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Con los primeros rayos del alba, Jake se levantó suavemente para no despertarla. Pero Ann no dormía y se volvió para observarlo mientras se vestía.
– Buenos días, cariño. ¿Cómo fue la partida de anoche? ¿Estuvo animada?
– Como siempre. El doctor perdió un par de manos y yo gané otras tantas.
– No te oí llegar. Estaba muy cansada.
– Acababa de acostarme cuando empezaste a gritar.
– No vuelvas a dejarme sola hasta tan tarde, así no tendré más pesadillas.
– Te lo prometo. -Se volvió con una sonrisa.
– ¿Vas a montar hoy?
– Sí, voy a dar un paseo a caballo. ¿Te apetece venir conmigo?
– No, descansaré un poco más.
– Haces bien, has pasado mala noche. -Se sentó en la cama frente a ella y la besó con ternura-. Te quiero, princesa.
– Yo también.
Cuando Ann se aseguró de que Jake se había ido, se vistió rápidamente. Tenía que salir con urgencia. Cogió una de las camionetas y condujo a gran velocidad por la ruta del sur. Al ir en la camioneta de Jake, pasó el control de entrada a la misión sin dificultad, pero no encontró a nadie en el dispensario ni en las cabañas. Las hermanas estaban en el arroyo y pensó que era mejor así, pues si no tendría que dar explicaciones de lo que había ido a buscar. Se dirigió al pequeño hospital y abrió uno de los cajones donde tenían la costumbre de guardar cachivaches inútiles, como tijeras melladas, rollos de esparadrapo terminados, cajas de medicinas vacías, etc., que al padre Damien le gustaba reciclar y ordenar.
Tiró del cajón hasta sacarlo del mueble, se sentó en una de las camas y se lo apoyó en las rodillas. Empezó a examinar meticulosamente los diversos objetos que allí se amontonaban, pero había demasiadas piezas pequeñas, por lo que lo volcó sobre la colcha. Con extrema paciencia, fue apartando a un lado cada cosa, y cuando llevaba más de la mitad, levantó una caja de cartón vacía y… ¡allí estaba!: un trozo pequeño de cristal manchado de sangre. Ann había lavado el cadáver de la primera chica que llevaron al dispensario tras ser asesinada, y recordaba haber retirado de su mano aquel extraño objeto.
Después lo guardó todo de nuevo y colocó el cajón en el mueble. Sobre la misma cama, extendió el pañuelo donde guardaba el cristal hallado en la playa y lo unió al otro. ¡Encajó a la perfección, como si se tratara de un rompecabezas! Los bordes redondeados, al unirse, completaron la lente. Al fin tuvo la certeza de que el dueño de las gafas a las que pertenecían aquellos cristales era el autor del salvaje asesinato de la chica que ella había visto en el dispensario meses atrás.
Afuera se oyeron voces. Ann se puso en pie de un salto, anudó el pañuelo con los dos cristales y lo introdujo en el bolso. Al salir, se encontró a la hermana Francine llevando en sus brazos un bebé.
– ¡Querida Ann Marie! ¡Que alegría verte de nuevo!
– Hola, hermana. Por fin os encuentro.
– Vengo de la reserva. Una joven madre se ha ofrecido para amamantar a nuestra pequeña Marie.
Ann la cogió en brazos y vio que la niña crecía fuerte y saludable.
– Es una lástima que su madre no pueda verla así. Está preciosa. -Ann se emocionó.
– Sí, es un regalo del cielo. ¿Te quedas a comer con nosotros?
– No puedo, mi marido me espera. He venido a recoger una pequeña caja que olvidé aquí, pero tengo que irme. Pronto vendré con más tiempo. Adiós.
Condujo de regreso a toda velocidad. Estaba tan ensimismada en sus reflexiones que no advirtió la silueta de un caballo saliendo a su paso desde el camino procedente de la antigua casa de Jake.
Frenó bruscamente y el animal se encabritó, levantando las patas delanteras y lanzando al jinete por los aires. Cuando Ann fue a auxiliarlo, divisó unas botas negras y brillantes de montar que sobresalían de entre la maleza. Después reconoció el cabello rubio y lacio del administrador, que intentaba levantarse con torpeza, maltrecho por el golpe y sacudiéndose el polvo de la ropa con las manos enfundadas en unos guantes de piel.
