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Cuando Ann se despertó a la mañana siguiente, estaba sola, y al bajar al comedor el criado la informó de que su marido había partido al amanecer y le había ordenado que le transmitiera un mensaje claro y tajante: no debía salir de la mansión bajo ningún concepto.
– Nako, ¿qué piensa usted sobre estos sucesos? ¿Cree que el autor de los asesinatos podría ser un hombre de color? -preguntó Ann, tratando de sondear la opinión del servicio.
El hombre la miró con sus profundos ojos, negros como una noche de tormenta, pero firmes como un roble. Durante unos segundos permaneció en silencio; después desvió la vista hacia el suelo, y con un tono de voz diferente al que Ann le había oído hasta entonces, musitó, como si estuviera rezando:
– Señora, nadie puede evitar que sucedan estos crímenes. Pero le aseguro que, si es necesario, daré mi vida para evitar que le ocurra algo malo. Confiamos en usted. Es nuestra única esperanza. -La última frase fue apenas un murmullo inaudible. Después dejó la estancia quedamente, como si deseara no haber estado allí ni haber pronunciado nunca aquellas palabras.
Ann regresó a su estudio tratando de interpretar las palabras del sirviente, que la habían confundido aún más. Jake llegó a mediodía y se sentó en el sofá, frente a ella. Se lo veía angustiado, como si presintiera algún peligro.
– He estado con Joe. La familia de la aldea ha confirmado que el brazalete pertenecía a la joven. Ese indeseable te condujo hasta la playa para asesinarte. Primero te dejó sin sentido y después te lanzó al mar…
El silencio llenó la estancia.
– Y me colgó un amuleto que protege de la muerte. ¿No es extraño?
– Nada de lo que está sucediendo es normal. Ann, por favor, no salgas de la casa bajo ningún concepto.
– No te preocupes. Estoy tan enfrascada en mi novela que no tengo intención de salir durante una buena temporada. A propósito, ¿dónde está el trozo de coral?
– En mi despacho. En la mesa.
– Quiero ponérmelo. Me ha salvado la vida una vez y…
– ¿Tú crees en esas supersticiones?
– La persona que me lo puso sí cree en ellas -contestó, tratando de esbozar una sonrisa tranquilizadora-. Voy a buscarlo.
Se dirigió al despacho, abrió el primer cajón para buscar el amuleto y lo cogió para ponérselo. Al ver la llave de la casa abandonada, que seguía en el mismo lugar, recordó que aún no había leído la carta hallada en el suelo, que escondía en un cajón del tocador desde aquella noche.
Tras almorzar, Jake regresó a los campos y Ann fue al dormitorio para leer el contenido de la misiva que había dormido durante años en aquella casa, bajo un manto de olvido. El sobre estaba abierto, y al desplegar la carta, descubrió que se trataba de un documento legal con membrete de un bufete de abogados de Pretoria: era una demanda de divorcio interpuesta por Margaret Edwards contra su marido Jake. Tenía fecha de febrero de 1973, unos seis meses antes de que ella falleciera.
En los días que siguieron, interrogaron a todos los hombres de la reserva, muchos fueron detenidos y a los demás los escoltaban cada día desde los campos de trabajo hasta la aldea, con la expresa prohibición de salir de ésta sin permiso. Las mujeres de color que diariamente se desplazaban a las casas del pueblo para trabajar, eran trasladadas a éstas en camionetas al amanecer y devueltas a sus hogares al ocaso. Varias patrullas de hombres blancos velaban día y noche por la seguridad del amo y de los habitantes de la playa de poniente.
Ann no estaba enterada de todas esas medidas y sólo advirtió que, tras las rocas de la playa que rodeaba la casa, se habían levantado unas alambradas que iban desde el muro de vegetación hasta el agua. Escribía a diario y apenas salía de su estudio, intensamente concentrada en la historia de amor inacabada. Vivía en su propia burbuja, ajena a cualquier acontecimiento de fuera, como si el mundo tras los muros de aquella casa hubiera dejado de existir.
