38678.fb2
«Necesito ayuda», pensó Florence. «Era una locura creer que podía llevar todo esto yo sola.» Pidió una conferencia con las oficinas del Flintmarket, Kingsgrave and Hardborough Times.
– ¿Podrás conectarme lo antes posible, Janet? -preguntó.
Había visto la motocicleta de Janet aparcada fuera de la oficina de teléfonos, y sabía que estaría en buenas manos.
– ¿Está intentando contactar con los anuncios clasificados, señora Green?
– Sí. Es el mismo número.
– No le merece la pena gastarse el dinero, si quiere poner un anuncio para un ayudante. Una de las chicas Gipping se pasará por su casa al salir del colegio.
– Es posible, Janet, pero no es seguro.
– Raven habló con ellas hace alrededor de una semana. A él le habría gustado que fuera la mayor, pero se tiene que quedar en casa mientras la señora Gipping está en la recogida del guisante. Quizá no le importe que sea la segunda o la tercera.
Florence le recordó a Janet que quizá hubiera alguien esperando una conferencia, pero ella le respondió que no había nadie más.
– Los de las líneas privadas se han ido casi todos a Aldeburgh para oír el concierto ése, y los demás están en el nuevo Fish and Chips. Esta noche es la inauguración.
– Bueno, Janet, a lo mejor se les incendia el local. Creo que utilizan aceite para cocinar. Deberíamos dejar la línea libre por si se produce alguna emergencia. ¿Lo va a llevar el señor Deben?
– No, no, al señor Deben le parece que va a ser un golpe mortal para su negocio. Está intentando que el vicario se ponga de su parte, alegando que el olor a frito podría invadir la iglesia durante los cánticos de la tarde. Pero el vicario le ha dicho que no le gusta meterse en esas discusiones.
Se preguntó qué dirían las telefonistas cuando hablaran de su librería.
Al día siguiente, a la hora del té, una niña de diez años, muy pálida, muy delgada y sorprendentemente guapa, se presentó en Old House. Llevaba unos pantalones tejanos y una chaqueta de punto rosa con un dibujo muy complicado. Florence la reconoció al instante. Era la niña que había visto en el parque.
– Eres Christine Gipping, ¿verdad? Había pensado más bien que tu hermana…
Christine respondió que ahora que las tardes se iban haciendo más largas, su hermana estaría en los helechos, con Charlie Cutts. De hecho, acababa de ver sus bicicletas escondidas entre la maleza, al lado del cruce.
– Conmigo no tendrá que preocuparse de esas cosas -añadió-. No cumplo once hasta abril del año que viene. A mí no me han salido todavía.
– ¿Y tu otra hermana?
– Le gusta quedarse en casa y cuidar de Margaret y Peter. Son los pequeños. Fue un desperdicio darles esos nombres, al final no pasó nada entre él y la princesa. [10]
– No quiero que pienses que no deseo darte el trabajo. Es sólo que no pareces lo suficientemente mayor, ni fuerte.
– Las apariencias no lo son todo. Usted parece mayor y, sin embargo, no parece fuerte. No habrá mucha diferencia si contrata a otro miembro de mi familia. Somos todas muy mañosas.
Su piel era casi transparente. Su pelo sedoso parecía no tener sustancia cuando se apartaba de su cara y se le despeinaba con la mínima corriente. Cuando Florence, todavía preocupada por no ofenderla, sonrió animadamente, ella le devolvió la sonrisa dejando ver dos dientes rotos.
Se los había quebrado el invierno anterior de una forma bastante curiosa: se había congelado la ropa tendida, y un chaleco helado le golpeó la cara. Igual que los demás niños de Hardborough, había aprendido a resistir. Todos corrían como malabaristas por los pasamanos de los puentes sobre los pantanos, se caían y se rompían los huesos o estaban a punto de ahogarse. Se lanzaban piedras unos a otros, o raíces arrancadas de los arados. A un chico algo retrasado le dijeron que los gusanos que se utilizaban como cebo le sentarían bien y le harían menos aburrido, y él se comió un bote entero. La propia Christine estaba peligrosamente delgada, aunque era algo sabido que la señora Gipping alimentaba bien a sus hijos.
