38670.fb2 La Isla Y Los Demonios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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SEGUNDA PARTEVII

Marta se escapó de la compañía de sus amigas a la salida del Instituto. Siempre se reunían en casa de una de ellas a charlar. De cuando en cuando, alguna de las "niñas" hacía rabona a estas reuniones en que ellas arreglaban el mundo: era cuando el novio estaba en la ciudad… o cuando decidían ir a pasear por Triana. Triana es la calle comercial, donde, como en muchas ciudades españolas, se organiza el paseo, despreciando los parques que están para eso. Bandadas de jóvenes cruzan la calle lentamente en uno u otro sentido, entorpeciendo el tráfico, mirándose fascinados al cruzarse, cambiando palabras, anudando noviazgos o amistades de esta manera.

Marta no había comprendido nunca el encanto de este paseo lento e incómodo; de modo que cuando aquella tarde se escapó en dirección a él, las otras chicas la miraron sorprendidas y risueñas. Pero ella subió a una guagua con dirección al puerto y se esfumó misteriosamente en el atardecer.

Llevaba unos días sufriendo obsesiones mucho más agudas que las que tuvo aquel verano cuando se enteró de la llegada de los peninsulares. Mucho más agudas, extrañas y hermosas porque no hablaba de ellas con nadie. Ahora pensaba en Pablo, el pintor, como el único amigo posible. Y quizá ni siquiera como amigo pensaba en él, pues esta palabra trae intimidad en ella y la chica sentía hacia aquel hombre un extraño respeto. Cuando sentía por casualidad su nombre empezaba a latirle el corazón de tal manera que llegó a pensar si no estaría enferma. Recordaba sus ojos bondadosos, que se daban cuenta de todo, y tenía en su poder el bloc de notas donde sus ágiles dedos habían dibujado cosas que la turbaban.

Ahora sabía también la dirección de su casa. Iba hacia allí en aquella guagua, en aquel pequeño autobús traqueteante, con todos los cabellos revueltos por el viento y el corazón golpeándole como siempre. Iba a devolverle aquello que era suyo, y con una mezcla de terror y de alegría pensaba en verle de nuevo.

Marta miraba a aquel puñado de gentes heterogéneas que iban con ella en la guagua, unidos un momento por el destino, y le parecieron asombrosas sus caras cerradas. Quizás hubieran sentido alguna vez emociones como las suyas, aunque pareciera imposible.

El vehículo sorteó aquel espeso paseo de Triana, dejó atrás el parque de San Telmo con sus árboles recortándose sobre el mar, y enfiló León y Castillo, entre casas pequeñas y bocanadas de agua marina en la atardecida. Cuando llegaba a la altura de la Ciudad Jardín bajó Marta de la guagua. La casa del pintor estaba por allí cerca.

La casa de Pablo resultó ser un chalet feo, construido de espaldas al mar, cerca de la playa. Una casa de dos pisos, rodeada de un ruin jardincillo. Marta se había llegado allí a la salida del Instituto. Era una tarde gris, con el cielo lleno de pardela y de sueño. La casa parecía dormida y desierta, casi encantada. El portillo del jardín estaba abierto; había un corto caminito asfaltado hasta la puerta de entrada, entre unos arriates duros, donde se secaban unas plantas tristes, quemadas por el yodo del mar.

Marta se detuvo en medio del caminito de asfalto. Parecía que la hubiesen clavado allí, con sus sandalias, su chaqueta roja al brazo y su carterón de cuero. El pensamiento de que el pintor podía estar en casa, y de que quizá le viera unos minutos más tarde, la dejaba sobrecogida; había pensado tanto en él que le parecía fabuloso.

La puerta de entrada ostentaba un globo de cristal blanco, con la palabra "Hotel" en letras negras, y la misma palabra se veía formada por bolitas blancas entre los alambres de un limpiabarros. Desde aquella entrada se podía ver hasta el fondo de un pasillo con varias puertas pintadas de verde, y una escalerita estrecha de mosaico que subía hacia el piso alto.

