38683.fb2 La ?ltima Carta - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 36

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Capítulo 34

– Tienes que leer el manuscrito. Quiero saber tu opinión antes de enviarlo a la editorial de Londres. -Estaban en el porche, almorzando.

– De acuerdo. Hoy volveré pronto. La cosecha está casi terminada y tendré más tiempo para ti. -La besó para despedirse.

Por la tarde, Ann se dedicó al jardín. Le gustaba cortar personalmente las flores para adornar la casa. Las enredaderas trepaban por las vallas, creando una cortina verde intenso que, con el viento, parecía flotar. Se sentó a leer un libro en un sillón de madera cubierto de mullidos cojines, agradeciendo los rayos de tibio sol que el ocaso enviaba sobre el mar. El olor dulzón a madreselva inundaba el ambiente, e invitaba a dejarse llevar por el sopor. Cerró los ojos y sucumbió al sueño.

Era noche cerrada cuando despertó. Jake debería estar ya de vuelta, pero Nako le dijo que el señor aún no había regresado. Miró el reloj: eran las diez, y él siempre volvía al atardecer… Quizá tuviese una partida de cartas en casa del médico, pero entonces recordó que precisamente aquella tarde le había dicho que volvería temprano para leer el manuscrito.

A medianoche se fue al dormitorio, pero no podía conciliar el sueño; por la tarde había dormido demasiado y la inquietud la mantenía desvelada. Al fin, oyó sus pasos en la escalera y apagó la luz, pues no quería acosarlo como una mujer celosa, pidiendo explicaciones. Quizá había tenido problemas en los campos. Seguro que tenía una buena razón para el retraso.

Jake entró en silencio y a oscuras desde su anterior dormitorio. Estaba ya desvestido; se sentó en la cama para descalzarse y luego se tendió a su lado. Ella se volvió hacia él.

– ¿Ya estás aquí, cariño? -Le dijo abrazándolo-. Estaba preocupada. ¿Qué ha pasado?

– Nada. Duerme.

– ¿Has tenido problemas en la plantación?

– Estoy muy cansado -contestó, soltándose y dándole la espalda.

El sol del amanecer penetraba a través de los ventanales y, al despertarse, Ann advirtió que Jake ya no estaba a su lado.

– El señor se ha marchado. Ha salido temprano a caballo -le informó Nako en el comedor.

Ann sabía que a Jake le preocupaba algo, pero no contaba con ella. Nunca le hablaba de sus negocios, ni del pasado, ni de sus inquietudes. Quizá no quisiera intranquilizarla, o quizá no la necesitara para arreglar sus asuntos.

Ann decidió darse un baño, nadar en las cálidas aguas del océano Índico. Los peces de vivos colores formaban círculos a su alrededor mientras se sumergía con ellos hacia el lecho de corales azules que adornaban como un jardín la blanca arena del fondo marino. Necesitaba pensar, y pensaba demasiado. Jake la colmaba de regalos y de amor, y Ann le correspondía, pero había tabúes que se interponían como un grueso muro entre los dos, y que ella no conseguía franquear aunque se le entregara en cuerpo y alma. Él tenía secretos y Ann se obsesionaba cada vez más con ellos.

El rumor del maltrato a su difunta esposa vagaba por su mente, unas veces irrumpiendo con fuerza y otras saliendo a empellones. Estaba segura de que Jake sería incapaz de ser violento con ella, pero… ¿y si lo fue con su anterior mujer? ¿Por qué motivo? Ella quería marcharse y solicitó el divorcio, pero ¿hasta dónde llegó Jake para retenerla? Quizá la forzó a quedarse, la encerró en casa y ella se suicidó porque no pudo soportar aquella cárcel de oro. ¿Y si era cierto el rumor de que su esposa tenía un amante? ¿Y qué pasaba con Prinst? ¿Por qué no le dijo a Jake que había visto una de las camionetas en su antigua casa aquella tarde? ¿Acaso era habitual que estuviera allí?

Salió del agua y rodeó las orondas y lisas rocas, caprichosamente esculpidas por la erosión. Dejaban entrar el agua entre sus recovecos, y formaban pequeñas cuevas donde anidaban toda clase de moluscos semienterrados en la arena. De repente, algo le llamó la atención a lo lejos, junto al muro lateral de la mansión. ¿Era una sombra lo que se movía veloz hacia la maleza? Ann avanzó por la playa, y al encaminarse hacia la casa, descubrió varias pisadas de pequeño tamaño, y junto a éstas… ¡un signo dibujado en la arena! ¡Una cruz como las anteriores!

