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Dos días más tarde, Ann Marie vio interrumpidas sus clases por el padre Damien, que la llamó entusiasmado para darle una buena noticia.
– ¿Qué ocurre, padre? ¿Es algo importante?
– Los hombres de la aldea han sido puestos en libertad y han detenido al asesino de las chicas.
– Gracias a Dios. Por fin regresa la tranquilidad a este pueblo.
– ¿Te has enterado, Ann Marie? -La hermana Francine llegó armando gran alborozo-. Era de esperar. Un hombre así tarde o temprano tenía que terminar entre rejas.
– ¿A quién han detenido?
– Al capataz de la finca, Jeff Cregan. Es un hombre sin escrúpulos, capaz de cualquier fechoría. Dicen que el mismísimo Jake Edwards lo sorprendió en los sembrados, cuando estaba a punto de forzar a una chica de color.
– Al menos por una vez, las fuerzas del orden han actuado en este rincón perdido del mundo -comentó Ann Marie con ironía.
En las jornadas que siguieron, la misión recuperó la normalidad. Los hombres de la aldea reanudaron el trabajo y Ann Marie volvió a dar clases, aunque los niños varones escaseaban de nuevo.
Aquel día amaneció nublado y, tras su renovado baño en el mar, Ann Marie decidió ir al pueblo para devolver el revólver que le había prestado Joe Prinst. Se sentía incómoda con el arma, y con el asesino entre rejas ya no tenía motivos para conservarla más tiempo en la misión. Quería agradecerle personalmente al jefe de policía la preocupación por su seguridad y la eficiencia demostrada al detener a aquel degenerado.
Conducía despacio mientras reflexionaba sobre los acontecimientos de los últimos días. Aún no entendía los motivos que habían llevado a Jake Edwards a mantener en su puesto a aquel hombre, conociendo sus antecedentes y el carácter violento que había demostrado en numerosas ocasiones.
De repente, percibió una sombra en el parabrisas y, al levantar la mirada, vio un caballo que arremetía al galope contra el coche. Pisó el freno bruscamente y dio un volantazo para esquivarlo. La camioneta comenzó a zigzaguear sin control hasta chocar con violencia contra el tronco de un árbol situado al lado del camino. Ann Marie comenzó a ver luces blancas a su alrededor y después todo se volvió oscuridad en pleno día.
Recuperó la conciencia al aspirar un fuerte y desagradable olor, y al abrir los ojos vio a alguien inclinado sobre ella.
– ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? -preguntó desorientada.
– Se ha golpeado la cabeza -respondió la familiar voz del doctor White. Estaba en su consulta, tumbada sobre una camilla-. Hábleme, dígame su nombre. ¿Recuerda lo que ha pasado?
Ann Marie miró al otro hombre que la observaba y también lo reconoció.
– Me llamo Marie, doctor White. Me dirigía al pueblo y de repente un caballo ha aparecido frente a mí y he perdido el control de la camioneta al intentar esquivarlo.
– Menos mal -exclamó Jake Edwards con gran alivio-. Era yo quien iba cabalgando; no he visto el coche hasta que lo he tenido encima. Lamento lo ocurrido.
– Gracias por su ayuda, doctor. -Intentó incorporarse ignorando las disculpas-. Ahora me vuelvo a la misión.
Pero las luces blancas aparecieron de nuevo ante sus ojos y sintió que unos brazos la sujetaban mientras volvía a caer desplomada sobre la camilla.
– Aún no, Marie. Debe guardar reposo y tengo que coserle la frente -explicó el médico, limpiando de nuevo la herida y disponiéndose a aplicarle unos puntos de sutura.
