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Al día siguiente, una joven irrumpió en el dispensario; estaba embarazada y sufría una fuerte hemorragia y signos de desfallecimiento. Todos trabajaron con ahínco para salvar su vida, pero el bebé venía de nalgas y no pudieron hacer más que tratar de mantenerlo vivo mientras la madre se desangraba.
Por primera vez, Ann Marie sintió la impotencia de la falta de medios. La fallecida era una niña, sólo tenía quince años, y su vida se había visto truncada por un inofensivo parto. Su padre esperaba en la puerta, y al enterarse del triste desenlace, regresó a la aldea sin el bebé, otra niña, de casi tres kilos de peso, con fuertes pulmones y deseos de vivir.
– Hermana, este bebé tiene la piel más clara -observó Ann Marie mientras la limpiaba.
– Sí. Probablemente su padre sea un hombre blanco.
– Pero ¿cómo pueden forzar a una adolescente con esta impunidad y olvidarse después de ella como si fuera un muñeco roto? -preguntó, llena de indignación.
– Ann Marie, todavía no has aceptado las normas de esta sociedad. Aquí, las relaciones entre razas están prohibidas, aunque sólo son castigadas las personas de color.
– Creo que no podré admitir nunca estas salvajadas. ¡No comprendo cómo nadie hace frente a tanta injusticia! -exclamó, quitándose la bata blanca manchada de sangre.
Le temblaban las manos, estaba furiosa con el canalla que había seducido a aquella niña, y con las indignas leyes de aquel país, y con los habitantes blancos de la isla, y con su todavía marido…
Necesitaba estar sola. Guardaba en la retina la mirada perdida de la adolescente que acababa de morir en sus brazos, y maldijo la mala estrella de la chica por haber nacido con la piel oscura en aquel lugar inmundo. Caminó por la orilla del mar enfrascada en sus profundas reflexiones. Se encontraba perdida en medio del océano, cerca de ningún sitio. Había viajado en busca de un hogar y sólo había hallado desamparo en un entorno hostil al que nunca llegaría a adaptarse. Resolvió entonces que ya era hora de regresar. Nada le quedaba por hacer allí. Había fracasado en su nuevo matrimonio y se sentía incapaz de cambiar el destino inevitable de aquellas niñas, que tarde o temprano acabarían en las garras de cualquier desaprensivo que las utilizaría para satisfacer sus bajos instintos y después las apartaría de su lado como si fueran apestadas. Debía regresar a Londres y comenzar de nuevo al lado de sus amigos, con los que aún no había hablado por miedo a que informaran a Jake Edwards de su decisión de quedarse.
Caminó sin rumbo por la playa hasta llegar junto a unas rocas que le impedían el paso. Se sentó en la arena durante un buen rato, observando a lo lejos el horizonte salpicado de pequeños islotes tapizados de verde. Pensó en su madre; en aquellos momentos la necesitaba a su lado y no pudo reprimir las lágrimas al recordar la última vez que la abrazó.
Advirtió entonces que se hallaba en una playa desconocida y que nunca se había alejado tanto de la misión. Volvió la mirada hacia el interior de la isla y reconoció la gran casa que se veía a lo lejos, desde el lado sur. Ahora estaba muy cerca, y se alzaba con arrogancia en la cima de una colina. Era una mansión de estilo colonial con un gran soportal sostenido por columnas de mármol blanco al que se accedía por una amplia escalinata, a modo de un templo griego. El ocaso iluminaba los tejados y les confería un aspecto fantasmal.
De repente, oyó relinchar un caballo. Se levantó con agilidad y echó a andar a paso rápido por la orilla sin mirar atrás. Pero el sonido de los cascos se acercaba rápidamente y comprendió que no tenía escapatoria.
– ¡Alto! ¡Deténgase! -gritó a su espalda, con autoridad, una voz masculina.
Ann obedeció, muerta de miedo. Notó que el animal se detenía y oyó unas pisadas que se acercaban. Resolvió dar la cara y se volvió. Ante ella había una figura masculina que se cubría la cabeza con un sombrero de cuero, aunque el contraluz que provocaba el sol en su espalda le impedía ver la cara con claridad.
– ¿Quién es usted y qué hace aquí? -preguntó la sombra, con voz ronca. Su acento era marcadamente inglés.
– Je suis la soeur Marie. J’habite à la mission.
