38670.fb2 La Isla Y Los Demonios - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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VIII

Pablo vio aparecer a Marta varias veces cuando él salía de su casa. Veía su figurilla graciosa viniendo hacia él, recortándose en la acera que bordeaba el mar, al brazo su chaqueta y su carterón de estudiante. No sabía él qué era lo que la niña tenía que hacer por allí a media mañana; ella siempre le decía que iba hacia el puerto a ver los barcos. Siempre volvía con él andando hacia el casco de la ciudad, olvidada de su primer propósito. A veces atravesaba la Ciudad Jardín y subían al paseo que desde lo alto es una pasarela de la calle León y Castillo: el paseo de Chile, solitario y bello, nuevo, recién trazado, con sus palmeras reales creciendo en los bordes.

A Pablo le gustó hablar con la niña en estas ocasiones. Nunca había encontrado un oyente más atento. A veces se sentaban juntos en un banco y Pablo fumaba un cigarrillo.

– Bueno, ¿tú no tienes nada que hacer? -le preguntaba al verla abstraída y con aire de poder estarse allí siempre, sentada entre el aire lleno de sol y calma. -Tendría que estudiar… No diga nada a mi familia… Ya estudio por las noches. Pero para mí es algo tan estupendo andar sola por las calles, verlo todo… No sé, me parece que es la primera vez en mi vida que no estoy encerrada. Estuve en un convento, ¿sabe?, casi dos años.

– Tú debías salir de la isla. No estás hecha para estar metida entre cuatro paredes. Tú tienes algo de vagabunda.

Marta le miraba muy complacida cuando él decía estas cosas. A Pablo le hacía gracia ver la luz que le subía a los ojos verdosos. Luego esta luz se apagaba. -Nunca lo lograré.

– Todo se alcanza cuando se desea… Lo importante es desear sólo una cosa. ¿No crees? -No sé.

Ella no sabía nada. Todo lo que Pablo le decía se le grababa en la imaginación, sin embargo. Pensaba en ello… No sabía exactamente lo que deseaba. Salir de la isla, desde luego, pero también siempre y sobre todo ver a Pablo. Si él quedaba en la isla para siempre, ella no quería salir. Pero esto, claro está, no podía decirlo. -He hecho un dibujo de tu cara. Te pareces mu cho a esas campesinas del interior, con tu boca ancha y tus ojos claros.

Cuando Pablo le enseñó el dibujo, Marta sufrió una decepción.

– No parece que sea yo, sino Honesta… Honesta más joven.

Pablo reflexionó, risueño. -Os parecéis mucho. -¡No!

Pablo se echó a reír.

– No. En cierto modo, no. Honesta no tiene tu frente y tus bonitas cejas rectas… No, señora; Honesta no tiene ningún rasgo de tu inteligencia en su fisonomía y tú sí… Pero yo no he buscado eso.

Algunos días Pablo no era simpático, sino abrumador. Daba negros consejos sobre lo que las mujeres deben hacer para que los hombres puedan vivir a gusto. Las mujeres deben estar metidas en casa, sonreirles a ellos en todo, no estorbar para nada, no manchar jamás su pureza, no producir inquietudes.

– Yo no quiero manchar mi pureza, pero no me gusta estar en casa siempre.-Tú crees que te digo estas cosas de broma. Entonces Marta se inquietaba. -No lo sé…

Él era un hombre hablador, de los que necesitan explicar en voz alta sus propios problemas; de modo que Marta recibió de su boca muchas teorías sobre la vida y el arte. El arte, según Pablo, era el único camino de salvación personal. El único consuelo de la vida.

Marta no entendía bien aún. No sabía por qué es necesario salvarse ni de qué, como no fuese del infierno en la otra vida.

– Eso -decía Pablo en un tono que podía ser de broma-, la salvación del infierno… El arte salva del infierno de esta vida. Todos los demonios que están dentro de uno se vuelven ángeles por el arte.

