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La noche anterior había comenzado, como siempre, por una aburrida cena familiar. A mediodía las comidas eran menos pesadas. José tenía la poco amable costumbre de aislarse detrás del periódico, y Pino y Marta casi no hablaban la una con la otra. Terminaba el almuerzo rápidamente. José miraba el reloj y Marta corría a arreglarse para ir con él a Las Palmas. José iba a la oficina y, de paso, dejaba a Marta en el Instituto.
Por las noches, José y Pino solían discutir cosas de la casa o del dinero, y Marta se aislaba en una especie de neblina detrás de sus propias imaginaciones. A veces sonreía, y esto irritaba enormemente a Pino. José se fijaba menos en ella.
Últimamente, desde que llegó la noticia de la venida de aquellos parientes, Marta prestaba atención. En aquella vida monótona la llegada de estas gentes adquiría una importancia enorme. Pino estaba excitada porque José contaba que eran personas acostumbradas a vivir en sociedad, muy amigos de estar en todas partes, muy relacionados.
– ¿Mandaste a limpiar los cubiertos de plata?
– Claro que sí… Tanto coraje como les tienes a esa gente y tanta lata que me das para preparar la casa.
Porque José, al hablar de sus parientes, empleaba siempre un tono burlón y un poco rencoroso. Decía que eran unos desordenados y unos bohemios. Vistos por José, Marta no sabía ya si eran personas acostumbradas a todos los lujos o unos medio mendigos que se asombrarían ante un pollo asado por Vicenta.
Marta tenía su composición de lugar sobre ellos. "Bohemios", "vagabundos", estas dos palabras detrás de aquélla: "artistas", para la chiquilla tenían sugestiones extraordinarias. Su propio padre había sido así, un bohemio, un vagabundo, o por lo menos así lo había oído calificar ella; sólo que Luis Camino no había sido artista, y por lo tanto no estaba justificado ni enaltecido por estos títulos que José aplicaba con desprecio.
– Pues si te parecen tan idiotas, no sé por qué te has molestado en traerlos, mi niño; mejor me hubieses dado a mí ese dinero, para trajes.
Eso lo dijo Pino esta noche. José se impacientó.
– Los hice venir porque me dio la gana, ¿entiendes? Me alegro de que vengan aquí y vean cómo vivo yo, y lo que tengo. Siempre decían que yo no llegaría a nada, que sería un desgraciado toda mi vida. Ahora los desgraciados son ellos… Además, los ha invitado Teresa. Ella lo hubiera hecho de haber podido. Ésta es su casa, y aquí se hacen las cosas como Teresa hubiera querido hacerlas.
– Demasiado lo sé -Pino empezó a chillar-. Estoy hasta aquí de saberlo, ¿entiendes? ¡Hasta aquí…! Hasta aquí de Teresa me tienes tú.
Pino se llevó las manos a la garganta, excitada. En aquellos momentos se notaba el ligero estrabismo de uno de sus ojos grandes y negros.
Marta miró instintivamente la larga mesa, uno de cuyos extremos vacío se perdía en la penumbra. Siempre adornaba aquella mesa un jarro de cristal verde con rosas amarillas, y ésta era una de las manías de José, porque a Teresa le gustaba este adorno. En la finca había muchos rosales con rosas amarillas. Se daban en toda época del año.
El comedor, que era una habitación espaciosa a la que convergían tres puertas (una de ellas la entrada principal de la casa), conservaba intacta la distribución de los muebles tal como lo había dispuesto Teresa, y, en general, toda la casa, que había sido reformada cuando la boda de los padres de Marta. Una de las paredes del comedor, la que aquella noche quedaba un poco en penumbra, estaba adornada por una gran escalera de madera oscura, encerada, que llevaba al piso alto. Hacia esta escalera miró también Marta. En el hueco de ella había un banco de madera y paja y un reloj de pie. "Pronto -pensó la muchacha mirando su esfera- será hora de acostarse." No tenía sueño, sino ganas de acostarse sola en su cuarto sin oír discusiones.
En los ventanales se oía un ruido como de lluvia; el viento empujaba las ramas tiernas de las enredaderas contra los cristales.
– Si estás harta de Teresa, te aguantas -dijo José.
Así terminó la discusión aquella noche.
Un rato más tarde, los tres subieron la escalera en fila india. Marta se encontró sola, como quería, en su gran alcoba, donde los muebles parecían nadar en el suelo encerado. Tenía una ventana muy bonita a la parte más tranquila y cálida del jardín. La ventana estaba abierta y el campo lleno de paz. De pronto se oyó, muy debilitado por la distancia, el largo gemido de la sirena de un barco que entraba o salía del puerto. Marta se sobresaltó.