El desconocido dio unos pasos más hacia ella y se quitó el sombrero. Era un hombre blanco, alto y recio. Su camisa de manga larga, de color tierra, contrastaba con el negro de sus pantalones y las altas y brillantes botas de montar del mismo tono. Al descubrirse, Ann Marie pudo verlo bien: su tez, curtida por el sol, debió de ser más clara tiempo atrás, y su cabello era rubio y abundante. Al estar frente a frente, descubrió una mirada curiosa procedente de unos ojos azules, fríos como el hielo y expectantes ante cualquier gesto de ella; unos profundos surcos en su piel que no habían atrapado el sol marcaban líneas de color más claro en su rostro bronceado. Primero la miró desconcertado, y Ann percibió en él cierta curiosidad, como si estuviera molesto por no haber sido informado de su estancia en la isla, aunque parecía complacido con el encuentro.
– ¿Habla usted mi idioma?
– Sí, le entiendo bien… -respondió Ann Marie.
– Mi nombre es Edwards, Jake Edwards. Soy el dueño de estas tierras -dijo, tendiendo la mano hacia ella para presentarse.
Ann Marie se la estrechó y sintió su apretón, recio y firme. Jake Edwards tenía la boca grande y un hoyuelo en la barbilla. Recordó la foto que había visto en casa de Amanda y concluyó que no parecía el mismo hombre, aunque reconoció que era, efectivamente, atractivo y varonil.
– Vivo en esa casa -añadió él, señalando hacia arriba.
– Lamento haber invadido su propiedad, señor Edwards, aún no conozco bien la isla. Ya me vuelvo a la misión.
– ¿Hace mucho tiempo que está en Mehae? No tenía noticia de la llegada de nuevos religiosos -comentó, paseando su mirada por el hábito.
– Es lógico que no esté enterado, allí no recibimos visitas de blancos.
– ¿Qué hace tan lejos de la misión? No es seguro para una mujer joven y bonita andar sola a estas horas.
– Comencé a caminar sin rumbo y he perdido la noción del tiempo, pero ya regreso -repitió apartando la vista. Los calificativos que le había dedicado provocaron en ella una agradable aunque recelosa complacencia, pero sintió una repentina prisa por alejarse de él-. Ha sido un placer conocerlo. Adiós.
– ¡Espere! Venga a cenar a casa. Después yo mismo la llevaré en coche.
– No, gracias. Me volveré por donde he venido -respondió, mientras daba media vuelta para regresar; pero él la alcanzó con dos largas zancadas y se plantó frente a ella, obligándola a detenerse.
– Hermana, acepte mi ofrecimiento. La misión queda lejos…
– Agradezco su interés, pero no tiene que preocuparse por mí. -Después lo esquivó y echó a andar con paso firme. Esta vez, él no la siguió, y se dirigió a su montura.
Ann reflexionaba sobre la impresión que le había causado su marido. Estaba confundida. Acababa de conocerlo y, por unos instantes, había sentido deseos de increparlo por su falta de consideración hacia la comunidad de color que trabajaba para él en unas condiciones tan degradantes, y por no preocuparse de las violaciones y asesinatos que se estaban produciendo entre las jóvenes de la reserva, y también por rechazarla a ella de aquella forma tan humillante… Pero lo único que se le ocurrió fue salir corriendo.
Su mente era un torbellino de reflexiones contradictorias, pues en aquel primer encuentro con él no le había parecido un hombre tan cruel y desalmado como se lo habían descrito los misioneros, y casi se arrepentía de haber salido huyendo sin aceptar su invitación. Pero no. Había hecho lo correcto, no debía darle ninguna oportunidad. Él no se la había dado a ella.
La noche había caído de golpe; la gran luna de plata se reflejaba en el mar y era inevitable admirar aquella belleza, acompañada por las siluetas de las palmeras holgazanas que se negaban a mantenerse erguidas hacia el cielo y preferían el arrullo de las olas. Ann Marie aceleró el paso sin mirar atrás. Estaba inquieta. Tenía la sensación de que no estaba sola y de que una sombra silenciosa la seguía de cerca desde el interior del muro de vegetación.
Aquella noche tardó en conciliar el sueño. En apenas cuarenta y ocho horas, había sido testigo de la muerte de dos chicas jóvenes que habrían tenido un hermoso futuro si su lugar de nacimiento no hubiera sido aquel lugar olvidado y ultrajado por una sociedad mezquina e infestada de prejuicios, donde la injusticia se había instalado entre unos hombres que compartían el mismo color de piel que ella e imponían su dominio indiscutible al resto de sus conciudadanos. Era una paradoja tener alrededor tanta belleza y que, sin embargo, ésta se hallase secuestrada por la perversión del poder y la crueldad de unos gobernantes que defendían unas absurdas y obsesivas ideas sobre la superioridad racial, contagiando con su intransigencia incluso a forasteros como su marido, quien, a pesar de sus recelos, en aquel primer encuentro le había provocado una desconocida turbación.