Jake le transmitía calma y aparentaba naturalidad. El estudio se convirtió en el punto de encuentro de la pareja, donde ella escribía sin cesar y él estudiaba informes de negocios sentado en la butaca, junto al ventanal.
– ¿Hay alguna novedad sobre el caso?
– Por desgracia, no. Todo está como al principio, en un callejón sin salida.
– ¿Y el asunto del guante de piel? -preguntó, levantando la vista y mirándolo.
– Son corrientes. Jim los vende en el almacén. Yo también los utilizo para montar.
– Los hombres de color no montan a caballo.
– Pero pueden robárselos a los blancos para incriminarlos -sentenció él, indicándole que no compartía su opinión sobre la participación de un hombre blanco en aquellos asesinatos.
– Hace tiempo que no voy a la misión. Me he concentrado tanto en esta novela que apenas encuentro un hueco para pasar. Me gustaría visitarlos en cuanto termine este capítulo. Quiero ver a las niñas, y a los religiosos.
– Ahora no es buen momento. Debes esperar un tiempo hasta que se normalicen las cosas. Déjalo para más adelante -replicó Jake, esta vez sin alzar la vista de los documentos que sostenía entre las manos.
– ¿Estás muy ocupado?
– Estoy estudiando unos contratos. Mañana iré al continente. Voy a comprarle unos terrenos a Lord Brown. ¿Vendrás conmigo?
– Prefiero quedarme. Viajar allí supondría una interrupción de varios días.
– ¿No añoras la ciudad, ver gente, ir de compras o cambiar de ambiente de vez en cuando?
– No. Yo siempre he vivido en grandes ciudades. Odio el bullicio, las prisas, el tráfico, la gente por todas partes. Prefiero la tranquilidad, el aire libre, la soledad, mis libros…
– No me iré tranquilo dejándote aquí sola; y voy a echarte de menos… -añadió, mirándola y tendiendo una mano para pedirle que se acercara a él.
– ¿Van a ser muchos días? -preguntó Ann, sentándose en sus rodillas.
– Una semana como máximo.
– ¿Irá también Charlotte?
– No sé si viajará con su padre. No estarás celosa…
– No. Es ella la que debe de estarlo. Bueno, más bien rabiosa. -Sonrió-. Pero prefiero no tenerla cerca. No soporto ese tipo de personas.
– Apenas la conoces.
– Me bastó con sufrirla durante aquella cena en casa del doctor White. Es prepotente, orgullosa y maleducada. Sólo trata como iguales a la gente de su misma clase y desprecia al resto de los mortales que no son como ella.
– Eso mismo pensabas de mí antes de conocerme. Has estado mucho tiempo aislada en la reserva. Deberías integrarte en la vida civilizada.
– ¿Me estás llamando salvaje? -Fingió ofenderse.
– No exactamente -contestó él con una sonrisa-. Bueno… un poco.
– Me estás provocando, pero no me vas a convencer. Prefiero quedarme en compañía de mi máquina de escribir.
– Puedes seguir a la vuelta -insistió Jake.
– En este momento no puedo dejarlo. Estoy llegando al final; estoy inspirada y necesito concentración.
– Estoy deseando leerlo.
– Pronto lo harás, te lo prometo. Serás el primero en dar tu opinión.
– ¿Sabes? Cuando te vi por primera vez, al bajar del barco, nunca imaginé que te adaptarías con tanta facilidad a este lugar.
– Las apariencias engañan, y tú te dejaste llevar por ellas.
– Tienes razón. Aunque después fuiste tú quien me engañó -susurró mientras le rozaba el cuello con los labios.
– Ven, te necesito. -Esta vez fue Ann quien tomó la iniciativa, tirando de él hacia el sofá y sentándose a horcajadas sobre sus piernas-. Estoy describiendo un encuentro íntimo de una pareja y necesito que me inspires.
– Eso está hecho. Será un placer. -Jake la besó, rodeándola con su recio cuerpo. La desvistió despacio e inició un juego de caricias que los llevaron a gozar una vez más de su sensualidad, reforzando la fuerte atracción que ambos sentían.