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Ann Marie pasó una larga e intranquila semana sin noticias de Jake, aunque en la misión advirtieron con satisfacción que, antes de su partida, había ordenado que repararan el camino que comunicaba el pueblo con la aldea y que enviaran camas nuevas e instrumental médico para el dispensario. Era su forma de decir que seguía confiando en el trabajo de los misioneros. Ann Marie siguió con la rutina de la escuela y el cuidado de los niños, ayudando a las religiosas y pensando, durante las insomnes madrugadas, en el futuro que le aguardaba junto a su marido. Estaba ilusionada como una adolescente y esperaba impaciente su regreso.
Aquella mañana, recibió la visita del doctor White que, después de examinarla, le dio el alta definitiva.
– Esto ya está prácticamente curado, hermana. A propósito, hoy organizo una cena en casa y me gustaría contar con su inestimable compañía.
– Por supuesto, doctor; no podría rechazar su invitación. Ha sido muy amable y paciente conmigo. Nos vemos luego.
Ann Marie decidió que, ante el inminente traslado a la mansión para vivir con Jake, debía llevar a cabo un cambio de la imagen de religiosa con la que hasta el momento era conocida en el pueblo, por la de la mujer que pronto iba a formar parte de aquella comunidad. Así pues, aquella tarde se maquilló a conciencia y se vistió con una falda color marfil combinada con un jersey de hilo sin mangas y cuello de pico azul turquesa, como sus ojos. El chal, del mismo tono de la falda y con hermosos bordados azules, era el complemento perfecto para ir «discreta pero elegante» como decía su madre. Se puso una cinta de color turquesa a modo de diadema y unos pendientes circulares de oro blanco con un pequeño diamante en el centro. Se miró en el espejo y se gustó.
Llegó a la casa del médico a la hora del hermoso atardecer. Una mujer de color, menuda y de largo cabello canoso recogido en la nuca, le abrió la puerta. Ann Marie la conocía: vivía en la aldea, y con su exiguo sueldo de criada en aquella mansión mantenía a varios hijos e incluso nietos, fruto de las relaciones ilegales de sus hijas adolescentes con hombres blancos. Era una de las «madres coraje» que la hacían reflexionar continuamente sobre la dignidad personal en el contexto de aquella sociedad degradada por absurdos prejuicios y sometida a la ley de los blancos. Ann Marie la saludó con una franca sonrisa, pero la mujer respondió con hostilidad, como si no aprobara su presencia en aquella fiesta. Después bajó la cabeza en señal de respeto y la acompañó hasta la parte posterior de la casa. Los invitados ya estaban en el jardín, que daba a la playa. Las palmeras y las flores tropicales creaban un ambiente agradable y la fragancia era deliciosa. El doctor White salió a su encuentro y juntos se dirigieron a la mesa de los invitados. Ann Marie fue presentada al pastor y a su esposa, al alcalde, a la mujer de éste y a lord Brown. El médico se sentó a su lado y sirvieron zumos de fruta y aperitivos.
– Disculpe mi retraso, doctor. No me gusta llegar la última.
– No se preocupe, Marie, no tenemos prisa; además, todavía quedan algunos invitados por llegar. Ah… ya están aquí los últimos -exclamó mientras se levantaba y se dirigía a la puerta para recibirlos.
Se trataba de la pareja formada por Jake Edwards y Charlotte Brown. A su llegada, saludaron al resto de los invitados y tomaron asiento frente a Ann Marie en el velador. Ella palideció al verlo allí acompañado por aquella mujer e hizo un enorme esfuerzo para no mirarlo ni demostrar la profunda desolación que sentía al enfrentarse a la terrible realidad: había regresado y ni siquiera se había molestado en anunciárselo ni en ir a visitarla. Su primer impulso fue levantarse y abandonar la casa, pero tras reflexionar unos instantes, resolvió no dar pie a un espectáculo gratuito de malos modales provocados por los celos. Eso sería reconocer que él le importaba, y no pensaba darle esa satisfacción.
– Le creía en el continente, señor Edwards -comentó el alcalde.
– He vuelto esta misma tarde -respondió con calma, aunque sus ojos sólo tenían un único destino: Ann Marie.
