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Si he contado las cosas que sucedieron aquella noche en que Marta terminó lamentablemente mareada es porque más tarde llegaron a confundirse en ella con los demás sucesos que recordara en los días en que sus parientes peninsulares vivieron en la finca del campo.
Durante años no había pasado nada agitado ni notable en la vida de Marta. Durante dieciséis años, muertes, bodas y días tranquilos, se habían deslizado componiendo su vida en un ritmo plácido. Ni la guerra lo había alterado. Pero aquella llegada de sus parientes fue la primera cosa que realmente conmovió su espíritu. Toda la casa pareció alborotarse y ella tuvo la sensación de que salía de su vida pasada para meterse en un mundo de sensaciones y sentimientos nuevos.
Ellos la desconcertaban un poco. Había esperado que fueran totalmente distintos a las personas que hasta entonces había conocido, pero lo eran hasta un punto que a ella la desorientaba.
El primer día de aquella llegada pasó rápido, como cargado de electricidad. Daniel tocó el piano para todos. Tocaba hábilmente y el cuarto de música, que a pesar de la puerta-ventana abierta al jardín era oscuro, para Marta se transformó en un extraño lugar de ensueño donde las figuras en penumbra adquirían calidades fantásticas.
A Pino le gustaba la música. Su cara estaba dulcificada y se apoyaba en José, aburrido y distraído. Don Juan, el médico, demostraba su entusiasmo con el movimiento de su cabeza.
El cuarto de música era una de las pocas habitaciones que no fueron reformadas cuando la boda de los padres de Marta. Una sala atestada de mesitas y vitrinas, cargadas de fotografías antiguas en las paredes o en álbumes.
Había allí dos guitarras y un "timple", y aquel piano que José mandaba afinar a menudo, aunque desde la enfermedad de Teresa no lo tocaba nadie y al que ahora el gordinflón de Daniel sacaba su armonía. Había también una cama turca llena de cojines con colores vivos que se despegaba del conjunto. La cama donde aquella noche iba a dormir Marta y que era llamada pomposamente el diván.
En una esquina de aquel diván estaba sentada la chiquilla. Junto a la ventana veía recortarse el amplio busto de Hones como si se dispusiera a cantar. Algunos momentos Marta tuvo miedo de que lo hiciera en efecto, y de que una voz potentísima los destrozara a todos.
Pero no le gustaba tener aquella sensación de cosa cómica que le hacía rondar una involuntaria sonrisa en la boca. No le gustaba que sus parientes le pareciesen risibles. A quien más miraba era a Matilde, que estaba triste, apagada y severa.
Cuando el concierto terminó, Daniel se volvió hacia todos. Se limpió la frente con el pañuelo y durante un segundo nadie dijo nada. Entonces ocurrió algo chusco. En el silencio se oyó un ruido especial.
"Cloc, cloc, cloc, cloc…"
No era exactamente el ruido que hacen las gallinas. Marta no había visto nunca una cigüeña, de modo que no supo cómo clasificarla. Pero alguien imitaba a una cigüeña. La muchacha se sobresaltó. Miró a todos. Todos se miraron… En seguida empezaron a hablar y a felicitar a Daniel. Sólo Matilde parecía enfadada.
Durante la cena, cuando ya don Juan se había marchado, se reprodujo de nuevo aquel extraño ruido.
"Cloc, cloc, cloc, cloc…"
– Pero ¿qué es eso?
Marta lo preguntó sin poder contenerse. Matilde le lanzó una mirada fría, como si ella la hubiera interrumpido en su explicación a Pino de que Daniel estaba a régimen, y que sólo tomaba cosas hervidas y al mismo tiempo mucha mantequilla fresca y de postre su flan. Honesta misma se lo haría al día siguiente.
– No, niña -decía Pino un poco fastidiada-. Vicenta sabe.
– Entonces yo le explicaré cómo tiene que ser -dijo Hones-. Es un flan especial.
José intervino.
– Aquí habrá que acostumbrarse a lo que haya en la casa. No me imaginaba que en la guerra Daniel se hubiera vuelto tan refinado.
– Oh, el pobrecito Daniel está delicado -dijo Hones-. Los artistas son tan delicados…
José Miró a Hones con aquella sonrisa fea que parecía tener en exclusiva.
– Querida tía…
Hones hizo un gesto con las manos como para taparse la cara. Algo así como cuando a una jovencilla pavisosa le coge el rubor.