– Iré a ver a tu madre mañana, Christine, y ya hablaremos de esto.
– Como quiera. Le dirá que tengo que venir siempre después de clase, y el sábado todo el día, y que usted no debe pagarme menos de doce con seis a la semana.
– ¿Y qué hay de los deberes?
– Los haré después de la cena, en casa.
Christine mostró su impaciencia. Estaba claro que había decidido empezar a trabajar enseguida. Dejó su chaqueta rosa en la parte de atrás.
– ¿La has tejido tú? Parece muy difícil.
– Es de la revista Woman's Own -dijo Christine-. Pero las instrucciones eran para manga corta.
Frunció el ceño. No quería admitir que se había puesto lo mejor que tenía para causar buena impresión en su primer encuentro.
– ¿No tiene hijos, señora Green?
– No. Pero me habría gustado.
– Para usted la vida ha pasado de largo en ese aspecto.
Sin esperar a que se le diera ninguna explicación, se paseó por la tienda abriendo cajones y poniendo pegas a la forma en que estaban ordenadas las cosas, mientras su fino pelo volaba en todas direcciones. No había suficientes postales expuestas, afirmó -ya se encargaría ella de elegir algunas más-. Y había paquetes enteros sin abrir en el fondo de los cajones porque la señora Green las odiaba.
Al principio, los métodos de la niña eran algo excéntricos. Con una habilidad para la organización que nunca había llegado a manifestarse, al ser la tercera hija de la familia, primero colocó las postales de una forma, luego de otra. Hizo caso omiso de los mensajes que mostraba cada una y las ordenó básicamente por colores, de modo que las rosas y las puestas de sol quedaron al lado de una langosta de color rojo brillante ataviada con un sombrero escocés, que se estaba llevando un vaso a la boca y decía: Just a wee doch an doris afore we gang awa! [11] Lo más probable es que se tratara de una muestra gratuita.
– En realidad tendrías que separar las románticas de las de humor -dijo Florence.
Éstas, qué duda cabe, eran las dos únicas actitudes que uno podía adoptar en la vida, a juicio de los fabricantes de las postales. La langosta se tomaba su marcha con humor. La puesta de sol venía acompañada de una frase triste.
– ¿Qué quiere decir esto de estar «encima» o estar «debajo»? -preguntó Christine con firmeza.
Este primer reconocimiento de que había cosas que no sabía animó un poco a su patrona. Christine se dio cuenta inmediatamente de que había perdido pie.
– Hay muchas más que ni siquiera ha desenvuelto -dijo con tono de reprobación.
Juntas, revisaron todo un paquete: hombres y mujeres desnudos y entrelazados, con un pie de foto que rezaba: Otra cosa que no hemos olvidado hacer hoy.
– Éstas las vamos a tirar ahora mismo -dijo Florence con convicción-. Hay algunos distribuidores que no tienen ni idea de lo que es apropiado.
Christine se retorció de risa y dijo que había unos cuantos en Hardborough a los que no les importaría encontrárselas en el buzón. Estaba bien preparada, pensó Florence. Su ayuda sería muy valiosa cuando tocara volver a abrir la biblioteca.
No parecía que hubiera nada que discutir esa tarde con la señora Gipping, que se quedó de pie pacientemente en la puerta entornada cuando Florence acompañó a Christine hasta su casa.
El pequeño Peter estaba plantando filas de pinzas de la ropa entre los guisantes tempraneros.
– ¿Por qué llega Christine tan tarde? -preguntó.
– Ha estado trabajando para esta señora.
– ¿Para qué?
– Tiene una tienda llena de libros para que la gente pueda leer.
– ¿Para qué?