– He ido a rescatarlo a su mansión. Como siempre está tan ocupado… -explicó Charlotte dedicándole a Jake una encantadora sonrisa.
– Tenía ganas de conocerla, Marie, hemos oído hablar mucho de usted. -La esposa del pastor se dirigió a ella en un agradable tono de voz. Era una amable señora que había pasado los cincuenta, de piel muy blanca, mejillas sonrosadas y aspecto de sencilla ama de casa inglesa.
– Gracias, para mí también es un placer estar aquí.
– Por cierto, lleva usted un chal precioso -prosiguió la mujer, cogiendo un extremo del mismo para verlo mejor-. Está bordado a mano, ¿verdad? Me gustan las manualidades. ¿Lo ha hecho usted?
– No, pertenecía a mi madre. Ella fue quien lo hizo. Era una auténtica maestra en el bordado de punto de cruz.
– Yo también hago punto de cruz. Es muy relajante.
– Por mi parte prefiero el petit point; me resulta más fácil y rápido.
– ¡Caramba! Nuestra misionera también sabe coser -Charlotte Brown se dirigió a ella sonriendo con descaro. Se sentía segura exhibiendo el triunfo que tenía a su lado.
– Sí, me enseñó mi madre cuando era apenas una niña. Era muy tradicional y pensaba que una mujer debía aprender a coser incluso antes que a escribir -contestó Ann Marie tratando de sonreír.
– ¿Y después aprendió a escribir?
– Por supuesto -respondió con desgana.
Durante un segundo, desvió la vista hacia Jake, quien, con semblante serio, no apartaba los ojos de ella. Sintió deseos de salir corriendo de allí, arrepentida mil veces por haber aceptado la invitación, pues tenía el presentimiento de que aquella niña malcriada y su todavía marido iban a arruinarle la velada. Continuó conversando con la esposa del pastor, sentada a su lado. Los diferentes puntos de ganchillo y recetas de cocina consumieron la tertulia en el jardín.
– La mesa está lista, pasemos al comedor -indicó el doctor White.
La estancia era espaciosa, con paredes cubiertas de muebles de madera tropical, grandes cuadros y plantas naturales. La mesa central estaba preparada para los nueve comensales. En un extremo se sentó el anfitrión, a su izquierda lord Brown, seguido de su hija, de Jake y del pastor. A la derecha de la mesa, justo frente al lord inglés, se acomodaron Ann Marie, el alcalde, su mujer y la esposa del pastor.
Ann Marie sentía los ojos de Jake fijos en ella, pero no se atrevía a mirarlo y se volvía hacia su izquierda para conversar con el médico.
– Hermana Marie -era el alcalde, sentado a su lado-, ¿ha tomado ya una decisión sobre mi propuesta?
– Lo siento, pero mi respuesta sigue siendo la misma. Ni siquiera me había planteado esa posibilidad.
– ¿Qué propuesta? -preguntó el médico con interés.
– Queremos contratarla como maestra. Los niños no van al colegio desde que la anterior falleció en aquellas desgraciadas circunstancias. Le he ofrecido una casa aquí en el pueblo y un buen sueldo.
– ¿No va aceptar, hermana? -le preguntó Charlotte sonriendo-. Es la mejor oferta que habrá recibido desde su llegada, ¿no es cierto?
– No he venido a esta isla a buscar trabajo. Mi labor es otra muy diferente.
– ¿Quiere convencernos de que prefiere quedarse en la misión, rodeada de negros y viviendo en una choza? Perdóneme, pero no la creo. Lewis -la joven miró al alcalde con indolencia-, auméntale el sueldo; seguro que esta vez aceptará.
– Charlotte… -intervino Jake lanzándole una dura mirada-. Creo que eso no es asunto tuyo…
– No se moleste, porque no voy a aceptar -dijo Ann Marie con una sonrisa, dirigiéndose al alcalde.
– No pretendía incomodarla, hermana. Es que me conmueven los fuertes lazos de amistad que tiene con los negros -comentó Charlotte con sorna.
– No se preocupe, no me siento ofendida. No tengo problemas para sentarme a la mesa con gente de diferente raza, y tampoco me incomoda compartirla con personas sin educación.
Charlotte iba a devolverle el fino revés, pero los hombres intervinieron para aliviar la tensión.