A Marta le parecía haber dado un paso tremendo al venir siguiendo el impulso de su corazón hasta la casa de este desconocido; trataba de tranquilizarse repitiéndose que no tenía nada de particular que hubiese llegado ella hasta allí, teniendo el pretexto de devolverle su olvidado bloc de dibujos.

No vio llamador por ninguna parte. No se atrevía a romper aquel silencio que ahondaba el ruido del mar rompiéndose a espaldas de la casa. De tanto mirarlos le parecían cada vez más altos aquellos muros, y se sentía cada vez más insignificante. No podía marcharse, pero tampoco se decidía a dar un paso. Llegó a tener unas infantiles ganas de llorar.

Torpemente, con miedo, decidió dar la vuelta a la casa para ver si aparecía alguien que la orientara. A las espaldas del edificio encontró un trozo de jardín más acogedor que el de la entrada, bajando en un declive suave hasta un muro blanco que debía protegerlo del viento del mar y quizá de las mareas altas. Allí vio una pérgola cubierta de campanillas azules. En un rincón abrigado había unas papayas de hojas anchas, y animaban el jardín varias adelfas grandes y floridas. Una señora, seguramente huésped de la pensión, estaba sentada en un sillón de mimbre con una labor de punto en la mano; en aquel momento, quizá porque ya había poca luz, la estaba recogiendo. A su lado un niño jugaba con un cubo y una pala. Los dos la miraron lejanamente.

Marta, fingiendo indiferencia, pero muy emocionada, siguió dando la vuelta al jardín. Casi se asustó al ver salir de una puerta lateral a una mujer con un delantal azul y un cubo de agua en la mano, que volcó en unas enredaderas. Marta le preguntó por Pablo mientras daba gracias a Dios porque su voz hubiera salido tan tranquila.

– Entre por la puerta principal… La puerta del fondo del pasillo. No tiene pérdida.

Cuando Marta doblaba ya la esquina de la casa, la mujer la llamó. La muchacha, al volverse, vio que se fijaba mucho en ella, poniéndose la mano sobre los ojos para evitar la luz rojiza de la tarde.

– Oiga… No sé si está. Cuando su mamá vino esta mañana, parece que la señora le estuvo explicando que se había ido.

Marta, desconcertada por esta explicación incomprensible, dijo que ella buscaba a un señor cojo.

– Sí; ése es el que yo digo…

La mujer se encogió de hombros.

– No me haga caso… Vaya a ver.

La criada entró en la casa, y Marta no pudo pensar más en sus palabras absurdas. Aquel pasillo de puertas verdes la estaba llamando. Entró casi de puntillas, con un cuidado especial, totalmente injustificado, de no hacer ruido. Llamó débilmente a la puerta que le habían indicado. No contestó nadie, pero le pareció oír un susurro, una respiración. Llamó más fuerte. Entonces sintió solamente el silencio. Rozó el picaporte de porcelana blanca, y notó su frío en los dedos al tiempo que la puerta se abría fácilmente, como invitándola a pasar. Sin saber cómo, Marta se encontró dentro apoyándose en aquella puerta que acababa de cerrar a sus espaldas.

Enfrente de los ojos tenía una ventana con una mesita al lado, y detrás de la ventana llameaba el mar en el crepúsculo y se encendía un barco, lejos, junto al espigón del puerto. Era hermosísimo. Aquel colorido marino parecía invadir enteramente la habitación pequeña, anodina, y llenarla de una turbadora atmósfera emocional.

Marta, encantada y conmovida, como siempre que algo muy bello le entraba por los ojos, se fue tranquilizando. Comprendió que era mejor que Pablo no estuviese en su casa. Así podría mirar con más detenimiento todas aquellas cosas suyas.