– ¡Ay, por Dios, no me llames tía…! Si casi tenemos la misma edad.
– Querida tía. Tú te acordarás muy bien que cuando yo era un chiquillo tuve que ir a comer a casa de ustedes muchas veces. Entonces yo estaba realmente enfermo, pero para mí no hubo jamás un trato especial. Daniel mismo decía que tendría que acostumbrarme… Creo que tenía razón. De modo que ya lo sabes, él también se acostumbrará.
Pino le escuchaba nerviosa y dijo que su marido era el hombre más agarrado del mundo.
– ¡Qué importará un flan…!
José la escuchó con la cara enrojecida sin perder su sonrisa.-Como tú quieras. "Cloc, cloc, cloc, cloc…"
Ahora Marta supo que aquel ruido lo hacía Daniel con la lengua y la garganta a un tiempo. Pino también se volvió a mirarle, sorprendida. Hones explicó con naturalidad.
– Es un tic que el pobre tiene desde la guerra… Un tic nervioso.
La criada, una joven gorda, había hecho tantos esfuerzos para contener la risa que en aquel momento empezó a llorar silenciosamente, y de pronto corrió a la puerta de muelles que separaba el comedor del servicio. Tropezó en ella con la bandeja y tiró al suelo la salsera. Pino se enfadó gritando dos ó tres expresiones ordinarias y explosivas. Después de decirlas se fijó en Matilde, que la miraba con su nerviosidad de siempre, y se echó a llorar.
No había duda de que todo aquello resultaba muy animado. Marta miró a Daniel y vio que su tío parecía abstraído en la contemplación de las piernas que la criada Carmela enseñaba en aquel momento mientras recogía muy azarada los trozos rotos y con una bayeta la salsa derramada en el suelo.
Hones y Matilde, como si nada sucediese, comían silenciosas, mientras José hacía tomar agua a Pino.
Al cabo de un momento, después de una grave meditación, se oyó la voz de flauta de Daniel.
– Yo mismo explicaré mañana a la cocinera la forma de hacer mi flan…
José enrojeció.
Marta tenía ganas de saltar en la silla, excitada. Miraba a Matilde continuamente; pero la poetisa no parecía fijarse en ella. Al terminar la comida, Matilde propuso:
– Vamos a rezar por los muertos que han caído hoy en el campo de batalla.
José y Pino se miraron.
– En tu cuarto. Aquí no somos beatos.
Así terminó José con una voz muy irritada aquella primera cena en familia.
Marta se despertó por la mañana oyendo los cantos de Chano el jardinero. Tuvo al abrir los ojos una sensación agridulce al pensar en sus parientes. Le hacía ilusión que estuvieran allí y al mismo tiempo le parecía que algo, alguna promesa, se había frustrado con la llegada de ellos.
Salió al jardín y Chano la saludó y se acercó a ella tendiéndole una carta. El muchacho sabía leer, pero su hermano, que estaba en el frente, tenía una letra tan mala que no había manera de sacarle jugo a aquélla. Marta le ayudaba. Estuvo descifrando, pues, algo de aquel contenido. Después de muchos vivas a Franco y a España y a la muerte, porque el hermano de Chano era legionario, después de muchos deseos de que todos los familiares estuvieran buenos, en la carta se decía que la vida del frente era la mejor vida para un hombre, y que el hermano de Chano venía con permiso y que pensaba convencer al propio Chano de que debía alistarse "antes de que sea por fuerza", porque así podrían estar juntos y siempre sería mejor.
– ¿Te vas a alistar?
Chano enseñó sus dientes blancos.
– Yo por mí sí querría. Pero tengo que engañar a mi madre… ¿Usted sabe? A mí me gustaría ver algo por ahí fuera antes de que se termine la guerra.
– Yo también me marcharía si fuera un hombre -Marta estaba pensativa-, y si no hubiera que matar a nadie.
– ¡Eso de matar…! Lo malo es que lo maten a uno, ¿no cree, mi niña? Dice mi hermano que al que es listo no le cogen los tiros.
Ni Marta ni el propio Chano sabían aquella mañana que al fin el jardinerillo marcharía al frente; que alcanzaría la guerra en sus últimos momentos, y que a los tres días de estar en las trincheras una granada le volaría la cabeza.
Cuando Marta se iba, Chano la llamó. -No se lo diga a nadie, ¿oye, Martita? -No, ¡qué va!