– ¡Hum, ejem! Jake, ¿cómo te ha ido en el continente? -preguntó el médico, violento por el rumbo que había tomado la conversación.
– Muy bien. Parece que vamos a tener una buena añada -respondió el interpelado.
– ¿Tiene viñedos en el continente? -Ann Marie iba conociendo cada día una nueva faceta de su marido.
– Sí. El vino que estamos tomando pertenece a una de mis bodegas. -Sus miradas se cruzaron por primera vez.
– Por cierto, exquisito -apostilló el pastor.
– ¿Y en Johannesburgo, continúan las revueltas en las calles? -se interesó el alcalde.
– En Soweto aún quedan focos de protesta, pero en el resto del país todo está bajo control -respondió Jake.
– Nuestro recién elegido primer ministro Pieter Botha ha iniciado su mandato con firmeza -comentó lord Brown-, y no ha dudado en utilizar el ejército para reprimir a los manifestantes con mano dura.
– Menos mal que Mandela continúa preso -añadió el médico-. No podemos permitir que unos cuantos agitadores sigan enardeciendo a los jóvenes y que se repitan los desórdenes del setenta y seis.
– Tiene razón, no se debe consentir que la policía cargue violentamente contra estudiantes de color por el simple hecho de manifestarse contra la orden de recibir las clases en afrikáans, como ocurrió ese año en Soweto. -Ann Marie lanzó un nuevo dardo envenenado a los presentes.
Un tenso silencio se propagó por la sala. Se sentía observada por todos y dirigió una provocadora mirada a Jake, que la contempló incómodo.
– ¡Vaya!, veo que tiene las ideas muy claras, hermana. ¿Tanto le gustan los negros? ¿Es usted comunista?
– ¡Charlotte! -Ahora fue el propio padre de la joven quien reprendió a ésta.
– Yo no he nacido en este país, por lo tanto, no comparto sus prejuicios. Me crié en un ambiente multirracial.
– A ver, déjeme adivinar. Creció usted en un suburbio marginal en las afueras de París -comentó la chica cruzando los brazos sobre la mesa y mirándola con descaro.
– No exactamente… -Le devolvió la sonrisa sin responder a su pregunta.
– Charlotte, creo que deberías mantener la compostura. -Le recriminó Jake con dureza.
– Jake, ¿cómo va la campaña de Thomas Rodson? ¿Crees que será elegido alcalde de Johannesburgo? -preguntó lord Brown en un intento de aliviar la incómoda situación entre las dos mujeres.
– Las encuestas lo dan como favorito. Creo que tiene la alcaldía asegurada.
– Es un gran tipo ese Rodson -apuntó el médico-. Ha demostrado una gran integridad al dejar su puesto en el Parlamento para presentarse a la alcaldía.
– Ese señor, Thomas Rodson, ¿ha sido alguna vez diplomático? -preguntó Ann Marie, provocando la extrañeza de todos los presentes.
– Pues… no lo sé -contestó el doctor White.
– Sí, yo le conozco y sé que fue embajador de Sudáfrica durante más de una década, antes de ingresar como miembro en el Parlamento -contestó lord Brown a Ann Marie-. ¿le conoce usted?
– Sí, aunque no lo veo desde hace muchos años. Su hija Catherine y yo fuimos compañeras de juegos cuando éramos niñas.
– Seguro que su madre trabajó como sirvienta en su casa, ¿no es así? -preguntó Charlotte con irónica sonrisa.
– Ha vuelto a equivocarse. -Ann Marie encajó el golpe con gran dignidad, dedicándole una mirada de desprecio.
– ¡Charlotte! -exclamó su padre, enfadado-, creo que deberías pedir disculpas.
– Tu padre tiene razón -añadió Jake con dureza-. Esta vez te has pasado de la raya.
– Bueno… -La joven se encogió de hombros como una niña malcriada que no cree haber obrado mal-. Sólo pretendía conocer las circunstancias de su relación con los Rodson.
– Pues entonces quédate callada y dale una oportunidad de que lo explique ella misma, sin interrupciones ni adivinanzas -apostilló él, provocando el silencio entre todos los comensales, incluido el propio lord Brown, que se removió incómodo en su silla.
