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USTED, doña Eloísa, me lo dijo… "Si algún día no puedes aguantar a ese monstruo, escápate, ven a mis brazos. Yo te ayudaré, yo te protegeré…" Todos estos años he vivido pensando en esas palabras. Aquí me tiene.
Era la hora de la comida de mediodía. La familia estaba en la mesa. Todos miraban a doña Eloísa. Todos, eran: Lolita, su marido – un joven, serio – y un niño de siete años, rubio y gracioso, que miraba con admiración a la abuelita.
Aparte de esta admiración, doña Eloísa sólo cosechaba en las miradas espantado asombro.
Mercedes comía a dos carrillos, además de hablar. Los otros, aunque estaban callados, casi no podían pasar bocado.
– Por eso, cuando don Juan Roses fue a verme de parte de usted, yo comprendí que era mi destino. He venido decidida a trabajar, a triunfar. Usted me acompañará por los camerinos.
Su respetabilidad me pondrá a salvo. Porque son muchos los peligros del teatro para una mujer como yo… Y no quiero…
Las cabezas del matrimonio se volvían como si un mecanismo las manejase a compás. Los dos pares de ojos iban de la cara extraordinaria de Mercedes a la no menos asombrosa de la abuelita.
La abuelita, tímida como un pájaro desde que Lolita tenía uso de razón, no parecía extrañada en absoluto de las razones que daba aquella loca. Hasta tenía una chispa divertida en los ojos.
– ¿De modo que don Juan te fue a ver de mi parte?
– Sí… Si no llega a ser por eso, yo hubiera muerto. Estaba a punto de suicidarme cuando llegó.
Lolita no se pudo contener.
– ¿Es verdad eso?… ¿Tú mandaste a don Juan, abuela?…
La abuela no mentía nunca. Eso lo sabían todos. Pero la abuela, sin que nadie se explicase por qué, tampoco quería decir la verdad.
– Hijos míos… Yo soy tan vieja, que todo se me olvida. Es muy posible que como yo he recordado tantas veces a Mercedes en estos años, a don Juan se le ocurriera…
Ahora el matrimonio se miraba. Debieron de comunicarse muchas cosas en un segundo, con los ojos. El marido parecía interrogar. La mujer contestó con un gesto de asentimiento.
Entonces él habló.
– El caso es… que usted, Mercedes, debe pensar dónde va a hospedarse. Aquí no podemos tenerla.
Mercedes se irguió. Frunció el ceño.
– Doña Eloísa dirá la última palabra.
– Mercedes… Esta casa es de Luis. Bastante hace con tenerme aquí, el pobre… Pero por esta noche podrás dormir en mi cama…
– No, yaya.
Fue una terminante negativa la de Lolita; ni el cariñoso apelativo de "yaya" pudo dulcificarla.
– Bueno, pues ya buscaremos esta tarde una pensioncita…
– Hay que saber si doña Mercedes tiene dinero.
– Tengo dinero.
– Entonces no hay más que hablar… Y la felicito. Nosotros, en cambio, no tenemos.
Doña Eloísa pensó que Luis estaba furioso. La gente, después de pasar los terribles años de guerra, se había vuelto así, malhumorada y poco hospitalaria… Y ¡aquella buena de Mercedes, presentarse así!… Buena la había hecho don Juan con ir a verla… No era posible que don Juan le hubiese dicho que ella, Eloísa… ¡Si ella casi no había hablado nunca con don Juan! Por lo menos, de Mercedes no había hablado nunca…
Después de aquella terrible conversación a mediodía, la abuelita tuvo que sufrir interrogatorios y reproches a media voz. Se consultó el periódico, y Luis señaló una lista de habitaciones cuyo alquiler módico se ofrecía. Mercedes salió a buscar alojamiento, sin que la abuelita pudiera acompañarla.
– Tú te quedas en casa, yaya… ¡A tus años!… Mercedes ya sabrá manejarse sola.
Mercedes sabía. A media tarde volvió por su pobre equipaje. La abuela le susurró al oído: – Mañana, a las ocho, en la iglesia de…
– ¿Qué le decías a esa loca, yaya?
