38670.fb2 La Isla Y Los Demonios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

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V

Me parece que equivocaste tu vocación. Esto se lo decía José a Daniel. Estaban los dos en las oficinas de la casa comercial. Por la ventana se veía el puerto lleno de sol, entraba el olor de los barcos y el aire del mar. Los empleados acababan de marcharse. Daniel venía dócilmente ahora, todos los días, acompañando a José.

– ¿Mi vocación…? No sé qué quieres decir.

José inclinó su larga nariz hacia él.

– Que hubieras sido un buen oficinista en vez de un músico mediocre, eso quiero decir.

José tenía un aspecto singular, mirando a Daniel, que acababa de entregarle un trabajo.

José estaba de muy buen humor aquel día. Había estado haciendo un balance de sus cuentas particulares y las cosas le iban bien. Hasta había calculado la posibilidad de que el tiempo en que él debiera tener un hijo se iba acercando. No quería esto hasta que verdaderamente pudiese ofrecer a aquel hipotético hijo suyo ciertas cosas de las que él había carecido en su infancia. Sobre todo la seguridad en el porvenir. Acababa de hacer una pequeña "faena", como él decía, y habían pasado a su cuenta algunos billetes más… Cada vez que estas cosas ocurrían, aquellos pensamientos de sucesión, de continuidad, venían a él con más fuerza.

Su tío Daniel sudaba. No tenía idea de por qué José se complacía en mortificarle y al mismo tiempo en tratarle bien. Sus labios se fruncieron de modo que la boca parecía minúscula.

– Hijo mío… sólo sé que te he tenido en mis rodillas de pequeño y que podías… No sé, tenerme un poco más de respeto…

José miró al viejo con cierta chispa en los ojos.

– Tú mismo me pronosticaste a mí un porvenir de oficinista. ¿No te acuerdas…? "Este pobre chico, este…" ¿Cómo decías…? Ahora soy tu jefe. Has sido un adivino.

Daniel tenía un aspecto tan afligido en aquel despacho, que José tuvo al fin que sonreírse. Desde que sus tíos escribieron hablando de su desesperada situación, José había pensado en muchas cosas, pero sobre todo en devolver una por una mil humillaciones antiguas, almacenadas debajo del aburrimiento de toda una vida. Recordaba la horrible casa de su abuela; el insoportable señor que era Daniel, siempre chillando con una voz aflautada contra el padre de José y sus dispendios y su hijo medio tonto. Toda la vida había llevado aquellas palabras: "este tonto", metidas en los oídos. Pero en el momento de tener en sus manos a este mismo Daniel que en sus recuerdos era odioso, le resultaba como si fuera otra persona: un pobre viejo ridículo y, sin embargo, no carente de dignidad, que se esforzaba por hacer lo mejor posible el trabajo que él le encomendaba. Además, le demostraba admiración, y a esto José era sensible… Si es verdad que, en la casa, Pino estropeaba con sus tonterías el conjunto feliz que él había querido presentar a aquellas gentes, también era verdad que sus tíos se mostraban muy prudentes, casi con el rabo entre piernas, y nunca se habían mezclado en sus discusiones. Ahora no podía menos de sonreír delante de aquella cara desconcertada.

– Daniel, ya falta poco para que puedas hablar mal de mí en las horas de las comidas.

La cordialidad y la guasa de José resultaban siempre un poco espectrales.

– No te entiendo.

Daniel estaba sobresaltado. Aquel día era un sábado. El lunes siguiente los Camino peninsulares iban a estrenar su casa de la ciudad.

– A mí no me desagrada que habléis mal de mí… por detrás…, pero no me gustan otras cosas. Entre ellas, aunque sea por saltar a otro asunto, que Hones tenga tantos tratos con mi mujer. ¿Qué es lo que murmuran todo el día? Tú debías vigilar a las mujeres de tu casa, como yo a las de la mía, con mano firme. ¿Me has entendido?

Los dos hombres estaban separados por una mesa de despacho, sentados frente a frente. Daniel, con su cara triste, parecía un cordero mojado.

– Si te disgusta que Hones sea amiga de Pino… No sé por qué, pero si te disgusta… inmediatamente dejará de serlo. Hones fue siempre una muchacha dulce y obediente. Y te ha llevado en sus brazos.

