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Capítulo 14

A la mañana siguiente, mientras trabajaba en el pequeño huerto con la hermana Antoinette, Ann Marie le habló a ésta de la visita de la noche anterior y expresó sus dudas sobre la conveniencia de aclararle la verdad a su todavía marido.

– Si él quiere anular el matrimonio, debes hacerlo ya. Así, cuando regreses, podrás rehacer tu vida sin trabas legales que te unan a ese hombre -le aconsejó Antoinette.

– Sí, creo que es lo más razonable, pero te confieso que no me seduce la idea de reunirme con él para explicarle quién soy. No es un hombre… corriente…

– No era el marido adecuado para ti, y cuanto antes te libres de él, mejor.

– Veo que no te cae demasiado bien… -afirmó Ann con cautela.

– Bueno, la verdad es que no lo conozco personalmente, pero el concepto que tengo de él deja mucho que desear y no me gustaría verte unida a un hombre así. Corren muchos rumores por la isla…

– ¿Qué clase de…?

Unos gritos provenientes de la reserva interrumpieron bruscamente las confidencias. Ann Marie y Antoinette dejaron las azadas y, junto con el padre Damien, se unieron a un grupo de aldeanos que se apiñaban en la calle, alrededor del cadáver de una adolescente que había sido llevada en brazos por un peón. Una mujer se abrió paso entre los curiosos y lanzó un grito de dolor al reconocer a su hija. Todos los allí congregados asistieron al duro trance y trataron sin éxito de consolarla.

Tras un primer reconocimiento por parte de la hermana Antoinette, trasladaron el cuerpo de la joven al dispensario para examinarlo y limpiarlo. Sus ropas estaban intactas, tenía un pañuelo anudado al cuello y debajo del mismo presentaba una marca profunda que evidenciaba un nuevo caso de estrangulamiento. Apenas tenía rasguños ni marcas en el tronco o las muñecas. Sin embargo, al examinarle los muslos y los glúteos, repararon en la sangre ya reseca que tenía pegada en la piel, lo que corroboraba que también había sido víctima de una violenta y dolorosa agresión sexual.

– Dios mío. Esto se está convirtiendo en una pesadilla… -murmuró la hermana Francine, negando con la cabeza con desánimo-. El que haya hecho esto, es un bárbaro degenerado.

– Sin embargo, no tiene heridas defensivas, ni hay signos de lucha, igual que pasaba con Lungile. A pesar del dolor que debieron de infligirle, esta chica tampoco opuso resistencia… -apuntó Antoinette.

– Quizá porque ya estaba muerta… -sugirió el sacerdote.

– De ser así, no habría sangrado -explicó la hermana Francine.

– Tienes razón. Puede que la dejara inconsciente antes de… hacerle esto.

– O lo hicieron entre varios, sujetándole pies y manos… -insinuó Antoinette.

– Ya van cinco muertes violentas en tres meses. Es demasiado. No podemos permanecer de brazos cruzados. Voy a hablar otra vez con las autoridades -exclamó Ann Marie.

– Déjalo correr -contestó la hermana Antoinette-. ¿Aún no te has rendido?

– No espero nada de ellos, pero cuando hablé con el señor Prinst tras el asalto a la misión, me atendió con respeto, y parecía una persona razonable. No sé si se habrá molestado en investigar estas muertes, pero creo que debería estar al corriente de este nuevo crimen. Hay uno o varios hombres muy peligrosos en esta isla…

Ann Marie era consciente de su atractivo, y de que ni siquiera oculta tras el hábito de religiosa se había librado de las miradas lascivas y groseras de los hombres blancos con los que había tratado, desde el doctor White hasta el jefe de policía, pasando por el propio Jake Edwards, su marido. Así que decidió explotar esa circunstancia y por la tarde abandonó la misión, resuelta a buscar ayuda en el pueblo.

Un joven uniformado de cabello rubio la informó de que su superior estaba en la mansión del doctor White y se ofreció a acompañarla hasta allí, donde fue recibida no sólo por el dueño de la casa, sino también por sus invitados, que celebraban una tradicional partida de cartas.

– Hermana Marie. Es un placer verla de nuevo. Por favor, tome asiento -le ofreció con gentileza el anfitrión-. Quiero presentarle al señor Edwards, a Lord Brown y su hija Charlotte. A Joe creo que ya lo conoce.