– No todo el mundo tiene demonios dentro. Usted no los tiene. No he conocido a nadie como usted.

De pronto el pintor veía aquella cara anhelante, tan infantil aún, aquellos ojos estrechos que se esforzaban por comprender. Se avergonzaba un poco. Se frotaba ligeramente la nariz, perplejo, y decía modestamente: -Procuro ser bueno… a mi manera; pero no es gran cosa lo que consigo, no creas. Un día le dijo:

– A ti te gustaría mucho hablar con mi mujer… Ella se reiría contigo, le harías gracia. Ella también es algo vagabunda.

A Marta empezó a latirle el corazón. Siempre había deseado preguntarle a Pablo cosas de su mujer, de aquella señora que ella imaginaba enorme y feroz fumando un puro. Nunca se había atrevido, sin embargo. Miró la cara de Pablo. Estaban los dos al borde de la carretera de Chile, sentados a la sombra de un árbol. Bajo ellos, la Ciudad Jardín y el mar. Se veía el puerto extendido como en un mapa; se veían las peladas montañas de la isleta. Y todo aquello tenía un ritmo dorado, cálido, un ritmo que Marta sentía intensamente. -¿Cómo es su mujer?

– ¿María?

La cara de Pablo tomó una curiosa expresión. No miraba a nada ni a nadie. Marta vio en sus ojos una animación, una extraña y apasionada luz.

– Es magnífica… Es muy inteligente y además seductora. Tiene una fuerza grande en ella… Es extraordinaria.

– ¡Oh…! ¡Y dice Honesta que usted no se reunirá con ella nunca más porque ella hace labor a favor de los rojos!

El pintor se puso encarnado. No era lo mismo que cuando enrojecía José. No era aquella ola descarada de sangre. Pablo era moreno como un beduino. Lo rojo casi no afloraba a su cara, pero Marta notó su vergüenza y ella enrojeció también mucho más violentamente.

– Honesta -dijo el pintor reposadamente- no se distingue por su inteligencia, que digamos. No es por ahí por donde la va a coger el demonio, ¿no crees?

Marta sonrió nerviosa y encantada de conspirar contra Honesta con Pablo.

En aquel mes de enero encontró cuatro mañanas al pintor. Cuatro paseos largos con él que le parecieron a la chiquilla increíblemente cortos, desesperadamente fugaces. Nunca se habló en estos paseos de las leyendas de Alcorah. Pablo hablaba durante ellos de aquellas abstracciones del bien y del mal, de la santidad del arte, del horror de la guerra… Marta no supo nunca si él estaba de parte de los rojos o de los nacionales. No sentía aquella pasión a favor de las ideas políticas que en todo el mundo se encontraba en aquellos tiempos y que era una lucha a vida o muerte en cada ser humano. Un efervescer de odios y de nerviosismo. Las cosas que él decía a la niña le sonaban como una música extraña, como si hablara en clave, porque casi nunca eran concretas, casi nunca se podían agarrar ni discutir. Ella no reflexionaba que si otra persona le hubiera hablado así quizá se habría aburrido. No sabía sino que aquellas conversaciones parecían abrirle puertas, mundos.-El peor defecto es ser débil con uno mismo. Esto sí lo entendía Marta.

– Yo soy débil… Una vez casi me emborraché porque estaba angustiada.

– ¿Tú…? ¡No lo creo! Tú eres demasiado joven para hacer esas tonterías.