– Nada, hija…
– ¿Es verdad que cuando se casó le aconsejaste que se separase del marido?… Me imagino que serán invenciones suyas.
La abuelita se puso las gafas, porque iba a coser.- Sí, hija; creo recordar que le dije algo por el estilo…
– ¡Abuela!
La abuela enrojeció. Al cabo de un rato se fue serenando, y entonces levantó la vista, sobre sus gafas, y encontró que la cara de su nieta era demasiado dura.
– ¿Qué edad tienes, hija mía?
– Vamos, yaya. Pareces trastornada hoy tú también. Veintisiete años.
– Justo, tenías dos cuando Mercedes se casó… Mercedes era encantadora en aquel tiempo… Y tan loca…
– Pero tú siempre has sido tan razonable… ¡Es increíble que le dijeras una cosa así!… Y que ella se acuerde al cabo de veinticinco años y tú lo encuentres natural… Vamos, me parece que empiezas a chochear… Luis estaba estupefacto.
– Luis y tú sois demasiado jóvenes. Es natural que no entendáis…
– No me vas a decir que piensas acompañarla por los camerinos…
La abuelita suspiró.
– Pobre Mercedes… No habrá camerinos…
– Claro que no… ¡Si está para mandarla al manicomio!
Luisito, el niño mayor del joven matrimonio, fingiéndose dormido, atisbaba por entre sus pestañas rubias a la "yaya", su bisabuela, que compartía con él un pequeño dormitorio.
Habían comprado los padres dos camitas exactamente iguales, hacía poco. Había otro niño en la casa y la cama de la abuelita sería para él el día de mañana. La abuelita sabía que se contaba con su próxima muerte, porque en estos tiempos modernos se cuenta con todo, y hasta sentía vagos remordimientos por encontrarse tan fuerte, tan ágil, tan gozosa de vivir…
Quizá llegase a tatarabuela, por aquel camino… Luisito, el día de mañana pudiera llegar a encontrarse en la obligación de mantenerla. Esto era turbador. La abuelita siempre había sido mantenida, vestida, cuidada por alguien. Primero sus padres. Desde los diecisiete años, su marido. Más tarde su pobre hijo; luego un nieto; ahora, el marido de esta nieta…
– La yaya tiene suerte. Pertenece a esa generación de mujeres que jamás han hecho nada…
Nunca ha sido capaz de ganar un céntimo.
– ¿No has ganado nunca un céntimo, yaya?
– Nunca, hijito.
– Yo ganaré para ti cuando sea grande.
A la abuelita le funcionaba bien el corazón, conservaba misteriosamente íntegra la dentadura, lo que, a pesar de sus arrugas, la hacía tan juvenil al reírse, y sus ojos hundidos eran brillantes, y estaban dulcificados por unas asombrosas pestañas oscuras, rizadas, totalmente infantiles. Nadie se daba cuenta de estas bellezas de la yaya, pero sí se presentía que "iba a dar guerra" mucho tiempo aún.
Al pequeño Luisito le gustaba mirarla todas las noches, cuando ella hacía sus oraciones.
Algunas veces Luisito estaba ya dormido, pero la mayoría despertaba al roce de sus zapatillas de fieltro en el suelo, y la veía venir, con una bata gruesa sobre su blanco camisón y arrodillarse en el reclinatorio bajo el cuadro de la Virgen de Montserrat.
Siempre había una lamparilla encendida debajo del cuadro de la Virgen, y durante toda la noche aquella luz velaba y libraba de la oscuridad. Aquella noche, cuando llegó doña Eloísa, el niño estaba bien despierto. Había oído cosas extraordinarias sobre su yaya, dichas por sus papas y parecían muy enfadados.
"-Pronto nos encontraremos en la obligación de encerrarla… ¿Te has fijado cómo le daba alas a esa chiflada?… ¡Estaba dispuesta a meterla en casa!… Los viejos se vuelven como criaturas. Hay que vigilarla mucho…"
Luisito la vigilaba mucho, pero nada raro encontraba en ella. Ahora, rezando a la Virgen, era la misma abuelita encantadora de siempre. Es verdad que se cubría la cara con las manos, pero eso lo hacía siempre, no sin que a Luisito le dejase de producir una terrible inquietud. Le parecía que nadie se tapa la cara así más que para llorar. La abuelita meditaba en los extraños caminos de la Providencia.
