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Las jornadas siguientes se vivieron con intensa inquietud. Las niñas sólo abandonaban la cabaña para recibir las clases de Ann Marie, que procuraba comportarse con normalidad pese a que hombres armados con grandes rifles merodeaban por los alrededores de la misión. Había renunciado a su baño matinal en la playa, y se desplazaba hasta el arroyo extremando la vigilancia de sus acompañantes. Sentía miedo, pero no podía mostrarlo ante el resto de los miembros de la misión.
Joe Prinst los visitó en varias ocasiones para comprobar que todo estaba en orden y recabar información sobre si se había producido algún incidente, pues aún no sabían nada del autor de los crímenes.
Aquella mañana, Ann Marie se encontraba en el dispensario. Había varios niños enfermos ocupando las camas y ella se encargaba de alimentarlos. De repente, sonaron unos golpes secos en la puerta. Esperó a que el autor de la llamada se identificara, pero nadie dio señales de vida.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó alarmada.
Otros dos golpes secos sonaron como respuesta. Esa vez se oyeron en la pared exterior. Ann Marie cogió el arma que tenía guardada en el bolso de cuero y se dirigió despacio hacia la puerta. Abrió mirando a todos lados y apuntando al frente, pero allí no había nadie; el silencio y la soledad lo invadían todo. Al mirar al suelo, descubrió una marca en la tierra. Era una cruz, aunque la parte superior de la misma tenía forma de flecha. Ann Marie se inclinó para ver hacia dónde señalaba, levantó la vista y unos metros más adelante divisó otra cruz igual a la que tenía junto a los pies. Avanzó despacio con los sentidos alerta y observó que la segunda cruz estaba en el camino que conducía hacia la playa. Pensó en regresar, pero la curiosidad se lo impedía. Estaba casi a un metro de distancia del segundo signo cuando se detuvo para estudiarlo bien; esta vez la flecha señalaba hacia la izquierda, y algo le llamó la atención al mirar en esa dirección: en el suelo, junto a unos matorrales, había un hatillo de tela de vivos colores. Se acercó lentamente, oyendo en el silencio los latidos de su propio corazón, cogió el hatillo al vuelo y corrió despavorida hacia la cabaña de las religiosas. Entró y cerró la puerta de golpe.
– ¿Qué ocurre? -preguntaron las hermanas, alarmadas por el miedo que se reflejaba en el rostro de Ann Marie, que aún sostenía en una mano el revólver y en la otra el hatillo de tela.
Sin aliento para responder, se dirigió a la mesa, soltó con cuidado el arma, colocó el hatillo en el centro, deshizo el nudo y abrió la tela. Vio que era un pañuelo triangular, como los que usaban las mujeres de la reserva para cubrirse el pelo y que el asesino utilizaba para estrangular a las jóvenes. En su interior aparecieron dos objetos: el más pequeño era un pendiente dorado con una piedra verde en forma de lágrima. Ann Marie cogió el otro y descubrió que se trataba de un pañuelo blanco manchado de sangre; estaba doblado, y en una esquina tenía bordada una J.
– Alguien me ha dejado a propósito estos objetos -les explicó a las religiosas-. Alguien que me observa muy de cerca.
Decidió ir al pueblo sin esperar el regreso del padre Damien y se dirigió directamente a la oficina de Joe Prinst. Su amable ayudante la atendió en seguida, y la invitó a esperarlo mientras enviaba aviso a su jefe. Ann Marie se sentó en un sillón de cuero en la pequeña antesala del despacho, y cinco minutos más tarde, Joe Prinst aparecía en el umbral seguido de Jake Edwards. El primero le ofreció la mano inclinando la cabeza; a continuación, su acompañante le estrechó la mano con energía.
– Es un placer volver a verla, hermana. ¿Puedo saber a qué se debe su visita? -preguntó el policía.
– Quisiera hablar a solas con usted, señor Prinst, si no le importa -respondió, mirando a Jake Edwards.
– Por supuesto, pase a mi despacho.
Prinst se despidió del dueño de la isla con un gesto cómplice, mientras le cedía el paso a Ann Marie.
Cuando estuvieron a solas, ella sacó el hatillo del bolso y lo abrió sobre la mesa, explicándole cómo lo había hallado. El policía cogió el pendiente y se puso unas gafas con montura de concha para examinarlo con atención. Lo reconoció en seguida y confirmó que pertenecía a la maestra asesinada. Después cogió el otro objeto y lo extendió sobre la mesa.
– ¿Y dice que este pañuelo estaba junto al pendiente…?
