38670.fb2 La Isla Y Los Demonios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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PRIMERA PARTEI

Este relato comienza un día de noviembre de 1938. Marta Camino llegó hasta el borde del agua, en el muelle en que debía atracar el correo de la Penín sula. Su figurilla de adolescente se recortó un momento a contraluz, con la falda oscura y el jersey claro, de mangas cortas. El aliento del mar, muy ligero aquel día, le empujó los cabellos, que brillaban cortos, pajizos. Se puso la mano sobre los ojos, y toda su cara parecía anhelante y emocionada. El barco, en aquel momento, estaba dando la vuelta al espigón grande y entraba en el Puerto de la Luz.

La bahía espejeaba. Una niebla de luz difuminaba los contornos de los buques anclados y de algunos veleros con las inútiles velas lacias. La ciudad de Las Palmas, tendida al lado del mar, aparecía temblorosa, blanca, con sus jardines y sus palmeras.

El gran puerto había conocido días de más movimiento que aquellos de la guerra civil. De todas maneras, cajas de plátanos y tomates se apilaban en los muelles dispuestas al embarque. Olía a paja, a brea, a polvo y yodo marino.

Las sirenas del barco empezaron a oírse cortando aquel aire luminoso, asustando a las gaviotas. El buque se acercó lentamente en el mediodía. Venía, entre la Ciudad Jardín y el espigón grande, hacia la muchacha. Ella sintió que le latía con fuerza el corazón. El mar estaba tan calmado que, en algunos trozos, parecía sonrosarse como si allí abajo se desangrase alguien. Una barca de motor cruzó a lo lejos y su estela formaba una espuma lívida, una raya blanca en aquella calma.

De repente, cuando se empezaban a distinguir con claridad las atestadas cubiertas del barco y hasta surgían algunos pañuelos, Marta se dio cuenta de que había mucha gente junto a ella, detrás de ella, a su lado, aglomerándose para saludar aquella llegada. En aquellos tiempos el correo de la Península venía siempre lleno de soldados con permiso desde el frente.

José Camino, un hombre alto, flaco y rubio, cogió del brazo a su hermana y la apartó de aquel borde del agua.

– ¿Estás loca? Pino se está poniendo nerviosa; dice que te vas a caer.

La hizo retroceder unos pasos, y ahora quedó la muchacha entre su hermano y su cuñada. Entre los dos parecía insignificante e infantil.

En realidad, Marta tenía la misma estatura que Pino, que era una mujer bien plantada, joven, morena, de caderas amplias y cintura muy breve, vestida con lujo rebuscado algo impropio de aquella ocasión y aquella hora. Pino llevaba unos tacones altísimos y Marta sandalias bajas; esto la hacía parecer más pequeña junto a la otra mujer.

José resultaba un hombre serio, importante. Era más rubio y más blanco que su hermana; su piel parecía la de un nórdico, porque no se tostaba. Se enrojecía a cada instante, por la influencia del aire o del sol, o simplemente de sus emociones. En nada más que en el cabello claro se parecían Marta y él, afortunadamente para la muchacha. José tenía algo extraño y como muerto en las facciones. Su nariz era enorme, caída. Sus ojos, saltones y de un desagradable color azul desteñido. Siempre vestía de negro y siempre sus trajes eran impecables.

El buque se acercó tanto que Marta se notó envuelta en un doble griterío. La gente del muelle se volvía frenética al distinguir los rostros de los pasajeros, y éstos desbordaban su entusiasmo. Marta sólo veía allí, en las cubiertas, soldados, hombres de la guerra con sus mantas. Había muchos barbudos. Casi sentía su olor… Miraba ansiosamente entre ellos y sobre ellos, y, al fin, en la cubierta más alta, vio unas figuras civiles. Había señoras, y pensó que entre aquéllos debían estar sus parientes. Consultó con la cara de José, quien en aquel momento sacaba su pañuelo del bolsillo y empezaba a agitarlo: en efecto, hacia allí miraba. Después de haberlos esperado tanto, de haber soñado durante dos meses con su llegada, Marta se sintió repentinamente tímida.

Los que llegaban se habían sentido deprimidos poco antes, cuando el barco pasó delante de unos acantilados secos, heridos por el sol.

