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Capítulo 10

El padre Damien comentaba su preocupación con las religiosas durante el desayuno. Los recursos de la misión cada día eran más reducidos, los alimentos escaseaban y las medicinas se habían agotado; la congregación no conseguía hacerles llegar su ayuda, pues ésta era requisada por los oficiales del puerto y devuelta al continente.

Ann Marie disponía de una pequeña suma de dinero y contaba además con los diamantes que guardaba en celoso secreto. Decidió hacer algo. Se dirigió al dispensario, abrió una de sus maletas y se vistió con un conjunto de falda y chaqueta de hilo azul marino, se arregló el pelo y se maquilló. El resultado era espectacular.

– ¿Adónde vas? -preguntó la hermana Antoinette, paralizada por la sorpresa. En aquella humilde cabaña, Ann Marie parecía desprender luz.

– Al pueblo, voy a hacer la compra.

– No, Ann Marie, no debes exponerte ante esa gente. Aún no los conoces… -Le aconsejó el padre Damien, perdiendo su serenidad habitual.

– Tengo dinero y soy de raza blanca… ¿Por qué no habrían de atenderme?

Ann cogió las llaves del coche de manos del sacerdote, que apenas podía disimular su preocupación, y condujo hasta el pueblo. Su primera parada fue el almacén. Un hombre de unos sesenta años, delgado y algo encorvado, con cabello y ojos claros, se le acercó mirándola despacio, con gran deleite, mientras Ann Marie exhibía su mejor sonrisa y le daba la lista del pedido.

– Usted es nueva en la isla, ¿verdad? ¿Cuándo ha llegado? -Le preguntó, mientras cogía los víveres de las estanterías.

– Hace poco.

– ¿Dónde se aloja?

– Vivo en casa de unos amigos -contestó con naturalidad.

– ¿Con los Richardson?

Ella negó con la cabeza y solicitó unos kilos más de azúcar para desviar la conversación.

– ¿Está visitando a los Albert?

– Por favor, dígame qué le debo…

– ¿Dónde se aloja, señorita?

– Creo que no es asunto suyo, señor -replicó con firmeza.

El tendero se detuvo bruscamente y dejó de embalar las cosas; luego la miró de soslayo y preguntó sin tapujos:

– ¿Para quién son estas provisiones?

– Para la misión católica del sur -respondió Ann Marie sin pestañear.

El hombre soltó una maldición en afrikáans y comenzó a sacar todos los productos que previamente había guardado en las cajas. Su tono de voz había cambiado y su mirada destilaba desprecio.

– Señora, yo no vendo a los negros -exclamó con desdén, dándole la espalda y colocando de nuevo la mercancía en los estantes-. Lo siento, pero no tengo nada que ofrecerle.

– Soy blanca y mi dinero es tan bueno como el suyo -replicó furiosa.

– Sí, señora, es usted blanca, y muy bonita, pero ahora salga de mi tienda y no vuelva por aquí -añadió sin volverse siquiera. Después sacó de un cajón un cartel metálico de color amarillo y lo colgó en la puerta tras acompañarla a la salida.

«Sólo se permite la entrada a personas de raza blanca», decía el letrero.

Unas rebeldes lágrimas de rabia recorrieron las mejillas de Ann Marie, que comprendió al fin los temores de los religiosos: la vida en aquel lugar era un ejercicio constante de supervivencia y una carrera de obstáculos que ella jamás habría imaginado en el mundo real. Caminaba despacio, con el peso de la humillación sobre los hombros, cuando un automóvil frenó a su lado y el conductor asomó la cabeza.

– ¡Vaya! La hermana Marie. De nuevo volvemos a vernos. Me ha costado reconocerla sin el hábito… -exclamó Jake Edwards, sonriendo sorprendido mientras bajaba del coche-. ¿le ocurre algo? -preguntó, al advertir su semblante abatido-. ¿Puedo hacer algo por usted?

– ¡Váyanse al infierno, usted y sus malditos amigos blancos! -contestó ella, prorrumpiendo en sollozos y dirigiéndose hacia la camioneta ante la desconcertada mirada de su interlocutor, que no daba crédito a la atrevida expresión que acababa de oír de labios de una religiosa.

El comerciante aún estaba en la puerta y presenció el encuentro.

– Buenos días, señor Edwards, bonita mañana -dijo, saludándolo con una hipócrita sonrisa.

– ¿Qué ha ocurrido, Jim?

– Esa joven quería comprar provisiones para los negros; es una pena, una chica tan bonita… He tenido que echarla de la tienda -explicó el hombre, negando con la cabeza con suficiencia.

– Pues no vuelvas a hacerlo. La próxima vez, véndele lo que te pida -ordenó.

– Lo que usted diga, señor.

Jake quedó conmovido por el llanto de Ann Marie. Desde hacía tiempo, exigía que se boicotease la ayuda que enviaban a la misión desde el continente. Estaba harto de aquellos intrusos que perturbaban a sus obreros, y no disimulaba sus deseos de expulsarlos de la isla. Pero ahora las circunstancias eran diferentes: había entre ellos una mujer joven y bonita. Mientras conducía hacia las plantaciones, concluyó que tampoco molestaban demasiado…