Marta, mientras hablaba con el jardinero, había visto a Matilde asomada a la ventana de su cuarto. Le pareció a la niña la encarnación de la energía, con su trenza bien peinada. No pudo imaginar que Matilde estuviera llena de desaliento en aquel momento. El risueño paisaje que la rodeaba se le hacía a la poetisa silencioso y oscuro como una cárcel. Se sentía irritada y casi desesperada. Hones y Daniel se encontraban a sus anchas en aquella casa que, según decía Daniel, daba olor a dinero. Hones la encontraba muy interesante. La noche antes, cuando ella y Daniel se estaban desnudando, Hones después de cruzar el corredor llamó al cuarto de ellos y les hizo ir a su propia alcoba, que era la que antes había pertenecido a Marta. -Venid, venid.
Hones estaba agitada, envuelta en su bata, con la cara llena de crema y el cabello de rizadores. -Venid; mirad.
Les llevó hasta la ventana y al asomarse, ellos vieron solamente un rincón muy tranquilo del jardín, casi un patio abierto, muy romántico con sus enredaderas grandes y bajo ellas un banco.
– ¡No!… ¿No veis? Es allí enfrente. Casi en ángulo con aquella ventana, y a la misma altura, había otras dos enrejadas. Hones susurró, trágica y al mismo tiempo encantada: -La loca… ¡Tan cerca de mí! Daniel la miró pensativo. Matilde tuvo miedo de oír otra vez el clocleo de la cigüeña, de modo que cortó, seca:
– ¿Para eso nos has traído aquí? ¡Vamonos a dormir, Daniel!
– No; esperad, veréis… Es interesantísimo lo que acabo de descubrir hace un rato.
Hones fue hacia el escritorio que había en aquel cuarto. Ella lo había transformado en tocador colocando sobre él muchas cajas de cremas y polvos y un espejo. Allí encima estaba una fotografía grande en un marco de plata. Hones la llevó bajo la luz.
– ¿Quién diréis que es?
Miraron. Aparecía la cabeza y el cuello esbelto de una mujer muy joven con el cabello recortado según la modo de algunos años antes. Tenía unos ojos hermosísimos, claros. Era muy bella.
– ¿Es la loca? -preguntó Matilde.
Hones se decepcionó.
– ¡Oh!…, tú todo lo sabes.
– No lo sé, lo supongo.
– Yo creí que era una artista de cine que tenía la niña aquí… ¡Cómo me iba a imaginar que esta belleza…! Porque es una belleza, ¿no?… Le pregunté a Marta quién era y me dijo que su madre. ¿No es extraño? Yo creí que Teresa era muy vieja.
– Pero este retrato es antiguo, ya no será así…
– No…; pero ¡qué curiosidad por verla! ¿No te parece, Matilde?
– Yo no tengo ninguna. Vamonos a dormir.
A Matilde no le divertían aquellas historias de la casa. Hones también había descubierto encantada que José, apenas se retiró a su cuarto aquella noche, volvió a salir dando un portazo, después de discutir con Pino.
Matilde suspiró en la ventana, un momento, aquella mañana hermosa de noviembre. Todo aquello, todas aquellas historias familiares, le producían cansancio y desesperanza. No sabía moverse entre ellas después del mundo de aventuras en que había vivido desde la guerra.
Daniel, en el comedor, había mandado llamar a la cocinera. Tenía delante de él y de su taza de desayuno un montón de paquetitos llenos de polvos desconocidos de los que luego se hicieron tan populares. Pero que Vicenta hasta entonces no había visto nunca.
– Son sucedáneos, buena mujer.-Sí, señor.
Aquella mujer alta y seca, con su pañuelo anudado bajo la barbilla, miraba al suelo y lanzaba por debajo de sus párpados alguna ojeada a Daniel, que estaba sentado a la mesa con una taza de tila delante.
– Son sucedáneos… Tendré que irlos sustituyendo poco a poco por huevo para que mi estómago no se resienta. Hoy, para hacer el flan mezclará a estos polvos media yema, mañana una entera, luego dos, tres, cuatro, hasta que un día el flan contenga media docena… Al mismo tiempo se irá disminuyendo la cantidad del sucedáneo. ¿Comprende usted? -Sí, señor.
José bajaba la escalera en aquel momento y se había detenido a escuchar con una curiosa expresión.
– Oye: ¿pero es un flan o una tarta lo que te van a hacer?
Daniel se sobresaltó cuando su sobrino se acercaba a la mesa. Vicenta desapareció silenciosamente.