En aquella cubierta alta, apoyados en la barandilla, estaban dos mujeres y dos hombres que por primera vez llegaban a la isla. Tres de ellos, las dos mujeres y un caballero maduro de cabello rojizo, pertenecían a la familia Camino; el cuarto era un hombre joven, un amigo a quien la guerra civil había desarraigado de su familia y que tuvo la ocurrencia de marchar a las Canarias cuando supo que los otros tres se venían a las islas. El aspecto de este hombre no era muy elegante ni cuidado; sin embargo, en aquella época difícil, tenía la extraña suerte de poseer suficiente dinero para permitirse vivir donde quisiera, aunque sin grandes lujos. Su ocupación también lo permitía: era pintor, pero, en verdad, hacía mucho tiempo que no vendía un solo cuadro.

Apoyado en la barandilla, junto a la exuberante y madura señorita que era Honesta Camino, Pablo, el pintor, resultaba muy joven. Aún lo era más de lo que parecía, porque su cara morena, de rasgos sensuales y simpáticos, estaba marcada por azares de una vida en la que no siempre había salido bien parado. En realidad, Pablo estaba aún en la edad militar, pero padecía desde la infancia una cojera que le libraba de las obligaciones de la guerra.

Los otros tres, Honesta, Daniel Camino y la mujer de éste, Matilde, venían en calidad de refugiados a la isla. Buscaban en aquellos tiempos agitados el amparo de unos sobrinos que estaban en buena posición. Su vida, desde el principio de la guerra civil, había sido muy penosa. Los sucesos les sorprendieron en Madrid, donde vivían siempre. De allí pasaron a Francia hasta recibir la invitación hospitalaria de José Camino. Ahora se arrimaban unos a otros al ver la nueva tierra desconocida. El aire de aquella tierra les caldeaba sus rostros de personas ya maduras que expresaban un cierto estupor en los dos hermanos Camino y fatiga en la flaca cara de Matilde.

Honesta se había estremecido cuando el barco pasó por delante de aquella costa llena de acantilados tristes y estériles.

– ¡Yo creía que veníamos a un paraíso!

Matilde, una mujer alta y pálida, que a pesar del día primaveral se arrebujaba en un gran abrigo, y que había sufrido horribles mareos durante el viaje, la miró con ironía.

– Nada de paraísos. Estas islas son terribles.

Matilde era licenciada en Historia. Se suponía que sus juicios eran inapelables.

Pablo, con los ojos sonrientes debajo de sus cejas negras, intervino diciéndole que no fuese tan pesimista.

Daniel Camino, que, en contraste con su mujer, era bajito, gordinflón y muy pecoso, se manifestaba inquieto.

– Debemos estar dando la vuelta a la isleta -volvió a decir Matilde.

Del bolsillo de su abrigo sacó un mapa del archipiélago, que desde que habían decidido emprender el viaje tenía siempre a mano. Allí aparecían las siete islas con sus nombres: Tenerife, Gran Canaria, Fuerteventura, Lanzarote, Gomera, Hierro y La Palma… Todos estaban acostumbrados a ver a Matilde durante el viaje con aquel mapa del archipiélago en la mano, y solían sonreírse; pero en aquel momento se inclinaron sobre él vivamente. Hasta Pablo se asomó por encima del hombro de Honesta para mirar aquel papel que el aire levantaba y doblaba a cada instante por sus bordes.

La Gran Canaria era la isla a la que iban, la antigua Tamarán de los guanches. Estaba casi en el centro del archipiélago. En el mapa aparecía redondeada en forma de cabeza de gato que sólo tuviera una oreja, en el noroeste. Esta oreja es la isleta; el istmo que la une al resto de la isla da lugar, al este, a la gran rada origen del Puerto de la Luz; al oeste, a la hermosa playa natural de Las Canteras, que no es la única de la ciudad de Las Palmas.

La ciudad se extiende desde las estribaciones de la isleta formando el barrio del puerto, por todo istmo, en una barriada jardín frente al puerto, y sigue luego a lo largo de la costa hasta alcanzar los barrios de Triana y Vegueta, que son su verdadero corazón. A espaldas de estos barrios se alzan riscos que forman calles populares, escalonadas, de casitas terreras, encaladas o pintadas de colores.

Todo esto lo ignoraban los forasteros. Matilde señaló solamente en el mapa el lugar aproximado donde debían encontrarse en aquel momento: dando la vuelta a la isleta, para entrar en el Puerto de la Luz.

Se oyó su voz precisa, de profesora consciente:

– Gran Canaria… Estamos en el centro del archipiélago. Entre los 27° 44' y los 28° 12' de latitud Norte, y los 9º 8' 30" y 9° 37' 30" de longitud Oeste.