– Hones fue siempre una fresca. Yo era un crío y estaba harto de oír cosas sobre ella. No quiero que influya en Pino.

Daniel movió la cabeza como si le faltara el aire. Mientras contenía su tic pensaba que no se enfadaría con José por nada del mundo. Sabía que José quería que se enfadase, pero él no lo haría. Estaba demasiado harto de sustos y de hambre desde que la guerra comenzó. Uno de sus hermanos había sido fusilado…

– ¿Quién es ese tipo cojo con el que se ve Hones?

– Estás equivocado respecto a tu tía, José…

– ¿No me has oído?

– Nos vemos todos con él. Es un amigo que se portó muy bien con nosotros en Francia. Es un magnífico pintor, según creo… No hay nada de malo en esa amistad, me parece a mí.

Todo este tono humilde, esta resignación, acabaron por desarmar a José. Apartó su silla con un gesto algo asqueado.

– Vámonos a casa… Pueden ustedes hacer lo que les dé la gana. Es más, don Juan, el médico, quiere celebrar el último día de ustedes en la casa con una reunión, mañana por la tarde. Yo no me opongo… No soy ningún ogro. Puedes sonreírte cuando hablo contigo; no te voy a tragar, estoy bromeando. Daniel siguió con la boca fruncida. -En lo de las amistades con mi mujer no bromeo tanto. Pino es muy joven y Hones la trastorna un poco. Matilde es más discreta y además parece buena. No sé de dónde la sacaste.

Daniel carraspeó. De pronto se vio lejos de allí, en su casa de Madrid, acabada ya la guerra. Tuvo una visión alegre de una Matilde sumisa, sin malos humores, de toda una casa temblando a sus órdenes, de una cena después de un concierto… Su mirada se perdió vagamente en el techo.

– Vamonos -volvió a decir José-. Todo el mundo se ha marchado ya.

Cuando llegaban a la puerta se volvió hacia su tío. -Espero que tendréis un buen recuerdo, más adelante, de estos meses en la isla. -¡Oh, sí…!

Daniel quedó como abstraído. Se vio entre unos amigos contando cómo habían sido aquellos meses: "En la magnífica residencia de mis sobrinos… Cuando vivíamos en la espléndida finca de…"

– Y espero que no pienses que yo te obligo a trabajar. Tu mujer prefiere la independencia. Eso es todo. Bajaron las escaleras en silencio. Al llegar al automóvil, José volvió a decir:

– Tu mujer es muy dominante, ¿eh…? Las poetisas son todas así.

Daniel volvió de las nubes. Dijo con un poco de voz: -Matilde me ha obedecido siempre. Ha sido una buena mujer.

– Sí, ¿eh…? Pues tampoco me gustaría que se acercara demasiado a Pino. Ahora está con esa idea de meterse en Falange y ayudar a organizar el mundo. ¿No?

– Dice que es su deber, en estos tiempos.

– Pues si Pino se empeñara en cualquier tontería de esas, ya veríamos en casa lo que pasaba… Querido Daniel, cuando yo era un niño me llamabas bobo cada dos minutos, pero te digo que mi vida y mi casa marchan bien y a mi gusto. ¡Vaya si marchan!

Daniel vio el horrible perfil de su sobrino, como una pesadilla, a su lado. Lo veía todos los días y todos los días le soltaba cosas parecidas. Daniel hubiera tenido mil argumentos para replicarle, pero se callaba, paciente. No le gustaba trabajar en la oficina, en verdad, pero pensar en que pronto estaría en una casa propia y que podría descargar todo este amargor que llevaba dentro a gritos, o como le pareciese mejor, era algo que le consolaba.

Cuando llegaron a la finca aquella mañana, José tuvo uno de sus súbitos y tremendos rubores. El comedor estaba lleno de mujeres. Marta leía un libro; Matilde hacía punto tan rígida y seria como si estuviese dirigiendo una batalla con sus agujas; una criada ponía la mesa, y Hones y Pino secreteaban en el extremo de un diván.