Siempre le parecía un milagro aquel fenómeno acústico que llevaba el sonido de las sirenas de los barcos, a través de los barrancos, hasta su cuarto. Siempre le emocionaba escucharlas, le producían una nostalgia enorme, como si alguien muy querido y lejano la llamase en la noche.
"Yo también soy una vagabunda."
Sonrió al decirse esto, recordando a su abuelo, el padre de Teresa. Era un caballero muy bondadoso y cultivado. Teresa había sido su única hija y Marta su única nieta. Había vivido con él, en su casa de Las Palmas, muchos años; desde la muerte de Luis Camino, la enfermedad de Teresa hasta que él murió también. El abuelo era quien le había dicho un día, contestando a las preguntas de la niña:
– No debes hacer caso cuando te digan que tu padre fue un mal hombre y un gandul… Era un poco desgraciado, ¿sabes? Había anclado aquí en la isla, y él no estaba hecho para eso. Era un tipo algo bohemio y vagabundo… Por eso seguramente se enfadó con su familia de Madrid. A veces un hombre sale así, y entonces es una desgracia: no puede parar en ningún sitio. Siempre tiene ganas de marcharse.
– ¿Y una mujer?
El abuelo se echó a reír y le acarició la cabeza.
– No, una mujer no… Nunca oí eso. Iría contra la naturaleza.
Sin embargo, Marta se estaba convenciendo de que, a pesar de todo, algo de vagabunda tenía ella. Siempre soñaba con ver países lejanos. Las sirenas de los barcos le arañaban el corazón de una manera muy extraña.
Cuando su abuelo murió, José, que era su tutor, le permitió seguir sus cursos de Bachillerato; pero durante dos años no lo hizo oficialmente, sino en un internado de monjas. Le hubiera gustado estar allí, porque se acomodaba con facilidad a todas las circunstancias, si no hubiese sido por aquella opresión de saberse encerrada en un edificio. Más tarde, José, que nunca dejó de vivir en la finca, se casó con una enfermera de Teresa. Esto había sucedido la primavera anterior, y Marta volvió a la casa con el matrimonio, y a sus estudios oficiales.
Marta, mientras se desnudaba, veía los cajones de su escritorio descuidadamente abiertos, vacíos por completo. Aquella misma tarde había trasladado los libros y los papeles a un escritorio de la salita de música, un cuarto en la planta baja de la casa donde ella pensaba dormir cuando llegaran los parientes. Iba a ceder su alcoba a la tía Honesta. En la casa sólo había un cuarto de huéspedes, que debería ser ocupado por Daniel y su mujer. Apagó la luz y quedó con los ojos abiertos, pensando mil cosas insensatas. Veía brillar las estrellas en el recuadro de la ventana. Llegó un ligero rayo de luz desde la lejanía del jardín; Marta sabía que Chano, el jardinero, se estaba acostando en su camareta sobre el garaje. Aquella luz se apagó en seguida.
Marta no podía suponer que el grandullón jardinerillo era miedoso y estaba pasando el peor rato de la jornada. Atrancaba con cuidado las maderas y se quedaba escuchando los negros golpes del viento en los muros del aislado garaje. Las paredes de su cuarto, llenas de fotografías de artistas de cine que el muchacho recortaba de revistas, le parecían en aquel momento hostiles. Miraba cuidadosamente debajo de la cama antes de meterse en ella, y al apagar la luz se tapaba la cabeza con la sábana. Nadie supo nunca estos terrores del muchacho.
Al poco rato, tanto él como Marta, como seguramente todos los de la casa, dormían aquella noche.
Se abrió una puerta del jardín y los perros ladraron furiosamente. Chano se encogió entre sueños. Los perros dejaron la ladrar en seguida, y el muchacho dormido se tranquilizó.
En aquel momento fue cuando se despertó Marta. Nunca le sucedía esto, y hubiera jurado que ni siquiera había dormido, tan espabilada, viva y trémula se sentía. Era como si hubiera oído de nuevo las sirenas de los barcos, o como si la hubieran llamado por su nombre angustiosamente.