Cerró el mapa y comentó de nuevo:

– Unamuno no se explicaba por qué llamaban a este archipiélago el de Las Afortunadas, y Paul Morand dijo que Las Palmas, precisamente Las Palmas, era el rincón más feo del mundo.

Pablo sonrió. Matilde le hacía gracia, sobre todo viéndola junto a su marido. Ella le miraba aguda, con sus ojos grandes, redondos y feos.

– Matilde, ¡qué cosas dices! ¡Si aquí hay un clima estupendo! Muchas montañas de gran altura y, según mis noticias, toda clase de cultivos, desde las plantas tropicales junto al mar hasta los árboles de tierras frías… Mira ahora. No parece que esto sea el rincón más feo del mundo.

Estaban entrando en el puerto. La ciudad parecía bella, envuelta en aquella luz de oro.

Los soldados, apiñados en las cubiertas, se conmovían, lanzaban vivas. Todo el viaje lo habían pasado en continuas juergas, acompañándose con guitarras o con simples canciones de la tierra: isas y folías.

– Siempre me parecieron terribles las islas… Y las islas volcánicas, más. No puedo remediarlo: me pone nerviosa pensar que de pronto pueda haber una erupción.

Hones se volvió a Pablo mientras un suspiro hinchaba su pecho. Sonrió muy aniñada.

– Si eso le pasa a Matilde, que es valiente, figúrate a mí, Pablito… Pero prefiero imaginarme bosques de cocoteros y ukeleles y todo lo demás, aunque sé que no existen… ¡Y soy como una niña!

Daniel dijo, con una voz tenue, que no iba a conocer a su sobrino.

– ¡Oh, Daniel! No creo que aquel niño pueda haber cambiado tanto. Ya era muy alto cuando lo dejamos de ver…

Esto lo decía Hones. Matilde no conocía a José.

– Mi pobre hermano Luis -explicó Daniel para Pablo- se empeñó en venirse a estas islas porque tenía la mujer tuberculosa y le dijeron que el clima sería bueno. Se vino aquí con ella y con el hijo; pero a los pocos meses su esposa murió. Más tarde contrajo nuevas nupcias y de ellas quedó un bebé, una nena, a la que no conocemos.

Matilde interrumpió, mientras oteaba con sus ojos saltones a aquel horizonte del puerto y los muelles que se les acercaban por minutos:

– Algo más que un bebé será, si tu hermano murió ya hace diez años.

– Sí, murió en un accidente de automóvil. Su segunda mujer está delicada, según nos escriben, y el nene…, quiero decir mi sobrino José, a quien siempre llamamos así, es ya un señor casado y todo… Creo incluso que tiene más edad que tú, Pablo.

Hones levantó la cabeza, que llevaba envuelta en una gasa verde, bajo la que brillaba el cabello oxigenado. Le molestaba oír hablar de edades.

– ¡Qué hermoso día, Pablito…! Ya llegamos.

– ¡Ahí está! -dijo Daniel, excitado-. Es inconfundible.

Honesta miró. Vio en el puerto la flaca figura oscura, rematada por una cabeza albina, y vio que aquel hombre les saludaba con un pañuelo. En la mano centelleaba algo, una sortija.

Ella también agitó el pañuelo y lo llevó luego a los ojos, conmovida.

– La familia, Pablito… ¡Es conmovedor! ¡La voz de la sangre! Comprendo que soy tonta…

Pablo se reía sencillamente, enseñando unos dientes blancos. Muy interesado, al mismo tiempo que escuchaba a Hones, por el espectáculo del puerto. La familia Camino siempre le divertía muchísimo.

Él dilató la nariz al olor de la tierra, que después de varios días de navegación dejaba sentir su perfume. Se sintió cautivado por el espectáculo de los muelles y achicó los ojos inconscientemente para recoger mejor las gradaciones de la luz. Después de unos años muy angustiosos tuvo una sensación grata, como si en verdad hubiera llegado a un refugio. Tuvo la impresión liberadora de que estaba empezando a zafarse de ciertas obsesiones íntimas y amargas.

Marta Camino vio bajar por la pasarela del barco a Honesta y a Pablo, y detrás de ellos a Matilde y Daniel. Pablo fue presentado rápidamente y se despidió en seguida.