– Ya sabes que nosotros, que yo, de otras cosas como poco y…
– Está bien.
José abrió el periódico. Los ventanales estaban abiertos. Olía a café, a tila, al gofio que aparecía dispuesto en recipientes de cristal, y también a mañana primaveral, a flores. José soltó una exclamación por algo que había leído en el diario.
– ¿Qué te pasa, José, hijo mío? No tuvo respuesta. José no parecía juzgarle digno de diálogo. Daniel, desamparado en la soledad de la mesa, donde el sol hacía brillar tazas vacías de porcelana, cucharillas, y un jarro con flores, dudó unos segundos porque sentía su tic subiéndole a la garganta. Infló las mejillas, movió la cabeza. Al fin no pudo remediarlo.
"Cloc, cloc, cloc, cloc…"
José cerró su periódico.
– No hagas esas idioteces, haz el favor.
– No puedo remediarlo, estoy enfermo… Bajaban las escaleras Matilde y Honesta, muy sonrosada, metida en una batita veraniega. Luego entró Marta desde el jardín y se sentaron todos a la mesa. José dobló el periódico.
– A propósito: ahora que están todos ustedes reunidos me gustaría hablar de la cuestión económica. Prefiero que no esté Pino delante, porque mi mujer es demasiado sensible.
Marta se asustó porque José era muy desagradable siempre hablando de cuestiones económicas, como él decía. Él decía que no se podía malgastar un céntimo del dinero de Teresa que le estaba encomendado. Aquel día expuso a sus parientes la situación: ellos tendrían que contribuir con algo al gasto de la casa. Marta vio cómo Daniel se sobresaltaba. Honesta abrió mucho los ojos. Sin embargo, la cara de Matilde tomó una ligera animación.
– Si tú nos ayudas podremos trabajar los tres. Incluso creo que sería conveniente que viviésemos independientes en Las Palmas, hasta que termine la guerra. José se puso encarnado.
– No he dicho tanto, ni hace falta que sea en seguida.
Daniel y Honesta se unieron a él contra Matilde. -¡Por Dios, qué agresiva eres…! ¡Por Dios! Marta había querido intervenir de algún modo. Pero no sabía cómo. Aquel día quedó así la cuestión. José se marchó en seguida a Las Palmas, y ella hubiera querido quedarse con Matilde a solas y hablarle de sus poemas. No se atrevió porque Matilde estuvo con ella muy fría y muy poco propicia a la conversación. En cambio se vio arrebatada hacia el jardín por Honesta.
– Vamos a ser muy amiguitas, ¿eh…? En medio de todo somos las únicas chicas solteras de la casa. ¿No te parece…? Eres muy mona, ¿sabes?, pero deberías pintarte un poco y ponerte zapatos con tacones. -Eso dice Pino.-Y dime, dime…: ¿qué tal estás de novios?
– No tengo.
– ¡Ah…!, sí, tienes poco atractivo, pero es porque no quieres tenerlo; hay que cuidarse más…
Marta se vio andando entre los macizos de rosas, apretada por el abrazo de Honesta, respirando el olor de sus afeites mañaneros. Aquella conversación no se parecía en nada a la que ella había soñado en tener a solas con cualquiera de sus parientes. Honesta le hacía preguntas, como Pino misma le hubiera hecho sobre la vida que se llevaba allí. Si había diversiones o no en la ciudad…
Marta contestó rápidamente, y luego, casi desesperada, como si por medio de Honesta sus noticias pudieran llegar a Matilde, le explicó a su tía que ella escribía poemas y que había soñado la llegada de ellos tres para enseñárselos.
Ahora quedó Honesta desconcertada, pero se repuso en seguida.
– ¡Oh!, qué interesante. Yo también hago versos… Y Matilde es un genio… Pero no le enseñes nada a Matilde. Te dirá que son cursis tus versitos. A mí también me lo dice…
Se veía bien claro que Honesta hablaba por hablar. Marta pensó en sus amigos; un grupo de estudiantes intransigentes como la misma juventud, a los que ella les había hablado de estos parientes admirables, y que esperaban casi emocionados sus noticias sobre ellos. ¿Qué pensarían si vieran a Hones? Se reirían un poco.
Abatida, inclinó la cabeza mirando los senderos del jardín por el que paseaban. Le mortificaba el pensamiento de que hubiera preferido subir al desván y leer, que seguir charlando con Honesta.