– Sí, y ambos envueltos con esta tela. ¿Qué puede significar esto, señor Prinst? ¿Quién puede haberlo enviado?
– Alguien que tiene información sobre el asesino de la maestra.
– ¿Cómo murió? ¿También fue estrangulada, como las otras mujeres de la reserva?
– No. Recibió numerosos golpes en la cabeza y tenía la cara completamente desfigurada -contestó sin levantar la vista de la mesa.
– ¿Fue forzada?
– No. El doctor White confirmó que no hubo violencia sexual.
– El asesino le dispensó un trato diferente al de las chicas de la reserva. A ellas las viola antes de matarlas, pero no las golpea. Quizá éste es un crimen pasional y no guarda relación con los demás.
– Estoy seguro de que es obra del mismo hombre. Es demasiada coincidencia que las dos mujeres fueran asesinadas el mismo día, ¿no cree?
– ¿Tiene alguna idea de quién podría ser el autor?
– Sospecho que un hombre de color, fuerte y violento, que lo mismo viola y estrangula a jóvenes de su raza que golpea con saña a una mujer blanca.
– ¿La maestra estaba casada?
– Era soltera y no tenía enemigos en el pueblo.
– La encontraron en la playa, ¿verdad?
– Sí. Su cadáver apareció enterrado cerca de una casa abandonada, junto al puerto. La noche anterior al hallazgo había descargado una fuerte tormenta y dejó al descubierto parte del cuerpo.
– ¿Y por qué se molestaría el asesino en enterrarla si no lo hace con las demás jóvenes? -se preguntó Ann en voz alta.
– Quizá por temor a ser castigado.
– Que es justo lo que les ha ocurrido con los hombres de la reserva. Tengo entendido que ha detenido a muchos…
– Estamos realizando una investigación y mi deber es interrogarlos. -Prinst se removió incómodo en su asiento.
– ¿Y cómo explica que este pañuelo estuviera junto al cadáver? -Ann trataba de hallar otro punto de vista en aquel misterio.
– Está dando por sentado que estos dos objetos estaban en el mismo lugar…
Ella se encogió de hombros.
– La persona que me los ha enviado ha tenido acceso a ambos. El pañuelo lleva una inicial, y los trabajadores de color no suelen utilizar prendas de ese tipo.
– Este pañuelo es más corriente de lo que cree. Jim los vende en su almacén; incluso yo los he comprado de vez en cuando. Las iniciales vienen ya bordadas y se puede elegir la que se quiera.
– Pero los habitantes de la reserva no pueden comprar allí… -insistió Ann.
El policía inspiró largamente.
– Está bien… Hablaré con Jim. Y enviaré el pañuelo al doctor para que lo analice. Si la sangre pertenece a Christine, podría tratarse de una pista y la investigación podría dar un vuelco importante… -admitió con desgana.
– Tal vez se trate de un hombre blanco cuyo nombre empieza por jota -apuntó la joven.
– Pues se me ocurren unos cuantos -comentó Prinst, sonriendo condescendiente-: Jim, el propietario del almacén, Jeff Cregan, el capataz, Jake Edwards, incluso yo mismo. No obstante, debe tener mucho cuidado, Marie. ¿lleva el revólver encima?
– Sí, lo llevo en el bolso.
– No se aparte de él. Creo que es el momento de entregarle algunas balas -dijo, sacando del cajón una pequeña caja de cartón-. Deme el arma, voy a cargarla.
– No, señor Prinst… No es necesario…
– Hermana, créame, no está segura en ninguna parte de esta isla. Debería reflexionar sobre el ofrecimiento del señor Edwards respecto a…
– Gracias por su interés -lo interrumpió ella para que no insistiera y sin entregarle el arma para que la cargara-. Pero con el dato que acaba de revelarme, siento que en la misión estoy a salvo.
– Al menos llévese las balas. Nunca se sabe… Es mejor estar prevenido.
Ann Marie se levantó, indicándole que no pensaba aceptarlas. Después abandonó el despacho con la mirada perdida. Por primera vez sentía miedo, un miedo real hacia un asesino que podía ser cualquiera de los hombres blancos a los que había conocido en aquel lugar, alguien capaz de asesinar a cualquier mujer, blanca o de color.
– ¿Algún problema, hermana Marie? -La voz de Jake a su espalda la sobresaltó, e inquieta, se volvió para mirarlo.
– No, gracias.
– Si necesita ayuda… -Le dedicó un cortés gesto de ofrecimiento.