Después de la conversación en que se habló de su mujer, Marta estuvo varios días sin ver al pintor. No logró encontrarle en aquellos paseos que ella daba a determinada hora hasta cerca de la puerta de su casa; pero de todas maneras esperar este encuentro era ya una alegría que iluminaba enteramente su vida. Una mañana, la mañana del veintiséis de enero, se despertó sabiendo que lo encontraría. Se sorprendió a sí misma cantando al vestirse. Por aquellos días sentía la felicidad y la sangre oprimirla siempre. Salió al jardín a correr cuesta arriba por la avenida de eucaliptos para descargarse algo de esta dicha casi insufrible que la empapaba. Un gato electrizado por aquella vitalidad suya la siguió a grandes saltos. Marta se detuvo al fin con una silenciosa risa y vio a su alrededor el dorado mundo, las azules montañas que oprimían el mar. Hubiera querido seguir carretera arriba hasta la cumbre de Bandama en aquel momento; cruzó los brazos detrás de su cabeza y sintió lo que deben sentir los árboles en primavera, sólo una fuerza divina, una dicha sin pensamiento de florecer.

Un rato más tarde estaba esperando en la carretera de Las Palmas al coche de línea. Aquel lugar bordeado de eucaliptos centenarios se llamaba en la imaginación de Marta "donde cantan los pájaros". En la cuneta de la carretera corría una vieja acequia de agua clara. Como otras veces, Marta metió las manos en aquel agua para sentirla correr entre los dedos, hasta que le dolieran de frío. Marta, como todos los isleños, sentía pasión por el agua, ese elemento de vida que en la isla se recoge avaramente hasta la última gota. Marta no había visto nunca un río. Se asomaba a los estanques fascinada. Las acequias le parecían arroyos vivos. Cuando llovía se sentía feliz, y en los años de abundancia, cuando durante un día o dos corre el Guiniguada, el barranco de Las Palmas, que llega seco al mar, Marta había contemplado asomada al puente de piedra, con otros curiosos, aquella maravilla de agua turbia, del agua que llegaba a sobrar, y corría señorialmente como oro líquido que se dejase escapar a hundirse en las olas…

Quizá por eso aquel sitio del mundo, el trozo de carretera alquitranada que ella llamaba "donde cantan los pájaros", tenía un encanto tan grande, por aquel ruido de agua acompañando a las manchas del sol que temblaban al filtrarse entre las ramas de los eucaliptos cayendo en la carretera azul.

Desde un muro blanco se veía el valle de viñedos, tembloroso de luz, alguna palmera, colinas, su propia casa lejana, y mucho más lejos aún, un trozo de mar. Como siempre, el silencio aquel, lleno de pájaros, llegó a mortificarla. Le trajo como todos los días una idea tan fuerte de lo que es la paz del mundo, que había que acordarse por contraste de la guerra y la muerte pendiente sobre las cabezas de todos. No podía librarse de un oscuro remordimiento por aquella plenitud física, aquella dicha incontenible que sentía. Parecía que ella sola en España estuviese protegida contra el fantasma desolado de la guerra civil y de las pasiones y los heroísmos y las tragedias que provoca. Hasta Pablo sufría por su mujer, lejana. Marta ahora sabía que Pablo estaba sufriendo. Él no era como otros hombres que, según comentaban Honesta y Pino, están encantados de la vida lejos de su mujer. Él la amaba. Este hecho a Marta le producía turbación y casi dicha porque le parecía aumentar para ella el grado de finura y sensibilidad que notaba en su amigo. Sus tíos estaban desplazados también por la guerra. Daniel, siempre nervioso, casi enfermo. Temían por otros familiares, por amigos, por aquella ciudad, Madrid, que sabían hambrienta y destrozada. Aquella ciudad, Madrid, que los ojos de Marta querían ver algún día… Hasta Chano el jardinero se había ido al frente antes de que lo llamaran a filas, y eso que su padre, un comunista, estaba en un campo de concentración… Todo el mundo había dicho que Chano era muy valiente. Él se había ido como para un paseo glorioso con su cara de niño grandullón. Todo el mundo metido en la guerra. Hasta José, que hablaba de catástrofes y ruinas en los negocios. Pero ella estaba libre, sana y feliz. Se sintió aquella mañana tan angustiada por su despegado egoísmo que tuvo un miedo supersticioso y salvaje de que algo, alguien, fuera a estropearle de pronto la dicha nueva y mágica de aquellos días suyos.

