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Marta llegó a recordar más tarde aquel período de tiempo en que estuvieron sus tíos en la casa, como algo muy nebuloso y extraño. Ella se veía corriendo anhelante de unos a otros en aquella especie de sueño.
El ambiente de la casa se había puesto cargado como cuando va a haber tormenta, desde el día siguiente mismo de llegar aquellas gentes. A Marta, los ambientes de la casa hasta entonces apenas la habían rozado. No le importaba nada la vida de los seres que alentaban en aquellas habitaciones. Pero llegaron tres personas de fuera que sí le importaban, porque las había creado en su propia fantasía, y las cosas que veía la asombraban y a veces la herían.
Pino fue de una grosería insufrible para los parientes en los primeros días. Sólo Dios sabría lo que pasaba en su corazón, pero les molestaba de continuo. Les acechaba. Si Marta se acercaba a alguno de ellos para conversar un rato, indefectiblemente aparecía Pino con sus zapatillas silenciosas y un: "Sigan, si no hablaban de mí…" que los dejaba helados.
Marta contó a sus amigas del Instituto cosas muy vacilantes sobre ellos. Aquellas chicas tenían curiosidad por los peninsulares y ella les dijo que un día las invitaría a su casa para que les conocieran, pero que eran muy extraños, como todos los artistas.
Marta no concebía la vida sin consultar sus preocupaciones a la panda de amigas. Se sentía unida a ellas mucho más que a su familia. Al menos, hasta el momento en que los peninsulares llegaron. Estaban unidas todas por el gusto común de la lectura, por la edad parecida, por la adoración común hacia los creadores de cualquier clase de arte. También se sentían unidas y metidas en una especie de círculo mágico desde donde veían la vida de distinta manera que los demás. Tenían un código moral muy curioso y en honor de ellas hay que decir que si era inflexible para ellas mismas concedía gran tolerancia para las acciones de los otros, o mejor dicho, las otras muchachas que no pertenecían a la pandilla, porque a los hombres no sabían juzgarlos exactamente.
Las personas no pertenecientes a su generación no les parecían, en general, muy dignas de atención. Casi siempre les provocaban una sonrisa suave, indulgente, a no ser que fuesen famosas por algo, o sea dignas de admiración. Pero en verdad, ninguna de ellas, excepto Marta, podía contar con seres extraordinarios en el seno de la familia. Así es que la acribillaron a preguntas.
– ¿Es verdad que tu tío está componiendo una sinfonía sobre la isla?
Marta se sentía sonrojada y confusa. Antes de llegar aquellas gentes nunca había mentido a sus amigas. Se sentía tan fundida con ellas que le parecía ser una misma cosa con todas. No tenía secretos para ellas. Pero ahora era más leal a los recién llegados e inventaba su manera de ser porque tenía miedo de que no les juzgaran bien. Lo de la sinfonía de la isla era una invención hecha en honor de Daniel.
Era verdad que él, continuamente, emborronaba papeles de música, luego se sentaba al piano y se oían desde cualquier sitio de la casa unas notas vacilantes. Volvía a escribir, y al fin terminaba tocando para descansar, algo muy hermoso que Marta, con su terrible incultura musical, estaba convencida que era ya la sinfonía acabada.
Marta había intentado hablarle de cosas de la isla, de Alcorah y de los demonios en forma de machos cabríos. Un día se lo expuso concretamente mientras él la miraba con sus ojillos aguados sin gran interés. Estaba sentado al banquillo del piano y de cuando en cuando tecleaba.
– Yo siempre he notado como una música, la música de la isla que los picos altos de las cumbres parecen dirigir. Tú podrías hacer esa música, Daniel. Llamaron a la puerta. Entró Carmela. -La señorita Pino que le duele la cabeza. Que si don Daniel quiere dejar el piano.
Tres veces Pino había mandado tal recado, cuando Marta estaba junto a Daniel. Aquélla fue la última vez. Daniel huía de ella.
