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– Pues, a pesar de tus reticencias, sigo creyendo que esta última prueba puede tener una base sólida -insistía el jefe de policía.
– Déjalo correr, Joe. -Jake se sacó un cigarro del bolsillo y le ofreció otro a Prinst.
– Tengo el presentimiento de que estoy cerca de descubrirlo. Si consigo atrapar al que le hizo aquello a Christine, ¡te juro que lo mataré con mis propias manos!
– Yo también necesito atraparlo de una vez, Joe. Esta tensión está afectando a mi relación con mi esposa.
– Oye, Jake, con respecto a tu antigua casa de la playa, me gustaría restaurarla, si no tienes inconveniente. Allí era donde me citaba con Christine, gracias a la copia de la llave que me diste. Ahora necesito ir allí a menudo. La extraño tanto… -Miró al suelo, tratando de ocultar su emoción.
– Después de lo que ha pasado, creía que ya no estarías interesado en ella. De hecho, he estado allí hace un par de días para preparar la demolición. Pero si la quieres, es tuya, amigo. ¿Sabes adónde ha ido Ann?
– No, la he despedido en la puerta y luego he vuelto al despacho.
– ¡Espera un momento! ¿No es ésa una de mis camionetas? -exclamó Jake caminando hacia el vehículo-. Ann no debe de estar lejos.
– ¡Jake, mira al suelo! -gritó Joe señalando hacia sus pies.
En la calzada, pintadas en negro, había unas señales, las mismas que Ann veía cada vez que alguien le enviaba un mensaje. Los dos hombres comenzaron a seguirlas.
– Parece que van en dirección a la casa del doctor.
Llamaron a la puerta, pero nadie les respondió. Joe probó con el pomo y éste cedió. Entraron. La casa estaba silenciosa. De pronto se oyó un grito de mujer y un estruendo en la sala de consulta. Ambos se dirigieron hacia allí corriendo, pero la puerta estaba cerrada con llave y no pudieron entrar.
– ¿Ann? ¿Estás ahí? -gritó Jake. Volvieron a oír un quejido femenino y varios golpes.
Jake tomó impulso, y de un fuerte empellón abrió la puerta, destrozando el marco y la cerradura. Joe y él asistieron a una violenta escena: el doctor White estaba en el suelo, sobre Ann, sujetándole las manos y tratando de cubrirle el rostro con un trozo de gasa. Ella luchaba, tendida debajo de él, agitando brazos y piernas para escapar.
De repente, Jake se lanzó contra el médico, propinándole toda clase de golpes, patadas y puñetazos para liberar a Ann del abrazo mortal de su agresor, que quedó tendido en el suelo, sangrando por la nariz y la boca.
– ¡Oh, Jake! ¡Gracias a Dios! -exclamó Ann, incorporándose con dificultad con su ayuda y comenzando a llorar, víctima de una crisis nerviosa-. ¡Era él, Joe! ¡Él es el asesino!
– Jake, tu esposa no está bien. Deberías internarla en un sanatorio -dijo el doctor, jadeante-. Ha comenzado a atacarme sin ningún motivo. ¡Está loca!
– Estaba intentando sedarme. Joe, mire en aquel cajón -añadió Ann, que seguía abrazada a su marido.
Prinst abrió el cajón y cogió la montura rota.
– ¿Son tuyas estas gafas, doc?
– Sí, son mías. Y ahora, ¿quieren salir de mi casa y dejarme en paz?
– Lo siento, pero va a ser imposible; voy a tener que detenerte.
– ¿De qué estás hablando, Joe? -preguntó con arrogancia mientras trataba de incorporarse y recomponer su maltrecha imagen-. ¿Quién te has creído que eres para hablarme así? Jake, dile que me deje en paz. Y cuida de tu mujer, necesita un psiquiatra. Ahora, márchense todos de mi casa -ordenó con desprecio mientras les daba la espalda para limpiarse la herida de la cara.
– ¡Es usted un asesino! -gritó Ann fuera de sí, desconcertada ante la aparente frialdad del médico.
– Vamos, señora Edwards, hable con su marido. Él no tiene las manos demasiado limpias como para erigirse en ejemplo de hombre respetuoso con las leyes -dijo sin volverse.