Se había dormido pensando en sus cuadernos, en sus papeles. No los había trasladado todos al cuarto de música. Hacía mucho que parte de ellos los escondía entre unos libros viejos olvidados en una caja de embalaje en el desván. Hacía eso desde que supo que Pino solía registrar sus cajones. Además, aquella habitación, el desván, tuvo siempre un particular atractivo para la niña. La descubrió en la época en que aún vivía con su abuelo. Todos los domingos, durante aquellos años, el viejo y la niña, acompañados por el médico, subían al Monte a ver a la enferma, y pasaban el día allí. Marta encontró aquel cajón de embalaje con los libros que habían pertenecido a su padre, y sintió un gran placer de irlos leyendo uno a uno en secreto. Ni a su abuelo, que fiscalizaba cuidadosamente sus lecturas, se atrevió a decirle nada de esto. Más tarde, cuando ella empezó a escribir fantasías, le gustaba escribirlas allí.
Aquella noche pensó en sus "leyendas". Desde que supo la llegada de los forasteros, estas leyendas habían tomado cuerpo en ella. Inventaba cosas de la isla mezclando en los relatos a su propia persona con los demonios y los dioses guanches, y esto lo hacía como una especie de ofrenda a los que iban a llegar, para los que Gran Canaria era un país desconocido y sin descubrir. Últimamente estas cosas que ella escribía se convirtieron en una gran ilusión para Marta. Le gustaban. Pensaba que por hacerlas quizá fuera digna de aquellos artistas, de aquellos creadores de belleza que eran sus tíos.
El deseo de escribir se le hizo tan fuerte que la envolvió en una ola cálida de entusiasmo. Se lanzó de la cama, descalza y en camisón, como un pequeño fantasma. Sin encender las luces se encontró en el corredor de las alcobas. Dos ventanas dejaban pasar la tenue claridad del cielo. Al final de aquel corredor, una escalerilla de caracol, muy oscura, subía hasta el desván. A cada paso aquellos escalones crujían. En la negrura, Marta sintió un ligero vértigo y se agarró a la barandilla para no caer, pero el deseo que la llenaba era muy grande. Siguió subiendo, y suspiró de alivio al encontrar la puerta y la gran llave puesta en ella. La puerta chirrió al abrirse, y en el silencio de la noche aquel ruido resultaba estremecedor. Un aire frío y negro le dio en la cara. Buscó el interruptor de la luz con cierto nerviosismo.
Muchos años atrás, aquella habitación, que era una especie de torrecilla en la casa, con cuatro ventanas, le había gustado a Luis Camino, y pensó instalar en ella su biblioteca. El proyecto quedó abandonado, como tantos otros, en la abulia que presidió la última época de aquel hombre. Sus libros quedaron en el cajón de embalaje, entre muebles y maletas viejos.
Marta fue hacia aquel cajón y levantó hábilmente dos tablas. Allí estaba el cuaderno con su diario y el otro de las leyendas. El corazón le golpeaba. Allí tenía siempre un lápiz preparado. Lo mordió y luego empezó a escribir con cierto arrebato:
"Gran Canaria…
"La luz de la mañana, verde, tiene una frescura salobre, marina, como si la isla saliese de las aguas cada amanecer.
"Marta, después de una noche inquieta, llena de proyectos, se duerme al fin. El pequeño mar de sus sábanas crece hasta cubrirla y es el océano infinito y brillante del día en que Alcorah, el viejo dios canario, sacó de su fondo azul las siete islas afortunadas. Una oleada cálida y húmeda viene de las tierras recién creadas. El corazón palpita brutalmente, ciego, entre la bruma pegajosa del mar. Hay imágenes y sombras de islas que danzan.
"La voz de Alcorah llena de oro los barrancos, crea nombres y deshace nieblas. Las palmeras, los picachos, los volcanes, surgen en una luminosa, imponente soledad… Marta se llama Marta en un campo de viñas calientes de Tamarán, la isla redonda.
"Leyendas de gigantes y de montañas suben a su alrededor como el vaho de la calina a mediodía.
"Así, Bandama, la montaña negra, la que Marta tiene delante de sus ojos, aparece con su historia antigua. Bandama es el gigante que instaló en los días del caos de la isla la gran caldera, donde hizo hervir el fuego infernal los primeros componentes de la vida de los diablos. Hervor y locura que no resistieron a la sonrisa de Alcorah. La gran caldera hirviente se convirtió, con este conjuro, en un inmenso nido de pájaros.
"«Así pasará con tu corazón», dice Alcorah a Marta en esta noche de sueños.
"Sombras de nubes cruzan sobre el viejo volcán apagado y la voz del dios de las islas se va por los barrancos dejando ecos imprecisos y angustia. Marta se ha visto al pie de la Caldera, cerca de su casa, que aún no existe, sola, entre el dolor de las viñas y de las higueras.
"¿Puede llegar a ser una caldera hirviente, un gran nido de pájaros, el corazón de una niña perdida en una isla de los océanos?".