"- Me la has puesto en las manos, Dios mío. Quizá pueda hacer algo por ella… Al pronto ni me di cuenta. Más bien me asustó…"
Doña Eloísa tenía el humilde convencimiento de que Dios sólo había querido de ella cosas muy chiquitas y fáciles. Había sido una administradora prudente de humildes bienes que nunca consideró suyos, y le habían estado vedadas las grandes obras de caridad. Ahora ni siquiera podía echar en el cepillo de la iglesia diez céntimos, porque su nieta solía olvidar que la yaya, a pesar de estar tan bien cuidada, tan decentemente vestida, quizá necesitara algo de dinero para un pequeño capricho. Y la yaya jamás reclamó esto. Se consideraba con una inteligencia muy mediana, incapaz de aconsejar a nadie más que con el ejemplo de su alegría, y aunque jamás había estado ociosa, consideraba que había hecho muy pocas cosas en su vida. Que ella supiera no había salvado a ningún pecador, y hasta temía que su hijo, bastante escéptico, hubiese pensado muchas veces, al ver su fervor, que la credulidad – como él decía – estaba reservada a las almas simples y tímidas, a las personas insignificantes como su madre. Esto la había llenado de angustia muchas veces, aunque jamás lo dijo a nadie.
"-Tú me la has traído, Dios mío… Y al pronto no lo entendí."
Doña Eloísa había sentido cariño por Mercedes cuando Mercedes era una criatura encantadora, llena de vida, algo desquiciada. Se acordaba muy bien de que aquella precipitada boda suya con un hombre de aspecto zafio a ella le horrorizó. Sabía que Mercedes iba al matrimonio como lanzando un reto al destino. La misma María Rosa, su nuera, comentó: "- Menos mal que él parece capaz de dominarla. Pero no me fío mucho de que no se escape con un violinista el día menos pensado."
Doña Eloísa se impresionó con aquello del violinista.
– Hija, prométeme que si alguna vez piensas hacer una locura, te acuerdes de que tienes una vieja amiga que no te abandonará… Antes de hacer nada, ven, habla conmigo.
Algo así de disparatado le había dicho ella a Mercedes el día de su boda. Mercedes le contestó con altanería que se casaba enamorada y que era más decente que muchas beatas mojigatas que conocía.
Luego, Mercedes desapareció. No vino ni a la muerte de su madre. Nadie supo jamás qué había sido de su matrimonio ni de su vida. Pero doña Eloísa, día a día, había incluido su nombre en la rutina de sus oraciones. Y ahora, había aparecido.
"- Te pedí día a día por ella, y ahora viene a mí… Es justo, Señor; pero, ¿qué puede hacer esta pobre vieja con una pobrecita mujer chiflada que sueña un delirio de grandezas y de triunfos como desquite a toda su vida?"
La oración se prolongaba. Luisito vio que, en efecto, la abuelita se secaba unas lágrimas de sus ojos al levantarse del reclinatorio. Ahora se acercaba a él. El niño no se fingió dormido.
– ¿Te ha reñido mamá, yaya?
– No, hijo.
– ¿Es verdad que eres una viejecita un poco chiflada?
– No lo sé… Me parece que sólo un poco cobarde.
Mercedes no apareció al día siguiente en la iglesia donde doña Eloísa iba todas las mañanas y a donde le había dado cita. Durante una semana, doña Eloísa la esperó con paciencia. Al fin la vio una mañana cerca de la puerta de su casa. Parecía aún más desquiciada que el día que llegó de su viaje. Había adelgazado.
– Si usted no me consigue diez pesetas, doña Eloísa, ya no tendré cama para dormir esta noche.
Doña Eloísa tuvo ganas de persignarse, como cuando empezaba una tarea difícil, pero contuvo aquel gesto.
– Todos los días te esperé en la iglesia… ¿Por qué no has venido? Sube conmigo. Vas a compartir mi almuerzo.