– Pequeña, hay que ser prudentes… Cloc, cloc, cloc, ¡perdón…!, hijita, ¿qué sacamos de disgustar a la buena de Pino?
Daniel tenía miedo de Pino, que desde un tiempo a aquella parte estaba tan nerviosa. Cortaba para ella flores en el jardín. La adulaba. Le besaba la mano en cuanto tenía ocasión. De nada servía todo esto porque Pino, que como todos los isleños era sensible al ridículo, lo creía una burla y le dijo al asombrado Daniel que estaba poco dispuesta a dejarse tomar el pelo.
Marta, el día en que sus amigas exigían una contestación sobre la sinfonía de Daniel, sintió que le salía una voz débil al decir que sí. Sí, Daniel escribía la sinfonía, pero naturalmente era una cosa muy difícil que exigía mucho tiempo.
– Y de tus poemas de Alcorah ¿qué dicen tus parientes?, ¿les gustan?
– No me he atrevido a enseñárselos.
Como estaba mintiendo, a Marta le fastidió el corro de caras que la contemplaban allí, en el patio del Instituto. Por primera vez hubiera querido estar sola, lejos de ellas. Sus amigas conocían las leyendas, las juzgaban con imparcialidad. Opinaban que no eran buenas aún, pero prometían mucho. Marta debía enseñarlas.
Era muy fastidioso. Sus amigas le habían reprochado siempre tomar demasiado en serio aquel afán literario y no ocuparse de las cosas de la vida, como decían ellas. Pero en el momento de llegar aquellos peninsulares artistas, para las "niñas" resultaban un orgullo las habilidades de Marta.
De todas las amigas, Marta prefería a una. Todas la preferían: se llamaba Anita, y era la cordura en persona. Ella a su vez se preocupaba por todas y un día llevó a Marta aparte.
– Mira, yo he pensado que tus parientes se deben preocupar ahora por ti, en muchas cosas. Mi madre dice que tu hermano no se ocupa mucho y que tu cuñada no es gran cosa la pobre…
Marta dijo, muy agitada:
– Pero si se preocupan mucho. Quieren saberlo todo de mí. Me quieren mucho. Ya se han dado cuenta de que Pino y José no son simpáticos y quieren llevarme con ellos cuando vuelvan a Madrid…
Anita quedó pensativa.
– No te hace falta que te lleven a Madrid. ¿No te daría pena dejar la isla? Lo que tú debías hacer es buscar un buen chico y casarte. Tú no eres fea, ¿sabes? Sixto, el hermano de María, dice que le gustas… Ahora va a venir con permiso del frente porque lo han herido… Tus parientes te pueden ayudar para eso, ya que tu hermano no te saca nunca a ningún lado y además dice mi padre, no sé por qué, que se llevará un disgusto cuando te cases.
Marta se encogió de hombros. Explicó vagamente que Hones también le había dicho que tenía que buscar un novio… Pero inmediatamente se sintió triste, porque no era esto lo que esperaba ella de los parientes.
Cuando pensaba en la manera como Matilde le había rechazado, hasta tenía ganas de llorar. Nunca se lo diría a sus amigas. Había ido detrás de Matilde como un perrillo, en todas ocasiones le había insinuado sus grandes deseos de que hablaran las dos de Literatura, y su tía siempre había encontrado el medio de escabullirse.
Un día, cuando Matilde, como siempre, tomaba el sol en el jardín, la abordó.
– Yo quería enseñarte lo que escribo…
– ¿Por qué no vas a tu profesor?
– Creo más en ti porque has escrito también -la miró y continuó muy de prisa-: además, tú estás equivocada conmigo, crees que soy feliz y me desprecias. Crees que soy una tonta metida en esta finca sin enterarme de la vulgaridad de Pino y de José…
– No sabes lo que dices. Me parece de mal gusto hablar mal de tus hermanos.