La entrada de los dos hombres tuvo la virtud de causar un ligero revuelo, un cacareo como el que dos gallos provocarían al meterse en un corral de gallinas. Esta imagen que se le ocurrió fue la que hizo ruborizar a José.

El domingo amaneció nublado. José tuvo la gentileza de llevar a todos, por la mañana, hasta la cumbre de la Caldera de Bandama, el volcán cercano a la casa. Hones palmoteo delante del cráter imponente, en cuya hondura volaban los guirres. Daniel se mareó. Marta consideró a todos con inquietud, midió sus gestos con los ojos. Estaba algo inquieta porque, al fin, le habían dado permiso para que invitara a algunas amigas a la finca aquella tarde. Vendrían, y también dos amigos. ¡Ella estaba tan desilusionada de sus familiares y había puesto tanta fantasía al describirlos que tenía miedo de lo que iban a pensar aquellas muchachas!

Después de comer, cuando esperaban a los invitados, estando todos de tertulia en el comedor, Honesta y Pino desaparecieron escaleras arriba seguidas por una mirada inquieta de José.

La verdad es que Hones tenía una gran inquietud y una curiosidad que la estaba atormentando desde hacía tiempo. Ya le había hablado a Pino de ella. Quería ver a Teresa antes de marcharse de la finca. El mismo día de su marcha, eso sí, porque no tenía ganas de soñar con ella por las noches y despertarse sabiendo que estaba cerca. Le habían obsesionado, desde que llegó, aquellas ventanas enrejadas tan cerca de la suya y aquella fotografía que desde la mesa de su cuarto parecía perseguirla siempre con unos ojos inmensos. Necesitaba ver los estragos que la enfermedad había hecho en aquella cara. Quizá fuera el arte del fotógrafo el que la hacía aparecer tan sugestiva… Hones no sabía por qué se sentía molesta por aquella belleza. Comprobaba con cierta complacencia que la cara de Marta no se parecía en lo más mínimo al retrato de su madre. Y ella misma, aunque no estaba muy acostumbrada a analizar sus sentimientos, se sorprendía de estas cosas, de esta especie de envidia extraña. Pino le había dicho que de la antigua belleza no quedaba nada, pero nada, y hasta creía que Teresa nunca había sido guapa. Hones no se quería marchar de allí sin saberlo de cierto, sin haberlo visto por sus propios ojos. Aquel día, después de comer, se decidió a aceptar la invitación de Pino. -Vamos, si quieres, a ver eso. Pino subió las escaleras con Hones detrás. Al fondo del pasillo abrió con brusquedad la misteriosa puerta. Hones, con sus ojos redondos, muy azules, muy abiertos, entró detrás de Pino en una gran habitación en penumbra. Junto a las maderas entornadas de una ventana se veía un sillón, y en él a una persona.

Pino le había dicho a Hones que Teresa no estaba paralítica ni mucho menos. Sólo que, para que tuviera cualquier iniciativa de moverse o comer o hacer alguna cosa, había que ocuparse de ella como de un niño muy pequeño. Vicenta, la majorera, era la encargada de lavarla y peinarla. Muchas veces, cuando entraban en la habitación, encontraban a Teresa de pie, mirando estúpidamente al vacío, con las manos sujetas a la barandilla de la cama, o pegada a la pared. Había que conducirla al sillón y, una vez allí, solía pasar horas sin moverse, hasta que alguien venía para hacerla andar por la habitación un rato, como había dicho el médico. Darle de comer era lo más trabajoso; cerraba fuertemente las mandíbulas. Cuando estaba en su sillón miraba vagamente hacia el jardín, pero si pasaba alguien delante de su campo visual, solía cubrirse la cara con las manos, y lo mismo si oía ruidos extraños. Intentar sacarla al aire libre era cosa a la que se había renunciado hacía años. Entonces sí que trataba de defenderse, incluso gritaba.

Pino, sin ningún miramiento, fue hacia la ventana y la abrió de par en par. Entonces la persona que estaba en el sillón se cubrió la cara con las manos, pero Hones había visto bien. Pino intentó quitar a la fuerza aquellas manos.