Allí, entre los troncos claros de los eucaliptos, Marta tenía el aire de un duende. Muy pequeña parecía con sus sandalias y su chaqueta roja. Su cabeza rubia se inclinaba para escuchar. Desde lejos se oía ya una larga bocina. Luego una trepidación que asustó a la mañana. Apareció al fin un monstruoso coche amarillo cargado de campesinas madrugadoras que iban al mercado con cestas de huevos, gallinas y los quesos tiernos llamados de flor, y con el ruido de las cacharras de la leche que tintineaban al entrechocar sobre el techo del vehículo. El coche se detuvo y Marta trepó a él en un momento.

Al llegar a Las Palmas, aquel ligero desasosiego que tuvo, aquel miedo indefinible se le disipó. Abajo, el sol ya era templado y suave. Al acercarse a la ciudad olían ásperamente las plataneras. De entre su masa de verdor salían palmeras altas, y las torres de la catedral navegaban en aquel cálido verde. Detrás de ellas se veía la línea azul del mar mañanero. Luego el coche se metía entre un montón de calles soñolientas. Marta tenía todo el día por suyo.

Se fue como solía hacia el barrio del mercado, que ya estaba despierto. En el viejo puente de Palo sobre el Guiniguada las vendedoras de flores empezaban a instalar sus puestos. Marta vio el oleaje marino lleno de luz verde, que allí, bajo aquel puente, intentaba tragar el rio, inmóvil de piedras, con sus polvorientas tuneras, tabaias y llorones.

La vida de la plaza había empezado. Campesinas acababan de llegar en los coches de hora, sirvientas madrugadoras se movían ya por allí. Ella las miraba. A veces pensaba: "Soy yo, yo, Marta Camino, quien estoy libre en este día." Y era como si hubiera comenzado a vivir gracias a aquel permiso debido a los celos de Pino, de marcharse muy temprano y sola por las mañanas. "A veces he sido mezquina, a veces he estado angustiada -pensaba con asombro-; una vez sentí envidia…" Le parecía que todos los malos sentimientos sólo pueden criarse en la oscuridad, en la opresión; un ser libre en el maravilloso mundo de Dios es bueno siempre. No se decía esto exactamente, pero lo sentía. Pasaba delante de casas conocidas. Muchas de sus amigas no se habrían levantado aún.

Marta se sentía envuelta en tufaradas de olor a fruta, a pescado, a café. Eran espesos olores que la mañana exacerbaba y que repentinamente barría una ráfaga salina del mar.

Sonrió. Pensó en lo que sus amigas le decían, un poco asustadas, por las tardes. "Te van a tomar por loca; la gente empieza a verte vagando por las mañanas como un alma en pena. ¿Qué haces?" Marta no hacía nada. Se dejaba vivir. Más tarde, a raíz de una desgracia ocurrida en su casa, la gente murmuró sangrientamente. Se dijo que ella vivía abandonada, que se la veía rondando por las calles, con cara de susto y de hambre. Se dijeron muchas cosas, pero a Marta no la afectaron por la sencilla razón de que jamás llegó a enterarse de estas murmuraciones.

En la puerta de un cafetucho oscuro, cerca del mercado, Marta se detuvo porque oía allá dentro un rasgueo de guitarras. Vio una sala grande, y al fondo un mostrador, junto a él una puerta con una cortina sucia corrida. Detrás de aquella cortina, dos o tres borrachos que, después de una noche de juerga, seguían cantando incansablemente, monótonos:

Esta noche no alumbra…

La farola del mar…

Marta sonrió, tímida, encantada. Puesto que los supuestos borrachos eran invisibles, ella podía entrar en la primera habitación oscura y sucia donde desayunaban algunos trabajadores del mercado. No sabía por qué tenía para ella aquel ambiente un encanto tan fascinador. Quizá fuese únicamente porque era nuevo, distinto de todo lo que la niña había tenido siempre por costumbre. Metida en un rincón sombrío, pidió café y churros. El café, hirviente, era claro y malo, pero los churros le gustaron.