Se quedó paralizada. Presintió peligro de nuevo y resolvió que debía regresar inmediatamente. Echó a andar a paso ligero, mirando hacia todos lados. La casa se le antojaba lejana; parecía estar viviendo una pesadilla en la que, por más que avanzaba no conseguía alcanzar su destino. Advirtió entonces que había más señales, situadas justamente en el camino que ella recorría; llegaban hasta el comienzo de la escalera de piedra que unía el soportal de la mansión con la playa. Se detuvo al llegar al pie, miró hacia lo alto y a los lados y, al disponerse a subir el primer peldaño, vio un trozo de tela anudado, como los anteriores. Se inclinó para recogerlo, lo escondió debajo de la toalla y subió la escalera a toda velocidad; cuando estuvo dentro, cerró la puerta de cristal.

Corrió hacia el dormitorio y, una vez allí, se percató de que estaba empapada. Había subido descalza, con el bañador y el cabello mojados, dejando su huella húmeda por toda la casa. Se encerró en el cuarto de baño y abrió el paquete junto a la bañera; era otro pañuelo de forma triangular. Pero ¿qué contenía esta vez?

Había dos objetos: uno era un pequeño cristal roto de bordes ovalados. Medía unos tres centímetros de ancho por unos cuatro de largo, y no estaba completo: faltaba un trozo en una de las esquinas. Cogió el vidrio entre el pulgar y el índice, sujetándolo por los cantos, y se lo acercó a los ojos. Observó que, al mirar a través de él, el estampado de flores del pañuelo aumentaba de tamaño, como si se tratara de una lente. ¡Eso es! Aquel cristal pertenecía a unas gafas de lectura. Tenía la forma y el tamaño de una montura corriente. Lo dejó de nuevo sobre la tela floreada y contempló lo que lo acompañaba: era un trozo de tela en el que predominaba el color amarillo, otro pañuelo triangular exactamente igual al que envolvía el envío, y Ann supo en seguida que era el que llevaba la joven que había visto muerta en la playa el día que fue asaltada y arrojada al agua. Recordó que, cuando contempló su cadáver, dos días después, advirtió que no lo llevaba anudado al cuello, como las otras chicas asesinadas. Ann lo cogió y se lo acercó a la nariz, pues desprendía un olor a cítrico que le resultó familiar. Después lo guardó todo y se dispuso a esperar a Jake para mostrárselo y dar parte a la policía.

Al bajar al salón, Nako le informó de que el señor había regresado y estaba en su despacho. Ann se dirigió corriendo hacia allí, presa de una gran excitación.

– Jake, tengo algo que… -De repente se quedó paralizada y su voz enmudeció.

– ¿Qué tienes, cariño? -preguntó él, levantando una mano e invitándola a entrar. Estaba leyendo unos papeles… con unas gafas puestas.

– ¿Para qué necesitas esas gafas? -quiso saber Ann, sentándose en sus rodillas y quitándoselas. Las acercó al documento y comprobó que el texto aumentaba de tamaño-. Nunca te había visto con ellas.

– A veces las letras pequeñas se me resisten. ¿Tenías algo que contarme?

– No, nada importante. Sigue con lo tuyo. -Lo besó en la mejilla y salió del despacho.

«Estás loca, ¡vuelve ahora mismo y cuéntaselo todo!», se decía, sentada en el primer peldaño de la escalera. Se sentía turbada, ahogada en un océano de dudas que le impedían alcanzar la superficie y tomar la decisión correcta. «Debo decirle la verdad, tengo que hablarle del extraño cristal y del pañuelo», se repetía una y otra vez. Pero tras unos vacilantes minutos, decidió guardar el secreto un poco más. No sabía exactamente qué significaban aquellos objetos, pero ahora tenía la seguridad de que la informante era una mujer, pues las huellas en la arena eran pequeñas y el envoltorio del paquete era otro pañuelo. No era el asesino quien se comunicaba con ella. Pero ¿cómo sabía ese misterioso personaje dónde localizarla? Era la primera vez que bajaba a la playa en varios días… ¿Estaría vigilándola, o se trataba de alguna de las criadas de la casa?

– El doctor White ha organizado una partida de cartas esta noche. -Estaban cenando en la terraza. Hacía calor y se agradecía la brisa del mar, que les llegaba de poniente-. ¿Por qué no vienes?

– ¿Debo hacerlo?

– No, pero me gustaría que vinieras. Deseo que te integres en la comunidad. Tal vez puedas conocer nuevas amigas con las que relacionarte.

