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CAPITULO IV

DOÑA ELOÍSA pasó un día de terrible inquietud. Hacía años que no sentía una emoción, una turbación tan grande. Llegó a comparar este trastorno, estas palpitaciones de corazón, esta ansiedad, con las sufridas el día de su boda, cuando apenas era una chiquilla.

No podía comer, ni zurcir la ropa, ni acertaba a contarle cuentos al bisnieto. Cuando su nieta la miraba de improviso, se ruborizaba. Le parecía un espantoso problema de conciencia el que le había planteado Mercedes con su petición de acompañarla aquella noche.

Comprendía que lo razonable era decir que no, que de ninguna manera, y hasta indignarse.

¡Ella, doña Eloísa, después de toda una vida pasada en la mayor austeridad, descolgarse a los setenta años con una escapada a un local nocturno, autorizando con sus canas las locuras de una perturbada!…

Imaginaba las caras de sus nietos, la cara de su anciano director espiritual…

Imaginaba todo esto, porque algo muy hondo dentro de ella la impulsaba a decir a Mercedes que sí, que iba a acompañarla. Una voz muy clara e insistente se dejaba oír en el fondo del alma de la abuelita explicándole que su presencia aquella noche podía impedir un último desvío de aquella criatura que le había venido a las manos. Estaba tan loca la desgraciada, que no comprendía las razones que ella le diese para negarse. Se sentiría abandonada como un perro. No volvería jamás a ver a doña Eloísa y aquel único hálito de luz que la ataba aún a una vida respetable, quedaría roto y cegado para siempre. Al evocar la cara de asombro que posiblemente pondría su director espiritual, doña Eloísa se agarró como a un clavo ardiendo a la idea de consultar con él aquella duda. Si él, con autoridad, confirmase aquella vocecilla imperiosa que le decía a doña Eloísa que la caridad no siempre tiene que ser prudente, entonces… ni mil nietos, ni mil enfados domésticos podrían impedir a la abuelita el cumplimiento de su deber.

Se detuvo unos segundos antes de marcar el número del convento donde vivía su director…

Él le diría que no.

Marcó al fin. Si el padre Jiménez decía que no, pues no… Más sabría el padre de caridad cristiana que una pobre vieja. Le obedecería.

Todas sus angustias se calmaron en un momento, y una gran paz la invadió mientras marcaba aquel número.

Este estado espiritual sólo duró unos minutos. Los que transcurrieron hasta que fue informada de que el padre Jiménez no estaba en Barcelona y de que no volvería hasta la semana próxima.

"No hay nada que hacer, Dios mío; Tú quieres que yo resuelva sola."

Lolita observaba la inquietud de la abuela con cierto fastidio.

"Se está volviendo muy distraída… No me ha contestado a derechas nada de lo que le he preguntado esta tarde… Hasta ahora nunca había dado muestras de que sus facultades comenzaran a flojear… Pero Luis tiene razón; nos hemos echado una carga encima al traerla a vivir a casa."

Sin hacer ruido buscó por todas las habitaciones a la abuela, que había abandonado su costura un rato antes. La encontró arrodillada en su reclinatorio, bajo el cuadro de la Virgen.

"Bueno; mientras sólo le dé por ahí…"

Atardecido salió la abuelita de su cuarto, muy elegante, con sombrero, – ¿Adonde vas, yaya?

– A la iglesia, hija mía.

– Creí que irías a alguna visita. Como nunca te pones sombrero para ir a la iglesia, como no vayas de boda…

– Sí, hija; pero un día es un día. Si quieres acompañarme…

– Tengo demasiado quehacer en casa para permitirme beaterías, ya lo sabes.

– Nunca te lo he reprochado… Tienes que perdonarme que te haya ayudado hoy tan poco en la costura…

La nieta sonrió, con su sonrisa difícil, que tanto le suavizaba la cara las raras veces que aparecía.

– No te preocupes, yaya… Haces más de lo que puedes.

Y la abuelita sintió unos terribles remordimientos. Ni la Divina Presencia, que sentía en la Sagrada Forma, lograba calmar su angustia.