Al terminar este trozo, lo leyó dos o tres veces, acalorada. Luego se fue enfriando. Por mucho cariño que tuviera a sus cosas, estaba lo suficientemente cultivada para saber cuántos defectos tenían sus poemas, qué balbucientes eran aún. Pero los parientes comprenderían, al leerlos, que ella era apenas una chiquilla muy joven y aislada.
Guardó sus cuadernos, y por primera vez sintió frío en el cuerpo, que debajo del camisón estaba desnudo. Una de las ventanas tenía un cristal roto, y la corriente de aire hacía golpear la lona que cubría una antigua cuna desarmada, con un plop plop insistente y frío. La bombilla, pendiente de un hilo, se balanceaba levantando extrañas sombras de los rincones.
Sin saber por qué, Marta se acercó a una de las ventanas. Limpió el polvo de los cristales con sus manos y acercó la nariz a ellos. Sabía que desde allí, entre dos colinas, se veía un trozo de mar lejano. Si hubiese apagado la luz lo habría visto brillar bajo las estrellas. Pero no apagaba la luz porque, de pronto, la noche, el silencio y lo insólito de estar en aquella habitación a tales horas le estaban empezando a dar miedo.
Los cristales le devolvieron su propia imagen, su cara de niña, con los pómulos redondeados y sus ojos un poco oblicuos como dos inclinadas rayas de agua verde. En aquella cara había algo tímido y espantado que le dio aún más miedo. Le pareció que detrás de ella los muebles crujían con una misteriosa vida. Tuvo la sensación de sus pies descalzos, indefensos contra posibles cucarachas; tuvo también la sensación de un jadeo y de una mirada humana clavada en su nuca, y quedó como hipnotizada mirando aquel cristal, sintiendo que sus manos se enfriaban y que su corazón no se atrevía a latir.
La puerta del desván, quizá empujada por el viento, se abrió a sus espaldas; ella cerró los ojos, encogida, esperando inútilmente el golpe de aire que de nuevo la haría cerrarse. De pronto todo le pareció tan absurdo que hizo un esfuerzo y se volvió bruscamente.
Creyó que se le paralizaba el corazón, porque, en efecto, una larga figura humana, con una vela encendida, estaba en la puerta. Por el terror que le produjo, tardó unos instantes en reconocer a su cuñada Pino, y luego el alivio fue tan grande que se encontró con las rodillas flojas y hasta con ganas de reír.
Pino era la realidad. Algo muy sólido que barría el miedo a la noche y a los insectos del desván. Algo muy familiar y un poco cómico, con aquel cabello espeso de rizado negroide, con el quimono abierto que el aire empujaba hacia detrás de ella, y el camisón pegándosele al cuerpo. Una vela, recién sacada sin duda del tocador de su cuarto, temblaba en su mano insegura. Los ojos de Pino, como siempre que estaban inquietos, acentuaban su estrabismo. Era muy extraño que no dijese nada. Tan extraño, que fue Marta la que empezó a hablar:
– ¿Qué pasa, Pino?
Pino respiraba fuerte, como si se preparara a hablar y no le salieran las palabras. Como Marta había avanzado hacia ella, la empujó apartándola y fue a asomarse a la misma ventana donde la muchacha había estado con la cara pegada a los cristales. El temblor de su mano era tan grande que la vela le estorbaba. La apagó, estampando la llama contra la pared, y la tiró al suelo. Marta se asombró mucho porque sabía cuánto estimaba Pino cualquier objeto de los que pertenecieran a su alcoba, aun los más insignificantes.
Pino, claro está, no veía nada notable en la negrura de fuera, aunque abrió los cristales y asomó por el hueco de la ventana la cabeza, despeinándose con el aire de la noche.
Marta la miraba boquiabierta. Toda la impresión de familiaridad que le había traído su presencia desapareció. Era como si la viese por primera vez en la vida. Se frotó los ojos.
Pino cerró de un golpe los cristales. Uno de ellos estaba ya rajado, y se sintió un crujido como si fuese a saltar. Ella se volvió a Marta, siempre en silencio, mirándola con aquellos ojos extraviados. De pronto se dio una palmada en la frente y empezó a pasear por el pequeño espacio libre de muebles que quedaba en la habitación. Marta fue hacia ella y otra vez la rechazó, con tal rudeza que la hizo tropezar con el cajón de los libros y quedar sentada allí, en actitud algo cómica.