Lolita no estaba en casa, lo que era – según pensó doña Eloísa- una suerte. En un ángulo de la mesa del comedor se veía, sobre una servilleta limpia, un tazón azul y un trozo de pan amarillo, de aquel pan de entonces, que se rompía al caer al suelo.
– Traiga otra taza para la señora. La criada se plantó.
– Sólo hay leche justa y ese trozo de pan.
– Por eso le digo que traiga otra taza. Vamos a compartir la leche.
La leche era mala, pero estaba caliente y confortaba. Fue cuidadosamente repartida en las dos tazas. La abuela dijo que no tenía hambre y dejó su trozo de pan a Mercedes.
– ¿Y esto es un almuerzo en una casa de señores? Mejor lo tomábamos nosotros, siendo pobres…
– Tiene que ser así en estos tiempos. Lolita es muy buena ama de casa. Yo, en su lugar, no sabría cómo arreglarme… A veces me da pena.
– Es una roñosa y nada más.
– No, hija.
Mercedes contó sus aventuras, haciendo que doña Eloísa le jurase no comentarlas con sus nietos.
– Nadie tiene que saber estas miserias hasta que yo triunfe…
Mercedes no tenía habitación fija. Había descubierto unos dormitorios para mujeres, en los que por poco dinero se podía descansar. Una buena mujer que había conocido le guardaba el equipaje… Había estado dos veces en el teatro, y había hecho además una solicitud para sindicarse como profesional, pues quería trabajar.
– Eres muy lista, hija… ¿Cómo te has enterado de tantas cosas en tan poco tiempo?
– Yo misma estoy asombrada… Pero una conoce gente… El hambre agudiza el ingenio…
¡Je, je!
Aquella risita nerviosa de Mercedes era muy desagradable.
– Yo no te puedo dar diez pesetas, hija mía, porque no las tengo… Pero te daré otra cosa…
Sí, ya lo he estado pensando durante el desayuno; te daré otra cosa… Pero has de prometerme que me vendrás a ver. No puedes estar así, sola, haciendo esa vida terrible.
– ¿Vida terrible?… Usted no sabe lo que es una vida terrible… Vida terrible la que yo llevé al lado de aquel hombre.
– Parecía un buen hombre… Pero no para ti. Quizá también él ha sido desgraciado.
– ¿Él? ¿Qué más quería que una mujer como yo?… ¡Que usted me diga esas cosasl…
– ¿Has tenido hijos?
– Siete.
– Dios mío… ¿Dónde los has dejado?
– Cinco murieron… Los dos que quedan son grandes, y no me quieren. Salieron al padre…
– Pero, ¿no piensas en ellos nunca?.
Mercedes frunció el ceño.
– No pienso, no… No pienso. Ya es hora de que una vez en la vida piense en mí, en mí, en mí…
Era una especie de ataque histérico. Llegó Lolita cuando lo tenía.
– ¡Vamos! ¿Pero qué es esto?
– La pobre – comentó la abuelita -, se le han muerto cinco hijos…
Lolita quedó desconcertada.
– ¡Vaya por Dios!… Pues es una desgracia…
No lo creía del todo, y sin embargo, de las mil cosas que había oído en boca de su tía Mercedes, ésta era una de las pocas absolutamente verdaderas. Mercedes se serenó de pronto. Le había tomado cierto miedo a Lolita. Hubo una pausa.
– Hoy, tía, no te puedo invitar a comer.
– Gracias, estoy invitada en otro sitio.
– Veo que te arreglas bien… ¿No piensas volver con tu marido?
– Jamás.
– Sin embargo, después de tener cinco hijos… Un silencio.
A doña Eloísa le palpitaba el corazón.
"Yo te lo he pedido, Dios mío, y ella ha sentido mi llamada… Pero ahora… ahora no sé qué hacer."
Por lo pronto, la abuelita hizo algo práctico. Escondiéndose de Lolita dio a Mercedes un grueso reloj de tapa, todo de oro, adornado con brillantes. Una joya antigua, la única que guardaba.
– Empéñalo, hija mía, y no dejes de venir a verme.
– Se lo pagaré con creces cuando sea famosa.