– Es un amigo -dijo Honesta-. Un pintor célebre… en realidad, genial…

Marta siguió con los ojos durante un momento a aquel joven pequeño y enjuto, de cabellos rizados, que, a pesar de su cojera, se alejaba ágilmente apoyado en su bastón y seguido por los maleteros. No le sorprendía que sus tíos madrileños fuesen amigos de las gentes más interesantes y geniales del mundo. El mismo Daniel, a pesar de su sorprendente aspecto a un tiempo atildado e insignificante, era director de orquesta y compositor: un músico extraordinario. En cuanto a Matilde… Marta la miró anhelante y casi con miedo. Aquella mujer alta, joven, de facciones acusadas, que tenía una hermosa trenza castaña rodeándole la cabeza, era una poetisa célebre. Marta, que estudiaba el Bachillerato y que pasaba con síntomas de gran virulencia el sarampión literario, se sentía transportada a la idea de que en su casa iba a vivir una escritora "de verdad". Honesta, muy rubia y rebosante, llena de gestos lánguidos y afectados, era hermana de ellos. Respiraba desde siempre aquel ambiente de arte, de preocupaciones intelectuales en que Marta imaginaba que los forasteros estaban como sumergidos; participaba en el encanto de aquellos seres mágicos.

Los seres mágicos hicieron poco caso a su tímida y enmudecida sobrina. Solamente Hones, como si hubiese esperado verla en mantillas a pesar de los dieciséis años que Marta tenía, se asombró de que hubiese crecido tanto. Mucho más se dedicaron todos a José y a Pino, y contemplaron con agrado el magnífico automóvil que les esperaba.

Daniel era muy viejo. No tenía una sola cana en los cabellos rojizos y rizosos que encubrían algunas calvas, no tenía grandes arrugas en la cara gordinflona, pero era muy viejo. Quizás esta impresión se recibía al oír su voz aflautada llena de notas falsas. Decía:

– No está mal el cochecito, José. ¿Último modelo?

José enseñó sus dientes feos.

– Lo cambio cada dos años.

El automóvil era amplio. Conducía José, y Daniel y Marta iban a su lado holgadamente en el asiento delantero. Detrás, las otras tres mujeres.

Marta sentía que estaba flotando en una especie de niebla de dicha. Casi no podía oír las conversaciones de los otros porque aquella dicha la ensordecía. La ciudad desfilaba, se abría al paso del parabrisas.

"¿Cómo será una ciudad que no se ha visto nunca?", pensó Marta. Trató de imaginarse que ella misma era una viajera recién llegada. Le pareció, sólo de pensarlo, que el cielo se hacía más profundamente azul, las nubes blancas más inquietantes, los jardines más floridos.

Metida en su ensueño notó cómo el coche atravesaba Las Palmas de punta a punta. Por la larga calle de León y Castillo, que une todo a lo largo el barrio del puerto y el casco de la ciudad, cruzaban automóviles, típicas guaguas de pasajeros, camiones. A veces la calle bordeaba el mar, por un trozo cruzaba entre la ciudad jardín y la playita de Las Alcarabaneras, donde aquel día hermoso había algunos bañistas. Todo esto a Marta le parecía lleno de color y de vida. Pero los ojos de Daniel, que ella consultaba, no expresaban la menor admiración. Él veía casas pequeñas, gentes despaciosas, aplastadas por el día lánguido, pesado, soñoliento. Algo pesado y soñoliento había también en la cara de aquel hombre.

El coche salió de la ciudad por la carretera del Centro.

– Vivimos en el campo a causa de mi madrastra -explicó José a Daniel.

– ¡Oh…! ¡Sí…! Nos escribiste que estaba delicada la pobre dama. ¿Nervios o algo así…?

Marta se puso inquieta. El automóvil dejaba atrás el valle plantado de platanares, a la salida de la ciudad. Se veía la cumbre central sirviendo de fondo al paisaje.La carretera enseñaba sus curvas violentas, subiendo la montaña áspera, calcárea. Marta había creído, hasta aquel momento, que los peninsulares sabían ya todo lo referente a su madre.

– Pues sí… Nervios.

José frunció ligeramente el ceño, cambió la marcha del automóvil.

De los asientos de atrás llegó, muy desagradable, una risita de Pino.

– ¡Nervios! ¿Qué dices, niño…? ¿Tampoco se puede decir que Teresa está loca? ¡No es ningún secreto!

– ¡Oh! -exclamó, allá atrás, Honesta.

Marta vio que Daniel parpadeaba rápidamente, impresionado. Los ojos de Daniel tenían el mismo color desteñido que los de su sobrino, pero eran más pequeños, menos salientes. Marta pensó qué era lo que José hacía sin hablar. Bien claro se notaba que todos querían tranquilizarse. Por un momento meditó que quizá le fuera posible vencer su salvaje timidez y explicar las cosas ella misma. Pero José ya estaba hablando.

