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Al día siguiente, Ann Marie embarcó en compañía del padre Damien rumbo a la isla vecina de Preslán; allí compraron un cargamento de medicinas y provisiones, y tras dos días de agotadoras e intensas gestiones, alquilaron un barco en el que transportar la enorme carga que habían adquirido. Una vez en Mehae, el sacerdote hizo varios viajes con el viejo y destartalado Land Rover para trasladar a la misión los alimentos, telas, material escolar, medicinas e incluso animales vivos que habían comprado.
– ¿De dónde habéis sacado el dinero para pagar todo esto? -La hermana Antoinette no salía de su asombro al contemplar los numerosos bultos que habían descargado.
– Hemos encontrado un benefactor muy rico -contestó Ann Marie, guiñándole un ojo con complicidad.
– Ann Marie, es muy loable todo lo que estás haciendo, pero debes pensar en tu futuro -la regañó con delicadeza la religiosa-. No siempre estarás aquí, y necesitarás ese dinero para iniciar una nueva vida. Aquí nos arreglamos con muy poco, ya lo sabes.
– Hermana, no es mi dinero el que he gastado, sino el de mi marido. Me entregó unos diamantes en compensación por las molestias ocasionadas y pienso emplearlos para fastidiarle en todo lo que pueda. Es el efecto boomerang -concluyó, levantando una ceja y dedicándole una maliciosa sonrisa.
Con los años, la misión se había ganado la confianza de los habitantes de la reserva, pero fueron las nuevas provisiones y las excelentes dotes de persuasión de la nueva y activa misionera lo que logró convencer a las familias de que enviaran a los niños varones a la nueva escuela en vez de obligarlos a trabajar en los campos. A cambio, les ofrecían dos raciones diarias de comida, lo que prácticamente equivalía al salario que percibían por el extenuante trabajo en las tierras del amo. En pocos días, los niños fueron abandonando los cultivos para dedicarse a lo que realmente debían hacer: jugar y aprender. Se organizaron talleres de manualidades y dos turnos diarios en la escuela, donde comenzaron a recibir una voluntariosa aunque limitada educación, debido a la escasez de espacio y de recursos.
Ann Marie ignoraba que ese cambio de orientación estaba causando estragos en los campos y que había despertado la cólera del hombre blanco.
La cosecha estaba avanzada y quedaban por delante varias semanas de recolección, almacenado y secado de las hojas del tabaco. Los hombres se afanaban en el duro trabajo bajo la supervisión de Jeff Cregan, el capataz de las tierras, un hombre sin escrúpulos y auténtico terror de la isla, que solía golpear con el látigo a los obreros por cualquier nimiedad. Cuando la cantidad de alcohol ingerido le hacía perder el control, causaba desmanes en el poblado, seduciendo a chicas de color y destrozando los hogares de las que se negaban a ofrecerle voluntariamente sus favores. Jake Edwards descargaba en él la responsabilidad de los cultivos y conocía bien su dureza y los poco recomendables métodos que utilizaba para acelerar el trabajo de los peones, pero lo primordial era la recolección a tiempo de las hojas de tabaco y no reparaba demasiado en los medios que su capataz utilizaba.
Aquella mañana, el capataz estaba en la plantación, gritando a un grupo de trabajadores y azuzándolos con el látigo.
– ¿Cómo va todo, Jeff? -preguntó su jefe.
– Regular, señor. La recogida va muy lenta y necesitamos más mano de obra. Las lluvias se están adelantando este año y aún quedan muchas jornadas para terminar.
– Resuélvelo. Pon turnos por la noche si es necesario.
– No se preocupe, señor, déjelo en mis manos.
Era domingo, y el padre Damien celebraba misa. Los cánticos religiosos de los feligreses fueron interrumpidos violentamente por gritos procedentes de un numeroso grupo de hombres blancos que irrumpieron a caballo en la capilla. La gente, atemorizada, corría hacia la playa o a protegerse dentro de sus chozas. El padre Damien se acercó al cabecilla para exigirle una explicación.
