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Meses después, se trasladaron a Londres y adquirieron una bonita casa en Hampstead. John se incorporó a un moderno hospital y abrió una nueva consulta, pero esa vez no lo hizo en el hogar familiar, sino en la exclusiva zona de Chelsea, donde vivían sus padres, y contrató los servicios de una enfermera profesional, pues sus pacientes pertenecían a la alta sociedad londinense y no le pareció adecuado que su esposa le ayudara. Ann aceptó el traslado porque significaba regresar a su ciudad natal y reencontrarse con sus amigas de la infancia, aunque también implicaba recibir las visitas asiduas -y los comentarios mordaces- de la madre de John.
Evelyne Patricks consideraba inferior a cualquier persona que no perteneciera a su estatus social y, por supuesto, ninguna mujer estaba a la altura de su hijo. Al poco tiempo de mudarse, Ann encontró trabajo en un colegio como profesora de lengua inglesa. Esa circunstancia molestaba mucho a su suegra, quien lo consideraba inadecuado. «Una mujer sólo tiene que trabajar si el marido es un zoquete y no sabe mantener a su familia. Pero ése no es tu caso, ¿verdad, cariño?», sentenciaba mirando a su hijo en las numerosas ocasiones en que la pareja acudía invitada a la gran mansión de Chelsea. Ann recibía con contenida furia esos comentarios, y no porque aquella mujer vertiese sus opiniones sin ningún tipo de consideración hacia ella, sino por el silencio cómplice de John, quien asentía con aire resignado y nunca salía en su defensa.
Ann era una mujer de mente abierta, libre de prejuicios y convencionalismos, y a pesar de la presión que su familia política ejercía sobre ella y de las ironías que recibía de su marido, no tenía intención de dejar el colegio ni su afición a escribir. Sus relatos de aventuras no obtuvieron demasiado éxito, pero esa circunstancia no la amilanó; al contrario: se lanzó a escribir una novela romántica con la que llenar las interminables horas de soledad a las que se vio condenada cuando su marido se consagró en exclusiva a su profesión y apenas aparecía por casa. El problema era que, al sentarse frente a la máquina de escribir, sus manos se negaban a plasmar en el papel lo que la mente le dictaba. Y no era por razones técnicas, sino por el pudor a desnudar unos sentimientos que siempre habían estado íntimamente escondidos en su diario y que se negaban a exhibirse ante un posible lector. Por eso le resultaba tan difícil terminar de escribir la obra. Además, estaba John. ¿Qué pensaría él al leerla? ¿Y su suegra? Estaba segura de que se avergonzarían de ella…
El argumento era algo morboso. Trataba de un matrimonio convencional: un hombre frío e impasible, con un trabajo gris de contable en una empresa de transportes, y una mujer que trabajaba de administrativa en un estudio de arquitectura y poseía una belleza juvenil y una mirada intensa y soñadora. Llevaban una vida rutinaria, con horarios fijos de trenes de ida y vuelta a la City y fines de semana dedicados a hacer la compra. Todo en aquel matrimonio era anodino y cotidiano, el amor parecía haber huido tras no hallar argumentos para permanecer más tiempo. Pero sus vidas iban a salir de la monotonía: la protagonista comienza a tener problemas de salud y se le diagnostica un cáncer de difícil operación. Ella posee una profunda vida interior e intenta asumir la fatalidad haciendo balance de las experiencias que le habría gustado vivir. Pero la historia cambiará radicalmente en el tercer capítulo: a consecuencia de un accidente de tráfico cuando regresaba del hospital donde recibía tratamiento, la protagonista entabla relación con un desconocido que provoca en ella un intenso torbellino de emociones del que difícilmente podrá sustraerse. El conductor implicado en el incidente, un atractivo y bohemio escultor que no pone el grito en el cielo por los daños ocasionados a su vehículo, la invita a almorzar para discutir los asuntos del seguro. Ella acepta y se deja seducir por aquel hombre que ha quedado prendado del brillo que emanan sus ojos, en los que descubre unas ansias locas de vivir intensamente. Por su parte, él ha conseguido avivar en ella una voracidad por almacenar nuevas experiencias con las que llenar sus alforjas ante la inevitable y definitiva partida. Después de ese encuentro ya nada será igual. Comienzan a citarse a escondidas y disfrutan de apasionadas y desinhibidas veladas de amor y sexo. Para la protagonista, ésta será la última gran aventura, y cada tarde regresa a casa con la firme intención de no volver a verle. Sin embargo, al día siguiente acude, ilusionada como una adolescente, a su cita clandestina. El amante ignora por completo que tiene una enfermedad terminal, está loco por ella y empieza a hablar de futuro, una palabra que ofrece a la joven el estímulo para desear seguir viviendo. La enfermedad sigue avanzando y su estado físico empeora; el anímico también comienza a hacer agua, acuciado por la profunda pasión que le inspira su nuevo amor y el sentimiento de culpa por mentirle a su marido, quien, a pesar de su desapego, está soportando estoicamente el peso de la tragedia que se avecina.