– ¡Bastardo! -Jake soltó a Ann, se dirigió hacia él y le propinó otro puñetazo. Después lo agarró de las solapas de su chaqueta color marfil y lo miró con furia-. Una vez le causé la muerte a un hombre, es cierto, pero tú sabes bien lo que pasó. Yo no soy un criminal degenerado como tú -exclamó, soltándolo con brusquedad-. Me encargaré personalmente de que te pudras en la cárcel, Jonas White.
Una sombra se deslizó en la habitación. Era la criada del médico, la mujer de color menuda y delgada, de rostro arrugado y melena gris recogida en la nuca, que Ann conocía y que en algunas ocasiones la había tratado con aparente hostilidad. Se detuvo en el centro de la habitación y contempló al doctor. Todos se volvieron hacia ella.
– Al fin te han descubierto, ¡asesino! -gritó con ira, y escupió en el suelo, a su lado.
– ¿Era usted quien me enviaba los mensajes? -preguntó Ann.
– Sólo algunos, señora. Lo hicimos entre todos. Intentamos protegerla de él desde que llegó a esta isla.
– ¿Usted nos ha indicado el camino hacia aquí? -intervino Jake.
– Sí, yo les he avisado. Cuando he visto llegar a la señora he presentido que algo malo iba a pasarle -contestó mirando a Ann.
– Gracias -le dijo Jake, ofreciéndole la mano-. Le debo la vida de mi mujer.
– Es un criminal. Salía a cazar jóvenes con un bote de cloroformo.
– ¡Cállate, bruja! ¡Fuera de aquí, vieja loca! ¡No sabes lo que dices! -le espetó el médico, despreciativo.
– Yo no quería que visitara esta casa, señora. Tenía miedo de que él le hiciera daño. -Miró a Ann con profundo respeto-. Yo lo seguí una tarde, cuando forzó a la pequeña Siyanda junto a la antigua casa del señor. La maestra iba hacia allí, y cuando lo sorprendió sobre ella, la emprendió a golpes con su propio bastón hasta matarla. Después lo limpió con un pañuelo y lo trajo a casa para que se lo lavara. Pero yo lo guardé y se lo envié a usted, señora.
– ¡Tú mataste a Christine! -Joe Prinst se acercó al médico y lo empujó contra la pared mientras le propinaba patadas y puñetazos sin control-. ¡Estaba embarazada, íbamos a casarnos! ¡Maldito asesino!
Jake resolvió intervenir y sujetó los brazos de su amigo para apartarlo del médico, que, vencido y maltrecho, yacía en el suelo sin fuerzas para defenderse.
– Ya vale, Joe. Tranquilo.
– Jonas White, te detengo, acusado de violación y múltiples asesinatos -dijo Prinst más sereno, inclinándose y poniéndole las esposas.
– ¿Acaso crees que vas a encerrarme por unas sucias negras? ¿Es que os habéis vuelto todos locos? -exclamó el médico con arrogancia.
– Tú eres el único perturbado. Yo defiendo la ley, y te aseguro que pagarás por lo que has hecho -contestó Prinst, llevándolo a empellones hacia la puerta.
– ¡Esto no va a quedar así! ¡Tengo muchas influencias en el continente! -seguía gritando el doctor, farfullando y trastabillando con torpeza.
– Y yo también. ¡Y te juro que las utilizaré para que te pudras en la cárcel! -replicó Jake en tono amenazador. Después regresó junto a Ann.
– Descubrí que era él quien estaba matando a nuestras mujeres, pero no podíamos denunciarle, ni demostrarlo -explicó la anciana-. Era un hombre mayor, y tullido, por eso nadie recelaba de él. Cuando usted llegó a la isla, confiamos en que pudiese ayudarnos, pero para eso tenía que ver con sus propios ojos quién era el auténtico azote de la isla. Aquella tarde, muchos fuimos testigos de cómo la atacó en la playa al día siguiente de haberla invitado a cenar en su casa. Él había salido a caballo, y encontró a la joven camino del puerto. Después de forzarla y matarla, subió el cadáver al caballo y se la llevó hasta la playa, pero una de las mujeres lo vio y dio la voz de alarma en la reserva. Mientras lo seguían, uno de los niños fue a la misión para avisarla con las señales y conducirla hasta allí, para que fuera testigo de su crimen. Pero él la descubrió y esperó a que se acercara para dejarla sin sentido. Después la cogió en brazos y la arrojó al mar, convencido de que moriría ahogada. Cuando él fue a cambiar el cadáver de sitio, varias mujeres entraron con sigilo en el agua y consiguieron mantenerla a flote. Después la trasladamos en canoa hasta la isla Elizabeth.