– ¿Es usted el responsable de esta misión? -preguntó Jeff Cregan señalándolo con el índice.
– Sí, lo soy. ¿Puedo saber cuál es el motivo de este atropello?
– Usted lo sabe mejor que nadie… ¡Suya es la responsabilidad, padre! -gritó el capataz con mirada amenazadora-. Han convencido a estos pobres diablos para que no trabajen en los sembrados.
– No, señor, le han informado mal. Todos los hombres de la aldea trabajan en las tierras, y en muy duras condiciones.
– Pero ahora no van los niños. ¿Va a decirme que esto no es obra suya y de las monjas?
– Los niños deben crecer como niños, no como esclavos. Y ahora, váyanse de aquí.
– Está bien, ustedes lo han querido; esto es sólo una advertencia.
A un gesto suyo, los hombres que esperaban tras él espolearon sus caballos y comenzaron a destrozar todo lo que encontraron a su paso con los látigos. Pisotearon el pequeño huerto y a los animales, lanzaron una cuerda hacia la cruz que presidía la entrada de la capilla y provocaron el desplome de ésta. Después se dirigieron al poblado, donde incendiaron varias cabañas.
Parecía que se hubiesen vuelto locos; gritaban como posesos, blandiendo los látigos y arrasando con todo.
Cregan regresó a la misión.
– Éste es el resultado de sus oraciones, padre. Vuelva a entrometerse y le advierto que volveremos. Y la próxima vez no seré tan compasivo. Están avisados.
Y haciendo un gesto a sus hombres, abandonaron el lugar dejando un rastro de desolación tras ellos. El paraje quedó devastado. Las religiosas, refugiadas con las niñas en un barracón, salieron para ir al lado del sacerdote. Ann Marie estaba hundida, se sentía responsable de aquel desastre. Ella quería ayudar a aquella gente, pero reconocía que los había utilizado como arma arrojadiza contra su arrogante marido. Lo que nunca imaginó era que él llegaría tan lejos con las represalias.
– Padre Damien, yo soy la única culpable de este desastre. He pecado de soberbia, interviniendo de forma equivocada y tratando de hacer las cosas a mi manera; pero he cometido un error -reconoció, con lágrimas en los ojos-. Me voy, será lo más conveniente para la misión.
– Ann Marie, queda mucho por hacer y poco tiempo para lamentaciones. Si te rindes ahora, ellos habrán vencido y nuestro trabajo habrá sido inútil. Hay que empezar de nuevo sin dar tregua; y te necesitamos aquí. Esto ha sido sólo una batalla, pero aún no hemos perdido la guerra. Sigue adelante y demuestra quién eres, no te dejes vencer al primer contratiempo. Piensa en Nuestro Señor Jesucristo. Él jamás se rindió a pesar de las ofensas recibidas. Debes tener fe, Él está con nosotros y traerá justicia a esta tierra.
24 de septiembre de 1978
Mis valores han cambiado, y también mis prioridades. Ahora mi lucha es contra el hombre blanco, que se ha convertido en mi enemigo, mi rival, mi destructor. Siento que debo estar al lado de unos seres a los que hace unos meses ignoraba por completo, y no por rechazo o racismo, simplemente porque no sabía de su existencia; nunca imaginé que en el mundo pudiera darse tal indignidad hasta que entré de lleno en esta burbuja de tiempo en la que he retrocedido cien años. Vivía encorsetada en una sociedad convencional, rodeada de comodidades que ahora se me antojan absurdas e innecesarias. Si antes era vulnerable en un estado de bienestar y opulencia, ahora soy más fuerte, y sólo una cosa me impide salir corriendo hacia el puerto y tomar el primer barco para regresar al continente: la necesidad de luchar para cambiar esta situación. No puedo permanecer impasible ante tanta infamia.