– Déjate ver, estúpida. Tienes visita…

– Deja, deja, por Dios… Ya vi…

Teresa estaba muy flaca. La vestían de negro, con un traje ancho y largo. Los cabellos los llevaba casi al rape, para facilitar la limpieza y le brillaban negros, sin una cana. Debieron ser hermosísimos, espesos, con reflejos azules. Su piel tenía una palidez monjil y era joven. La expresión, que había visto Hones, de estupidez animal la afeaba enormemente. Pero aquellos ojos verdes, vacíos de inteligencia y espantados, seguían siendo extraordinarios. Aún parecían más grandes que en la fotografía. Un instante sólo los había visto Honesta. Era como si comieran toda aquella cara demacrada. Pino era injusta en sus apreciaciones; no había duda de que Teresa fue una mujer de belleza muy grande.

Pino, de pie delante del sillón, parecía mucho más trastornada que la enferma. Hones tuvo miedo de ella. Sintió que no debía haber venido.

– Por esta porquería… por ésta, soy yo una mujer desgraciada. Bien me había dicho mi madre que José estuvo enamorado de ella… Por ésta me voy a morir yo, aquí, en esta finca endemoniada…

– Vamos, vamos…

El pecho de Honesta subía y baja apresurado. ¡Cuánto hubiera deseado estar en aquel momento allá abajo, en el alegre comedor, o mejor aún, en el automóvil, camino de la nueva casa! Su curiosidad la había perdido. Pino no hacía caso alguno de ella; hasta empujó con el pie los pies de Teresa, que encogió las rodillas, quedando doblada como una vieja. Pino no atendía a razones, y Hones no se atrevía a marcharse; hasta estaba horriblemente interesada por la escena.

– Y tiene buena salud, la maldita… Nada le hace daño. Vivirá para enterrarnos a todos, si esto es vivir… Don Juan dice que el corazón está débil. Me río yo… Aquí está, cuidada como una reina, mientras los muchachos jóvenes mueren como chinches en las trincheras… Vamonos.

Se volvió hacia Hones, mirándola mucho, con la expresión cambiada.

– Ahora ya sabes para lo que yo vivo… Para tener guardada en un fanal a esta cosa, a este saco de huesos… Para eso me casé.

Hones, muerta de susto, sintió que Pino venía hacia ella y se echaba en sus brazos, en una rápida transición, abrazándola y llorando sobre su pecho. Había que acariciar aquellos espesos cabellos rizados.

– Te digo que no puedo más; tú has sido la única persona que me ha entendido un poco en esta casa… Yo necesito cariño; cariño y alegría…

"¿Yo entenderte?" Hones estaba cada vez más asustada.

Teresa se levantó del sillón. Hones, aterrada, vio que era alta y que tenía el paso de un muñeco mecánico. Se fue hacia la pared y se quedó allí, de espaldas a ellas, como un niño castigado.

– Vamonos, vamonos… ¿Cerramos la ventana?

– Ciérrala. Ayúdame a volver a ésa al sillón. Si no, se está así todo el día.

Pino se sonó con fuerza, ya con una expresión normal, cansada.

Increíblemente, a pesar de todos los temores de Hones, Teresa no opuso resistencia a que de nuevo la trasladaran. Iba con la cabeza agachada y los ojos bajos. A pesar de su desconcierto, Hones se fijó en sus largas y espesas pestañas. Luis, su hermano, debió de llevarle una gran cantidad de años a esta mujer. ¿Sería posible lo que había insinuado Pino acerca de ella y de su hijastro? ¡Qué barbaridad! Casi tuvo ganas de santiguarse, como si esta Pino que ahora parecía tan mansa, tan blanda, fuese un demonio… Decía que Hones la entendía… ¡No faltaba más! Se habían reído juntas de los apasionamientos de Matilde por la guerra, de lo boba que era Marta, la niña… Algunas veces habían comentado que lo único importante en el mundo, para las mujeres, era el amor de los hombres, y Hones hasta tuvo la debilidad de confesarle que a ella Pablo, el pintor, le gustaba muchísimo, pero era casado y ahí estaba la dificultad. Pino había tenido una exclamación muy campechana y ordinaria para expresar que un hombre casado, lejos de la mujer, resultaba como si no lo fuera. Pero Hones había opuesto entonces que ser soltera y hermana de un hombre tan puntilloso como Daniel obligaba a mucho… Jamás se hubiera descubierto a Pino, como ésta lo hacía ahora con ella, y se alegraba.