Pino paseaba. Se daba golpes con los muebles. Empezaba a mascullar frases cada vez más audibles, y entre frase y frase soltaba palabrotas. Marta ya conocía este lenguaje de su cuñada, porque lo empleaba siempre al enfadarse con el servicio. La primera vez que la oyó estaba ella recién llegada de las dulzuras del convento, y hasta le había hecho gracia. Más tarde, todos los gestos de Pino, con todas sus expresiones, le habían llegado a parecer muy vulgares. Pero ahora estaba asustada, casi tenía la boca abierta de asombro, porque jamás había visto a nadie en este estado demencial. Nunca su madre, aunque decían que estaba loca, había tenido un ataque parecido.
Pino empezó a reírse y hablar a borbotones.
– …todo muy bien pensado. Pino, la idiota, duerme. Los hermanitos se ponen de acuerdo. ¿Cómo lo va a sospechar ella…? Pero yo tengo el sueño ligero… Yo oigo muy bien los pasos en la escalera del desván… José no está en la cama. No es la primera vez que me hace esto; dicen que padece insomnio… ¡Insomnio! ¡Toda la familia con insomnio…! ¡Cochinos…! ¿Dónde está?
La última pregunta se la dirigió directamente a Marta. Acabó agarrándola por los hombros.
Marta ahora entendió. Al parecer, su hermano José había tenido la misma idea que ella, levantándose de noche. Si Pino no hubiese estado tan agitada, ella se hubiese reído. Pensó casi sin querer en cuánto había cambiado Pino desde que la conoció, recién casada, la primavera anterior. Últimamente todo la excitaba. A Marta le salió una voz muy tranquila.
– Yo no sé dónde está José, Pino. ¿Por qué te imaginas que yo lo sé? Hice una tontería subiendo al desván… Vámonos.
Pino se calmó apenas, con el tono de aquella voz.
– ¿No sabes…? ¿Y en la ventana? ¿Qué estabas viendo por ahí? ¡Tú sabes algo, vaya si lo sabes…! La vieja te lo cuenta a ti.
– Pero, ¡por Dios!, ¿qué vieja…? No te entiendo.
Pino la miró de arriba abajo.
– Ah, sí… El angelito… ¿Te crees que me chupo el dedo…? Tú lo sabes todo y ahora mismo, ¿entiendes?, ahora mismo me lo vas a decir.
– ¡No grites!
– Sí grito. ¿Cómo que no? ¡Como si no estuviera en mi casa!
Marta se encogió de hombros.
– Bueno, ya está bien… Yo me voy a mi cama.
Pino quedó desconcertada, mientras Marta, en efecto, le dio la espalda dirigiéndose a la escalera. Empezó a gritarle que volviera con tales voces que la chica se detuvo espantada. La verdad era que Marta no estaba muy segura de sí misma. Tenía un sentimiento de culpabilidad por haber sido cogida allí, en la noche, sin poder justificarse. Aquella palabra que a ella le gustaba emplear, "la inspiración", ¡qué ridícula resultaría diciéndosela a Pino en un momento como aquel!
Pino jadeaba. De pronto pareció derrumbarse y se apoyó en la pared, tapándose la cara con las manos como si fuera a llorar. Respiraba fuerte y temblaba.
Marta se enfrió. Se encontró repentinamente pequeña y preocupada escuchando por si alguien venía, aunque sabía que era muy improbable.
– Pino -dijo-, tú estás enferma, estás mala.
Pino, de pronto, corrió a la ventana como había hecho antes. Intentó abrirla de nuevo y no acertó. Decía que se estaba ahogando. Como si la ropa la oprimiera se tiraba del camisón hasta romperlo. Por fin empezó a llorar, con el cuerpo flojo, y Marta pensó que se caería. Se acercó y la cogió por los hombros haciéndola sentar sobre el cajón donde ella había estado antes. Mientras le hablaba pensó que estaba destinada siempre a ocuparse de personas que no le importaban lo más mínimo. En el internado era ella la encargada de calmar siempre a una muchacha histérica. Recordó sus métodos.
– Pino, dime lo que te pasa. Nos hemos portado como dos locas, pero yo no sé por qué… ¿Cómo puedo saber yo dónde está mi hermano?
Pino, callada, se arrebujaba en el quimono, entrando en una fase de depresión y se tapaba otra vez la cara con las manos. Estaba muy fría. Al fin se decidió a hablar con su voz quejumbrosa.