– ¿Quién me puso el talismán? -preguntó, mostrándoselo a la mujer.
– Fue mi hijo, el joven a quien usted revivió en la playa hace unos meses, cuando se ahogó. También fue él quien le envió el último mensaje con el cristal.
– Pues parece que ha vuelto a protegerme -dijo, llevándose la mano al cuello para mostrar el trozo de coral que llevaba colgado-. No sé cómo agradecerles todo lo que han hecho por mí.
– Usted era nuestra única esperanza para desenmascarar a ese criminal. No podíamos denunciarlo porque nadie creería en nuestra palabra. Le enviamos aquellos objetos para que pudiera relacionarlos con él y lo descubriera de una vez.
– Tengo una deuda pendiente con todos ustedes, y me encargaré personalmente de que sean recompensados -afirmó Jake con gratitud-. Voy a llevar a cabo importantes cambios en la reserva. Ahora regresemos a casa, Ann. -Jake le pasó un brazo por los hombros y salieron juntos.
– Lo siento, Jake, lamento todo lo que ha pasado -dijo, sentada sobre sus rodillas, y abrazada a él en el sofá del salón.
– No, no… ¿Cómo puedes decir eso? Soy yo quien debe pedirte perdón. Tú tenías razón y yo no quería verlo. A partir de ahora, todo será diferente, te lo prometo. -La estrechó con ternura.
– Te quiero tanto… -Ann empezó a sollozar-. He estado a punto de abandonarte para siempre.
– Pero estás viva. Sólo de pensar que ese degenerado podría haberte matado… me vuelvo loco. No sé cómo podría continuar viviendo sin ti. Jamás pensé que el doctor White pudiese ser el autor de esas monstruosidades. ¿Cómo lo averiguaste? ¿Por qué no me lo dijiste?
– Fue por casualidad -musitó tímidamente.
– Joe me habló de los cristales. Tendría que haber confiado en tu intuición, pero en vez de eso te di la espalda; no debiste enfrentarte tú sola a ese asesino. Si me hubieras hablado de tus sospechas, yo mismo lo habría llevado a la cárcel a puntapiés. Jamás le perdonaré lo que te hizo.
– Ya ha pasado todo. Estamos juntos, y para siempre -dijo, cogiéndole la mano-. Además, tengo que contarte algo más.
– ¿Todavía guardas más secretos? -preguntó él, enarcando las cejas.
– Sí. Pero éste te va a gustar -susurró, colocando la mano de Jake sobre su vientre-. Es una prueba de nuestro amor.
15 de octubre de 1982
Aquel día, navegué sin rumbo en una canoa que se dejó llevar río abajo, empujada por una corriente llena de recelos; sólo cuando recuperé el control, me di cuenta del naufragio en el que había estado a punto de sucumbir, abandonando al hombre que amaba sin ofrecerle la posibilidad de demostrar su inocencia. Pero fue la buena estrella que siempre acompaña a Jake la que se encargó de hacerme volver a su lado, y esta vez para siempre. Al poco tiempo de llegar a esta isla, creí que sólo había trazado una estela en el mar, pero esa onda se fue expandiendo hacia la orilla, donde un hombre extraordinario la recibió para regar una tierra que se volvió fértil.
Han pasado varios años y la vida aquí ha cambiado radicalmente: Jake mandó construir un hospital en la zona sur, además de un colegio y casas dignas, con luz y agua corriente para todos los ciudadanos de la isla sin excepción. Los Brown se marcharon definitivamente y la convivencia entre las distintas razas se convirtió en una realidad en este lugar perdido del océano, contraviniendo las estrictas leyes del país al que pertenece. El padre Damien dirige ahora el hospital, y la comunidad religiosa ha aumentado significativamente para atender las necesidades de los chicos y chicas que acuden hoy al colegio, muchos de los cuales son becados de la fundación que Jake y yo hemos creado, para estudiar en el Reino Unido.
Yo sigo en mi paraíso particular, Mehae, el más bello lugar del mundo. Ahora tengo raíces y una familia, y Jake y yo vivimos nuestro amor como si cada día fuera el último. Puedo afirmar que soy feliz, que tengo mi propia vida, y que tu sacrificio valió la pena.
Gracias, mamá.