Pino parecía avergonzada al salir del cuarto. No levantaba la cabeza con su acostumbrada arrogancia.

Hones bajó las escaleras con los ojos tan abiertos y los arcos de las cejas tan levantados que Matilde, ignorante de lo que su cuñada había ido a hacer en el piso de arriba, le preguntó si había visto un fantasma. Hones parpadeó unos momentos. Estaba toda la familia reunida como hacía un rato. Casi no se habían movido, pero ella se sentía turbada.

Marta rompió aquel extraño silencio que parecía envolver a las dos mujeres recién llegadas en aquellos momentos, poniéndose de pie, brusca.

– Oigo el coche del padrino… ¡Ya vienen! Hones recordó que don Juan, el médico, había prometido traer a Pablo. Tuvo la sensación de estar sucia, con la nariz brillante, y hasta desgreñada. Aquella sensación no era cierta, porque Hones seguía tan maquillada como antes de subir al cuarto de Teresa, pero, murmurando que iba a arreglarse un poco, volvió a subir las escaleras en busca de su cuarto y de su espejo, al tiempo que el automóvil de don Juan paraba delante de la casa.

José siguió a su tía con una mirada desvaída. Luego se volvió a su mujer.

– ¿Qué te estuvo diciendo? ¿Qué hacías arriba?

– ¡Déjame, niño…! No me estuvo diciendo nada…

Se soltó del brazo de su marido y corrió a la puerta para recibir las visitas.

Aquella noche, Marta entró en el cuarto de música cuando se fueron todos. La puerta ventana estaba abierta al fresco de la noche, para que el humo se marchase. Los ceniceros rebosaban colillas. La tela que cubría su cama turca estaba arrugada y aplastados los cojines. El piano, abierto, y descolgados, vibrando aún, los timples y la guitarra.

Como si un gran hechizo la retuviese allí, se sentó la muchacha en su propia cama, olvidada del tiempo. Miró su falda gris, su jersey azul, como si tuvieran excepcional importancia. Tenía las piernas curtidas y nunca usaba medias ni tacones en los zapatos: siempre sandalias blancas.

Intentó tararear a media voz una cálida risa. Renunció.

Ella no sabía que la tarde había terminado desagradablemente para Pino, porque José había cogido una fría cólera al oírla cantar acompañada por los muchachos y por el tripudo don Juan, el médico, una canción parrandera. Pino había estado guapa, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos grandes y brillantes que tenía.

Marta sentía que aquel domingo había tenido un extraño embrujo que lo había hecho muy corto. Un día amarillo y corto. Feliz y corto. Ningún día había sido feliz, desde que llegaron los forasteros, hasta este domingo. Todos los días, desde que llegaron los parientes, habían traído como una promesa frustrada. Pero habían traído una promesa… Esta era la verdad. Aquel domingo le parecía a la muchacha que se había cumplido del todo.

Sus amigas, tímidas y alegres a un tiempo, no se habían reído de los parientes. Siempre era muy distinto comentar las cosas en la intimidad feroz y salvaje que tenían cuando estaban solas, que juzgar a unas gentes en una tarde de fiesta. Además, estaba aquel hombre, Pablo, que no era afectado, que no se daba importancia, y que, sin embargo, era alguien importante a juicio de todos.

A primera hora hubo gramófono y baile, y Marta sintió que los brazos de un muchacho guapo, vestido de uniforme, la estrechaban con ternura. Le fue agradable coquetear con él. Sintió un ligero placer sádico al ver que Hones, muy pintada y desbordante, envejecida por el contraste con la panda de muchachas, la miraba. Entonces acentuó su aire cariñoso. Empezó a divertirse. Don Juan intervino diciendo que nada de gramófono. Ya había advertido que no quería té para merendar. Tenía que ser algo típico en honor de los peninsulares: la guitarra y los timples, vino y ron y carajacas para merienda… Don Juan, con su aire de palomo aburrido, a veces tenía buenas ideas, y era infatigable dirigiendo una diversión. Luego, la tarde se puso amarilla y extraña y llena de ardor. Pablo, el pintor, no tan astroso como ella recordaba, y con unos blancos dientes y un gesto triste que no se le quitaba al reír, la cogió del brazo.