La habitación era muy simple. Una cama, un armario, un perchero de pie, un lavabo de agua corriente, casi la llenaban. Pablo no había puesto allí ninguna fantasía; ni siquiera se veían papeles con dibujos, ni útiles de pintor. Nada suyo, ni una colilla en el cenicero… Sólo una gabardina colgando flaccidamente de la percha, indicaba que la habitación no había sido abandonada por completo, que desde dondequiera que estuviese aquel hombre volvería a su cuarto y vería otra vez el trozo de mar que Marta estaba mirando.

Marta tenía el ánimo lleno de fervor, como si estuviera en una iglesia. Todas las dudas que su educación le habían hecho sentir mientras llegaba hasta aquella casa quedaron atrás, se quemaron en aquel mar cobrizo que la noche iba rápidamente ensombreciendo. La persona que vivía con tal absoluta sencillez no podía tener esa espesa vanidad de los hombres contra la cual se previene a las muchachas y que enturbia y ensombrece la espontaneidad entre las relaciones de los sexos. Pablo, que era,. según Honesta, rico y famoso, vivía con la sencillez de un monje, y se interesaba por cosas tan nimias como son los poemas que una colegiala puede escribir sin haber salido nunca de su isla. Pablo, en su juventud, había escapado de una casa, seguramente llena de comodidades, para conocer la inquieta y áspera maravilla del mundo. Marta rechazaba la idea de que se hubiese escapado por interés, como le habían dicho, aunque su mujer fuese extravagante y fea, según contaban. Un hombre que ama la riqueza y que la tiene en sus manos, no busca un cuarto así, casi desnudo, junto al mar, para vivir. Entre las sombras que iban invadiendo la habitación, Marta buscó con los ojos alguna fotografía, algún recuerdo de la mujer a la que Pablo se había unido. Por ser mujer suya, Marta la adornaba con una serie de cualidades espirituales. Pablo tenía que haberse enamorado de su espíritu… En el cuarto no había nada de lo que ella buscaba.

La atmósfera de la habitación la llenaba, la calmaba toda. Perdía la noción del tiempo.

Apenas se daba cuenta de que los rojos del agua se ennegrecían, de que las sombras de los muebles se ahondaban en el cuarto. Tuvo como una sensación confusa de toda la ciudad fuera de aquellas paredes. De las calles por donde circulan automóviles, de las que están silenciosas y quietas, de las luces que se encienden detrás de las ventanas y el tañido de las campanas de las iglesias. Sabía que en un cuarto agradable e iluminado sus amigas estarían reunidas. Sabía que ella estaba sola y como desgajada de ellas. Sabía, en fin, que el dueño de esta habitación podía venir de un momento a otro y preguntarle qué hacía allí. Pero luego quizá sonriera. Quizá le pidiese que leyese ella alguna leyenda de Alcorah.

Quizás era desdichado y pobre. ¡Qué podía saber Honesta de él! No parecía nadar en la abundancia, su ropa era deslucida. Si ella de alguna manera pudiese ayudarle a no estar solo, se consideraría muy feliz de haber nacido y crecido en la isla para esperarle.

Se encendió una luz eléctrica en el jardín; el agua del mar ennegreció totalmente bajo los últimos grises del cielo. En el piso de arriba se oyeron pasos. Una voz cruzó el silencio de la casa. Marta se asustó.

Con cuidado sacó de su carterón el bloc de notas y lo dejó tímidamente en la mesita. Luego se acercó a la gabardina colgada en la percha y rozó con su cara la fría tela impermeable. El espejo de sobre el lavabo le devolvió su figura furtiva entre sombras. La gabardina parecía el espectro del pintor.

No se asustaba de sus sentimientos ni le parecían extraños. Sabía su pureza y su desinterés.

Le empezó el miedo al alejarse del cuarto cerrando suavemente la puerta detrás de ella. Se le hizo interminable el pasillo oscuro, larguísimo el pequeño jardín, y se encontró en la calle barrida de viento temblando como una hoja seca entre el gran aliento marino.