– ¡Dios mío, Kurt, lo siento! -Se inclinó para ayudarlo a incorporarse-. ¿Se encuentra bien?
– Sí, no se preocupe. La culpa ha sido mía. No he oído el coche y he seguido azuzando al caballo. -Ya en pie, trataba de calmar al animal-. Espero no haberla importunado con mi torpeza.
– En absoluto, soy yo quien debe pedirle disculpas.
– Le agradecería que no informara a su marido de este incidente. -Su tono de voz estaba cargado de recelo, y no había rastro de aquel joven que la miraba con el entusiasmo de un adolescente.
– De acuerdo, Kurt. No nos hemos visto. -Ann sonrió aliviada, pues si Jake supiera que había salido sola, le dedicaría una nueva reprimenda-. Creo que se ha hecho un rasguño en el cuello. -Se acercó para examinarlo, pero advirtió que la herida no era reciente.
El joven dio un paso atrás para eludirla.
– No… no tiene importancia. Gracias por su interés. Que pase un buen día, señora Edwards -dijo, montando de nuevo y tomando un camino hacia el interior de la plantación.
Jake no había regresado aún para el almuerzo y Ann se dispuso a leer un libro en el estudio mientras lo esperaba. El corazón le decía que debía hablarle de la nueva pista de los cristales y el pañuelo, pero un sexto sentido le aconsejaba que esperase un poco más con el fin de confirmar que no había más gafas en la casa. Cuando descartara totalmente sus sospechas, se lo contaría todo. Lo de los cristales era una prueba contundente de que el asesino era un hombre blanco y de que ella tenía razón.
– Hola, cariño -la saludó Jake entrando en la habitación-. ¿Has descansado? -Se sentó a su lado en el sofá y la besó-. Has pasado una mala noche.
– Sí, gracias. Hace tiempo que no tenía pesadillas tan terroríficas.
– ¿Qué has hecho hoy?
– Nada. Descansar y leer.
– ¿Nada más? -Jake la miró fijamente.
– Nada más -respondió, encogiéndose de hombros con una sonrisa.
– Vamos a comer, estoy hambriento.
Después del almuerzo, Jake fue a su despacho y Ann a su estudio. Al cabo de unos minutos, él regresó.
– ¿Has visto mis gafas por aquí? Estoy seguro de que estaban en mi mesa, como siempre, pero no las encuentro.
– ¿No tienes otro par de repuesto?
– Sí, pero las perdí hace tiempo.
– ¿Cuánto tiempo?
– Pues… no sé, quizá unos meses. Seguramente me las dejé olvidadas en el continente en uno de mis viajes.
Ann hizo como que comprobaba que no estuvieran en su estudio y luego se ofreció a acompañarlo al despacho para ayudarlo a buscarlas. Abrió con fuerza el primer cajón y, en el fondo, detrás de la grapadora, aparecieron las gafas.
– Ahí las tienes.
Ann vio algo más en aquel cajón: la llave de la casa de la playa volvía a estar en su sitio.
– ¿Y esta llave tan peculiar? -preguntó, cogiéndola y adoptando una expresión ingenua.
– Es de mi antigua casa.
Ella lo miró y se quedó callada, esperando que dijera algo más, pero Jake no lo hizo.
– Me gustaría visitarla… -insinuó, para ver su respuesta.
– Su estado es ruinoso, y es arriesgado entrar allí -respondió, mientras abría una de las carpetas repletas de documentos y se ponía las gafas.
Ann dejó la llave en el cajón y se marchó. Ella también prefería estar sola y decidió que de momento no le diría nada sobre el pañuelo. La luz olvidada seguía encendida en su interior y los recelos respecto a Jake la estaban mortificando. Volvió a su estudio para revisar el manuscrito, pero no conseguía concentrarse: se sentía culpable por desconfiar de él, y las gafas y el pañuelo bordado acrecentaban su ansiedad.
Por la tarde, Ann seguía allí cuando el criado le anunció una visita inesperada.
– El señor Prinst ha venido a verla, señora.
– Hágale pasar, Nako.
– Hola, señora Edwards. Es un placer volver a verla -saludó el policía al entrar.
– ¿Qué lo trae por aquí? Mi marido no está, ha salido al campo.
– Es a usted a quien venía a ver. ¿Se ha enterado ya?
– ¿De qué?
– Ha desaparecido otra chica de la aldea.
– ¿Cuándo?