"Dime algo, Dios mío, indícame algo… Nunca supe resolver nada… Te pedí muchas cosas durante mi larga vida, unas me concediste, otras no… Yo siempre acepté tus designios… Y ahora, a mi vejez, esta mujer por la que tanto he rogado, viene a mí… Y yo no he sabido aconsejarla, ni dirigirla, ni creo que hubiera servido de nada… Y me pide un favor absurdo, y yo tengo la idea de que mi caridad está en concedérselo, aunque se disgusten mis nietos, aunque me manden a un manicomio…"

Mercedes encontró a doña Eloísa arrodillada y llorando, cuando entró en la iglesia.

Mercedes había pasado un día de plena euforia, ensayándose a recitar. Se había probado su traje de noche en el cuarto de su amiga, aquella servicial mujer gruesa, de vida irregular, que se ofreció a prestarle varias pulseras y un collar de vidrio reluciente.

Mercedes sacó del fondo de su cesta unos tules viejos.

– ¿No irían bien tapando algo el escote?

– Quita allá… Tienes un escote hermosísimo. Hay que lucirlo.

– Ten en cuenta que yo… aunque me has conocido en estas circunstancias, soy una verdadera señora… Ya sabes que todo lo que sea arte, bueno; pero otras cosas… Si hubiera querido engañar a mi marido no me habrían faltado ocasiones en veinticinco años…

Además he invitado a una señora de mi familia. Una verdadera dama.

– Has hecho bien. Eso da tono…

– Sí; quiero dejar bien sentada mi posición. Arte puro. Si algún día vuelvo a encontrarme con mi marido y con mis hijos, quiero que sean ellos los que me pidan perdón de rodillas, no lo contrario…

– No sabía que tuvieras hijos…

Mercedes había encontrado a esta mujer comiendo en la misma mesa que ella en un restaurante de ínfima categoría. Era una mujer ya mayor, con bolsas bajo los ojos, con el traje muy pretencioso, pero sucio y ajado. A pesar de eso, llevaba las uñas pintadas y una raída piel al cuello. También llevaba sombrero. Parecía impaciente del mal servicio.

– No sé cómo aguanto estas ordinarieces. Me viene cómodo este restaurante porque está cerca de casa, pero si no…

– Cuando se está acostumbrada a otra cosa…

Esta observación de Mercedes le conquistó su simpatía. Al encontrar una oyente de un pasado de grandezas, de fabulosos amantes arruinados por su amor, de viajes en trenes de lujo, la simpatía aumentó. Al saber que Mercedes había abandonado a un marido incomprensivo, y que estaba sola y decidida a triunfar por sus propios medios, la tomó inmediatamente bajo su protección. Aquella respetabilidad que Mercedes exhibía siempre, como una especie de pasaporte, la admiraba, aunque la juzgaba una ingenuidad. Mercedes le contó que tenía familia en Barcelona.

– Gentes burguesas, ¿sabes? Tampoco quiero depender de ellas para vivir.

Cuando Mercedes apareció un día con el reloj de la abuelita, la amiga se encargó de su empeño. Trajo bastante dinero. La verdad es que lo había vendido.

– Por el empeño te darían una miseria… Lo mismo lo recuperarás cuando tengas dinero.

A Mercedes esto le causó un gran disgusto.

– Doña Eloísa no se merece esto; no, no se lo merece…

– Pero si lo recuperarás… ¡Vamos!… En vez de agradecérmelo…

Mercedes se lo agradeció regalándole parte de aquel dinero.

– Lo tomo como comisión – dijo dignamente la amiga.

Ya había tomado otra comisión adelantada. Pero esto no lo dijo. Al fin y al cabo era sincera en su afán de proteger a "la pobre chiquita".

– ¿Sólo sabes recitar eso de las oscuras golondrinas?… Siempre gusta, pero está muy visto.

Mercedes también sabía "El tren expreso". La amiga opinó que esto era mejor, y que le daba muchísimo sentimiento.

Al llegar la hora de la cita en la iglesia, Mercedes se fue a buscar a la abuelita.

– No sé qué ponerme… Tendré que ir a la iglesia. La amiga se impresionó y le dejó su sombrero y su piel para cubrirse un poco los brazos, porque el vestido de Mercedes era excesivamente veraniego.

– Creo que permiten las mangas hasta el codo. Pero así vas más vestida.