– Sí… pero, ¿no quieres leer lo mío?
– No.
Matilde, detrás de las gafas negras que se ponía para el sol, vio la cara de Marta llena de desencanto. No se compadeció. Aquella niña la irritaba.
– Mira, te voy a decir por qué no quiero leer tus cosas. No sé si tienes talento o no. Lo más probable será que no lo tengas; pero, al fin y al cabo, es lo mismo… Me repugna verte todo el día sin hacer nada más que pensar en ti misma. De la mañana a la noche estás pensando en ti. No te das cuenta de que hay un cataclismo muy grande en tu país, que muchachos jóvenes que valen infinitamente más que tú, mueren cada día… Muchos de mis mejores amigos han muerto, otros están pasando hambre, otros abocados al destierro. ¿Quieres que me extasíe delante de una adolescencia llena de problemas falsos y literarios? Me repugna. Nunca piensas en la guerra, ¿verdad?
– Sí, sí pienso.
– ¿Sabes lo que yo haría si tuviese tu edad? Ayudar con todas mis fuerzas. Ser natural. Vivir. Tener ahijados de guerra y escribirles a ellos… Hacer algo. Algo que no sean versos ridículos.
– No son versos.
– ¿Eres tonta, o es que no me entiendes? No quiero leer tus bobadas.
Tan clara repulsa hizo sentir a Marta un complejo de perro apaleado. Reconoció que, realmente, pensaba en ella misma demasiado. Pero también pensaba en ellos, los refugiados, y los quería. Contaba con los dedos las faltas de hospitalidad que les hacían Pino y José. Aunque no los hubiese querido, habría sufrido por eso. En las casas canarias un huésped es sagrado. Se le ofrece lo mejor, ni los más humildes isleños faltan a esta tradición y Marta llevaba este sentimiento en su sangre. Pino también parecía comprenderlo así cuando hizo grandes preparativos para la llegada de los peninsulares y se enfadó por la roñosería de José que no quería hacer gastos nuevos para sus parientes. El día que llegaron les hizo preparar una comida de príncipes, sacando en su honor la más antigua y hermosa vajilla, la más bella mantelería calada, y los cubiertos de Teresa, que hacía años estaban guardados. En las camas, les puso, como correspondía, sábanas de hilo antiguo, bordadas de maravilla, que eran también del equipo de novia de Teresa, y que venían ya de la abuela de Marta.
Nada de esto se comprendía al ver el gesto malhumorado con que los acogió al día siguiente, y sus pullas constantes.
Marta hubiera querido explicarles, al menos, que en la isla la gente es acogedora, aunque en su casa no lo fueran. Pero a ella la huían.
Un día estalló al fin la tormenta familiar, y desde entonces Marta tuvo aquella extraña sensación de que había quedado en la vida definitivamente sola. Aquella sensación curiosa, insistente, que ya no la dejó nunca.
Pino y José, antes de la comida habían peleado como casi siempre, por cuestiones de dinero.
– Pues no haberte cargado con este hatajo de gandules, que no hacen más que criticarme…
Esta frase de Pino llegó desde el piso alto, escaleras abajo, a los oídos de todos. Y todos se hicieron los desentendidos como siempre.
Ya sentados a la mesa, y cuando en ocasión del postre llegó el enorme flan de Daniel como un reto, Pino contó que ella desde joven había trabajado con sus manos, y se había ganado su comida, cosa que muchos encontraban mal.
José comía vorazmente, como siempre, y con toda tranquilidad.
– Nunca he sido una carga para nadie -recalcó Pino.
Daniel, en medio de un silencio, pidió un salero a Marta. Ya no se atrevía a sacar su tic delante de José, que lo fulminaba con la mirada.
– Hay niñas mimadas, como Marta, que ni se zurcen las medias. No quieren más que leer, y luego, si las cosas les van mal, seguramente se irán a casa de unos parientes, a que las mantengan.