– Hace dos días. Salió al amanecer de la reserva en la camioneta, para ir a trabajar al pueblo, pero por la tarde no regresó junto con el resto de las mujeres. Los hombres de la aldea la están buscando.
– ¿Y qué puedo hacer yo exactamente?
– Alguien se puso en contacto con usted en los anteriores asesinatos. Es posible que ahora también lo haga. Por su seguridad, quiero que esté alerta.
– ¿Sigue creyendo que esa persona es la autora de los asesinatos?
– No lo sé. Sólo espero atraparlo pronto. Esto se me está yendo de las manos. Hay un gran temor entre la población blanca con estos crímenes.
– ¿Ha informado ya a mi marido?
– No, hace días que no lo veo.
– ¿No estuvo usted en la partida?
– ¿Cuál? ¿La del viernes pasado? Sí, claro. Pero desde entonces no nos hemos reunido. El doctor White está algo indispuesto estos días.
– Ya entiendo… Bueno, estaré atenta y le informaré de cualquier novedad.
– Adiós, tenga mucho cuidado.
Ann comenzó a sentir palpitaciones y un sudor frío; se negaba a admitir las dudas que la estaban invadiendo: ¿qué había hecho Jake esa noche? Si no hubo partida, ¿dónde estuvo y por qué le mintió? ¿Y la llave? La tarde anterior no estaba en el cajón… y la noche anterior a la de la supuesta partida, llegó muy tarde y se cambió en su antiguo dormitorio. Nunca hasta entonces lo había hecho. Siguiendo un impulso, se dirigió hacia aquella habitación subiendo los peldaños de dos en dos, y abrió el armario. Pero ¿qué buscaba exactamente? ¡Su ropa! Bajó corriendo la escalera hacia la cocina. Las sirvientas se sorprendieron al verla allí, presa de tan gran excitación.
– ¿Dónde está la ropa que ha usado el señor estos últimos días? Se dejó algo olvidado en un bolsillo…
– Ya la han lavado, señora. Voy a buscar a la encargada.
– No, no tiene importancia. Gracias, olvídelo -dijo, saliendo de la cocina, nerviosa y avergonzada a la vez.
El torbellino de emociones que se arremolinaban en torno a Jake estaba a punto de hacerle perder el equilibrio. Las sospechas eran como dagas que se clavasen en su piel hasta llegar al hueso, y allí se retorcían una y otra vez hasta hacerle sentir un intenso dolor.
Fue al cobertizo para coger una de las camionetas e ir a buscarlo. Necesitaba escuchar de sus labios toda la verdad. Aunque, pensándolo bien, en realidad no deseaba saberla. Se quedó inmóvil, sentada al volante durante un buen rato; después giró la llave para parar el motor, bajó del coche y entró en el almacén. Se dirigió a la vitrina de puertas de cristal donde se guardaban los productos químicos y vio que estaba repleta de botes de plástico y cristal que contenían líquidos o polvos. Estaban ordenados por estantes. En el primero, en un pequeño cartel pegado con cinta adhesiva en el cristal se leía «Fungicida», y debajo constaba el nombre de cada producto junto con la proporción en que debía ser mezclado con agua en las bombonas de riego. Ann fue leyendo las etiquetas de los botes una a una y comprobando que estuvieran en la lista. El siguiente estante estaba destinado a herbicidas. Estaba a punto de marcharse cuando, en la tercera balda, donde se guardaban los insecticidas, una botella de cristal de color ámbar le llamó la atención. Estaba detrás de otros recipientes, éstos de plástico blanco, semioculta en una esquina. Ann los apartó hasta alcanzarla con los dedos y la deslizó hacia delante. Entonces pudo leer claramente el rótulo escrito en negro sobre una etiqueta blanca: «Cloroformo».
La abrió y, al reconocer aquel olor tan familiar, sintió que el corazón le latía demasiado deprisa y temió padecer allí mismo una crisis de histeria. Devolvió la botella a su sitio, tratando de recordar exactamente dónde estaba. Después leyó la hoja indicativa de las proporciones, completamente segura de que no hallaría aquel producto en la lista. Pero se equivocaba. Bajo el rótulo «Insecticidas», la palabra «Cloroformo» aparecía en tercer lugar, señalando la cantidad exacta que se debía utilizar. La lista decía: «Lindano 2%, Metaldehído 5%, Cloroformo 5%, Fosfuro de cinc 10%».