Las camionetas y furgones que traían a los vendedores de las editoriales empezaron a aparecer con más frecuencia por el brillante horizonte de los pantanos, hundiéndose de vez en cuando en el lodo a la altura del cruce, y siempre, sin remedio, cuando intentaban dar la vuelta en la orilla. Incluso en verano se trataba de un viaje complicado. Los que lograban llegar sanos y salvos eran un poco reacios a desprenderse de las novelas románticas y los libros de noviazgos, que eran los que Florence quería realmente, a no ser que accediera a quedarse también con un montón de esas novelas de cubiertas ligeramente envejecidas, que tenían el aire de una mujer a la que nadie ha solicitado nunca su favor. Su solidaridad tanto con los vendedores como con los libros que envejecían irremediablemente, la convertían en una compradora algo imprudente. Además, los vendedores llegaban de tan lejos que ella no tenía más remedio que llevarles a la cocina y ofrecerles un té. Allí, con la esperanza de que tardarían todavía un tiempo en regresar a ese agujero dejado de la mano de Dios, los vendedores se podían permitir el lujo de revolver el azúcar y relajarse un poco.
– Una cosa es cierta: la competencia no le supondrá un problema. No hay otro punto de venta entre este páramo y Flintmarket.
A todos se les había caído el alma a los pies cuando se dieron cuenta de que no había servicio ferroviario alguno, lo que obligaría a que todos los pedidos tuvieran que llegar por carretera. Para cuando empezaban a sentir que había llegado el momento de ponerse en marcha, se había levantado el viento, y sus furgonetas, sin la carga que las había mantenido estables, se bamboleaban de un lado para otro, incapaces de ceñirse al eje de la carretera. Los jóvenes novillos, los animales más inquisitivos de todos, se acercaban por la hierba para mirarles apaciblemente.
– No sé por qué he comprado esto -reflexionó Florence después de una de estas visitas-. ¿Por qué me los he quedado? Nadie me forzó a ello. Nadie me aconsejó.
Tenía ante sí un paquete con 200 marcapáginas chinos, pintados sobre seda. La cigüeña, que simbolizaba la longevidad; un ciruelo en flor, para ilustrar la felicidad… Su debilidad por las cosas bonitas la había traicionado. Era inconcebible que alguien en todo Hardborough los quisiera. Pero Christine la consoló. Los visitantes los comprarían; cuando llegara el verano, no sabrían en qué gastar su dinero.
En julio, el cartero trajo una carta con matasellos de Bury St. Edmund's. Era demasiado larga, como podía verse por el grosor del sobre, para tratarse de un simple pedido.
Estimada Sra.,
Quizá le interese o le divierta saber cómo fue que llegué a tener noticias de su establecimiento. Un primo de mi mujer, que en paz descanse (quizá debiera llamarle tío segundo), está relacionado, por un segundo matrimonio, con ese joven prometedor, el diputado de la circunscripción de Longwash, quien me comentó que en una fiesta que dio su tía (la Sra. Gamart, a quien no conozco personalmente) se mencionó que Hardborough por fin iba a contar con una librería.
Florence se preguntó de qué manera podría esto considerarse divertido. Pero no debía ser tan dura.
Puede que le divierta más todavía saber que no la escribo por nada relacionado en absoluto con los libros.
Seguían varias páginas de fino papel de carta, de las que dedujo el dato de que quien las escribía respondía al nombre de Theodore Gill, que vivía en algún lugar cerca de Yarmouth, que era un pintor de acuarelas que no veía motivos para abandonar el estilo del cambio de siglo, y que le encantaría organizar o, mejor, que le organizaran, una pequeña exposición de su obra en Old House. El nombre de la señora Gamart y su brillante sobrino, no tenía duda, servirían de recomendación suficiente.