Matilde dijo: -Si esas cosas las dices por nosotros, en lo del trabajo tu marido tiene la palabra. Daniel habla inglés, y es posible que sea útil en su oficina. El otro día dijo que le hace falta gente. Estamos deseando vivir en la ciudad, independientes.
– ¡Claro…! ¡Aquí les tratamos tan mal…!
– ¡Por Dios, querida Pino…! nadie ha dicho nada. Haya paz… ¡Por Dios!, si lo que habéis hecho por nosotros…
Matilde, sin hacer caso a Daniel, siguió disparada.
– Muy mal lo pasamos en Francia. Pero peor lo pasan otros, en estos tiempos. Nunca fue nuestra intención estorbar en esta casa.
Se detuvo un momento, y con gran sorpresa de todos, se oyó la voz de Marta muy fuerte y clara:
– Pero, ¿quién puede decir que estorban? Esta es la casa de mi madre, ¿entienden? De mi madre y mía… Estamos muy contentas de tenerlos.
José dejó de comer. Se puso rojo y le destacaron en la cara los pálidos ojos azules. Nadie supo lo que iba a decir, porque en aquel momento le entró la histeria a Pino, y todos se asustaron. Empezó a gritar, mientras arrugaba el mantel trayéndolo hacia ella. Se volcaron vasos, y corrieron agua y vino sobre el mantel, que después de empaparse aún dejó gotear al suelo, durante un rato, aquel líquido rojizo.
– ¡Esto tenía que oír…! ¡No estoy en mi casa! ¡No estoy en mi casa! ¡Aquí amarrada a una loca, sacrificada, abandonada por mi marido por las noches…!
José se levantó y llamó a Pino mentecata, entre furioso y asustado.
– ¿Qué dices de las noches? ¿Qué tiene que ver…?
Lolita, que servía esta vez a la mesa, corrió a la cocina, tapándose la boca con las manos para no soltar la risa. En la misma puerta se tropezó con la majorera, que entraba al oír el escándalo.
– Abandonada por ti, sí…
Pino lloraba y se ahogaba. José le metió entre los dientes un vaso con agua. Los dientes castañeteaban contra el cristal, y el agua se derramó sobre el pecho de Pino.
Matilde fue quien ayudó a la majorera a sostener a Pino para subirla a su alcoba. Marta iba detrás, confundida. Se quedó al pie de la escalera, al fin, sin saber qué hacer. José la vio, cuando él también iba a subir, y le soltó una palabrota, y luego dos bofetones sonoros. Le marcó los dedos en las mejillas. Marta quedó quieta… Vio que la vieja Vicenta, ordinaria y obtusa, se paraba un momento para ver su humillación, pero que Matilde no se volvía. En aquellos segundos de pesadilla, notó que en un extremo del comedor, Daniel y Honesta se hacían los disimulados. A nadie le importaba que la castigaran. Tal vez lo creían justo, ya que había provocado aquel ataque de Pino. Dio media vuelta y salió al jardín. El aire y el sol, vivos y fríos, le empujaron el pecho, allí donde le dolía. Empezó a andar cegada. Llegó a un límite del jardín y siguió por la finca, entre las vides invernales, hundiéndose en el áspero y suelto picón hasta media pierna. Luego se tiró al suelo. El pequeño dolor de las porosas piedrecillas de lava clavándose en los brazos y en el cuerpo, la hizo llorar al fin. Frente a ella, en su hoyo clavado en el picón, un esqueleto de vid, con las últimas hojas secas, quemadas, pendientes milagrosamente de unas gruesas telas de araña; empezó a temblar detrás de unas difíciles lágrimas. Luego lloró más, suelta ya la pena a chorro, infantilmente, y ya no vio nada.
Se dio cuenta más tarde de que estaba con la frente apoyada en los brazos, y que su boca, muy cerca de la tierra, aspiraba su aliento profundo.