Tras cerrar la vitrina, Ann se dirigió hacia la escalinata de la casa, y desde arriba vio que una camioneta aparcaba junto al cobertizo. Reconoció la silueta de Kurt Jensen y aguardó de pie para advertirle que su marido no estaba en casa, pero el administrador dejó el vehículo y entró en el almacén que ella acababa de abandonar.
Ann regresó a su estudio. Su mente era un torbellino de emociones y en aquel momento deseaba estar sola. Minutos después, el sirviente la avisó de que el señor Jensen quería verla.
– Señora Edwards, volvemos a vernos.
Kurt estaba allí, frente a ella, pero Ann Marie no tenía ánimos para una visita de cortesía.
– Hola, Kurt. Espero que se encuentre bien después de la caída.
– Sí, gracias. No fue nada, apenas un par de rasguños.
– Mi marido aún no ha regresado, aunque debe de estar a punto. Ya está oscureciendo. -No sabía cómo deshacerse de él.
– Sólo he venido a dejarle estos documentos. Anoche me ordenó que los preparase con urgencia.
– Anoche… -repitió ella en un susurro-. Claro, volvió tarde.
– El señor Edwards suele recorrer la isla a cualquier hora del día, incluso de madrugada. Es muy riguroso. Le preocupa mucho la cosecha y revisa hilera a hilera los sembrados.
– Sí, es muy minucioso… -Ann tenía la cabeza en otra parte.
– Bueno, es tarde -dijo Kurt, alargando la mano para ofrecerle una carpeta-. Por favor, entréguele este contrato. Si necesita alguna aclaración, estaré en casa.
Pero no se marchó en seguida. Se quedó quieto, dubitativo, como si se estuviera armando de valor para dar un importante paso.
– Marie -continuó, esta vez con voz serena y mirada firme-, he venido a despedirme de usted. Me voy de aquí… para siempre.
– ¿Va a instalarse en el continente?
– No, me marcho a Alemania. Necesito alejarme, dejar esta isla, este país. -Ann advirtió que su mirada se había transformado; había ahora en su rostro un rictus de ansiedad y parecía que tratase de decirle algo-: No puedo más…
– Claro, entiendo que desee viajar un poco y conocer nuevos lugares.
– Usted se convirtió en mi único estímulo para soportar esta… angustia, pero ya no tengo motivos para seguir esperando, ¿verdad? -La miró esperando una respuesta.
– No, lo siento. Espero que algún día encuentre a una mujer que le haga feliz. Se lo merece. -Esbozó una afable sonrisa.
– Adiós, Marie. -Alargó la mano y cogió la de ella con firmeza, sujetándola más tiempo del habitual, sin dejar de mirarla a los ojos.
– Adiós, Kurt. Te deseo lo mejor.
Cuando el joven se marchó, Ann se dirigió al despacho de Jake, y antes de dejar la carpeta sobre la mesa, la abrió para hojear el contenido. Era un contrato de compra-venta de unos terrenos de cultivo en el continente entre dos empresas desconocidas para ella. Después salió a la terraza posterior y bajó la escalera de acceso a la playa. Era de noche, pero necesitaba relajarse contemplando el mar. Se sentó en el primer peldaño, pero ni siquiera aquella visión alivió sus atormentados pensamientos. De pronto, notó que alguien le ponía una mano en el hombro y dio un grito, saltando hacia delante. Cuando volvió la cabeza, se topó con la mirada de Jake, sorprendido ante su histérica reacción.
– Ann, estás muy tensa -dijo mientras se acercaba. Intentó abrazarla, pero ella se apartó-. ¿Qué te pasa?
– Jake, necesito saber dónde estuviste anoche, y la anterior… -En sus ojos se leía el miedo a recibir una respuesta que no quería oír.
– ¿A qué viene esa pregunta? ¿Tengo que darte cuenta de todos mis pasos? -Se revolvió incómodo.
– No. Nunca te he pedido explicaciones, pero esta vez quiero saber qué hiciste esas dos noches.
– ¿Y tú? ¿Adónde has ido esta mañana? -preguntó a su vez-. Me has mentido. Has dicho que no habías salido de casa, pero has ido a la misión. ¡Y completamente sola! Si alguien tiene que dar explicaciones no soy yo, sino tú. Sabes que no debes arriesgarte, pero lo haces continuamente. ¿No entiendes que es muy peligroso?