Cuando su tía la arrastró hasta un banco con toldo y balancín para seguir hablando de sí misma, de enamorados, oposiciones familiares a sus amores, y mil bobadas contadas con muy poca gracia, Marta tuvo ganas de bostezar o de taparle la boca. Sin embargo, unos minutos después, sin ninguna transición, Honesta empezó a hablar de aquel amigo que había desembarcado con ellos, el pintor Pablo, y Marta se interesó. Según Honesta, era un hombre muy desgraciado porque se había casado por interés con una horrible mujer que fumaba puros y que le dominaba. Afortunadamente la guerra le había separado de ella. Pablo era muy interesante. Había vivido en París. Para ir allí se había escapado de su casa siendo aún muy joven y había hecho un viaje accidentado huyendo de la Guardia Civil y pasando la frontera a pie.
– Porque es muy fuerte, ¿sabes? Su cojera apenas es un residuo de una enfermedad de la infancia. No te vayas a creer que le falta la pierna ni nada de eso. Está muy bien formado…
Al decir esto, Honesta se ruborizó. Pero Marta no se daba cuenta de nada. Al mismo tiempo que escuchaba a su tía oía el piano que allí cerca, en la salita de música, tocaba Daniel.
– Se casó por agradecimiento a su mujer, que era una vieja chiflada que le compraba todos los cuadros. Pero ese matrimonio se puede deshacer; es sólo civil…
Marta no sabía, claro está, que la mujer de Pablo era mucho más joven que Honesta, pero sí notó que su tía en aquella mañana incurría en contradicciones al hablar de la boda de Pablo.
– ¿Pero se casó por agradecimiento o por interés? ¿Te lo ha dicho él?
– Nena…, ¿cómo me va a decir esas cosas?
– ¿No puede ser por amor?
– No…; su mujer es horrible. No le dejaba pintar…, y eso sí que me lo ha dicho Pablo. Dice que ahora es cuando empieza a poder pintar de nuevo. Y además, ¡date cuenta! ¡Fuma puros!, y… -bajó la voz- está de parte de los rojos; eso es seguro. No debe decirse porque perjudicaría al pobre Pablo, pero ella es una mujer de esas que dan mítines y cosas así.
– ¿Tú la conociste?
– Sí; un día en Madrid… Es horrible… Pobre, pobrecito Pablo…
– ¿No dices que es un genio?
– Sí.
– Pues no le llames pobrecito.
La voz de Marta era tan irritada que Honesta quedó con la boca abierta. Marta se sintió confusa también. No sabía cómo se había atrevido a hablar así a Honesta, ni por qué se sentía tan enfadada. No sabía tampoco que sentada allí junto a esta mujer, por la que empezaba a sentir profunda antipatía, su boca ancha tenía un extraño parecido con la de ella.
El banco en que estaban las dos se balanceaba suavemente. Enfrente, una pared llena de rosales trepadores producía una extraña sensación de ardor llena de sol. Sobre los rosales se abría la ventana del cuarto de Pino.
Pino despertó tarde, con una pesada melancolía. De un tiempo a aquella parte solía sucederle esto. Después de unos días de arrebato le venía aquella tristeza grandísima. Hacía mucho rato que José se había levantado sin molestarla apenas. Las ventanas del cuarto tenían las maderas cuidadosamente cerradas. Sólo filtraba una ligerísima raya de luz en el techo. La penumbra en que la habitación estaba envuelta se debía a la claridad que dejaba pasar la puerta del baño abierta por José. Pino hizo un movimiento, la estrecha cintura le dolía como si fuera a partirse con el peso de las caderas, y su corazón latió fuerte, desacompasado. Un pánico horrible la paralizó un momento y luego la misma fuerza de aquel miedo hizo que los latidos golpearan nuevamente con brutalidad el pecho. "¿Estaré enferma de verdad? ¿Me moriré?" Aterrada, recordó la cara de Vicenta, la cocinera, cuando pasaba a su lado mirándola de soslayo. Pino le tenía miedo. Contra ella la prevenía siempre su madre, cuando Pino iba a visitarla y a llorar un poco sus penas entre los fuertes brazos. Decían que la majorera conocía de un golpe a quienes llevaban en la cara la señal de la muerte. De Lolilla, la criadita esmirriada, cuyas mejillas, sin embargo, tenían buen color, había dicho Vicenta, hacía poco, que "hedía a muerta". Fijándose bien Pino había visto que la muchachilla se detenía ahogada, algunas veces, al subir la escalera y que sus labios tenían un extraño color morado… No quiso hacer caso de Vicenta, pero había preguntado a don Juan, el médico. Don Juan era un bendito, pero nadie mejor que ella sabía que no resultaba ningún lince. Pareció caer de las nubes, le tomó el pulso a Lolilla y le hizo sacar la lengua. Luego le dijo que estaba buena y sana. A Pino, en confianza, le explicó que por lo que ella contaba, bien pudiera estar la chica enferma del corazón. Lo mejor era desembarazarse de ella, no fuera a dar un susto. Pino no la echó, porque era difícil topar con otra menos atractiva. No era tan fácil además conservar las criadas en la finca, con tanto trabajo, y con una loca en casa que les daba miedo. Si viviera en Las Palmas…
"Si viviera en Las Palmas, no estaría yo así, que me estoy consumiendo viva", pensó. La familia tenía una casa en Las Palmas, una casa antigua de dos pisos en el barrio de la Vegueta, cerrada desde la muerte de don Rafael, el abuelo de Marta. Era un crimen tener aquella hermosa casa, completamente amueblada, y no habitarla, y en cambio estar metidos en este campo maldito sin la menor distracción.