– …Es que una no sabe qué pensar. Si oigo pasos en la escalera y mi marido no está en la cama… Hace un mes mandé que las tres criadas duerman juntas en el mismo cuarto. Vicenta, la vieja, las guarda bien, pero a mí ese demonio de mujer no me puede ver. A lo mejor se hace la desentendida y una de ellas sale y viene a buscarlo… ¡Qué sé yo! No sabía si sería la sinvergüenza de Carmela o la otra, la Lolilla, que parece una mosca muerta…Marta tenía unos ojos muy extraños escuchando estas cosas. Era realmente imposible hacerse a la idea de que su hermano saliera de noche a encontrarse con las criadas. En verdad era inconcebible. Sabía que hay hombres que hacen estas cosas, pero tenía la idea de que son seres viciosos y horribles que no viven en las casas de uno. José era un tipo aburrido, era un hombre vulgar, pero resultaba demasiado difícil imaginarlo como un sátiro. Era una verdadera monstruosidad imaginar la menor relación, la menor broma entre él y la gorda Carmela, o Lolilla, que a pesar de los esfuerzos de Pino era tan impresentable, que si alguna vez alguna visita de cumplido hubiese llegado a la finca habría habido que esconderla… ¡José, que casi podía ser el padre de Marta, besando en la oscuridad a Carmela, respirando su sudor y su risa idiota, subiendo al desván para esperarla!
Marta fruncía el ceño, porque una vez admitida esta imagen, aunque no la creía cierta, parecía que dentro le quemase y le hiciese daño. Seguía escuchando a Pino.
– ¡Qué es eso de abandonar a una mujer recién casada, sola, acostada en su cama, esperando…! Cuando me decidí a subir, mi cabeza no regía bien ya. Abro la puerta y te veo a ti descalza, acechando por la ventana… Es para volverse loca.
Marta sentía como un ligero mareo, pero al ver el trastorno de Pino, por contraste, le daba fuerzas para conservar la serenidad en un momento tan extraño.
Pino se estaba poniendo pálida, de un pálido verdoso, y tenía las manos frías y húmedas. Marta las sintió así al cogerlas entre las suyas. Ahora explicó con una voz ahogada que se sentía como sin vida después de aquel ataque y se veía muy claro que era verdad.
Marta logró que consintiese apoyarse en ella y en dejarse conducir hacia su alcoba. Si ella misma, Marta, hubiese podido verse con su cara asustada saliendo de un camisón en forma de campana, se habría reído. Estaba despeinada y cuando bajaba la escalera sintió que empezaba a sudar. Era muy difícil conducir a Pino por aquella escalerilla casi arrastrándola. A cada momento parecía que se fuesen a caer las dos. "Es como una pesadilla", pensaba la muchacha.
Habían dejado abierta la puerta del desván y la luz encendida, pero pronto aquella puerta golpeó dos o tres veces empujada por el aire y al fin se cerró del todo. La escalera quedó negra y peligrosa. El temblor de Pino hacía temblar a aquellas frágiles barandillas.
Con gran trabajo llegaron al corredor después de unos minutos muy largos. José no estaba en su alcoba. Marta ayudó a Pino a meterse en la cama y la abrigó con los edredones. Pino temblaba, su frialdad resultaba inquietante. Ella misma indicó a Marta que le trajese una manta eléctrica guardada en el cuarto de baño. Le dijo vagamente que no era la primera vez que sufría un ataque así. Luego le pidió que se sentase al lado de ella. A Marta se le ocurrió que a las dos les sentaría bien un poco de vino después de tanto jaleo, y lo dijo. Siempre había oído decir que el vino era bueno para esos casos. Pino negó con la cabeza.
– Tendrías que bajar por él al comedor. No quiero que te muevas de aquí hasta que José venga.
Desde luego imposible desentenderse de ella. Sentada al borde de la cama, Marta se dedicó a hablar a su cuñada, que la oia con los ojos entrecerrados. Ni ella misma sabía lo que le decía para tranquilizarla. A veces, Pino hacía un movimiento de impaciencia. Estaba sintiendo que el tiempo era una cosa pesada, que transcurría demasiado lentamente. Pasó una hora larga y oscura en la vida de Marta. El cuarto aquel de Pino y de José, que respiraba frialdad, no se parecía lo más mínimo a las otras habitaciones de la casa. Pino había escogido sus muebles al casarse y trajo una alcoba de niquel y de cristales parecida a las que se exhibían en las películas de aquel año 1938. Con las gruesas paredes y los techosaltos, aquellos muebles bajísimos de metal brillante resultaban extraños y sin espíritu.
Pino volvía a hablar y la niña, pasada la primera impresión, se estaba aburriendo ya con las obsesiones de su cuñada. Dentro del aburrimiento seguía molestándole como una gotera que se oye en la noche, implacable, y que llega a obsesionar y a interrumpir el sueño. La voz de Pino se arrastraba.