Ella hizo un ademán con la cabeza a modo de saludo, sin intención de darle la mano a nadie ni de sentarse.

– Señor Prinst -empezó sin rodeos-, hace poco, le informé de varios actos violentos que han tenido lugar en los últimos meses contra mujeres de la reserva. Hasta el momento, no hemos obtenido ninguna ayuda de su parte, pero la situación, lejos de mejorar, se agrava cada vez más. Esta tarde ha aparecido otra joven asesinada, con claros signos de haber sufrido una brutal violación, y hubo otro asesinato hace menos de un mes…

– Hermana, este asunto no es de nuestra competencia, aunque en atención a su solicitud he iniciado una investigación. Sin embargo, hasta el momento no he hallado nada sobre ese asesino -respondió el jefe de policía.

– ¿Y de quién es competencia entonces? Yo creía que usted velaba por la seguridad de todos los habitantes de la isla… -replicó ella con desagrado, dirigiendo su mirada hacia los demás presentes en la sala.

Jake Edwards se acercó a ellos con paso lento y las manos en los bolsillos.

– Joe, doc, deberíais echar un vistazo y hacer algunas averiguaciones. No me gusta esa clase de violencia en este lugar… -dijo sin apartar los ojos de Ann Marie.

– De acuerdo -respondieron los dos al unísono, obedientes a las órdenes del jefe.

Ann Marie lo miró, agradeciéndole la intervención con un gesto, y se despidió del resto de los allí reunidos.

El policía y el médico la acompañaron hasta la misión para recabar datos sobre la violenta muerte de la joven y mostraron especial interés por la información que les transmitieron los religiosos. Tras examinar ambos hombres el cadáver, Prinst prometió estar alerta y llevar a cabo una investigación. Los misioneros no confiaban demasiado en aquella aparente preocupación, aunque consideraron un logro haber conseguido que el policía y el médico se desplazaran hasta allí.

Al día siguiente, recibieron de nuevo la visita de Joe Prinst, aunque esta vez acompañado de varios hombres a caballo.

– Estamos buscando a una mujer blanca. Es la maestra, Christine Duvall; desapareció ayer por la mañana y no ha dado señales de vida. Tenga cuidado, hermana Marie -le aconsejó el policía en el dispensario-. Póngame al corriente si advierte cualquier movimiento sospechoso o algo fuera de lo habitual. -Después abrió una especie de bolso que portaba en la mano derecha y sacó un revólver-. ¿Sabe utilizar esto? -Le preguntó mientras introducía las balas en el tambor.

– No, jamás he usado un arma. Y no considero necesario tenerla en la misión. Nunca haríamos uso de ella, señor Prinst.

– Estoy preocupado por su seguridad; deberían hacer una excepción por esta vez, hermana…

– De acuerdo. La aceptaré con una condición: quítele las balas. En caso de que alguien nos ataque, la mostraré como elemento disuasorio.

– Ha tomado usted una sabia decisión.

Durante los días siguientes, patrullas de hombres blancos recorrieron playas y sembrados en busca de la mujer desaparecida. En la comunidad blanca estaban convencidos de que aquella desaparición era obra de un hombre de color, por lo que la aldea sufrió represalias y muchos de sus habitantes fueron detenidos y encarcelados sin motivos justificados. El miedo se apoderó de todos. Las mujeres apenas salían de sus chozas y las niñas de la reserva dejaron de ir a la escuela.

Caía la tarde, y el sonido de un motor distrajo a Ann Marie mientras clasificaba y ordenaba las medicinas en el dispensario. Oyó unas enérgicas pisadas en dirección a la puerta y esperó a que el visitante se identificase. Jake Edwards apareció en el umbral, y aunque apenas podía verle la cara al contraluz, en seguida reconoció su recia silueta.

– ¿Qué lo trae por la misión, señor Edwards?

– Usted -contestó, acercándose lentamente y quitándose el sombrero.

– ¿Yo? ¿En qué puedo ayudarle?

– El cadáver de la maestra ha aparecido esta mañana en la playa, cerca del puerto. Estaba enterrado y presentaba signos de violencia; el doctor White dice que su muerte se produjo el mismo día de su desaparición, que coincide con el día en que murió la joven de color de la reserva.