No sabía bien qué es lo que esperaba ella al casarse con un hombre como José, estirado, y con fama de rico. Pero algo, un bienestar que no tenía, sí que había esperado. Aunque a veces al pasar por las calles de la ciudad en el gran automóvil nuevo sentía como un ramalazo de orgullo por su matrimonio, la mayoría de los días se lamentaba de aquella boda que había sido como una trampa para su juventud.
– Ten paciencia -le decía su madre-; los hombres cambian. Ya te sacará, ya te llevará a los sitios…Luego, aquella mujer optimista, se impacientaba.
– Pero si ahora, con la guerra, no hay adonde ir… No sé qué demonios quieres. Más de cuatro se mueren de envidia.
Cuando Pino lloraba, su madre se quedaba pensativa y le daba, al fin, el consejo deseado.
– Lo que tú debías conseguir era que te trajera a Las Palmas. A la loca, que le pongan una enfermera y que se quede allí en el campo con la Vicenta y con la hija…
Cuando Pino oía esto llegaba a calmarse. Hasta se reía, como si aquella cosa negra, oprimente que llevaba dentro del pecho, se le aliviase. Su madre era una mujer práctica, y nunca estaba aburrida. Era ama de llaves de don Juan, el médico de la familia Camino. Era también otra cosa en aquella casa, según las malas lenguas, y últimamente a Pino le habían entrado grandes reconcomios de orgullo, y se enfadaba con aquella mujer porque no apuraba al viejo médico a que se casase con ella.
– ¡Déjame tranquila, caray! ¿Quieres que me case para volverme neurasténica como tú…? Eso es para las jóvenes. Yo ya no tengo ilusiones.
Pero tenía ilusiones. Le gustaba llevar la casa de don Juan, enterarse de los recados de los enfermos, ir con una amiga al cine, comer bien. Cuando Pino se quejaba demasiado le daba una palmada en las nalgas, que restallaban.
– ¿Dices que eres desgraciada, con ese culo que estás echando? Pero si se ve que te das buena vida… Yo a tus años trabajaba como una negra para mantenerte, mi hija… ¡Qué más querrás!
Pino volvía confortada de esas visitas. Se arrellanaba junto a José con una gran tranquilidad en el automóvil color rojo. Pero nada más salir el coche de la tibieza de Las Palmas y enfilar por la carretera del centro hacia Tarifa y Monte Coello, Pino volvía a su sombría angustia. Tenía la impresión de que la oscura avenida de eucaliptos que descendía entre los campos de viñas de la carretera hasta el jardín era una garganta que la tragaba. Un cuarto de hora tardaba el coche desde la ciudad hasta su casa, y parecía que la llevaba a otro mundo.
¿Qué hora sería? Las once de la mañana. En cualquier momento llegaría la majorera a despertarla, para la inyección reconstituyente que se le ponía a Teresa. A la majorera le tenía sin cuidado que Pino hubiera o no hubiera desayunado, o que estuviese buena o mala. Había que poner la inyección. Si Pino se rebelase, la vieja Vicenta hablaría en seguida con José de la necesidad de traer otra enfermera, ya que Pinito estaba cansada. Bastante había gruñido Vicenta diciendo que eso de dejar sola a Teresa por las noches, aunque la alcoba de José y Pino estuviera cerca, no estaba bien. Vicenta quería dormir en la alcoba de Teresa, pero en eso ella no cedería nunca… Mientras José saliera por las noches, las criadas jóvenes deberían estar bien guardadas abajo. Por nada del mundo hubiera traído tampoco otra enfermera. Sobraban mujeres en aquella casa. Ya estaba José demasiado consentido entre tantas faldas. Todos estos pensamientos la atormentaban. Cada vez que había insinuado la única solución de su vida que se le representaba ya casi obsesivamente y que era irse a vivir a Las Palmas, dejando allí a Teresa, José se había puesto hecho una fiera. Pino lloraba.