El olor a desinfectante le provocaba náuseas. Estaba tumbada boca arriba y sentía los dedos del médico sobre su frente. De repente, notó un fuerte pinchazo y se estremeció; cerró el puño y descargó en él todo el dolor que le infligía aquella operación. Advirtió entonces que una mano grande y fuerte cubría la suya, estrechándola con suavidad. Ann Marie abrió el puño y se aferró a ella, apretándola con fuerza cada vez que la afilada aguja le atravesaba la piel. Era una sensación agradable, a pesar del dolor. Los sentimientos afloraban desde su interior y deseó permanecer allí unida a aquel hombre durante mucho tiempo. Lo sentía cercano, humano, sin rastro de aquella bestia que envió a sus hombres para destrozar la misión.
– Bueno, la herida ya está cosida. Ahora no debe moverse, quiero vigilar esos mareos.
– Lléveme a la misión, doctor, allí quedaré al cuidado de las hermanas.
– Prefiero tenerla cerca, al menos esta noche, para observar cómo evoluciona.
– La llevaré a mi casa, allí podrás visitarla, doc.
– Es una buena idea. Debe guardar reposo durante unos días.
– No, por favor, lléveme a la misión -insistió ella mirando a Jake.
– No sea testaruda, Marie. En mi casa recibirá atención médica y estará más cómoda -concluyó él con suavidad.
Ann Marie estaba aturdida, con un terrible dolor de cabeza y sin fuerzas para rebelarse. Quería salir corriendo, pero su cuerpo no respondía. Observó que Jake se inclinaba sobre ella y se dejó llevar, sintiendo cómo sus fuertes brazos la levantaban en vilo para acomodarla con cuidado en el asiento del coche.
– No la dejes dormir hasta la noche. Si observas que empeora, avísame inmediatamente.
– De acuerdo. Gracias, doc.
Se dirigieron en silencio colina arriba. Ann Marie volvía a sentir mareos y cerró los ojos.
– ¿Está dormida?
– No.
– El doctor dice que debe permanecer despierta. Abra los ojos, por favor.
Ella obedeció y giró la cabeza para mirarlo.
– Así está mejor.
Llegaron a la mansión tras atravesar las altas rejas que cerraban la valla que rodeaba el terreno y daban acceso a unos hermosos y cuidados jardines llenos de flores tropicales. Una amplia escalinata de entrada ocupaba todo el frontal, y unas columnas sostenían un tímpano a modo de templo griego.
– Ya hemos llegado. -Jake bajó del automóvil, la cogió de nuevo en brazos y entró en la casa mientras daba órdenes a los sirvientes de que preparasen un dormitorio.
Subió con ella la escalera hasta el piso superior y la depositó con cuidado en un lecho de madera flanqueado por columnas que sostenían un baldaquín de hermosa seda, del que colgaban finas cortinas del mismo tono, atadas con un lazo en cada esquina.
– ¿Se encuentra cómoda? -preguntó, sentándose en la cama frente a ella.
– Sí, sólo estoy algo mareada. Con un poco de descanso podré recuperarme pronto y regresar a la aldea.
– No tenga prisa. Necesita reposo y vigilancia médica, ya ha oído al doctor. Estará mejor aquí.
– En la misión no saben nada del accidente y deben de estar inquietos. Por favor, envíe a alguien para que les comunique dónde estoy.
– No se preocupe, mandaré aviso.
– ¿El coche ha sufrido muchos daños?
– No creo que vuelva a funcionar. El golpe ha dañado el motor y era ya muy viejo.
– ¡Pobre padre Damien! Lo he dejado sin transporte.
– Siempre preocupándose por los demás. ¿Y de usted? ¿Quién cuida de usted?
– Puedo hacerlo sola.
– Esta vez lo haré yo.
– No le necesito. Si estoy aquí es porque no tengo suficientes fuerzas para ponerme en pie, pero mañana regresaré a la misión.
– Baje la guardia, Marie. -Sonrió-. No soy su enemigo. Ahora está bajo mi responsabilidad y no pienso dejarla marchar hasta que esté totalmente restablecida. -Su tono de voz era firme y cálido a la vez.
– Le agradezco su interés, pero no debe culparse del accidente. Yo tampoco he estado muy rápida de reflejos.
– Enviaré a una criada para que la ayude a instalarse. Recuerde que no debe dormir hasta la noche -dijo levantándose.
