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Ann estaba en su estudio, sola. Jake había partido el día anterior hacia el continente. En aquellos momentos le añoraba y se arrepintió de no haberlo acompañado. A pesar de su insistencia, ella había decidido quedarse, pues estaba embebida en la novela y necesitaba escribir el último capítulo con un remate verosímil. Era el desenlace lo que le bloqueaba la historia desde que comenzó a escribirla en Londres: la protagonista iba a morir, y el triángulo amoroso se hallaba en un callejón sin salida. Cuando tenía intención de dejar la isla, había pensado en un final socialmente correcto, haciendo que la mujer tomase la decisión de quedarse con su marido hasta el inevitable fin. Pero eso fue antes de comenzar su vida en pareja con Jake. Ahora todo había cambiado, y Ann cambió también el destino de su heroína, dejándola vivir y sustituyendo el cáncer que la condenaba a muerte por una enfermedad grave que superaba, gracias al estímulo que representaba su nuevo romance.
La protagonista había sentido la muerte demasiado cerca, y al recibir aquella prórroga, se replanteaba el futuro, elegía la aventura y daba un giro completo a su existencia, saltando al vacío para iniciar un apasionado idilio, renunciando a la prejuiciosa sociedad en la que vivía y abandonando a su marido que, aunque le proporcionaba una vida tranquila y convencional, jamás le había ofrecido un amor tan ardiente. Era su vida, y tenía una segunda oportunidad para gozar de ella. Estaba segura de que, pasara lo que pasase, nunca se arrepentiría de lo que tenía en aquellos momentos, y disfrutaría cada día como si fuese el último.
Así se sentía Ann: feliz, gozando de un amor y un equilibrio que jamás creyó que alcanzaría, junto a un hombre tan extraordinario que ni en sus fantasías de adolescencia habría logrado imaginarlo. Se había inspirado en Jake para crear la personalidad del protagonista, y, parapetada tras su heroína, había volcado en el papel una parte de sí misma, desnudando sus sentimientos más íntimos. Por primera vez no sintió pudor al hacerlo, pues quería compartir aquel estado de felicidad y ofrecer el testimonio de un amor excepcional.
Al día siguiente, tras escribir la palabra «fin» y ordenar con cuidado las páginas del manuscrito, Ann decidió darse un baño en la playa y tomar el sol. Hacía un día espléndido, y las nubes de caprichosas formas ocultaban de manera intermitente la luz. Pensaba en su madre. Durante los últimos días, en los que Ann había escrito de forma obsesiva, esa figura vulnerable de movimientos torpes e inseguros era quien le susurraba el desenlace de la novela; una mujer extraordinaria que, sin embargo, no había hallado la felicidad durante su matrimonio y que fue condenada por el destino a una muerte lenta y despiadada. La historia que había escrito era un homenaje a ella, con el final feliz que Ann le habría deseado.
«Mereces ser feliz y vivir intensamente. Hazlo por mí… Ése será mi regalo.»
Cada vez que recordaba esas palabras, Ann tenía que luchar contra el sentimiento de culpa que la embargaba. Las dudas sobre si su repentina muerte había sido natural o voluntaria la acompañaban siempre, golpeándola en su interior, y en esos momentos se apoderaba de ella una sensación de irrealidad y de deseos de vivir con intensidad para compensarla. Su madre quería que ella hallara la felicidad, y lo había logrado. A pesar de todas las adversidades que había sufrido, incluso ante el cortejo de la muerte de semanas atrás, el destino había tomado ya su propia decisión concediéndoles ese deseo a las dos.
Tras almorzar en soledad se dirigió a su alcoba, pero añoraba tanto a Jake que entró en el cuarto contiguo, donde él aún conservaba su ropa y de vez en cuando se vestía al amanecer, sin hacer ruido, para no perturbar su sueño. Abrió uno de los armarios para sentir su presencia, su olor. Descolgó una de las camisas y se la puso. Al contemplar su antiguo dormitorio, pensó que no lo sabía todo de él. Jake nunca hablaba de su pasado, ni de la relación que mantuvo con su primera esposa. Jamás la mencionaba, era como si nunca hubiera existido, aunque, a decir verdad, tampoco se había interesado demasiado por el ex marido de Ann.
Suponía que debía de ser bella; quizá se le pareciera físicamente, pues, al verla a ella en el puerto, él pensó que de nuevo había cometido un error. Trató de imaginar una tez pálida y un cabello rubio, al estilo inglés tan común entre la comunidad de blancos que residía en el pueblo, algunos tan estirados que parecía que no hubiesen salido nunca de Inglaterra, a pesar de que ni siquiera la habían visitado. La suponía altiva, orgullosa, dando órdenes a los sirvientes y organizando veladas de té y croquet con sus vecinos en el jardín de aquella casa que ahora agonizaba abandonada.