– No veo por qué tanto enfado… Don Rafael bien vivía en Las Palmas con su nieta, y era padre de Teresa, no como tú, que no eres nada de ella, y me sacrificas a mí por esa loca.
– Cuando te casaste, ¿sabías o no que ibas a vivir aquí?
– Sabía que me casaba contigo.
– Pues casarse conmigo es vivir aquí, ¿entiendes? Aquí. Con Teresa. Cuando mi padre se casó con Teresa, ella era una chiquilla, pero como yo estaba delicado del pecho fue ella la que arregló esta finca para vivir siempre aquí. Por mí, ¿entiendes? Yo no había sido feliz nunca en mi vida hasta que vine a esta casa. Aquí me hice un hombre, aquí conocí lo que es un techo propio, una alegría, una tierra de uno. Teresa supo ser una buena madre, ¿entiendes…? Y ni por ti, ni por nadie, la dejo… Mientras ella viva, aquí vivo yo… Bien sabido. Bien sabido. Una mujer joven y sana tiene su vida amarrada a la vida de una loca. Se llevó las manos a las sienes. Le latían pesadamente. ¿Por qué estaba destinada a sufrir tanto? ¿Sería posible que nadie, ni su propio marido, la quisiera? Oyó a lo lejos, separado por los muros de la casa, el sonido de un piano. Entonces recordó a los peninsulares, y sin saber por qué, su alma se cargó de rencor. Ya habían tomado posesión de la casa aquellas gentes… Había esperado algo de ellos, hasta ayer. Una ayuda, una mano tendida… No sabía qué. Pero, ¡cómo eran! Eran horribles. Hones le había parecido una vieja prostituta, pero con muchas pretensiones, muchos remilgos. La otra, Matilde, peor. Tan fría, tan "superior" y encantada con aquel viejo melindroso que tenía por marido. Gentes finas. Con las narices arrugadas por si acaso algo les daba mal olor. ¿Cómo pudo pensar que iban a traer algún cambio a su vida triste? Venían a olisquear. A estorbar. A José su presencia no le imponía ningún respeto. Prueba de ello el paseo de la noche anterior contra el insomnio… Y eso después de haber discutido con ella sobre el dinero de la casa. Decía que no le iba a dar ni un céntimo más, a pesar de la llegada de los parientes. Que estaba seguro de que a Pino le sobraba… Ahora no podría ni sisar para sus pequeños gastos, y bien sabía Dios que la miseria de José hacía necesaria esta sisa. Debía estar loca esperando un alivio de gente nueva. Ahora le parecía que les odiaba… Todo lo que pensaba esta mañana estaba como emponzoñado. El piano le martilleaba en la cabeza… "Voy a llamar a la muchacha y a mandar que quienquiera que sea el maldito que toque, que se calle en seguida…"
Se levantó con las palmas de las manos húmedas. "Esto es debilidad." Un soplo de terror que antes la había cogido, volvió a atormentarla. Fue a abrir las maderas de la ventana. Pensaba sentarse en el tocador, y recoger un poco aquellos cabellos demasiado foscos. Su tocador le gustaba, y mirarse allí la calmaba un poco. Al pasar vio que a uno de los candelabros de plata que lo adornaban le faltaba una vela, y recordó lo sucedido dos noches antes. Le pareció tener delante de los ojos la cara de mosquita muerta de su cuñadita. Por un momento, la niña había demostrado lo que era: una soberbia, una rabiosa, con la cara sin sangre debajo de aquellas pecas que le sombreaban la nariz, con los ojos verdosos, pálidos de ira…
Pino, arrastrando las zapatillas, fue hasta la ventana. La abrió. Detrás de los cristales el esplendor del día hirió sus ojos un poco hinchados. Sin embargo, se detuvo a mirar. En el asiento de toldo se balanceaba alguien. Reconoció las piernas carnosas, bien hechas, de Honesta, y las de Marta tostadas por el sol, con la falda descuidadamente subida hasta la rodilla, y las sandalias blancas, que castigaba sin piedad contra el picón. Verlas así, de pronto, era como si chocaran contra ella aquellas dos mujeres.