– Dime, Marta Camino, ¿por qué miras tanto a Hones cuando coqueteas con ese muchachillo…?

Había sido casi un susurro. Marta quedó pasmada. La impresión la dejó pálida y al mismo tiempo no sabía por qué se impresionaba tanto. Le pareció que nunca le había preguntado nadie una cosa tan íntima. Era como si le tocaran una zona de maldad que ella no hubiera reconocido nunca en su alma sin esa pregunta.

Fue un momento en que Pablo y ella habían quedado aparte. Casi todo el mundo había ido al cuarto de música a buscar guitarras y timples y a ponerles las cuerdas nuevas traídas por don Juan. Como Vicenta desapareció y sólo estaba en casa la atontada Lolilla, la mayoría de las mujeres fueron a la cocina con Pino, para ayudar a traer cosas. Pablo, aquel hombre superior, a quien ni siquiera se había atrevido a mirar desde su humildad de los últimos días, la tenía cogida por el brazo, se sonrió con una tierna burla y le preguntó, así, asombrosamente.

Iba Marta a decir "No es verdad", cualquier cosa, no sabía qué, pero se detuvo un instante. Le pareció que Pablo era un ser de inteligencia extraordinaria, capaz de leer en su cerebro. Nunca podría engañarle. Le salió una voz temblorosa.

– ¿Cómo sabe que miro a Hones?

A Pablo le divertía verla tan alterada. Casi le oía latir el corazón.

– Mi niña querida… ¿No decís los canarios "mi niña querida"? Me gusta fijarme en la gente.

– Creí que eso sólo me gustaba a mí…

– Sí, ya sé… Me ha dicho Hones que eres escritora, ¿no?

– ¡Puede burlarse…! No vale nada lo que hago, y lo sé… Son unas leyendas de Alcorah, el dios de la isla, al que adoraban los antiguos guanches… Le adoraban viéndolo en la forma de los riscos altos, del Nublo y el Bentayga… He escrito también de demonios con patas de cabra… Pero no sé por qué le cuento esto. ¡Usted se aburre!

– No, querida, no. Me gusta mucho. ¿Por qué estás tan nerviosa? Te haré un dibujo de tus demonios.

Ante esta desusada dulzura, Marta tuvo ganas de llorar. De todas maneras, este hombre era portentoso. Hones lo había dicho por algo. Y ¡qué agradable y fuerte su mano sujetándole el brazo! Una mano nerviosa, muy morena y manchada de nicotina, pero llena de inteligencia…

– ¿Dónde vivía Alcorah? ¿En aquel pico? No había ni pizca de burla. Sonreía tiernamente. Señalaba la Cumbre y el pico más alto.

– Aquél es el Saucillo… Sí, yo siempre lo imagino ahí. Pero el Nublo y el Bentayga son más imponentes. Se ven, después de remontar la carretera hasta el puerto de Tejeda, mirando al otro lado de la Isla… Es un paisaje raro, está lleno de sombras, de barrancos y montañas; hay todos los tonos del rojo, todos los violetas en aquella marea de piedras. Uno se estremece. Usted debería ver ese paisaje…

Honesta se unió a ellos, al otro lado de Pablo, y se cogió a su brazo. El pintor, sonriendo, soltó el de Marta.

– ¿Estáis viendo el paisaje, encantitos míos? Marta se apartó. Hones tenía la suerte de ser amiga de este hombre. Ella, Marta, era una criatura sin importancia. Pero él la había mirado por dentro… Aún temblaba.

Los chicos vinieron armando jaleo. Empezaron a pulsar los timples. Don Juan lo dirigía todo con su barrigón de palomo, su cara triste y su gran bondad. Pidió que buscaran a Chano, el jardinero.

Chano estaba allí por casualidad. Se había despedido de los señores hacía unos días porque había decidido alistarse como voluntario y a fines de aquella semana marchaba al frente. Después de tomada esta decisión, Chano se sentía importante; de modo que aquel domingo andaba cerca de todos ellos, preparado a intervenir desde que vio que se afinaban los instrumentos de cuerda, y llegó con llaneza, sin vergüenza alguna. Se sentía seguro de su voz, y la soltó a chorro:

Hay dos clases de canarios,

Y ninguno…

Canta en jaula.