Minutos más tarde, una sirvienta de color entró en la habitación llevando ropa para ella. Con delicadeza, la ayudó a desprenderse del blanco atuendo de religiosa y Ann Marie se sumergió en un reconfortante baño de sales perfumadas. Era su primer baño de agua dulce desde su llegada a Mehae. El dolor de cabeza iba remitiendo poco a poco y su ánimo empezó a mejorar. Después se puso un camisón de seda rosa claro y se miró en el espejo. Estaba más delgada y su rostro acusaba las huellas del golpe: en la parte derecha de la frente llevaba un aparatoso vendaje, y una sombra violácea rodeaba la sien amenazando con desplazarse hacia el pómulo. Las pequeñas líneas alrededor de los ojos indicaban que había dejado de ser la adolescente que vivía feliz junto a sus padres; parecían haber pasado siglos desde entonces.
Se tendió en la gran cama y observó cómo el sol se ocultaba despacio, iluminando con los últimos rayos la estancia. Miró hacia arriba y fijó la vista en un punto del brocado del dosel. Regresó al pasado. Pensaba en su madre. Ese recuerdo le dio paz, y en aquellos momentos necesitó su consejo sobre qué hacer en aquella paradójica situación.
Una llamada en la puerta captó su atención y ahuyentó momentáneamente sus reflexiones.
– ¿Cómo está mi enferma preferida? -saludó el doctor White.
– Mejor, gracias -respondió, dedicándole una débil sonrisa.
El médico tomó asiento en la cama, frente a ella, mientras el anfitrión se quedaba a los pies, con las manos en los bolsillos y observando el reconocimiento al que era sometida.
– Esto va mejor. En un par de días podrá levantarse, pero no haga esfuerzos. ¿De acuerdo? -Ann Marie asintió con una sonrisa-. Bueno, la dejo en buenas manos. Hoy tenemos partida en casa. ¿Te esperamos, Jake? -le preguntó mientras abandonaban el dormitorio.
– No, esta vez me quedo. Gracias por venir, doc.
Ann Marie volvió a quedarse sola, esperando y deseando ver de nuevo a Jake.
La puerta se abrió y el corazón empezó a latirle con fuerza al oír su voz. Entró detrás de una sirvienta que llevaba una gran bandeja llena de comida, que depositó en una mesa junto a la cama. Él se inclinó y la ayudó con delicadeza a incorporarse, acomodándole los almohadones a la espalda.
– No tengo apetito -dijo Ann Marie, mirando los deliciosos manjares que había en la mesa.
– Debe comer algo. No ha ingerido nada desde esta mañana.
– Tomaré el zumo de frutas.
– Y algo más. ¿le gusta el pescado? -Le preguntó mientras, sentado en la cama, cogía los cubiertos y empezaba a trocearlo.
– Si, pero ahora no me apetece…
– Abra la boca -le ordenó, mientras levantaba el tenedor.
Ann Marie obedeció dócilmente.
– ¿Tiene familia, Marie?
Ella negó con la cabeza mientras comía.
– Es usted francesa, ¿verdad?
Ella negó de nuevo con la cabeza.
– Mi padre era canadiense.
Le pareció que le resultaba fácil hablar, como si la distancia fuera más corta y el muro que ella misma había interpuesto, más bajo.
– ¿Y cómo llegó desde Canadá a este lugar perdido?
Ann Marie respiró aliviada al comprobar que Jake había dado por sentado que procedía de ese país.
– ¿Qué quiere saber exactamente?
– El motivo por el que se hizo monja. Es muy atractiva, y estoy seguro de que ha tenido más de un pretendiente -comentó con prudente audacia.
– Fue a raíz de un desengaño… -contestó ella, pendiente de su reacción.
– ¿Un desengaño… amoroso? -preguntó sorprendido.
Ann Marie afirmó con la cabeza, animándolo a seguir.
– ¿Qué ocurrió? ¿Alguien la dejó plantada ante el altar?