Mercedes brillaba con su traje del fulgurante verde, el mismo que había cosido en su casita lejana, y que se había puesto para el viaje. Las luces del templo estaban encendidas.

Mercedes entró con aire de reto. Nadie se fijó en ella. Casi inconscientemente se arrodilló en la puerta. Daban la bendición con el Santísimo.

Era una extraña, olvidada sensación. Desde su boda, pocas veces había estado Mercedes en una iglesia.

"No me hacen falta beaterías para ser más honrada que nadie, ni para tener más corazón que mis tíos, que me echaron de casa sólo por una tontería de niña, porque yo era artista de corazón, y me tenían envidia…".

Ahora estaba arrodillada, un poco temblorosa. Aprovechó aquello para una tímida petición.

"No creo mucho en Ti… Pero si esta noche triunfo mandaré a decir una Misa."

Esta promesa le daba fuerza ante sí misma. Ella no pedía nada sin pagarlo…

Parte de las luces se apagaron. El sagrario estaba cerrado. Algunas personas salían ya.

Mercedes buscó con los ojos a doña Eloísa. Era difícil distinguirla entre tantas señoras vestidas de negro… Al fin la vio. Al acercarse notó que estaba llorando. Las lágrimas le caían tan serenas por su cara arrugadita, que era muy posible que ni lo notase. El corazón de Mercedes se conmovió debajo de su brillante vestido. Aquella señora había sido indeciblemente buena con ella… sin motivo. Y debía de tener muchas penas si lloraba de aquella manera. Vivir con aquella odiosa nieta debía ser desagradable.

Sin hacer ruido se arrodilló a su lado. Doña Eloísa pareció sentir su presencia, porque después de secarse las lágrimas con su pañuelo volvió la cara hacia ella. Mercedes no pudo darse cuenta del sobresalto que recibía doña Eloísa al verla con aquel sombrero y aquellas pieles. Medio minuto temblaron los labios de la viejecita antes de que pudiera florecer en ellos una sonrisa de bienvenida. Luego hizo la señal de la cruz y se levantó. Las dos salieron a la noche de septiembre.

– ¿Vendrá, doña Eloísa?

– No sé, hija mía… Si pudiéramos entrar en algún sitio para hablar tranquilamente… Pero ni siquiera puedo invitarte a un café…- ¿No puede? No se preocupe. Para eso, tengo.

Entraron en una lechería. No podían hacer una pareja más estrambótica. Doña Eloísa llevaba un sombrero muy discreto, un abriguito de lana fina, una tirita negra al cuello.

– Hija… Si voy contigo ha de ser sin permiso de mis nietos. No comprenderían nunca que yo quisiese salir de noche. En cuanto a acompañarme, ni pensarlo… Comprenderás que si lo hago es porque creo en ti…

– No le defraudaré… He oído a las mejores actrices. No son nada comparadas conmigo…

– No es eso. Aunque no triunfes, yo creo en ti. Creo que eres una mujer buena y desgraciada que trata de encontrar su camino y quiero ayudarte, quiero acompañarte en tus peligros, para que no pienses que una vieja egoísta, llegado el momento, no supo ser cristiana y te dejó sola… Pero tú me vas a hacer en cambio otro favor.

– Se lo juro.

– Me vas a dar la dirección de tu marido… Por lo que tú me has contado de él, es un hombre algo ordinario… hasta bruto, pero no malo. Quiere a sus hijos, trabaja… Si se ha reído de ti, si te ha exasperado, será sólo porque no te ha entendido… Pero a estas horas estará angustiado sin saber dónde has ido… Tal vez desea que vuelvas… Tus hijos también te echarán de menos. No es posible que todos tengan un corazón de piedra… Yo sé que no.

Doña Eloísa hablaba con una extraña fluidez. Conmovida hasta lo más hondo. Algo de su emoción se le contagió a Mercedes. Pero ésta movió la cabeza.

– Yo no volveré… Usted no sabe lo que es sentirse como enterrada viva años y años.

Llegar a creer que una está chiflada. Tumbarse en la cama días enteros a ver si viene la muerte.

La dueña de la lechería atisbaba con desconfianza a sus dos únicas clientes de la tarde. Una señora, una anciana respetable, pulquérrima… y, no cabía duda, una fulana de baja estofa…

Las dos llorando.