Florence miró sus estanterías, detrás de las cuales se podía distinguir medio metro escaso de pared. Siempre cabía la opción de utilizar el cobertizo de las ostras, pero incluso ahora, en pleno verano, la humedad era tremenda. Guardó la carta en un cajón en el que ya había varias del mismo estilo. Entre la clase media alta de East Suffolk, la mediana edad algo avanzada solía llevar aparejada una crisis, después de la cual casi todos se convertían en pintores de acuarelas y se especializaban en paisajes. No habría importado tanto si hubieran pintado mal, pero lo cierto era que se les daba bastante bien. Todos sus cuadros, por lo demás, eran muy parecidos entre sí. Una vez enmarcados, colgaban en las paredes de los salones, mientras por las ventanas el paisaje vacío, desteñido y enmarañado se unía con el cielo transparente.
Esta crisis, además, iba acompañada del deseo de exponer en un lugar más ambicioso que la entrada de la parroquia, y Florence la relacionaba con las cartas que había recibido de diversos «autores locales». Los cuadros tenían títulos como Puesta de sol en el Laze, mientras que los libros se titulaban A pie a través de los pantanos o El este de Inglaterra sobre cuatro ruedas. Porque, ¿qué otra cosa se puede hacer con las llanuras además de cruzarlas? No tenía ni la más remota idea de dónde pondría a los autores locales si éstos venían, como habían sugerido, a firmar ejemplares de sus libros a los compradores ansiosos. Quizá podría colocar una mesa debajo de la escalera, si es que lograba mover una parte de los libros. Se imaginó con todo detalle la decepción que sentirían estos autores, allí empotrados detrás de la mesa repleta de ejemplares, bolígrafo en mano, mientras pasaban las horas sin que viniera nadie a comprar ninguno de sus libros.
– El martes siempre es un día tranquilo en Hardborough, señor… sobre todo si hace bueno. No le sugerí que viniera el lunes porque ese día es más tranquilo todavía. Los miércoles también son tranquilos, excepto por el mercado, y el jueves abrimos sólo media jornada. Los clientes no tardarán en venir y preguntar por su libro, claro que sí. Han oído hablar de usted, es un autor local. Naturalmente que querrán tener su autógrafo, cruzarán los pantanos a pie, o a motor.
La sola idea de tanto sufrimiento y vergüenza era difícil de sobrellevar, pero al menos veía que, de momento, aquello no estaba ocurriendo. Metió la carta del señor Gill en el cajón.
Había estado casi demasiado ocupada para darse cuenta de que las vacaciones habían terminado. Ahora se fijó en las toallas de playa que colgaban en todas las ventanas de las casas más cercanas a la orilla. El ferry cruzaba el Laze varias veces al día, y el Fish and Chips ampliaba su espacio con trozos de hierro forjado traídos de la pista de aterrizaje abandonada. Apareció Wally para preguntarle a Christine si le gustaría ir de acampada, y Florence se preguntó si el muchacho no venía demasiado, y de forma demasiado persistente. Christine, en cualquier caso, rechazó la invitación con una dignidad que ella imaginó aprendida de sus hermanas mayores.
– Ese Wally lo que quiere es su tabla de lavar la ropa. Querrá utilizarla para su grupo de música. He visto que no le quita ojo siempre que se mete en la parte de atrás de la casa.
– Entonces será mejor que se la lleve -dijo Florence-. Nunca he sabido qué hacer con ella. También se puede quedar con el escurridor, si quiere.
Debería bajar a la playa. Era jueves, tocaba cerrar pronto, y Florence se sentía un poco desagradecida por vivir tan cerca del mar y tirarse semanas y semanas sin mirarlo siquiera. En realidad prefería la playa en invierno, pero se lo reprochó a sí misma, se dio un baño y luego estuvo un rato al sol al final de la hondonada sembrada de guijarros de colores. Los niños se agachaban para decidir cuáles meterían en sus cubos; hombres ya maduros elegían otros para tirarlos al agua. Los periódicos que habían traído consigo para leer, se los había arrebatado el aire. Las madres se habían refugiado del viento cortante en las cabañas de la playa, que se habían instalado en forma de campamento lo más lejos posible del frío e invasivo Mar del Norte. Más hacia el norte, la marea había traído cosas inaceptables a la orilla. Los huesos se mezclaban con la franja de desechos que depositaba la marea. La corriente había dejado allí los restos putrefactos de una foca.
