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Capítulo 38

El doctor White estaba en su despacho, atendiendo a un paciente. Ann esperó en la sala hasta que el médico lo despidió en la puerta. Al verla, se acercó a ella con gran alegría.

– Hola, Marie, quiero decir, señora Edwards. Es un placer recibirla en mi humilde casa. ¿En qué puedo ayudarla? ¿Tiene algún problema?

– No, mi visita no está motivada por problemas de salud -contestó, tratando de sonreír-. Verá, doctor, quisiera pedirle un favor. Pronto será el cumpleaños de mi marido y deseo comprarle un regalo para darle una sorpresa. Pero aquí, en el pueblo, no encuentro lo que quiero y desearía desplazarme a la isla de Preslán. Me he acordado de que usted tiene una embarcación a motor y me preguntaba si le importaría prestármela para ir allí.

– Por supuesto que no. Espere un momento, daré órdenes a mis criados para que preparen la embarcación y avisen al piloto -dijo, saliendo de la sala.

Ann conocía bien la consulta del médico; despertó allí el día del accidente de coche. Había una mesa cuadrada contra una de las paredes llena de papeles, cajas de medicinas y unos cuantos artilugios médicos. En el centro estaba la camilla donde atendía a los enfermos, y de la pared del fondo colgaba un gran panel con hileras de letras y signos que iban disminuyendo de tamaño. En la otra pared había cajones y estanterías repletas de libros de medicina.

– Dentro de unos quince minutos estará lista la embarcación. La invito a tomar un zumo mientras esperamos -dijo el hombre al regresar.

– Gracias, doctor. Además, me gustaría hacerle una pregunta.

– Adelante -respondió con afabilidad.

– En los últimos años, ¿ha habido entre sus pacientes algún caso de trastorno mental?

– No recuerdo ningún caso así cercano en el tiempo. ¿Por qué lo pregunta?

– Creo que el asesino de la maestra y de las chicas de color es un hombre de esta comunidad. Un hombre respetable, con una vida respetable, pero con un lado oscuro y siniestro del que nadie sospecha nada.

– ¿Y en qué se basa para suponer algo así?

– Tengo algunos indicios, aunque son simples corazonadas -contestó rápidamente, tratando de restarle importancia a sus palabras.

– Dígame cuáles -se interesó el doctor White, acercándose a ella.

– Por ejemplo, el hecho de que las chicas de color fueran violadas, pero en cambio no yo, ni la maestra. Por cierto, ¿sabía que estaba embarazada?

– Sí, me visitó una vez. Fue una lástima, una mujer tan bonita…

– ¿Sabe quién era el padre?

– Bueno, ella era muy discreta. -Se encogió de hombros-. Creo que tenía algún problema con él.

– ¿Qué tipo de problema? ¿Estaba casado? -insistió Ann.

– ¡Ejem! Creo que no es momento de remover el pasado. Y volviendo al supuesto asesino, ¿sospecha usted de alguien en particular? -El médico la miró expectante.

Ella se quedó pensativa, aunque le sostuvo la mirada, escamada por su inusitado interés.

– No… no. Era sólo una intuición, pero no tengo pruebas.

– Ann, voy a prepararle unos tranquilizantes; creo que todavía no se ha recuperado del todo de la conmoción sufrida tras la agresión. Y también le tomaré la tensión -dijo, acercándose a su mesa, abriendo varios cajones y buscando algo en ellos-. ¿Dónde he dejado mi fonendoscopio? Por favor, mire en aquel último cajón, a su espalda.

Ann lo abrió y, de repente, un estremecimiento la recorrió de arriba abajo, dejándola paralizada: allí, en el fondo, había una montura rota. Uno de los cristales estaba dañado y el otro… ¡ni rastro! ¡Faltaba la lente completa! Reconoció rápidamente la silueta ovalada del cristal que acababa de dejar en el despacho de Prinst y se quedó muda, bloqueada. Su instinto le dio una orden: ¡salir de allí inmediatamente! Se volvió despacio y descubrió al doctor White justo detrás de ella. Se miraron fijamente. Sus ojos no eran los de antes, afables y comprensivos, sino fríos y amenazadores.

– Bueno, ya me voy. Tomaré las medicinas que me ha recetado.

– Ann… -dijo el médico, negando con la cabeza con cara de decepción-. ¿Por qué no se olvidó de este asunto?

– No sé de qué me habla, doctor.

Ann temblaba y respiraba con dificultad. De un salto, agarró el pomo para salir, pero la puerta no se abría… ¡Estaba cerrada con llave!

– Doctor White, por favor, abra la puerta. -Su rostro reflejaba pánico al ver cómo él se acercaba despacio, después de coger una gasa y volcar en ella el bote de cloroformo.

– Tenía que ser usted -prosiguió él, moviendo la cabeza-. Una mujer tan joven, tan bonita, pero demasiado entrometida. Desde que llegó a esta isla no ha hecho más que alterar nuestra tranquila comunidad. -Ella seguía pegada a la puerta, paralizada de miedo-. ¿Por qué tuvo que inmiscuirse en asuntos de negros?