Para Ann, lo más difícil de la historia no era narrarla, sino describir los sentimientos de los tres protagonistas, quienes formarán un triángulo amoroso donde la culpabilidad, los chantajes emocionales y la pasión vehemente estarán a flor de piel. La idea de escribir ese argumento se le ocurrió una tarde en que acudió al hospital a recoger a John para asistir a una cena en casa de sus suegros. Un joven salió de una de las habitaciones al pasillo, donde estaban ellos, y exhortó a John para que entrara a visitar a una de sus pacientes. Ann entró con él y conoció a la enferma, una chica no muy bien parecida, de procedencia modesta y con una sonrisa franca que se iluminó cuando vio entrar a su marido en la habitación. Ann descubrió un brillo especial en sus ojos y le pareció intuir lo que aquella joven estaba sintiendo ante el atractivo médico que trataba de curar su enfermedad. John era un hombre seductor, y esa noche, con un traje a medida bajo el abrigo de lana oscuro, estaba especialmente elegante; se dirigió a ella con su habitual seguridad en sí mismo y una altivez natural que trataba de suavizar ante el marido de la enferma, de origen tan humilde como ella. John le contó después, de camino hacia la casa de sus padres, que aquella chica estaba desahuciada: tenía cáncer de páncreas.
Ann pensaba que el argumento de aquella historia era la punta del iceberg que asomaba desde su interior, pues ella compartía su vida con un hombre que nunca le demostraría la devoción del amante de su protagonista. Aún ansiaba vivir una auténtica aventura como la que estaba escribiendo; quizá, con su novela, buscaba una salida a la frustración en la que estaba inmersa, convencida de que John jamás sería el héroe de sus fantasías románticas. Pero después de analizarse durante un rato, retornaba a la máquina de escribir y, liberada de prejuicios, llenaba páginas y páginas. «Bueno, después de todo, no tengo por qué publicar esta novela -se decía-. La dejaré guardada junto a mi diario y, mientras decido cómo hallar un final feliz para este conflicto, escribiré otra de suspense y asesinatos, al estilo de Agatha Christie.»
John se mostró escéptico cuando Ann le contó la trama de su nueva historia. La verdad era que nunca se había interesado demasiado por aquella particular afición de su esposa ni había leído ninguno de sus escritos. «Querida, esas historias están ya muy manidas. No puedes competir con Graham Greene o con Edgar Allan Poe. Además, el mercado editorial es prácticamente inaccesible, sólo publican los autores conocidos. No pierdas el tiempo ni conviertas esto en una obsesión.» Ésa era la respuesta que Ann recibía cada vez que trataba de iniciar una conversación sobre el asunto. Pero ella creía firmemente en su capacidad para crear historias, recibía esos comentarios parapetada tras una coraza y trabajaba aún con más empeño.