Los lugareños de Hardborough se relacionaban sin temor con los visitantes. Florence vio al director del banco, desconocido con su traje de baño a rayas, acompañado de su mujer y del cajero. Hablaba a voces y se le oyó decir, a intervalos, que tanto trabajo le estaba convirtiendo en un soso, y que era la primera vez que había pisado la playa ese año. Su afirmación no merecía respuesta. Otra voz, tierra adentro, gritó que el mal tiempo les estaba respetando ese año. Raven pasó en su nueva furgoneta. La semana siguiente llevaría a algunos Scouts del Mar a Londres para su excursión anual. Echarían un vistazo a las obras de la Casa de Baden-Powell, y después, según habían votado por unanimidad, irían a la estación de Liverpool Street para ver salir los trenes.
Andar un poco más playa arriba, significaba hundirse a cada paso. La arena mojada y las piedras se desmoronaban como si no estuvieran dispuestas a soportar su poco peso, y luego se elevaban de nuevo rezumando, para llenar las pisadas de agua resplandeciente. Dejar una huella de cualquier tipo constituía un logro exultante. Más allá de los restos de la foca muerta, más allá de los guijarros donde, ochenta años atrás, un hombre había encontrado un pedazo de ámbar tan grande como su cabeza -aunque desde entonces nadie más había vuelto a encontrar ámbar-, Florence llegó a un camino desolado por el que los veraneantes no se atrevían a pasar. Era desigual y ascendía bruscamente de vuelta al parque. Pudo divisar algunas figuras humanas solitarias, y parejas paseando a sus perros. Se sorprendió al ver a cuántos de ellos conocía ahora como clientes ocasionales. Se saludaron con la mano desde la distancia y después, como el terreno era tan llano y la aproximación tan lenta, tenían que saludarse de nuevo a medida que se acercaban, y reservar las sonrisas para el último momento. Además de sonreír, casi todos los paseantes, contentos de poder tomarse un respiro, le preguntaron lo mismo: ¿cuándo volvería a abrir la biblioteca? Les hacía tanta ilusión. Los perros, tiesos de indignación, tiraban de sus correas hacia los lados. Florence se oyó a sí misma hacer numerosas promesas. Se sentía en desventaja estando descalza, y pensó que tendría que haberse puesto los zapatos antes de dirigirse al parque.
En las tardes lluviosas, cuando se levantaba el mal tiempo, Old House se llenaba de visitantes extraviados y desconsolados. Christine, que decía que ponían la tienda perdida de arena, era implacable con ellos, y les exigía que decidieran qué querían comprar.
– Hojear libros es parte de la tradición de una librería -le dijo Florence-. Debes dejar que se queden y toquen los libros.
Christine le preguntó a Deben qué haría él si todo el mundo tocara su pescado. Además, había montones de huellas de dedos mojados en las postales.
Ivy Welford vino a revisar las cuentas un poco antes de lo acordado. Su curiosidad era una forma de medir el éxito de la tienda y su reputación fuera de Hardborough.
– ¿Dónde están las devoluciones a proveedores?
– No hay -respondió Florence-. Los editores no aceptan devoluciones. Odian esos acuerdos de venta con derecho a devolución.
– Pero aquí veo que tiene devoluciones de clientes, ¿cómo es eso?
A veces a los lectores no les gustan los libros después de haberlos comprado. Se quedan asombrados, o digamos que detectan en el libro un matiz evidente de socialismo.
– En ese caso, el precio debería aparecer en el haber de su cuenta personal, y el debe bajo las devoluciones.
Era una acusación de debilidad.
– Ahora, el libro de compras. Ciento cincuenta marcadores chinos a cinco chelines cada uno, ¿es correcto?
– Había un pájaro diferente o una mariposa en cada uno. Algunos eran pájaros de arroz. Eran preciosos. Por eso los compré.
– No lo pongo en duda. No es de mi incumbencia cómo lleva usted el negocio. Lo que me preocupa es que aparecen en el libro de ventas como vendidos a cinco peniques cada uno. ¿Cómo explica usted eso?
