calurosa. Aquella picadura interna escocía. Apretó el paso hasta tropezar con los geranios que bordeaban el jardín separándolo de la finca. Allí sintió que se tranquilizaba. No comprendía siquiera lo que le había pasado. Soltó a media voz una palabra fea mirando hacia la luna.
– Una noche así es capaz de enloquecer a un hombre.
Oyó el gotear de la fuente entre la sombra del jardín, y aquel ruido de agua le refrescó la garganta seca. La luna en su declive enrojecía. Dicen que la luna roja trae viento. Quizá quedaran pocas horas del angustioso tiempo de Levante.
Volvía a ser él mismo. Allí, en la casa tan cercana, Teresa no era nada. Un cuerpo pudriéndose entre el calor y las flores. Allá arriba estaba Pino en su cama, con los ojos abiertos, asustada, esperándole. ¡Qué miedo tenía! ¡Qué miedo! Bien sabía él que ella no era capaz de ningún crimen. Pero vivía horas espantada de la majorera, espantada de que él creyese… La sintió tan próxima como si la estuviera abrazando, respirando su olor, rozando sus mejillas contra los cabellos ásperos. Siempre la deseaba mucho. Casi con desesperación.
Se enfrió repentinamente al recordar que al lado de Pino estaba su gruesa madre. Tuvo hasta un rasgo de humor pensando en que en un caso semejante Luis Camino no se hubiera andado con chiquitas. Hubiese mandado al ama de llaves del médico a dormir con el viejo señor en el cuarto de huéspedes.
– "Todos sabemos que se acuesta usted con el viejo. Pues, ¡hale, no estorbe!"
Pero él no era Luis Camino. Daniel estaba solo en el cuarto de música, adormilado en el diván. Se despabiló muy de prisa cuando José apareció mirando desde la puerta ventana. Tartajeó:
– ¿Nos buscabas? Matilde se durmió en el banco del jardín, la pobre.
Miró a su alrededor, como si esperase encontrar más gente, muy apurado de estar solo y dormido delante de la severa mirada de su sobrino. Este hombre en otros tiempos había humillado a José con su despectiva voz aflautada. Pero ahora las cosas tenían otro aspecto y era él quien desde que llegó a la isla se sentía desconcertado por José. Él era el ridículo, el que quedaba en inferioridad. José cruzó la habitación y se sentó frente a su tío, mirándole con una media sonrisa, disfrutando de la expectación del otro hombre.
A José la presencia de Daniel le sugirió una idea, y según iba hablando, llegó a parecerle que esta idea había estado latente en él toda la noche desde que escuchó la salida de tono de la majorera. Quizás era de eso de lo que había querido hablar con don Juan un rato antes, cuando enfocó tan mal la conversación.
– Quería hablarte a ti, Daniel. Tengo que decirte que no se van a marchar ustedes el día doce.
– ¿Eh? ¿Cómo? ¡Hijo! ¿Qué van a decir las damas? ¿Por qué?
Todo aquel cuarto donde estaban tenía un aire de cansancio, de abandono, que parecía rechazar la protesta como una cara fatigada. Daniel no se atrevía a levantar la voz.
A la luz de la pantalla verde cerca de la que se había sentado, José le daba a Daniel la impresión de un cadáver. Sus dientes eran horribles al sonreír. Mucho mejor que si estuviese serio.
– Ya has oído las magníficas barbaridades que ha soltado nuestra Vicenta junto al cadáver de Teresa. La gente hablará. Si después de esto yo retengo a mi hermana conmigo, y por casualidad le diera a la chica por enfermar y morir, la vida se me haría imposible.
– ¿No estaba antes en un convento? Aún es muy joven.
José se revolvió, molesto:
– Ya he pensado… No es tan joven. Ahora termina el Bachillerato. Las gentes hablarían también. Por mí, no me importa, pero tengo que pensar en mi mujer…, y en los hijos que más adelante tendremos.
– Bien, sí. Pero nuestro viaje… No veo… Matilde está impaciente por abrazar a su madre.
– Ahora voy a eso. Marta se marchará con ustedes. Me lo ha pedido mil veces… Antes yo no lo consideraba conveniente. Ahora creo que será lo mejor. Ella se llevará una alegría cuando se entere mañana.
José se enderezó en su asiento. La lámpara verde iluminaba un trozo de pared enteramente cubierto por fotografías antiguas. En ellas aparecían los abuelos de Marta, numerosos parientes desaparecidos, y quizá Teresa de niña. José continuó:
– Las cosas hay que hacerlas bien. Tampoco quiero que se marche a los cinco días de morir su madre. Eso despertaría habladurías, y con razón. Sin contar con que le conviene examinarse aquí de su último curso. A ustedes les da igual un mes más en la isla. Dentro de un mes o mes y medio, será buena fecha para la marcha. ¿Qué dices?
Evidentemente no esperaba una negativa. Su tono no era de consulta, sino de afirmación. Daniel frunció su boca. Miró con aquellas bolas azules apagadas de sus ojos al sobrino. Todo él expresaba un cansancio absoluto.
– Eres admirable, hijo. Parece imposible que en una noche como ésta, con tantas preocupaciones, puedas pensar en este asunto y resolver hasta sus menores detalles. Te confieso que yo en tu lugar estaría aturdido.
En verdad, sin ponerse en lugar de José, Daniel esttaba aturdido. Seguía sentado en el borde de la cama turca sin mucha seguridad de no estar durmiendo aún.
José se levantó con un gesto cansado y satisfecho al mismo tiempo, como quien cierra una carpeta al terminar el trabajo del día.
– Voy con mi mujer.
Se detuvo un momento después de esta afirmación. Vaciló, frunciendo el ceño en la puerta; y Daniel, que estaba impaciente por volverse a echar en el diván, sintió cierto pánico. Quizá José quisiera hacerle nuevas recomendaciones. Carraspeó. Él no podía saber que José estaba detenido por una extraña aprensión al pensar en aquel largo camino que le esperaba pasando por delante del féretro, hasta llegar a la alcoba oscura, empapada de nerviosismo y de angustia, custodiada por aquella mole charlatana a la que de alguna manera iba a sacar de allí.
Dio una ojeada a la salita, tan desordenada y vacía. Dijo con acritud:
– ¿Qué es del amigo pintor? ¿Dónde puede estar durmiendo?
Daniel movió la cabeza.
– No lo sé. Tal vez esté en el jardín. Tal vez las criadas le hayan buscado algún acomodo.
José dio unos golpecitos en el hombro de Daniel.
– Tú procura descansar. En cuanto a lo que hemos hablado, es cosa absolutamente decidida. Mañana me darás los pasajes para devolverlos.
Se acercó a la puerta que conducía al interior de la casa, y Daniel vio cómo la abría y cómo desaparecía luego tragado por la oscuridad del pasillo.