– No se puede decir que Teresa esté loca… Ella iba en el automóvil con mi padre, el día del accidente, cuando él murió. Mi madrastra tuvo una conmoción… Sin embargo, los médicos opinan que lo que Teresa tiene podía haberle ocurrido lo mismo sin el accidente… Hablan de un coágulo en el cerebro. En fin, nadie sabe exactamente lo que pasa. Ella ha perdido sus facultades mentales; no habla nunca y no da muestras de conocer a nadie. Su locura, en caso de que se pueda llamar así, es pacífica. Está siempre en sus habitaciones. Ustedes no notarán su presencia.

El coche, al remontar la montaña, entró en parajes risueños. Valles verdes, con escalonadas plantaciones de plátanos. Casitas floridas. Algunas palmeras.

El aire se hizo mucho más vivo y fino que en la ciudad, aunque en remontar las alturas el automóvil sólo había tardado un cuarto de hora. Marta volvió a su abstracción:

"Si yo no conociese esa alta palmera que en una vuelta da tanta gracia al paisaje, si yo no conociese estos jardines floridos de bugambillas, si yo no conociese la carretera alquitranada, sombreada de eucaliptos, centenarios, ni el telón alto, azulado, de la Cumbre, ¿qué pasaría? ¿Qué sentiría en este momento?"

José introdujo el automóvil por una carretera lateral entre fincas y viñedos. Marta, orgullosa, como recordando algo, volvió la cabeza para anunciar:

– Nosotros vivimos en las faldas de un volcán antiguo.

Vio que Matilde la miraba como asustada. Todos callaron. Pino, que iba sentada entre los dos peninsulares, tenía una sonrisita sarcástica muy suya. Su cara, entre la afilada Matilde, con su nariz de caballete, y la rubicunda Hones, resultaba exótica, algo negroide de rasgos, aunque tenía la piel pálida y blanca. Hablaba dulcísimamente, con tono algo quejumbroso.

– Es horrible vivir aquí, teniendo en Las Palmas una casa cerrada… ¡Ustedes no saben lo que es mi vida!

– Oh, pero esto está muy cerca de la ciudad.

Matilde dijo esta frase porque el coche se metía en aquel momento por un portón de hierro y bajaba una avenida de eucaliptos entre colinas plantadas de viñas. Las vides crecían enterradas en innumerables hoyos, entre lava deshecha, negra y áspera. Este mismo picón producía un curioso chirrido al ser aplastado por las ruedas del automóvil.

La avenida desembocaba en un jardín antiguo, encantador, como una plataforma, en la colina. Había árboles añosos y parterres cargados de flores. La casa no parecía muy grande, pero sí simpática en su falta de pretensiones, con muchas enredaderas adornándola.

José detuvo el coche en una plazoleta delante de la puerta principal. Había allí una fuente. Hizo sonar la bocina, y apareció un jardinero muy joven, pero de talla alta, casi gigantesca, rubio y colorado como un auténtico guanche, con su blanca sonrisa infantil. Iba en mangas de camisa.

Cuando todos se apearon, Chano, el jardinero, se metió dentro del coche y siguió con él por una corta avenida en declive que llevaba al garaje.

Honesta juntó las manos con admiración. Entrecerró los ojos.

– ¡Qué casita para unos recién casados! ¡Qué dicha!

Pino la miraba de reojo.

– ¿Sí?… ¿Les gusta? Yo no sé lo que daría por perderla de vista.

Marta pensó que Hones era afectadísima. Hubo un silencio antes de que aquellas personas entraran en la casa. En el silencio se oyó el zumbar de los moscardones, pareció hacerse más intenso el perfume de los macizos de rosas. Destacaron claramente en la fila de limoneros que limitaba por allí el jardín con la finca los limones amarillos.

– Esta paz es un poco agobiante -dijo Matilde-. Parece mentira que haya guerra, que España esté en plena guerra civil.

La puerta de la casa, muy sencilla, se abrió dejando paso a un señor enorme, de aspecto tristón y bondadoso, con una gran panza cruzada, al estilo antiguo, por la cadena de un reloj. -Bienvenidos, señores…

Pino se sintió ceremoniosa. Se notaba su falta de naturalidad.

– Tengo el gusto de presentarles a mi padrino. Ha venido a comer hoy con nosotros y conocerles a ustedes.