Estaba tan sola en el campo de viñas, con el aire frío pegándosele en la espalda, como cualquier pequeño insecto perdido entre la vegetación, sobre el inmenso mundo.
El sol y el viento hacían temblar sobre su cuerpo grandes espacios de oro que llenaban vacíos, colgaban entre las colinas, se cortaban por carreteras con árboles grandes, y tropezaban con los profundos azules de la cumbre. Ella estaba absolutamente sola con Dios. Los elegidos de su corazón la habían rechazado. Había soñado encontrar en ellos personas que tuviesen su misma alma. Pero apenas había podido atisbar en sus ojos inquietantes, penas, sabiduría… Ellos, ni habían querido mirarla. Habían rechazado sus manos tendidas y le daban la espalda.
Se sentó en la tierra, y dejó que el viento enfriara su cara y su cuerpo. Asustada, vio como a la luz de un relámpago, lo que los padres cariñosos y los buenos maestros, y las amigas tiernas, nos ocultaban siempre: la grande y desolada soledad en que se mueve el hombre. Cerró los ojos, como si realmente estuviese hiriéndoles algo. Luego volvió a la casa, seria. Sus pensamientos los concretó en la frase que se repetía siempre: "Esto es crecer, estoy creciendo".
Desde aquel día fue y vino del Instituto, sintiendo una lejana pena y un poco de resentimiento cada vez que encontraba a sus tíos. Hasta Hones, la más asequible, la menos interesante, se burlaba un poquito de ella porque, según decía, con sus dieciséis años, no había sido capaz aún de tener un novio.
Después de aquel estallido de Pino, todos los de la casa parecieron serenarse. Se decidió que desde enero vivirían los tíos en Las Palmas, en la casa ahora cerrada, donde durante parte de su infancia había vivido Marta con su abuelo. José daría a Daniel un empleo bien pagado.
Fuy muy raro para Marta ver como Pino se sintió desde entonces infeliz, porque los parientes que tanto habían parecido molestarla se iban. Decía que iba a quedar horriblemente sola y abandonada.
Llegó a hacerse muy amiga de Hones, que era muy amable y subía muchos ratos a su cuarto para hacerle compañía y cuchichear con ella interminablemente.
Marta pasaba unos días de desconcierto entre todas estas vidas indiferentes junto a ella. También se sentía distinta junto a sus amigas. Su antigua y absoluta intimidad con ellas no le parecía posible ya. En los últimos días de la estancia de los huéspedes, Pino llegó hasta a estar animada como en los tiempos en que Marta la conoció, cuando estaba recién casada. Iba y venía a Las Palmas con mucha frecuencia para ayudar a Hones a preparar la casa de la ciudad. A pesar del buen humor de Pino, José no pareció muy contento de estas salidas. Un día, delante de todos, le planteó la cuestión:
– Si sigues dejando la casa con frecuencia, tendremos que buscar una enfermera para Teresa. No estoy dispuesto a que Vicenta crea que tiene derecho y libertad para manejar completamente a la enferma… El mejor día nos encontraremos un curandero en casa… Ya ha sucedido.
El tono de José fue muy seco. Estaban todos tomando café debajo de los ventanales del comedor. Pino se había puesto su traje nuevo y estaba dispuesta a ir a Las Palmas aquella tarde. Escuchaba, rabiosa, a su marido. Marta, que estaba en un rincón, salió al jardín, como hacía siempre ahora, cuando presentía que se preparaba alguna discusión. Los peninsulares no despegaron los labios. Solamente Daniel se quemó con el café. Pino empezó a agitarse. José la miraba.
– No quiero escenas… Aquí todos son testigos de que no te impido hacer tu capricho, pero tiene que ser dejando a Teresa en buenas manos.
– Para tú acostarte con la enfermera que traigas. ¡Gracias…! No quiero.