Tuvo el sentimiento de la hora, de los minutos; imaginó la cara de José y de Pino si volvía un poco más tarde que de ordinario.

Por las noches nunca volvía con José a su casa; tomaba él coche de hora.

Aquella noche, sin embargo, cuando iba agitada hacia la parada de los autos de línea, encontró a José, que detuvo el automóvil. -¿Vas a casa? Sube. Marta subió.

No hablaron una palabra mientras el coche salía de la ciudad en la noche calmada, tibia. -¿Has ido a ver a tus tíos? -No.

Los tíos vivían independientes desde unos días antes. José estaba contento con este arreglo, o al menos lo parecía; Marta dejó pasar unos cuantos kilómetros sin atreverse a indicar una cosa que llevaba en su pensamiento. A veces cerraba los ojos, veía una ventana y un mar llameando en el crepúsculo. Este pensamiento le daba fuerzas, no sabía por qué.

– ¿Sabes que tendré que bajar ahora todas las mañanas a Las Palmas?

– ¿Cómo es eso? ¿Han cambiado las clases? -No. Pero tengo que estudiar con mis amigas. Todas lo hacen.

José no contestó en seguida. El coche seguía avanzando. Grandes ramas de eucaliptos cubrían la carretera; entre aquellas ramas el cielo desgarrado enseñaba puñados de estrellas. Bajo ellas, los faros del automóvil bañaban de luz amarilla el alquitrán.-Ya veremos -dijo al fin José. "¡Qué difícil es todo! -pensó Marta-. Hay seres que salen y se mueven sin consultar con nadie estos movimientos. Si yo fuera un muchacho, a nadie le extrañaría que yo saliese por las mañanas. No importaría que me alistase en la Legión si me diera la gana, como ha hecho Chano el jardinero. Quizá podría escaparme de casa, como Pablo. Su cara junto a la ventanilla estaba pensativa cuando llegaron a la casa.

Pino salió a recibirles, iluminada por la luz del comedor.

– ¿Venís juntos?

Parecía haber recibido un golpe extraño con esta novedad de que Marta viniera en el coche con José.

– Nos encontramos por casualidad… Pino no contestó. Entró en el comedor, donde la mesa ya aparecía preparada para la cena. José, que desde que Chano se había ido a la guerra encerraba él mismo el automóvil en el garaje, entró más tarde frotándose las manos.

– Bueno…, ¿qué hay?

José quería la cara de su mujer risueña. La vio enfurruñada, pálida. -¡No te acerques!

José miró a Marta. Ella estaba sentada, indiferente a todo. Volvió hacia su mujer. Se enfadó.

– ¿Se puede saber qué pasa? ¿Se puede saber por qué un hombre que vuelve de su trabajo encuentra caras desagradables aquí?

Pino se volvió, furiosa también, temblando. -Sí, puede saberse. Puede saberse… Estoy harta, harta, para que te enteres. Harta de vivir, harta de que no me hagas caso, harta de que tú recibas a tus parientes y a mí casi no me dejes ir a ver a mi madre… ¡Que yo esté encerrada con una loca y tú te pasees en mi coche con tu hermanita…!

Marta miró, sorprendida. Nada más. Estaba acostumbrada a no intervenir. Pino se fue hacia ella.

– ¡Te odio, estúpida; te odio! ¡No te puedo soportar todo el día mirando y riéndote…! ¡Si te ríes más…!

Enloquecida, Pino cogió el jarrón con las flores, como para lanzarlo a la cabeza de la niña. José, entonces, sujetó aquella mano y gritó también. Las criadas asomaron sus caras por la puerta de servicio y volvieron a esconderse.

– ¡Me estás pegando! ¡Socorro! ¡Ay, socorro!

– No te estoy pegando, estúpida. Siéntate.

Pino se echó entonces a llorar frotándose la muñeca dolorida.

– Es por el jarro ese maldito con sus flores…, porque no se puede romper ese jarro… ¡Mañana lo estampo contra el suelo!