– Pues ya que lo dice… -Se encogió de hombros-. Necesito que construya un colegio y un hospital en la reserva, y que arregle la capilla que destruyó su capataz, que nos permita comprar víveres en la tienda del pueblo… ¿Sigo? ¿Cree usted que podrá ayudarme?
Él sonrió incómodo.
– Mi ofrecimiento era más… personal, dirigido a usted.
– Gracias, pero no necesito nada que usted pueda ofrecerme. -Le dio la espalda y abandonó la sala.
Al salir del puesto policial, se encaminó hacia el Land Rover, pero antes de llegar se topó con un rostro familiar: era Kurt Jensen, el administrador de Jake Edwards, quien al advertir su presencia se dirigió hacia ella sonriendo y tendiéndole la mano.
– ¿Cómo está, Marie? Es un placer volver a verla. ¿Viene de ver a Prinst? ¿Ha ocurrido algo?
– No… Nada importante -respondió, sin ganas de dar explicaciones.
– No debería andar por ahí sola, ya sabe lo que ha ocurrido con la maestra. Esta isla se está volviendo peligrosa para una mujer joven… aunque sea una religiosa…
– No se preocupe, sé defenderme.
De repente, Jensen alzó la vista por encima de su hombro y Ann Marie advirtió un cambio en su mirada. Parecía estar viendo algo o a alguien que estaba detrás de ella, y sólo cuando oyó aquella voz tan familiar comprendió el motivo de su turbación.
– ¿No tienes nada que hacer, Kurt?
– Sí… Sí, claro, señor Edwards. Iba camino de su casa para llevarle estos documentos -explicó, mostrando varias carpetas-. Ha sido un placer verla otra vez, Marie. Adiós.
– Espero que mi administrador no la haya molestado…
– En absoluto. Somos buenos amigos -contestó ella para fastidiarlo.
– ¿Se conocían ya? -preguntó Jake con un gesto que Ann Marie interpretó como de sorpresa. ¿O quizá enojo?
– Sí. Es un hombre muy educado y agradable.
Él captó rápidamente su indirecta.
– Yo también puedo serlo.
– No tiene que esforzarse, señor Edwards. Sé lo suficiente sobre usted como para que no me interese conocerle mejor.
– Pues hace mal; si me diera una oportunidad, comprobaría que tiene una idea totalmente equivocada de mí.
Ann Marie notó en su mirada un destello de disgusto.
– Equivocada o no, es usted la última persona a quien entregaría mi amistad en esta isla.
– No sea tan tajante, Marie. Quién sabe si tendrá que aceptarme en un futuro no demasiado lejano. Puedo hacer que su estancia aquí sea más agradable, y no le conviene enemistarse conmigo.
– ¿Es una amenaza?
– Sólo un consejo.
– Y en caso de que no lo siga… ¿enviará a su capataz para que me dé unos azotes? -Lo provocó abiertamente, cruzándose de brazos.
Jake Edwards encajó el golpe dedicándole una mirada furiosa.
– No, aunque le confieso que a veces me gustaría hacerlo a mí personalmente.
– ¿Suele pegar a las mujeres, señor Edwards?
– Jamás lo he hecho. Sin embargo, observo que a usted le gusta provocar a los hombres. Tenga mucho cuidado, her-ma-na -silabeó despacio-. Se está haciendo muy popular en esta isla, y si sigue actuando así, ese hábito no va protegerla durante mucho tiempo.
Marie sintió que sus mejillas se encendían al escuchar esas ofensivas palabras.
– ¿Por quién me toma, señor Edwards? -replicó rabiosa-. No tiene ningún derecho a insultarme de esa manera. Es usted un déspota engreído y soberbio.
– No pretendía molestarla, y ahora no soy yo quien insulta. -Sonrió-. Siento un gran respeto por usted y lamento que tenga ese concepto de mí, pero me veo en la obligación de darle un buen consejo: debería ser más prudente y elegir mejor a sus amistades.
– ¿Cómo usted, por ejemplo?
Él la miró durante unos instantes.
– Que tenga un buen día, hermana. -Se despidió con una inclinación de cabeza y, girando sobre sus talones, se dirigió a su camioneta.
Ann Marie se quedó sola en plena calle, furiosa con Jake Edwards; ella le había provocado, pero no esperaba aquella reacción por su parte, reprobando su conducta y tildándola de frívola y superficial. ¿Acaso estaba celoso por su incipiente amistad con el administrador…? De repente cambió de humor y pensó que podría aprovechar la circunstancia para fastidiarlo y desquitarse del desprecio que le había hecho a su llegada.