Otra vez tuvo la sensación desagradable de que el corazón le resonaba dentro del pecho como un tambor. Estaba segura de que hablaban de ella. Marta vertería su veneno en los oídos de los tíos, y todos serían enemigos de Pino dentro de la casa. Había sido bien tonta de no pensarlo antes. Le parecía oír la voz de la niña, con su odiosa precisión.
"¿Pino?… No le hagan caso. Es una ordinaria, hija de una criada. Llama padrino a don Juan, el médico, que no sólo no lo es, sino que para colmo, es padrino mío… Lleva las joyas de mi madre siempre que se le antoja. Pero ella no tiene nada. Es una criada que se hizo un poquito más fina porque la madre tuvo suerte de entrar en casa de don Juan como ama de llaves. Pueden ustedes reírse de ella, que es una boba, y ni lo nota. Ayer, cuando se le derramó el té, y Matilde dijo que no tenía importancia, y se reía de ella, no lo notó. Ella y yo, no nos podemos ver. Desde que vine del convento y nos miramos, la desprecié. La desprecié, sí. Empezó a hablarme de novios y pretendientes que había tenido, y yo ni la escuchaba. Me hablaba de sus ilusiones, y yo ni la oía. Ella entonces tenía muchas ilusiones. Estaba recién casada. Creía que las madres de todas mis amigas la iban a recibir con los brazos abiertos, hasta no le hubiera importado hacer jerseys de punto para los soldados del frente con tal de estar con aquellas señoras. Luego se ha dedicado a hablar mal de ellas, pero yo sé por qué, todo le salió mal… Todo el verano viéndome salir de excursión con mis amigas, riéndome, volviendo cansada, feliz, y ella sola en casa. Un día le pregunté, a ver qué decía, para reírme, ¿saben?
"-¿Tú no tienes amigas, Pino? "¿Saben ustedes lo que hizo? No le hagan caso. Aquí nadie la defiende, si no es don Juan, el médico, que viene los domingos a comer y a pasar la tarde. El marido se le va por las noches…"
Sí, parecía que la estaba oyendo, y sólo Dios sabía cómo en este momento la odiaba. A ella, y a todo lo que había alrededor. A todo lo que ennegrecía su vida. A la maldita Teresa…
Estaba Pino tan abstraída que no oyó un golpe en la puerta de su alcoba. Entró Vicenta y se quedó mirándola.
Los peninsulares, el día anterior, habían encontrado pintoresca a Vicenta. Era sólo una mujer de aspecto campesino, con unas facciones obtusas, y unos ojos feroces y vivos, que desmentían la pesadez de los rasgos. Aquellos ojos se achicaban ahora mirando a Pino. Quedó unos segundos junto a la puerta, con un gesto de secarse las manos en un inexistente delantal. La cara de Pino tenía un color grisáceo junto a la claridad de la ventana. Se enterraba las uñas de una mano en la palma de la otra. Esto es lo que estaba viendo la majorera. Vicenta tenía el alma seca. El sufrimiento ajeno era como una especie de lluvia refrescante para ella. Su cara oscura pareció ensancharse con una maligna alegría, pero sólo duró unos segundos. Súbitamente se asustó como si hubiera visto un fantasma en la cara de Pino. Se conmovió todo aquel cuerpo, como si lo pasara una corriente eléctrica. Hizo un movimiento.
Pino se volvió, brusca, hacia ella.
Las dos se estuvieron mirando. Vicenta, quieta, con sus gruesos labios color de tierra algo más pálidos que de costumbre. Pino, con los ojos espantados, con una mano en el pecho, allí donde le golpeaba negramente el corazón.
De pronto, Pino pasó por delante de la majorera, con un gesto de desafío en los labios. Abrió la puerta de su cuarto, atravesó el pasillo, y bruscamente, brutalmente, se metió en la habitación de Teresa.
Había que poner la inyección a la enferma. Estaba entendido.
Vicenta, la majorera, entró detrás de ella. Tenía una voz áspera. Aspiraba las eses y las haches, como si una invisible j las hubiese raspado.
– ¡Cuidado, no la lastime…!
Había una sofocada orden, una velada amenaza, en la manera de decir.