Cerca de ella, unos hombres bigotudos, que sujetaban sus pantalones con una faja negra, y unas mujeres con moños recogidos en la nuca, y las espaldas abrigadas con pañoletas de punto de lana negra, la miraron un momento; luego la dejaron en olvido, como ella quería. Su presencia de colegiala parecía extraña allí, pero al mismo tiempo era insignificante.

Olía a vino, a fritos, a mugre, a moscas, a vida.

Por reacción a toda la limpieza, al orden exagerado, a la pesadilla de la palabra "microbios" que había oído hasta la saciedad, a la chiquilla le producía todo aquello una sensación de encanto casi perverso. Le divertía oír el fondo de los derrotados juerguistas siguiendo su canción de la farola…

Esta noche no alumbra…

porque no tiene gas, porque no tiene gas…,

porque no tiene gas

Seguramente serían soldados, soldados de los que vienen con permiso después del duro trabajo de la guerra, y están exaltados siempre, y les gusta emborracharse.

Esta noche no alumbra…;

mañana alumbrará.

Era como una promesa; pero, pensó Marta sonriente, ya es mañana. Se levantó y pagó, para salir a la luz de la calle. Aquel día tenía la impresión vivísima de que se presentaba afortunado como ninguno. Pensó en su agenda: "un día de oro", escribiría allí. En la acera tiró una moneda a cara o cruz. Si salía cara, aquel día vería a Pablo. Salió cruz. Pero de todas maneras sabía que había de ver al pintor. Era como si alguien le hubiese soplado esa seguridad en el alma. Aturdida, oyó una fuerte palabrota. Unos hombres a su lado descargaban sacos.

– …¡Que la aplasto, cristiana! ¡Menéese! ¡Oh!

¡Ah, sí, todo el mundo trabajaba, se movía, vivía!

Los moros vendían sus abalorios. Los canarios, despaciosamente hacían sus trabajos. Iban andando como ella, las gentes de la mañana, pero todas con algún fin.

Se fue a ver el mar, rodeando el gran edificio de piedra que es el Teatro Pérez Galdós. Por la parte trasera del teatro llegó hasta el mar y vio su agua, rompiendo contra unas calles oscuras, húmedas, gorgoteando sus olas al retroceder entre las piedras, como protestando de que la ciudad volviera a la luz y le dejara frente a aquellas calles tristes. Pero Marta amaba aquellas espaldas de la ciudad.

Estaba subiendo la marea. Unos chiquillos, desgreñados, morenos, enteramente desnudos, jugaban entre las rocas como diosecillos paganos y descarados. Se tiraban en el fragor de la marea a nadar. Vieron a Marta y le dijeron algo que el ruido de las olas impedía entender. Ella sabía bien que no sería ningún cumplido lo que le dijeron.

Desde donde estaba asomada vio una larga calle oscura con un muro de contención para el mar, donde muy pronto las olas chocarían formando surtidores de espuma.

Al final de la calle el Parque de San Telmo, con sus palmeras, avanzaba briosamente sobre el agua; allí llegaban ya a romper aquellas grandes olas del Atlántico en la avanzada de su marea.

Marta volvió a sentir aquella sensación aguda de lo hermoso que era poder estar así viviendo suelta en aquel mundo sin hacer nada. Era más hermoso aún porque tenía la seguridad de que poder hacerlo era casi un milagro que sólo llenaría una parte muy corta de su vida. Tenía ganas de encontrar a Pablo y de contarle aquellas cosas, ya que a él le gustaba hablar de cosas así. Aquel día de enero, un veintiséis de enero, lleno de nubes blancas y de sol cálido, aquel día lo iba a ver.