De pronto, Mercedes se sitió fría. Tuvo un segundo de considerar chiflada a doña Eloísa.

Le pareció una tontería aquella invitación a su "debut". Si la vieja no quería ir, buena gana de obligarla. Ahora salía hablándole del marido y de los hijos. ¿Qué le importaba a ella?

Luego se fijó en la alianza que doña Eloísa conservaba en uno de sus delgados dedos, y le vino el recuerdo de la joya vendida. Aquella pobre señora sólo procuraba su bien… ¡Y era tan señora!… Ésta era la verdad. Su amiga no acababa de creer la historia de la familia respetable. Aquella tarde le había contado, además, que había dejado una casa provinciana, llena de comodidades, hasta de lujo, por seguir la llamada de su arte… Si doña Eloísa iba con ella, lo creería.

– ¿Es necesario que yo le dé la dirección de mi marido para que usted venga conmigo?

– Sí, es necesario.

Mercedes se la dio, y doña Eloísa sintió esto como un triunfo… No sabía por qué era un triunfo… Concretamente no se había propuesto nada. Le parecía que hasta tenía fiebre.

– Ahora, hija mía, yo no puedo volver a casa… No me dejarían salir. Eso es seguro. Vas a telefonear tú, diciendo, de mi parte, que me han invitado a cenar unos amigos, y que me dejen la llave del piso debajo del felpudo… Así se la dejamos a mi nieto algunas veces…

Mercedes cumplió el encargo.

– Ya está. Se ha puesto la criada… No entendía bien al pronto, pero se lo he repetido.

– ¡Que sea lo que Dios quiera!

La exclamación de la anciana salió ahogada, como la de un condenado a muerte.

Después, doña Eloísa se vio envuelta en la única aventura de su vida que mereciera este nombre. Entró por un barrio de callejas sucias que no conocía. Subió a un extraño piso, antiguo, oscuro, donde, en una habitación pequeñísima, la recibió una mujer monstruosa.

Ella sola podía llenar el cuarto con sus carnes, pero había además una cama con las ropas grises, un armario con espejo y una especie de tocador cargado de cosas. Desde unas medias arrugadas, pasando por barras de labios, una caja de rimmel, una polvera monstruosa y la fotografía de un bailarín, hasta un bocadillo a medio comer.

La mujer pareció comprimirse un poco para que cupiesen allí doña Eloísa y Mercedes. En seguida se puso a charlar y a disculparse de la pobreza de su habitación.

– No siempre he vivido así… Me pasa como a esta niña… Es el azar, el destino. Unos tienen mucho, otros tienen poco. Para unos la vida es fácil, para otros difícil.

Doña Eloísa no despegó los labios. Sólo sonreía. Estaba pensando que la vida, la verdad, no era muy fácil para nadie. Que a Lolita, por ejemplo, le sería más fácil y más barato tener la casa sucia y descuidada, y dejar que los niños fuesen rotos y con los mocos colgando, y si Luis se enfadaba, acostarse en la cama y pensar en la muerte, como había hecho esta estúpida de Mercedes durante años…

La sonrisa de la abuelita se volvió dura. Sí, Mercedes era una estúpida y ella otra. Estaba muy arrepentida de haber venido. Y ni siquiera se atrevía a decirlo.

– La vida es injusta, injusta -seguía diciendo la gorda-; si Dios existiera, no consentiría esto.

Entonces la abuelita se indignó. Estaba tan poco acostumbrada a indignarse que sólo le salió una vocecilla temblona.

– Yo sé una cosa… Que Dios existe, y que la miseria puede llevarse de muchas formas. En casa hemos pasado hambre durante la guerra, pero no hubo suciedad ni abandono, porque mi nieta es una mujer heroica; ella tiene su pago en su conciencia limpia, en el respeto de su marido, y como ella tantas mujeres, tantos hombres que se sacrifican… ¿Es esto injusto?… No todo depende del dinero ni siquiera de la juventud ni de la salud. Yo he vivido mucho y lo sé.

– Con usted no me meto, señora, usted es muy buena, no hay más que verlo; pero le aseguro que yo tampoco soy mala… Pregúntele a esta niña quién la ha acogido en esta ciudad, si su nieta o yo…

Doña Eloísa no sabía por dónde salir. Se sentía como en una pesadilla.