De pronto le dio el ahogo. Las lágrimas la envolvían, la hacían temblar. Vino, como siempre, la pataleta y el frío nervioso. Como siempre, Marta, con el estómago encogido, la acompañó escaleras arriba hasta su cuarto, casi arrastrándola junto con José. Allí estuvo con ella, mientras su hermano preparaba una inyección en el cuarto de baño.

– No me dejes sola…; háblame.

Marta habló. No sabía por qué siempre encontraba palabras indiferentes que iba diciendo por encima de sus pensamientos. Hablaba de la pequeña vida del Instituto, del profesor de matemáticas, de una niña que había saltado por la ventana a la hora de la clase…

Pino la miraba ensimismada. De pronto rechazó el edredón que la cubría.

– ¡Idiota…! No sabes hablar de otras cosas… Eres una idiota… Es horrible tenerte siempre delante, ¡horrible!

José apareció con la aguja y la jeringa. Hizo una seña a Marta de que se apartara.

Mientras frotaba el lugar de la inyección habló él:

– Marta desde mañana va a ir todo el día a Las Palmas. No tendrás que tenerla aquí… Ya hablaré yo con Daniel. Le darán la comida a mediodía sus tíos…; es lo menos que pueden hacer. Además, si tanto te molesta, no hay necesidad de que vaya en el coche conmigo. Puede hacerlo en el coche de hora… Y volverá siempre en él… ¿Estás contenta?

Pino apoyaba la cara en la almohada. Sus pestañas estaban llenas de lágrimas. Hizo un ligero signo de asentimiento.

Más tarde Pino, un poco desmelenada, probando apenas la comida, Marta silenciosa sintiendo cómo latía su sangre acompasada y vivamente, y José inesperadamente charlatán, estaban sentados a la mesa. José habló de Daniel y de sus comportamientos en la oficina. Sonrió apenas.

– Parece una cucaracha.

En el curso de aquella conversación, que Pino casi no escuchaba, Marta se enteró también de que Pablo estaba en Tenerife. Se lo habían dicho los parientes a José.

– ¿Pero volverá?

– No sé -dijo José-. ¿Qué importa? Ese hombre es de los que me parece a mí que no se encuentran bien en ninguna parte; algo marica lo encuentro yo al hombre… Sí, es un tipo raro. Me apuesto a que su mujer le zurraba.

Marta enrojeció. No dijo nada. Recordó el cuarto vacío, y la noche entrando en su limpio abandono. Aquella gabardina le decía que él iba a volver. Pablo era un hombre libre que iba o venía según se le antojase.

– No sé por qué tengo atravesado a ese tipo.

– Es distinto a ti.

Esto lo dijo Marta, pero su voz se perdió en las campanadas del reloj que daba la hora.

La majorera bajó las escaleras, silenciosa, impávida, y dio la vuelta al comedor sin mirarlos. Venía, sin duda, del cuarto de Teresa. José dijo:

– Marta, ¿has visto a tu madre hoy?

– Esta mañana.

– Me parece que te ocupas muy poco de ella, ¿eh? En cuanto termines esos estúpidos estudios tendrás que ayudar a Pino en eso. Es tu obligación.

Hubo un silencio.

– Sí… Ya lo sé.

Tragó saliva y sintió que una vida gris, pesada como el plomo, seca como la arena, se le venía encima.

Mas tarde, en su cuarto, sacó una pequeña agenda que Matilde le había regalado como regalo de Reyes. Había tomado la costumbre de escribir en ella cada día dos o tres líneas. Coloreaba los días según sus impresiones buenas o malas de ellos. Al empezar a escribir, de nuevo llameó aquel crepúsculo solitario en el mar delante de sus ojos… La vida palpitó vivamente dentro de ella: "Día rojo, ardiente", escribió. Y cuando lo recordaba, aquel día le parecía, en efecto, rojo, ardiente, cálido, como su alma.