– Hoy estoy muy cansada y me duele la cabeza, preferiría acostarme temprano. Ve tú y disfruta de tu noche de soltero. -Sonrió.

– Volveré temprano.

Lo despidió en la escalinata y se quedó allí hasta asegurarse de que había traspasado la verja. Tras unos minutos, se dirigió al dormitorio, cogió el paquete recibido y bajó con él al despacho. Registró los cajones de la mesa hasta encontrar lo que buscaba: las gafas de lectura de Jake. Las sostuvo en una mano, observando los cristales, mientras con la otra sujetaba el cristal aparecido en la playa; lo colocó encima de las gafas y respiró tranquila: éstas tenían forma cuadrada y cristales más pequeños. Volvió a dejar las gafas en su sitio y cerró el cajón.

Aquel cristal era una pista desconcertante, pues en el supuesto de que el dueño de las gafas apareciera, ¿eso qué podía significar? Se sentía culpable de sus turbios pensamientos, pero la sombra de la desaparecida esposa de Jake, los silencios de éste y los rumores que circulaban por la isla le habían inoculado una inusual intranquilidad.

Iba a subir el primer peldaño para dirigirse al dormitorio cuando decidió volver sobre sus pasos y regresar al despacho. Pensó que si el cristal estaba roto, podía pertenecer a otras gafas que su marido ya no utilizaba, de modo que inspeccionó todos los cajones del escritorio buscando otras monturas, pero no halló nada. Después abrió de nuevo el primer cajón, cogió las gafas que había dejado en la parte delantera del mismo y las dejó en el fondo, colocando delante de ellas una grapadora guardada allí mismo. Estaba segura de que Jake no las encontraría al primer intento. Entonces notó algo que estaba fuera de lugar, bueno, más bien algo que no estaba en su lugar: la llave de metal de la casa de la playa que ella había dejado allí unos días antes. Registró todos los cajones, y confirmó que había desaparecido.

Después subió a la planta de arriba y revolvió los cajones de la habitación contigua a su dormitorio, la que antes ocupaba Jake, pero tampoco había allí nada parecido a unas gafas de lectura, o la llave que andaba buscando. Lo que sí halló fueron varios pares de guantes similares al que había recibido en el anterior paquete. Los sacó del cajón y los colocó sobre la cama para comprobar si faltaba alguno. Pero todos estaban correctamente emparejados. Al devolverlos a su sitio, descubrió que también había pañuelos de color blanco. Extendió el primero sobre la cama y advirtió que no estaba grabado; el segundo tampoco. Sin embargo, el tercero y el cuarto exhibían una J mayúscula en una esquina.

– ¿Qué estoy pensando? -se dijo, sacudiendo la cabeza para ahuyentar aquellas disparatadas ideas-. Estos pañuelos son muy corrientes… Los venden en el almacén.

Tras ordenar el cajón, regresó al dormitorio, pero no podía leer, ni concentrarse en nada que no fuese el maldito cristal y el pañuelo que había recibido de su anónimo informante. Tenía la sensación de que se olvidaba de algo; era como si hubiera salido de casa con la duda de si se había dejado una luz encendida.

A medianoche cayó rendida, pero tuvo sueños inquietos, que la trasladaron a un gran salón donde se celebraba una fiesta y la gente bebía y bailaba. En una mesa rectangular habían levantado una montaña de copas de champán y alguien empezó a llenar la primera, situada en la cima; el vino espumoso manaba, rebosando de las copas como una catarata; de repente, la mesa empezó a vibrar, y el monumento de cristal se derrumbó con gran estrépito. Todo el mundo reía, divertido por el desastroso espectáculo. Ann estaba en un rincón, sola, observando la fiesta y con la sensación de tener unos ojos fijos en su espalda. Al volverse, vio a una joven de color, con el cabello cubierto por un pañuelo. Tenía el puño cerrado y sangraba. De repente, abrió la mano y le mostró un pequeño trozo de cristal. Ann gritó y salió corriendo horrorizada.

– ¡Ann, despierta! -Alguien la estaba sacudiendo por los hombros. Abrió por fin los ojos. Jake estaba inclinado sobre ella-. Ya ha pasado. ¿Estás bien?

– Sí… era… era una pesadilla horrible. -Estaba bañada en sudor y temblaba como una hoja.

– Tranquila, ven aquí, intenta dormir -dijo él abrazándola-. ¿Quieres contármela?

– No… no es nada…

Apoyó la cabeza en el pecho de Jake mientras él le acariciaba el pelo para tranquilizarla. Pero Ann no pudo conciliar el sueño en toda la noche; acababa de localizar la luz que se había dejado encendida.