– Vamos, anímese. Le voy a dar una copita.

Doña Eloísa tomó la copita y se sintió, en efecto, más animada. Cuando llegaron al local del "debut", hasta le gustó. Había orquesta, mucha geste bien vestida en aquellas mesas… Y mal vestida también. Todo era extraordinario. Sobre una tarima subían los artistas. Casi todos cantaban. Les aplaudían mucho. Doña Eloísa hasta empezó a comprender que aquellos aplausos les enviciaran.

Cuando subió Mercedes al estrado, empezó a palpitarle locamente el corazón.

Estaba horrible. Era horrible su traje. Horrible su cabello quemado a trozos, con las raíces oscuras. Horribles aquellos abalorios que se había puesto… Sin embargo, la aplaudieron antes de empezar. Ella saludó. Abrió los brazos y echó la cabeza hacia atrás. Luego empezó. Doña Eloísa cerró los ojos para no verla, para oír su voz solamente. Y su voz era agradable, llena. Y recitaba algo muy sentimental, algo que doña Eloísa conocía y le gustaba.

"¡Ah, Dios mío; tiene talento!"

Esta exclamación íntima de doña Eloísa se vio cortada por varias carcajadas incontenibles que estallaban en las mesas. La anciana abrió, asombrada, los ojos.

Mercedes, casi en trance, sin darse cuenta de nada, seguía…

Las risas se hicieron fuertes, descaradas. Un chico joven, en traje de etiqueta, se apretaba el estómago, como si se pusiese enfermo de tanto reír.

Mercedes, espantada, dejó de recitar. Las risas bajaron de tono. Se oyeron voces.

– ¡Que siga! ¡Que siga!

Mercedes siguió, con la voz un poco temblorosa. Pero ya no estaba segura de sí misma, miraba hacia los lados, se equivocaba…

Aquello, aquella agonía que doña Eloísa estaba viendo, parecía ser de una gran comicidad.

Pero entre las risas se oían abucheos, silbidos. Alguien gritó una procacidad.

Mercedes se detuvo. Se plantó en jarras y lanzó un insulto al público. Los abucheos ensordecían.

Mercedes bajó del estrado. Se pisó el traje. Estuvo a punto de caer. Al llegar a la mesa donde la esperaban la abuelita y la amiga, se echó a llorar desesperada.

Doña Eloísa temblaba. Miraba a su alrededor. Ya la atención del público se dirigía a un nuevo artista. Nadie les hacía caso.

La amiga de Mercedes procuraba calmarla.

– Has sido muy tonta. No debiste de ponerte nerviosa. Lo has estropeado todo. Vaya, no llores. Afortunadamente eres joven…

– Escríbale a mi marido, doña Eloísa… Me vuelvo…

La anciana tendió en silencio su pañuelo a aquella pobre mujer llorosa. Luego le habló: – Hija… Eso es una tontería… No tienes ahora más motivos para volverte a tu casa que hace un rato… Esta gente grosera no entiende tu arte, eso es lo que pasa, y nada más… No debes desesperarte.

Mercedes escuchaba… Aquella viejecita era bien extraña.

– ¿A usted le gustó?

– Mucho, hija mía… Tienes mucho talento.

No cabía duda de que doña Eloísa hablaba en serio. Ella no mentía nunca; Mercedes sabía que doña Eloísa no estaba mintiendo… Además hablaba contra ella misma. Un rato antes estuvo haciendo de catequista, y ahora le decía que no debía desanimarse, que era una artista… Desgraciadamente doña Eloísa le parecía a Mercedes muy poco inteligente en esta materia.

– Ahora tranquilízate, toma tu poquito de coñac, y a la cama…Mercedes, de codos sobre la mesa, se tapó la cara con las manos; aquella cariñosa invitación al descanso la llenó de desolación y le recordó que ella no tenía cama, como no fuese un jergón alquilado en un dormitorio compartido con viejas mendigas. La amiga pareció adivinar sus pensamientos.

– Esta noche te vienes a mi cuarto, chiquita; necesitas descansar… Pero antes vamos a acompañar a esta señora, que seguramente no sabrá volver sola a casita.