– Algo parecido…
– ¿Ingresó en el convento por despecho?
– Cuando elegí este camino tenía ciertas dudas, pero con el tiempo descubrí que era lo que realmente quería hacer.
– ¿Aún le ama?
Ella negó. Las palabras se le agolpaban, luchando por salir de su boca y confesar la verdad, pero sus labios les impedían el paso.
– ¿Añora su pasado?
– A veces, pero sé que ya nada será igual.
Se quedaron en silencio, contemplándose el uno al otro. Ella percibía curiosidad en su mirada: él quería saber más.
– ¿No le gustaría retomar su vida anterior?
– ¿A qué se refiere?
– Si yo le pidiera que dejara de ser monja…
– ¿Para qué? -preguntó, frunciendo el cejo.
– Me gustaría cuidar de usted… todos los días. Deseo que viva a mi lado, en esta casa, que sea mi mujer.
Ella se quedó momentáneamente muda ante aquella sorprendente e inesperada proposición, y advirtió que Jake no se andaba con rodeos respecto a sus intenciones.
– Usted es un hombre casado y yo una religiosa. ¿Me está proponiendo que renuncie a mis votos para convertirme en su amante? -inquirió con gesto de enfado.
– Voy a divorciarme. Le estoy pidiendo que acepte casarse conmigo cuando sea un hombre libre.
– Yo jamás sería su esposa -respondió con desdén-. Y no espere facilidades para obtener el divorcio por parte de su mujer.
– ¿Por qué?
– Porque estaba demasiado resentida con usted.
– Mi pregunta era: ¿Por qué no se casaría conmigo?
Ann Marie se quedó callada. Estaba preparada para lanzarle un torrente de reproches y la pregunta la pilló por sorpresa. Mientras tanto, los ojos azules la miraban sin pestañear, esperando una respuesta.
– Ya le dije hace días que yo elijo a mis amigos, y usted no está entre ellos…
– Aún me guarda rencor. Le aseguro que nunca ordené el ataque a la misión. Ni siquiera estaba en la isla cuando ocurrió.
– Pero tampoco despidió al responsable cuando supo lo que nos había hecho. Estaba al corriente de los desmanes que cometía a diario; sin embargo se limitaba a mirar hacia otro lado. No pretenda disculparse ahora -le reprochó con menos aspereza, segura ya del terreno que pisaba.
– Si hubiera sabido que era el responsable de esos horrendos crímenes, yo mismo le habría mandado encerrar hace mucho tiempo.
– Pero sólo mostró interés por ellos cuando una mujer blanca se convirtió en su víctima. Si no hubiese ocurrido ese incidente, él aún seguiría formando parte de su comunidad de blancos con total impunidad.
– Yo no escribí las leyes de este país.
– Pero las acepta sin poner objeciones y se aprovecha de ellas, explotando a los hombres de color como si fueran esclavos.
– Usted también debería aceptarlas; ya lo hará con el tiempo. Es una ilusa si cree que va a cambiar esta sociedad; sólo conseguirá meterse en problemas y granjearse enemistades.
– Eso significa que debo elegir entre casarme con usted y vivir con los blancos, o ser su adversaria si decido quedarme en la misión junto a la gente de color…
– Ése no es su sitio.
– Eso lo dice usted. Se ha convertido en uno de ellos, en el peor de todos. Con su actitud deshonra a su propio país y a su raza. Ya no queda nada de aquel inglés aventurero que abandonó su tierra en busca de fortuna…
– ¿Qué sabe usted de mí? No tiene ningún derecho a juzgarme. Sin embargo, ya me ha condenado -replicó molesto.
– Yo no le condeno, ya lo harán otros. Pero le repito que no es usted el tipo de persona a quien elegiría como amigo. Ya tiene mi respuesta a su proposición: éste no es mi sitio.
– Lamento escuchar eso -dijo en voz baja-. Y admiro sus firmes convicciones, pero voy a hacer que cambie de idea.
– ¿Tiene ya preparada su estrategia?