Las caras de todos los que les rodeaban eran difíciles. Matilde, impaciente, no entendía bien estos celos furibundos de Pino. Se encogió de hombros fastidiada. "Si recordaran estas gentes que había guerra -pensó-, que había tantas cosas de que ocuparse en vez de perder el tiempo en discusiones ridículas…" Miró por los cristales de la ventana y vio a Marta en el jardín sentada con la gata en la falda. También le molestó la actitud de aquella chica. Se sentía profundamente descontenta con todo y con todos. A veces le parecía que jamás volvería a ser la mujer animosa de antes de la guerra.
La discusión entre José y Pino terminó como era de esperar. Pino se quedó en casa fastidiada y rabiando. Daniel se sintió mal y pidió que le hicieran tila. José marchó a su oficina llevando en el automóvil a Honesta y a Marta.
Los sollozos de Pino se oyeron mucho rato aquella tarde. Se había encerrado en su cuarto. Matilde, que no tenía gran cosa que hacer, había subido también a su propia alcoba y la oía desde lejos. Se acercó a la ventana y se dedicó a mirar el firmamento, como si estuviese enjaulada. Muchas veces hacía esto mismo. Así vio cómo unas nubes ligeras cubrían la cumbre y se iban espesando rápidamente, y cómo luego se volvieron tempestuosas y terribles. Aquel espectáculo del cielo la iba cargando a ella de una extraña electricidad.
Daniel, que no se atrevía a tocar el piano por no molestar a Pino, daba vueltas en aquella misma habitación, y Matilde lo sentía, nerviosa. De pronto empezó a llover. Relampagueaba y llovía brusca y torrencialmente.
– ¡Dios mío! -decía Daniel!- se me parte la cabeza… Pero ¿no estamos en invierno…? Este clima me sienta mal a los nervios… Yo tenía entendido que en invierno no había tempestades.
– Aquí en la isla, sólo hay tempestades en invierno.
Daniel miró la figura de su mujer, tan seca, recortada contra los cristales de la ventana.
– Pareces una profesora hablando así.
– ¿No lo soy?
Matilde se había vuelto hacia él, desdeñosa.
– Eres una dama… No lo olvides. Te has casado conmigo.
Matilde tuvo ganas de reírse, como si ella también estuviese histérica. Aquel hombre, su marido, le parecía un monigote.
– Ojalá no lo hubiera hecho nunca.
– ¡Qué manera de hablar…! ¿Te ha contagiado Pino…? cloc, cloc…, ¡ejem!
Matilde sentía aquella electricidad y aquel desbordar de la lluvia dentro de ella misma.
– Sí, eso es. Me he contagiado. Cuando las gentes viven encerradas en un círculo absurdo, terminan contagiándose.
Daniel, al ver que Matilde temblaba, se quedó mirándola con curiosidad, con cierta avidez también.
Matilde le apartó. A veces tenía ella impulsos extraños, pero ninguno como el que le cogió en este momento. La tempestad la conmovía, removía en ella una serie de sentimientos y de impulsos.
Salió de la habitación, corriendo, delante del asombrado Daniel. Había decidido permanecer apartada de todas las cuestiones de esta familia con la que ahora vivía, pero iba en este momento hacia el cuarto de Pino para consolarla. Era la primera vez en mucho tiempo que sentía un movimiento de simpatía hacia un ser humano. Sintió que le desbordaba una curiosa solidaridad por todas las mujeres del mundo, en el impulso que la llevaba hacia Pino. Ella no lo analizaba. Jamás había sentido simpatía por los seres de su propio sexo, pero, en este momento, aquella simpatía y aquella solidaridad, convergiendo hacia Pino, fueron tan grandes en ella que le hacían golpear el corazón y temblar las manos. Recordó vívidamente que, en un tiempo, ella también había llorado como Pino, encerrada en un cuarto, después de discutir con su marido.
Pino se había encerrado con llave. Cuando Matilde llamó a su puerta, le contestó con una palabrota. No quiso abrirle, de ninguna manera.