Y cuando Mercedes se fue, las consabidas desconfianzas de la nieta.
– Vaya, no sé qué conciliábulos te traías con Mercedes en tu cuarto, pero te voy a pedir que esa mujer no entre otro día en el dormitorio de mi niño… No sé si te has fijado, pero es espantosamente sucia. No sé cómo la aguantas al lado.
– Ya ves, hija…
Mercedes vivía de una manera extraña, pero vivía. Encontró un barrio en el que su facha no extrañaba, un café donde podía permanecer horas al abrigo de la calle. Unas raras gentes, unas raras mujeres que encontraban su caso muy natural y que la animaban en sus ensueños. No estaba chiflada, como decía el bruto de su marido como decían sus hijos y sus vecinas. Con el producto del reloj compró un traje de noche de quinta mano. Se lo aconsejó una buena mujer. Una mujer un tanto extraña, que le decía también que debía buscar hombres.
– Yo soy una señora.
– Yo también. ¿Y qué?… Todavía eres joven.
– Yo aspiro a ser una artista, no una fulana.
– Allá tú…
La verdad es que en aquellos ambientes de gentes turbias, la virtud de Mercedes sufría pocos asaltos. Casi podía decirse que Mercedes no atraía.
La amiga le habló de un local donde salían artistas espontáneos al tablado. Allí, una noche, con aquel traje que se había comprado, podía darse a conocer. Si gustaba, hasta la contratarían. Aquello podía ser un principio.
Se arreglaron las cosas para realizar este plan. A Mercedes le palpitaba el corazón como a una criatura. Ya no le quedaba casi dinero, prácticamente nada… Y todo el mundo tenía hambre alrededor suyo. Ella había añorado muchas cosas junto a su marido, había creído pasar años de miseria… Pero la miseria era esto que pululaba a su alrededor, y en lo que ella se veía envuelta… Por primera vez se preocupaba de los demás. Había repartido su dinero con otros, después de comprarse el traje. Se conmovía al escuchar que aquella mujer gruesa y pintada, que era su amiga, encontró muerta a una niñita, hija suya, cuando regresaba a su casa, durante la guerra. Mercedes tenía ganas de llorar al oírla.
– Tú no sabes lo que es perder un niño.
Y a Mercedes le parecía que no lo sabía. Que todas aquellas criaturas que se le habían muerto eran de otra mujer lejana, insensible. Una mañana fue a la iglesia que le había indicado doña Eloísa, y la esperó en la puerta. La viejecita sintió la misma inquietud y la misma alegría confusa de siempre al verla.
– Hija… He estado rezando por ti… ¿Se te acabó el dinero?
– No, doña Eloísa. Vengo a pedirle otra clase de favor.
– Desayunarás conmigo.
A Mercedes en los últimos tiempos se le había despertado una sensibilidad nueva. Una sensibilidad que la hacía pensar en los demás y ser delicada.
– Ya he desayunado, doña Eloísa, pero la acompañaré.
Y cuando estuvieron sentadas en el alegre comedor, mientras la abuelita migaba su pan en leche, aprovechando un momento en que Lolita se iba a sus quehaceres, dijo la gran noticia.
– Esta noche debuto. La abuelita se atragantó.
– ¿Qué dices?
– Sí, en un local respetable… Tiene que acompañarme.
La abuelita empezó a toser tanto que hubo que darle golpecitos en la espalda para que se le pasara aquel ahogo.
– ¿Yo?… ¿De noche?… No he vuelto a salir de noche desde que murió mi difunto… Y tenía yo veinticinco años, entonces…
Volvía Lolita.
– ¿Qué pasa, yaya?…
– Nada, hija; que a Mercedes le van bien las cosas… Esta tarde va a venir a la iglesia conmigo, que hay exposición del Santísimo, para darle las gracias a Dios…
– ¿Yo?
– Sí, hija. Es lo natural. Ya hablaremos entonces de todo.
Lolita parecía la imagen de la inquietud.
– Pues iré entonces… Usted no me falte.
– No, no. ¿Cómo voy a faltar?…
Y aquella tarde, anochecido ya, se encontraron en la iglesia.