Ann estaba temblando. Aquélla era la prueba que necesitaba para confirmar sus sospechas: la vigilaba, sabía que podían ponerse en contacto con ella y estaba al acecho de la persona que le suministraba pruebas que lo delataban.
– Déjame, quiero estar sola. -Le dio la espalda y echó a andar hacia la playa.
– ¡No puedes! Está oscuro y hay un asesino suelto en la isla. Sé prudente, Ann…
– No me pasará nada -lo interrumpió, volviéndose hacia él desafiante-. Lo sé.
– ¿Qué sabes?
– Que no me haría daño -respondió sin pestañear.
– ¿Por qué estás tan segura?
– Porque tú estás a mi lado para defenderme y vigilas todos mis pasos. ¿Qué me puede pasar teniéndote tan cerca?
– ¿Qué te sucede Ann? Estás muy rara. ¿Ha ocurrido algo que yo deba saber?
– Tú lo sabes todo… -replicó.
Después se encaminó hacia la casa, pero él le cogió el brazo y se acercó a ella.
– ¿Qué quieres decir? Aclárame eso.
– Eres tú quien debe aclarar muchas cosas. -Se libró de su mano y lo dejó solo.
La cena estaba servida y se sentaron a la mesa en un tenso silencio. Ann apenas probó la comida. Se sentía observada, pero no le ofreció a Jake la oportunidad de intercambiar una mirada con ella.
– Esta mañana te he visto en la camioneta cuando regresabas de la misión. Yo estaba en los sembrados y me dirigía al pueblo a caballo. -Jake rompió el silencio. Su voz era templada, conciliadora. Luego añadió-: Confío en ti, Ann. No te vigilo. Aunque debería hacerlo, ya que no te importa correr riesgos innecesarios. No quiero que salgas sola hasta que detengan al criminal que anda suelto.
– Preferirías tenerme siempre en casa, ¿verdad? ¿Y si no se aclarasen nunca los crímenes? ¿Me encerrarías de por vida entre estos muros?
Se produjo un incómodo silencio. Parecía como si, en aquella relación, algo estuviese a punto de romperse para siempre.
– Te dije que si querías ir a la misión te acompañaría. Debiste decírmelo esta mañana y hubiera renunciado a montar a caballo para ir contigo. Ann, te quiero demasiado como para negarte algo, y no puedo permitir que corras peligro.
«Y tampoco quieres que nadie se acerque a mí para ofrecerme más pruebas», pensó ella.
– Estoy cansada. Me voy a dormir -dijo, levantándose de la mesa.
Ya a solas, su mente trabajaba a toda prisa. La realidad era más siniestra que sus pesadillas: su marido era un asesino, un violador, y Ann se torturaba preguntándose cómo no lo había descubierto antes. Ella lo amaba profundamente y todavía albergaba la leve esperanza de estar equivocada. Jake era algo brusco a veces, pero nunca lo había sido con ella; él sólo le había dado amor, ternura, pasión…
Recordó el ataque que había sufrido en la playa. ¿Habría sido capaz de hacerle aquello? Intentó reconstruir los hechos de aquella mañana: dejó allí a la joven, pero alguien avisó a Ann con las señales y él se sintió descubierto. Al verla allí, la agarró por detrás y, después de dejarla inconsciente, la ocultó en la camioneta y trasladó el cadáver de la chica unos cientos de metros, sospechando que ella señalaría el lugar exacto donde lo había visto. Después fue al embarcadero cercano a la mansión, la subió a ella a su lancha, se dirigió a la isla Elizabeth y la depositó en la playa después de empapar sus ropas en el agua del océano. La coartada era perfecta: Jake sabía que pronto la encontrarían, pues conocía la costumbre de los aldeanos de acercarse a esa isla llena de frutos tropicales y de abundante pesca.
Pero Ann se negaba a imaginar la horrible visión de él atacándola desde detrás y dejándola inconsciente.
Al oír el familiar sonido de la puerta del dormitorio, cerró los ojos fingiendo dormir y se volvió hacia el otro lado de la cama. Notó que él se desvestía y después se tendía a su lado. Aquella noche apenas se rozaron; permanecieron los dos en silencio, despiertos e inmóviles, y tardaron horas en conciliar el sueño, sin llegar a pronunciar una palabra.