Al día siguiente Ann seguía aburrida, y por primera vez se sentía sola en aquella gran casa; reconoció que necesitaba la compañía de Jake. Añoraba los desayunos en el porche al amanecer, las tardes junto a él en el estudio, donde hablaban sobre los personajes de su novela, las cenas a la luz de las velas. Reflexionó sobre su absurda y estrambótica boda y se preguntó cómo habría sido su vida en pareja si él no la hubiera rechazado al llegar. ¿Se habrían enamorado de aquella forma tan apasionada si el primer día él la hubiese llevado a casa? Ann prefería no planteárselo; estaba segura de que todo habría sido diferente para los dos, pues la experiencia que había vivido antes de unirse a él la había enriquecido enormemente, y su punto de vista actual difería mucho del que traía desde Londres. Pensó también en las niñas de la misión y en el duro trabajo que realizaban a diario los religiosos. Decidió entonces visitarlos en una de las camionetas. Jake le había pedido que no saliera de la casa, pero se hizo acompañar por dos sirvientas, como en ocasiones anteriores.
Al tratar de acceder a la reserva, dos hombres blancos armados con enormes rifles aparecieron delante del coche, conminándola a detenerse. La aldea estaba rodeada por alambre de púas en forma de espiral, y la única entrada era una puerta de madera. El lugar parecía un campo de concentración. Uno de los hombres se acercó al coche y, al reconocer a Ann, se irguió, cuadrándose al estilo militar.
– Señora Edwards -dijo el joven, tratando de ocultar su desconcierto-, ¿trae usted alguna instrucción del señor?
– No, venía a la misión para visitar a los religiosos -respondió Ann, aún más sorprendida que él.
– No es recomendable adentrarse sola en la reserva. Si me lo permite, la acompañaré -se ofreció, señalando otra camioneta.
– De acuerdo.
Los dos vehículos atravesaron la calle repleta de niños pequeños. Alguien se asomó desde el umbral de una choza al oír el ruido de los motores. Era la anciana menuda que trabajaba como criada en la mansión del doctor White. Al reconocerla, Ann la saludó con la mano, pero la mujer le devolvió una mirada fría e impasible. Al llegar a la misión, Ann halló un paisaje aún más desolador. Las alambradas rodeaban el límite de las cabañas y llegaban hasta la playa. Confirmó que recibían los alimentos y demás provisiones que diariamente les enviaba, pero las condiciones de vida se habían endurecido para todos, incluso para los religiosos, que debían atravesar el control cada vez que salían de la reserva. Se enteró también de las detenciones arbitrarias de los hombres de la aldea, ordenadas por la autoridad de la isla.
Los religiosos trataron de restar importancia a las nuevas medidas coercitivas implantadas en aquella zona; sin embargo, no lograron ahuyentar el sentimiento de culpa que invadió a Ann. Desde el comienzo de su vida matrimonial se había encerrado en una campana de cristal, y se había convencido de que el resto del mundo seguía su curso normal. Pero aquella visita la llenó de angustia, pues comprobó que, tras su marcha, nada había mejorado; al contrario, la calidad de vida de aquella gente había empeorado.
Tras una agradable comida junto a las niñas y los religiosos, Ann se sentó aparte con su amiga Antoinette.
– Lamento que haya sucedido esto. Todos están convencidos de que el asesino es de la reserva. Sé que Jake lo ha hecho para protegerme, aunque quizá se haya excedido.
– No debes preocuparte por nosotros. Hemos pasado tiempos peores. Pero ahora cuéntame tú, Ann. ¿Eres feliz? ¿Te trata bien?
– Si, hermana. Muy feliz. Quiero a Jake con todas mis fuerzas, y estoy segura de que él también me quiere.
– Me alegra oír eso. Te mereces un poco de felicidad. Has sufrido demasiadas desgracias en tu corta vida, pequeña. ¿Te ha hablado ya de su primera mujer?
– Bueno, ése es un tema algo tabú para él.
– Es un hombre un poco frío y severo, pero si realmente te quiere, estoy segura de que te hará feliz y todo irá bien -concluyó con un gesto de confianza.
– Parece que estés tratando de decirme algo -dijo Ann con inquietud.
– En esta isla son corrientes los rumores, la hermana Francine lleva aquí más años que yo y ha oído muchos, pero la mayoría no son ciertos. No hay que creer todo lo que se dice. Lo que tienes que hacer es hablar con él y que te cuente la verdad sobre lo que ocurrió.
– ¿Qué dicen esos rumores? -preguntó, intrigada.
– Que tenía a su mujer encerrada y que la maltrataba. Hasta que ella… se suicidó.
Ann sintió un escalofrío.
– Él sólo me ha contado que no fueron felices porque su esposa fue desleal y odiaba vivir en la isla, pero nada más.
– Bueno, se comenta que tenía un amante…
– ¿Un amante? -exclamó alarmada-. Yo creía que se refería a otro tipo de traición. ¿Qué pasó?
– Es mejor no escuchar las habladurías, se dicen tantas cosas… Pero yo no me creo ni la mitad. -Se encogió de hombros y trató de cambiar de conversación-. ¿Has visto qué bonita está nuestra pequeña Marie?
– Antoinette, por favor… -Ann la miró suplicante- háblame de ese amante.
– No sé nada más. Lo siento, no he debido decirte nada. Lo más probable es que no sea verdad. Olvídalo, Ann, disfruta de tu felicidad.