Lo vio. Pero no en los alrededores de su casa, como había imaginado, y a donde llegó mediada la mañana, como atraída por un imán. Estuvo descaradamente esperándolo, cerca de media hora, por sus alrededores. Como casi todos los días anteriores fue inútil. Era aquello una espera enervante al sol; a veces se ponía a mirar el agua y veía su florida espuma hirviendo. "Cuando pasen diez olas miraré." Cuando pasaban diez olas miraba hacia la casa de Pablo… Nadie. Entonces le daba miedo de que él hubiera salido y hubiese pasado a sus espaldas sin verla.

Imaginaba luego a Pablo en su habitación. Ahora se arreglará la corbata, ahora se pondrá la chaqueta, ahora sale por el pasillo oscuro… Le parecía sentir su bastón golpeando, y sentía luego que sólo era los latidos de su corazón. Pablo no salió. Cansada ya, con las piernas doloridas y la boca seca de aquella espera, se metió en el viejo parque de la Ciudad Jardín. Recorrió sus senderos amarillos llenos del olor pesado y magnífico de grandes flores blancas, llenos del bordoneo de los moscardones que celebraban una fiesta de primavera eterna. Había un drago enorme con un banco alrededor de su tronco, y se sentó allí. Estaba mucho más deprimida que en la mañana; casi con ganas de llorar. Veía contra el cielo una fiesta de palmeras con troncos cargados de geranios trepadores. Un conjunto de plantas siempre verdes. Siempre, hasta el cansancio, floridas.

Se preguntó, asustada, cuánto tiempo duraría para aquel pintor el encanto de esta dulzura siempre igual; cuánto le duraría a él, que venía de los países donde cambian las estaciones. Ni siquiera sabía ella por qué causa había llegado Pablo allí. Decía Honesta que porque las islas eran el lugar más tranquilo y más alejado de la guerra que había en España, y quizá porque quería un nuevo paisaje para pintar. Pero la guerra terminaría pronto, y lo mismo que los parientes peninsulares él se marcharía.

El pensamiento este la trastornó. Hacia ya días que, con el nuevo atrevimiento que ahora había adquirido desde que hablaba con Pablo, Marta dijo claramente a cu hermano José que ella quería irse a Madrid con los parientes, a estudiar, cuando la guerra acabara. José se había negado redonda y terminantemente a dejarle concebir la más pequeña ilusión. A Marta no se le había perdido nada fuera de la isla, nada… Cuando ella le contó esto a Pablo, fue cuando el pintor le explicó aquella teoría de que todo lo que se desea de veras se alcanza.

Marta tenía la cabeza apoyada en el tronco del drago. Es un árbol de siglos, casi humano. Un árbol cuyo tronco retorcido finge cuerpos apasionadamente enlazados; su copa de hojas duras, agudas como pequeñas pitas, araña la suavidad, la sed del cielo, y una savia roja corre bajo su corteza. No es bueno pensar en quien se quiere con la cabeza apoyada en este árbol de tierras cálidas. Su silencioso misterio no se envuelve en brumas, se recorta duramente en la luz deslumbrante y sin frío. Está pidiendo realidad. No quiere sombras; si el cuchillo le hiere, no disfraza sus zumos de frescura y de agua; suelta sangre como la carne de los hombres al herirse. Siglos y siglos está quieto bajo el sol y las tibias noches de estrellas bajas, esperando. Marta sentía detrás de su cabeza la palpitación de aquella sangrienta sabiduría del drago. "Realidad, realidad, besos en la noche, besos… Realidad, Marta Camino, ¿qué esperas de este hombre, de este amigo? No te va a dar nada. No lo amas. Nunca te abrazará, nunca te dará hijos. Te hace soñar en otros países, te hace soñar con la pureza de la vida y del arte. Pero, ¿qué es eso? La vida para una mujer es amor y realidad. Amor, realidad, palpitación de la sangre. Tu boca ancha es triste y respira voluptuosidad aunque tus ojos sean puros. Tienes dentro de ti semillas de muchos hijos que han de nacer; eres como una tierra nueva y salvaje y debes esperar como la tierra, quieta, el momento de dar plantas.