– También es padrino mío -dijo Marta, inútilmente, porque nadie la escuchaba.

José añadió, mientras el caballero grande y tripudo estrechaba las manos de todos:

– Don Juan es el médico de casa. Era el mejor amigo desde la infancia del abuelo de Marta… Hoy día es como nuestro pariente más cercano.

– Pasen, mis hijos -dijo familiarmente don Juan, como si, en efecto, fuera el dueño de la casa-. Pasen y tomen posesión…

Todos fueron entrando; Marta quedó detrás, sin decidirse a seguirles. Se fijó por primera vez en la casa donde había nacido. La miró críticamente como pudiera hacerlo una desconocida. En el jardín crecían ya los crisantemos y seguían floreciendo las dalias. Por las paredes del edificio trepaban los heliotropos, madreselvas, bugambillas. Todos estaban en flor. Sus olores se mezclaban ardorosamente.

Marta se sintió satisfecha de aquella belleza, de aquel lujoso desbordamiento.

"En otros países, ya en esta época del año hace frío. Se caen las hojas de todos los árboles, nieva quizá…"

Trató de imaginarse que ella venía de un país muy frío, lleno de tinieblas, y llegaba a esta casa… Se sentó en el escalón de la entrada y puso la palma de su mano en el cálido picón que jamás había recibido la caricia de la nieve.

El sol le daba en los ojos y tuvo que guiñarlos. Enfrente de ella las montañas ponían su oleaje de colores; la alta y lejana cumbre central lucía en azul pálido, parecía navegar hacia la niña, como horas antes había navegado el gran buque en la mañana.

Marta pensó en las tres personas que acababan de desembarcar. Por el ventanal abierto oía sus voces.

A lo lejos se oía un rastrillo arañando el picón de los paseos. La voz potente del jardinerillo Chano se dejó oír en una canción de notas largas, profundas. Se detuvo un momento, y en el silencio se oyó el grito de una criada llamándolo a la cocina para el almuerzo.

Todo esto era suficientemente plácido y encantador, como ella quería que lo fuese para los refugiados de guerra que habían llegado. Pero Marta no estaba tranquila. Dentro de los muros de la casa esta placidez y tranquilidad desaparecían. Allí dentro no había felicidad, ni comprensión, ni dulzura.

Marta frunció el ceño.

Por el ventanal llegaba la voz de su cuñada contestando a una insinuación de Hones:

– ¡No, qué va!… La niña no es ninguna compañía para mí. Está siempre con sus estudios. Y además… ¡si viera cómo es! ¿Quieren creer que esta mañana la encontraron durmiendo en el comedor con una botella de vino en la mano?

El corazón de Marta latió desagradablemente, porque lo que decía Pino era verdad. No había medio de defenderse de ello. La noche anterior Pino y ella, que habían vivido indiferentes la una a la otra durante algunos meses, se habían encontrado frente a frente. Marta estaba resentida aún, y más que por nada, porque había sido muy cobarde y muy tonta. La voz de Pino la hería. Pero algún día estas gentes recién llegadas sabrían que ella, Marta, había sufrido entre los recelos y la vulgaridad que escondían aquellos muros, y este pensamiento la consolaba infantilmente.

"He sufrido."

Murmuró esto y sintió que se le llenaban de lágrimas los ojos. Entonces supo que alguien la estaba mirando.

Volvió la cabeza y vio, separada de ella por varios macizos de flores, la figura de una mujer, vestida con un traje de faldas largas, como las campesinas viejas. Llevaba un pañuelo negro a la cabeza y sobre él se había colocado un gran sombrero de paja, como siempre que salía algún momento al jardín o al huerto. Era Vicenta, la cocinera de la casa. Comúnmente la llamaban allí la majorera, porque majoreros y majoreras se les llama a los habitantes de Fuerteventura, y ella era oriunda de esta isla.

Marta no sabía que Vicenta había estado acechando en el comedor a los recién llegados, que en la reunión familiar la había echado de menos a ella y que salió al jardín con la intención de averiguar dónde estaba.

No le dijo nada. Marta a ella tampoco. Pero se levantó poseída de una gran vergüenza de que la criada la hubiera cogido en un momento de debilidad. Sintió que enrojecía lentamente al impulso de sus pensamientos. Abrió con cuidado la puerta de la casa, con cierta torpeza salvaje y conmovedora, y desapareció allí dentro.

La mujer, que estaba en la esquina de la casa, se marchó también. El jardín quedó solitario, lleno de luz de mediodía.