– Bueno, suelo guiarme por mi instinto, y cuando me lanzo, voy a por todas…
– No arriesgue demasiado. De vez en cuando, es bueno aceptar una derrota; nos enseña a ser más humildes.
– Siempre juego para ganar, y me gustan los retos. No crea que va a librarse de mí con facilidad…
En un audaz impulso, Jake Edwards se inclinó y unió su boca a la de ella. Ann se quedó paralizada ante aquella inesperada reacción, e instintivamente le colocó las manos en el pecho para apartarlo, pero no fue capaz de oponer resistencia y cerró los ojos, sintiendo cómo la abrazaba y cómo la besaba en los labios con creciente vehemencia.
– Jake… yo… -balbuceó cuando él se apartó lentamente.
– No digas nada… -Le puso un dedo sobre los labios, un gesto de sorprendente ternura. Después se inclinó para apagar la luz de la mesilla y sus miradas se cruzaron en la oscuridad-. Ahora tienes que descansar. Estaré en la habitación de al lado, buenas noches. -Se levantó y la dejó sola.
Ann Marie se quedó aturdida. La atracción que sentía por Jake había vencido al rencor que la había acompañado desde su llegada, y comprendió que era inútil rebelarse ante unos sentimientos que ella también empezaba a reconocer. Se sentía envuelta en una red de cálidas sensaciones que abrigaban un íntimo deseo de iniciar la vida con él como marido y mujer.
Ann había vivido con intensidad, viajado por todo el mundo, amado profundamente y sufrido el dolor de la más absoluta soledad. Y en aquellos instantes se encontraba en el hogar que debería haber ocupado el primer día, al lado de un marido a quien creía humilde y accesible. Sin embargo, halló a un hombre muy diferente; por esa razón se resistía a confesarle la verdad sobre su verdadera identidad, aunque… ¿era temor lo que sentía realmente? No. Ella no le tenía miedo, más bien fue rabia el sentimiento que él le inspiró a su llegada, pero ahora todo había cambiado. Era consciente de la atracción que ejercía sobre Jake, y reconoció que ella también sentía algo muy especial cuando estaba a su lado, pero decidió que aún no era conveniente decirle quién era en realidad; quizá porque no le inspiraba todavía la suficiente confianza. Disfrazada de religiosa trataría de mantenerlo a raya. Pero… ¿hasta cuándo? Con aquel beso, había comprobado que él no se detendría ante ese obstáculo…
Jake Edwards regresó a medianoche y se acercó con sigilo para cerciorarse de que la respiración de Marie era pausada y regular. La habitación estaba apenas iluminada por la luz de las farolas que penetraba con timidez por el ventanal, procedente de la terraza del dormitorio. La arropó con cuidado y le cogió su mano para colocarla debajo de las sábanas. Ella estrechó la suya con fuerza y Jake se quedó inmóvil, esperando una reacción, pero comprobó que estaba sumida en un profundo sueño y concluyó que había sido un movimiento inconsciente.
Fuera como fuese, le pareció conveniente quedarse allí para vigilar su evolución; se sentó en un sillón cerca de la cama y se quedó dormido, con aquella delicada mano en la suya, hasta que las primeras luces del alba visitaron la alcoba. Después la soltó con suavidad y aprovechó la cómplice soledad y el profundo sueño de Marie para inclinarse sobre ella y observarla de cerca sin temor a ser reprobado por su insolencia. Comenzó por su cabello, lacio y corto, que enmarcaba un bello rostro de tez delicada que debió de ser más clara, pero que ahora acusaba los efectos del sol. Sus cejas castañas resaltaban unos grandes ojos de largas pestañas. La nariz, recta desde el inicio, terminaba con una suave elevación que le confería un gesto alegre e infantil. Tenía una boca grande, de labios carnosos y sensuales. En aquel momento estaban entreabiertos y parecían invitarlo a una caricia. Jake no pudo resistir el impulso de rozarlos de nuevo con los suyos con extrema suavidad. Luego abandonó la habitación en silencio.