– ¿Tú crees que hay derecho…? Se casa conmigo. Me encierra aquí con esa mujer loca. Me toma las cuentas como un miserable, no me saca a ningún sitio, y por las noches se va a la cama de mis criadas.
Esto era demasiado. Ya lo había repetido mucho.
– ¿Estás segura?
A Marta otra vez le entraba una especie de escalofrío de asco. Quizá fuera una estupidez. Nunca hubiera querido impresionarse tanto al oír hablar de su hermano de aquella manera. No se creía una niña chica. Tenía dieciséis años bien cumplidos y había leído todo lo habido y por haber. Sin embargo, tenía ganas de vomitar oyendo a Pino. La miró con cierto horror.
– Si yo estuviera segura de una cosa así me separaría de mi marido. No se puede saber eso de un hombre y seguir queriéndole.
Pino se echó a reír de una manera desagradable.
– Tú no sabes nada de la vida. ¡Idiota!
Marta se enfadó. Le pareció que debía decir de una vez lo que pensaba.
– Sé más que tú de la vida… Sé que existe la amistad, que existen los sentimientos buenos y nobles, y tú de eso no sabes nada. Y de las cosas bajas que hay, también sé mucho. Tú misma te has encargado de contármelas.
– ¡Y bien que escuchabas…! Bien me perseguías para que te contara… ¿Qué? ¿No es verdad, mosquita muerta?
Marta se avergonzó. Era verdad. Cuando ella llegó del convento, Pino la había conquistado durante unos días descubriéndole un mundo sucio, hirviente. Marta quería saber y había escuchado con avidez los secretos de las relaciones corporales entre los hombres y las mujeres. Y, claro está, a esto Pino le llamaba la vida como si no existiese más. Luego Pino se había desbordado. Sus conversaciones parecían teñir a todas las personas que Marta conocía y quería de esta suciedad. Sus propias amigas, con sus inocentes noviazgos y sus familias tranquilas habían sido metidas por Pino en estas conversaciones. Marta se encontró de pronto en una especie de fangal de confidencias diarias y de chismorreos con Pino y se horrorizaba de sí misma. Tuvo un desesperado afán de pureza. Había huido por completo de su cuñada. La había despreciado desde el refugio de sus libros y de sus sueños. Pino, por su parte, la persiguió con su aborrecimiento.
– Sí, es verdad. Pero no quiero escucharte más, ¿entiendes? Tú crees que mi hermano es un hombre horrible. Pues sepárate de él… Ya está. Yo nunca he conocido gentes como ustedes dos.
Pino le lanzó una mirada como un insulto. Se incorporó en la cama.
– No presumas tanto de familia y de educación. Todo el mundo sabe que los padres de tu abuelo eran unos ladrones sinvergüenzas. Tú misma madre ha sido siempre una cabra loca, para que te enteres, y andaba en amores con José… Y no te tapes los oídos… ¿Por qué se quedó tu hermano viviendo aquí solo con ella encerrado años y años? ¿Por qué me tiene a mí sacrificada en la finca?
– Si dices una palabra más, me voy. La cara de Marta, pálida, asustada, rabiosa, asustó a Pino también cuando se inclinó sobre ella. La muchacha, enfurecida, había terminado por coger de una muñeca a su cuñada y la sacudía. La otra gritó. Las dos quedaron luego quietas, como petrificadas, porque en el corredor se oían ya los pasos de José.
Marta sintió un repentino frío. Se acusó interiormente de estúpida. Nada de lo que Pino dijera tenía importancia. No era posible sentirse tan herida, tan ofendida, por una persona así que no valía nada, aunque hubiese dicho aquellas cosas horribles de su madre. Pino sí que estaba loca.
Volvió los ojos hacia la puerta. José apareció muy tranquilo. Traía la gabardina un olor a eucaliptos y una humedad del rocío de la noche que parecía desmentir todas las ideas que Marta había llegado a tener sobre él al escuchar a Pino. Se le veía cansado de andar y hasta contento.
José había visto encendida la luz de su cuarto y esto le causó gran sorpresa. Estaba preparado para una escena con Pino. Lo que no esperaba y le sorprendió de una manera desagradable fue la presencia de su hermana en la alcoba. Marta tenía un gesto impertinente, aunque siempre se sentía un poco asustada delante de José.
– Pino se puso mala…
José, sin escuchar la explicación, le dijo enfadado que se largase.
– No estaba aquí por gusto.