– Fue un error de Christine. Pensó que estaban hechos de papel y leyó mal el precio. No se puede esperar que una niña de diez años sepa apreciar el arte oriental transmitido de generación en generación desde hace siglos.
– Quizá no, pero se ha olvidado de reflejar la pérdida de 4 chelines y 7 peniques por cada artículo. ¿Cómo voy a preparar entonces un balance de comprobación?
– ¿No lo podemos anotar como gastos de caja? -suplicó Florence.
– La caja debe ser para sumas muy pequeñas. Estaba a punto de preguntarle sobre eso. ¿Para qué ha sido este desembolso de 12 chelines y 11 peniques?
– Yo diría que para leche.
– ¿Está completamente segura? ¿Tiene un gato?
Al llegar septiembre, los veraneantes, al igual que los pájaros migratorios, mostraban el nerviosismo por el viaje de regreso que se aproximaba. La escuela había vuelto a abrir, y Florence se pasaba todo el día sola en la tienda.
Vino Milo y dijo que le gustaría comprarle un regalo de cumpleaños a Kattie. Eligió un libro para colorear de las Tierras de la Biblia. A Florence aquello le pareció una mera pose.
– Así que Violet no se va a salir con la suya -dijo Milo-. ¿Ha venido ya por aquí?
– No llevamos abiertos mucho tiempo.
– Seis meses. Pero vendrá, no lo dude. Tiene demasiado amor propio como para no hacerlo.
Florence se sintió aliviada y, a la vez, vagamente insultada.
– Espero poder reabrir la biblioteca muy pronto -dijo-. Quizá la señora Gamart…
– ¿Gana usted dinero? -preguntó Milo.
Sólo había dos o tres personas en la tienda, y uno era un Scout que venía todos los días después de clase para leer un nuevo capítulo de Yo volé con el Führer. Marcaba la página con una cuerda de la que colgaba un caramelo, para hacer peso.
– Lo que necesita de verdad es algo como esto -dijo Milo, sin prisas. Bajo el brazo llevaba un libro más o menos delgado, envuelto en el papel verde de la editorial Olympia Press-. Éste es sólo el primer volumen.
– Ah, ¿pero hay un segundo volumen?
– Sí, pero se lo he prestado a alguien, o me lo he dejado en algún lado.
– Debería usted guardarlos juntos, como cuando forman parte de una misma colección -dijo Florence con firmeza. Miró el título del libro, Lolita-. Sólo tengo novelas buenas en stock, ¿sabe? No se mueven demasiado rápido. ¿Es buena?
– La hará rica, Florence.
– Pero, ¿es buena?
– Sí.
– Gracias por sugerirlo. A veces necesito consejo. Es muy amable de su parte.
– Siempre comete usted el mismo error -dijo Milo.
Lo cierto es que Florence Green no había sido criada para entender a las personas como Milo. Igual que seguía considerando que la gravedad es una fuerza que atrae las cosas hacia sí, y no una simple cuestión que se encarga de las que menos resistencia opongan a ella, estaba segura de que el carácter era una lucha entre las buenas y las malas intenciones. Le costaba creer que Milo hiciera algo solamente porque le suponía menos esfuerzo en ese momento que hacer cualquier otra cosa.
Tomó nota del título, Lolita, y del nombre del autor, Nabokov. Parecía extranjero. Ruso, quizá.
<a l:href="#_ftnref10">[10]</a> La princesa Margarita, hermana de la reina Isabel II de Inglaterra, tuvo tras el final de la segunda guerra mundial un romance con el oficial de la RAF Peter Townsend, caballerizo real. Peter, sin embargo, era un hombre divorciado, y el romance se frustró.
<a l:href="#_ftnref11">[11]</a> «¡Sólo una copita más antes de emprender la marcha!» Doch an doris es una expresión escocesa que significa copa de despedida. La frase está transcrita como se pronunciaría con acento escocés