Canarios de Tenerife

Y canarios…

De Las Palmas.

Suspiró y, como en una confidencia triste y orgullosa a la vez, repitió;

Y ninguno…

Canta en jaula.

Marta miraba a Pablo de reojo. Sabía, al fin, que alguien había capaz de interesarse por lo que pasaba alrededor. Esto le hacía sentirse extrañamente orgullosa de sus amigas, de la hermosa y extraña tarde invernal y hasta de Pino, que de pronto se entusiasmó y salió a cantar una isa, echando hacia atrás la cabeza, con gesto de risquera.

Pablo a veces miraba a Marta, como si entre él y ella hubiese algún secreto.

– ¿Estás contenta, niña?

– Sí.

– Siempre eres muy alegre, ¿verdad?

– No… ¡qué va!

– ¿No?

"No, no." Repetía su respuesta, ahora, en soledad. Así como pocos días antes, cuando comprendió que los parientes nunca la querrían, le había parecido estar triste como jamás había estado, este embrujado domingo le parecía haber alcanzado un grado de alegría insólito en su existencia.

Sentada en la cama turca, tropezó su mano con un pequeño bloc de papel de dibujo. Lo cogió como una sonámbula y luego un profundo interés le hizo mirarlo. Tenía que ser de Pablo. Él había estado sentado allí. Seguramente lo llevaba en los amplios bolsillos de su americana. Lo examinó, en pie, bajo la luz de la lámpara. Vio las piernas de Hones en una hojilla. Sólo las piernas, pero se estaba seguro de que eran las de Honesta: un poco abiertas, estiradas, con un gesto de abandono que ella tenía a veces al sentarse. Pasó la hoja. Vio un apunte de demonio con patas de cabra… Una especie de fauno. Se emocionó. El apunte estaba tachado… Luego unas líneas embrujadas, llenas de movimiento, que representaban sin duda alguna a José en ademán de golpear la espalda de una mujer desnuda, que era Pino.

Profundamente asombrada, Marta volvió a repasar aquello. Le parecía que toda la tarde había estado mirando a Pablo y, sin embargo, no le había visto hacer aquellas líneas… ¡Pablo había imaginado a José golpeando a Pino! ¿Por qué?

Creyó oír unos pasos y se sobresaltó. Tener aquel bloc en la mano era como estar en posesión de un gran secreto.

"¡Qué suerte que haya sido yo quien lo ha encontrado!", murmuró. Casi temblando, escondió el bloc bajo el colchón de la cama turca y apagó de prisa la luz.

Vibraba toda ella, como hacía rato le parecía haber visto vibrar a los instrumentos de cuerda, calientes aún.

El jardín se volvió misterioso, con un pedazo de luna verde y el rebullir de unas alas negras. Era la cocinera, que volvía de su paseo. Marta reconoció sus pasos en el picón. La vida parecía fluir gota a gota en la fuente del jardín, una fuente vieja, donde un niño de color de bronce veía salir agua por la punta de una bota agujereada que sostenía en alto.

Alguien se movería en la casa… Marta, en su oscuridad, ni lo notaba. De nuevo oyó pasos en el picón de los paseos. José había arrastrado a Pino hacia allí, para discutir…

Se oía el nombre de Teresa.

– ¡Ah…! Entonces soy yo, yo, quien molesto a Teresa cuando canto… ¡Yo!

José gritaba menos; no se le entendía. Luego, Pino:

– ¡Maldita sea esta casa! ¡Maldita Teresa! ¡Malditos…!

Luego, nada.

Era lo mismo. El extraño período en que Marta se había sentido sujeta por el interés de lo que pasaba a su alrededor, en aquella casa, había terminado.

Una extraña llamada, como la trompeta alrededor de Jericó, derrumbaba muros, hacía desaparecer tabiques, habitaciones y gentes que la rodeaban.

Allí, en la oscuridad, no escuchaba ni sentía más que un hondo y lejano rumor de su sangre.