– ¡Dios mío! -exclamó ella mientras se santiguaba-. Dos mujeres en un mismo día… ¿Han detenido ya al asesino?

– Aún no. Ésa es la razón de mi visita. Quiero que se traslade al pueblo. Aquí no está segura, y he dispuesto una casa para usted mientras el autor de los crímenes siga libre.

– ¿Y las niñas? ¿Y los misioneros?

– Las religiosas pueden acompañarla. En cuanto a las personas de color… deben quedarse. Ya conoce las leyes de este país.

– Pero usted manda aquí, nadie se atrevería a criticar una disposición suya.

– La decisión está tomada, hermana. Esta tarde enviaré una camioneta para que las trasladen al pueblo.

– Agradezco su ofrecimiento, pero no voy a aceptarlo. No he venido a este lugar perdido para protegerme de un criminal, abandonando a su suerte a unas niñas indefensas.

– Debería pensarlo mejor. No tengo suficientes hombres para vigilar esta zona.

– No está obligado a hacerlo. En la aldea hay muchos que estarían dispuestos a defendernos con su propia vida.

– Es probable que el asesino sea uno de ellos.

– Correremos el riesgo.

– Hermana, creo que no es consciente del peligro que la acecha. Es usted joven y atractiva, y en este lugar resulta una presa fácil para cualquier hombre, sea o no un criminal.

– ¿Intenta asustarme?

– Pretendo protegerla.

– ¿Sólo a mí?

– Sólo a usted… -respondió tras un silencio.

– Agradezco su interés, pero ya conoce mi respuesta -replicó, dando por terminada la conversación y se volvió de espaldas para seguir con su tarea con las medicinas-. No tiene por qué asumir una obligación que no le atañe -añadió.

– Me importa todo lo que ocurre en la isla, incluida esta misión.

– Eso es una novedad… -ironizó ella.

– A partir de ahora, estará bajo mi protección. Enviaré a un grupo de hombres esta noche para que vigilen los alrededores.

– Preferiría que no lo hiciera. Tenemos acogidas a varias jóvenes que no estarían seguras con sus hombres tan cerca.

– ¿Qué quiere decir?

– Lo ha entendido perfectamente, señor Edwards. No necesitamos su ayuda. El señor Prinst me ha dejado un revólver y…

– Pero no le ha dado las balas…

– Eso sólo lo sabemos nosotros…

– Bien, no voy a discutir con usted -la cortó con brusquedad-. Esta noche habrá rondas de vigilancia por esta zona. Si alguno de mis trabajadores provoca algún incidente, no tiene más que denunciarlo.

– ¿A la autoridad?

– A mí.

– ¡Claro! Olvidaba que aquí usted es la auténtica autoridad. Haga lo que le plazca. De todas formas, sé que no va a tener en cuenta mi opinión. El respeto a los demás no es una de sus virtudes.

– Marie -por primera vez se dirigió a ella por su nombre de pila-, sé que me considera responsable de los incidentes protagonizados aquí por mi capataz… -avanzó unos pasos para acercarse a ella-, pero le aseguro que yo no ordené aquel castigo y que no volverá a repetirse. Nunca más…

– Está bien, Jake -se volvió hacia él, llamándolo también por su nombre-, le daré un voto de confianza, y espero que no me defraude otra vez.

– Insisto en que debería trasladarse al pueblo durante unos días…

– Ya conoce mis condiciones.

– Va a obligarme a venir a visitarla con frecuencia…

– No tiene por qué. No soy responsabilidad suya…

– Se equivoca. Jamás me perdonaría si le ocurriera algo.

Le habló en un tono tan personal que la desconcertó. Durante unos segundos se sostuvieron la mirada, y un turbador silencio invadió la cabaña.

– Gracias por su interés. Ahora, si me disculpa, debo seguir con mi trabajo. -Le dio la espalda y se dirigió hacia el mueble de las medicinas.

Ann notó que él no se movía y que la observaba en silencio mientras ordenaba los estantes. Pasaron unos incómodos minutos hasta que percibió sus pasos alejándose y oyó cómo arrancaba el motor del coche para abandonar el lugar.