Ann Marie observó cómo las mejillas de Charlotte mudaban de color y las aletas de la nariz se le dilataban, en su esfuerzo por contener la ira.
– ¿Dónde los conoció, Marie? -continuó Jake desde el lado opuesto e ignorando a su vecina de mesa.
– Mi padre también fue embajador y coincidimos con los Rodson en algunos destinos. La primera vez fue en Helsinki. Estudiamos en un colegio especial para hijos de miembros del cuerpo diplomático, donde había niños de diferentes razas y países. -Miró a Charlotte con desdén-. Después, su padre fue trasladado a otro país, pero volvimos a coincidir en Caracas. Yo tenía unos doce años. Más tarde, me instalé definitivamente en Londres, pero volví a ver a Catherine en la Universidad de Cambridge, varios años después.
– ¡Vaya! -El médico la miraba con admiración-. No me había contado nada de eso, Marie; ha debido de tener una vida muy interesante.
– Sí, he viajado mucho -contestó con modestia-. Sobre todo cuando era pequeña.
– Cómo la envidio, hermana -exclamó la esposa del pastor con sencillez-. La vida en las embajadas, las recepciones… debe de ser emocionante.
– Es una vida diferente, aunque no todo es de color rosa. Estar continuamente cambiando de país te crea un gran desarraigo.
– ¿Realmente era amiga de Catherine Rodson? -Charlotte no se rendía y preparaba una nueva trampa-. Yo fui dama de honor en su boda, en Pretoria, y no recuerdo que usted estuviese invitada.
– La última vez que tuve contacto con ella fue en la universidad, donde coincidimos durante el primer curso; me presentó a un joven a quien había conocido allí, pero al año siguiente regresó a Sudáfrica y no volví a verla. La última noticia que recibí de su familia fue un telegrama de pésame cuando mi padre falleció.
– ¿Qué estudió en la universidad? -La mujer del pastor sentía curiosidad.
– Me licencié en lengua y literatura inglesas.
– A cada momento me sorprende más, Marie. -El doctor estaba absorto, escuchándola-. Yo estaba convencido de que era enfermera. En mis conversaciones con usted he comprobado que tiene extensos conocimientos de medicina.
– He tenido relación con la medicina durante años, y desde que estoy en la misión he aprendido mucho sobre enfermedades y accidentes; además, procuro leer todos los libros y revistas médicas que caen en mis manos. -Ann Marie sonrió.
– Los negros de la reserva tienen suerte… -musitó Charlotte con sarcasmo.
– No lo crea, ustedes son más afortunados que ellos. Aquí los atiende el doctor White, que es un excelente médico y posee medios que allí no hay; además, voy a dejar la isla en breve… -Se calló de repente y miró a Jake Edwards. Quería mandarle un recado por su cínico comportamiento.
– ¡Vaya! Me entristece oírlo, Marie. Le tengo una sincera estima y voy a echarla de menos -confesó el doctor White.
– ¿Va a marcharse? -preguntó Charlotte sin poder contener su alegría-. ¡Claro! Una mujer tan culta y con una vida tan interesante… Al fin se ha dado cuenta de que está desperdiciando el tiempo rodeada de negros, ¿no? -La insolente joven volvía a la carga.
– Son razones muy personales y no se las voy a contar a usted. -Ann Marie habló con falsa humildad. Se sentía incómoda siendo el centro de atención, aunque experimentaba una íntima satisfacción por el combate que acababa de ganarle a su malcriada e insufrible compañera de mesa.
– Vayamos al salón a tomar una copa -propuso el médico mientras se levantaba.
El resto de los invitados lo siguieron. Los hombres se acomodaron en los sillones junto a la chimenea y las damas se sentaron en unos sofás alrededor de una mesa.
– Charlotte, ¿por qué no nos amenizas la velada? Toca el piano para nosotros -le pidió su padre.
Ann Marie aprovechó la ocasión para marcharse. Se despidió de las señoras y le hizo un gesto al médico para que la acompañara hasta la salida y agradecerle su amable invitación. Necesitaba respirar aire fresco. No recordaba haber pasado nunca una velada tan incómoda y decepcionante como aquélla, esquivando los continuos ataques de una mujer maleducada y celosa y esforzándose por aparentar indiferencia hacia Jake, que vigilaba cada uno de sus movimientos.