"No se puede perder la vida, los minutos hermosos de la vida, en esperar a una persona que no viene, en sobresaltarse creyendo oír el ruido de un bastón en la acera. No se puede. Yo tengo mil años de vida en tierras cálidas, y te digo: «No sabes nada, no busques nada. Eres una loca»."

Marta estaba sentada. No sabía cuánto tiempo estuvo así con los ojos entrecerrados de cansancio, apoyada en el tranco del drago.

No sabía que a aquellas horas había gente que hablaba de sus paseos con el pintor como de algo pecaminoso y sin precedentes en una criatura de su educación. No entendía tampoco aquel sopor, aquella angustia de su vida apoyada contra el tronco del árbol.

De pronto se sobresaltó. Era como si la hubieran llamado en medio de un sueño profundo, y se le ennegrecieron delante de los ojos todos los contornos de las plantas en el día despiadadamente luminoso.

Se puso en pie. El deseo de ver al pintor se le hizo fuerte y desesperado.

Se echó a correr por los senderos del viejo parque Doramas, donde las plantas de países cálidos y templados ponían su sombra confundida en los senderos amarillos. Según iba corriendo, se calmaba.

Una vez en la calle, atravesada por las guaguas, en la calle cruzada de automóviles particulares, bañada de luz de mar, se detuvo… Sin pretexto alguno, ¿cómo iba ella a meterse otra vez en la casa de este hombre? Ninguna mujer hace estas cosas. Cuando se detenía a pensar así era como si todas sus amigas, delicadas, buenas y recatadas, le tiraran de las faldas.

Los oídos se le llenaron con unos cañonazos y un lejano repique de campanas, como si alguna fiesta se preparara. El mar estaba alto. Pleamar. Mediodía en la isla. Las nubes se apresuraban en un fondo celeste…

Se asustó. Todo lo que había en ella de niña burguesa se inquietó enormemente, y tuvo un gesto tranquilo y resignado al renunciar. Subió a una guagua para que la llevara corriendo, apretada entre otras gentes, con los rubios y cortos cabellos lacios, despeinados por la brisa marina, hasta el corazón de Las Palmas, junto al Guiniguada, cerca del barrio antiguo de Vegueta, donde vivían sus tíos.

Iba tan aturdida pensando que llegaba tarde para comer, que no notó siquiera que los balcones de las casas estaban engalonados con banderas. Cuando se metió en el hondo y fresco zaguán y empujó la verja de madera desde la que se veía el patio lleno de macetones con palmeras y begonias, aún no sabía la noticia. Una galería con ventanas rodeaba el patio. A una de las ventanas se asomó Honesta al oír la campanilla de la cancela.

– Sube, sube, Martita… ¡Estamos tan contentos…! ¡Daniel se ha puesto malo!

Marta quedó con la boca abierta. Aparte de que a Daniel le gustaba mucho que lo cuidaran, y que se hablase de sus trastornos intestinales, no veía la relación entre la alegría y la enfermedad de Daniel.

Una risita idiota, incontenible, la empezó a coger cuando subía las amplias escaleras. ¿Sería posible? Quizá para Daniel, que no tenía más que manías, resultaba una verdadera fiesta estar por una vez enfermo… Claro que no lo creía, pero estaba con las rodillas temblorosas de risa cuando alcanzó la galería de arriba. Honesta la estrechó en sus brazos, y luego, también Matilde, tan seca de costumbre.

– Esto es el fin de la guerra… ¡La victoria!

– ¿Se acabó la guerra?

– No, aún no… Pero prácticamente… ¡Ha caído Barcelona en poder de los nacionales!