Marta vio que José enrojecía, como siempre que algo le molestaba. Era muy autoritario y soberbio.
Pino, incorporada en la cama, despeinada, empezaba a gritar dirigiéndose a su marido.
– ¡Qué precioso está eso…! Te parece bien, ¿eh…? José empujó a su hermana. -Anda, afuera.
Marta cerró la puerta de la alcoba detrás de ella y al oír que el matrimonio empezaba a discutir se encogió de hombros. Al principio de estar en la casa se asustaba de las discusiones de ellos, incluso solía ponerse de parte de Pino contra José. Pero últimamente Pino le parecía tan loca que ya no se preocupaba. Aún sentía el resentimiento que le habían dejado las últimas palabras de su cuñada sobre su madre. Le parecían un sacrilegio.
Precisamente frente a la puerta de ellos se abría otra, triste y misteriosa. Era la del cuarto de Teresa. Marta sintió una ligera angustia de pensar que no podía llamar allí, entrar, despertarla, contarle que aquellas horas de la noche habían sido muy extrañas, muy insoportables para ella. Esto era un imposible que por primera vez le dolía. Nunca había sentido unas ganas tan grandes de echarse a llorar en los brazos de alguien que fuese comprensivo y bueno.
No le hizo falta encender luces eléctricas en un corredor donde la luz del cielo entraba por las ventanas. Se deslizó sin hacer ruido hasta la escalera oscura que bajaba al comedor, y también allí había claridad. Cuando Marta era una niña pequeña acostumbraba a sentarse al final de estos escalones para mirar escondida allí, apoyando la cabeza entre los barrotes de madera, lo que pasaba abajo. Ahora se detuvo, un poco sonámbula, mirando aquella habitación.
El comedor era la pieza más bonita de la casa. Era al mismo tiempo el verdadero salón, el sitio de reunión de la familia. Cuando Marta era pequeña, y su madre una mujer joven y alegre, en los tiempos en que su padre vivía, en aquella habitación se habían celebrado cenas y fiestas. Y parecía que desde entonces hubieran pasado siglos.
El comedor tenía una misteriosa belleza, mirado así a la luz de las estrellas que entraba por los grandes ventanales con las cortinas descorridas. A aquella luz casi podía adivinarse el alegre color de estas cortinas y de la tela que forraba los divanes debajo de las ventanas.
Marta empezó a bajar aquella escalera muy despacio. En el momento en que llegó al final de los escalones, aquella gran habitación alargada y la escalera que acababa de dejar y toda la casa dormida se conmovieron y empezaron a vibrar.
El viejo reloj de pie era como el corazón del comedor y cuando se preparaba para dar la hora todo a su alrededor parecía animarse de vida. En el gran locero antiguo la cerámica coloreada bailaba y producía una ligera música especial. Las dos… Una hora sorprendentemente temprana de la noche, teniendo en cuenta las muchas cosas que habían sucedido en ella.
Marta miró hacia los ventanales. Faltaba mucho aún para el nuevo día. El día en que debían llegar sus parientes, y ella ya no estaría sola. Se detuvo un momento, vacilante. El frío le subía desde los pies descalzos haciéndola tiritar. Esto acabó de decidirla.
Había un mueble oscuro y grande en cuya panza se guardaban varias botellas; lo abrió y tanteó en la oscuridad hasta que encontró una que ya había sido descorchada, la destapó y aspiró su aroma. Jamás había hecho una cosa así. Era posible que nunca volviese a hacerlo, pero sentía necesidad de arrimar el gollete de la botella a la boca y dejar entrar en su garganta el calor concentrado que contenía.
El vino era espléndido, de su propia finca. Un resto del antiguo vino de Canarias, que fue célebre en el mundo y que se vendía muy bien allí mismo, en la isla. Vino del Monte, más caro que ninguno de los vinos de la península, oscuro, aromado, uno de los mejores vinos del mundo.
Sintió el contacto del vidrio en sus labios. Bebió un largo trago cerrando los ojos, como quien besa. Inmediatamente sintió su efecto confortante. Volvió a beber una y otra vez.
Sonrió… Alguien parecía llamar desde los ventanales, fuera de ellos, en la noche, alegremente. Las enredaderas empujadas por el viento lanzaban de cuando en cuando contra los cristales unos tiernos dedos verdes, unas ramas demasiado crecidas que el jardinero cortaría pronto. Detrás de ellas, el rostro del cielo guiñaba sus infinitos ojos brillantes. Los hizo girar en una ronda de primavera. Los hizo quemarse más cálidamente que en ninguna noche que Marta recordara.