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También la fatalidad se cebó con ella al recibir la terrible noticia de la muerte de su padre en un accidente aéreo. A pesar de sus distanciadas vidas, habían mantenido una buena relación, y esa repentina pérdida la afectó más de lo que esperaba. Por primera vez sintió la soledad en estado puro y necesitó que su marido le tendiera una mano amiga, un gesto de calor que la ayudara a superar aquellos duros momentos, pero no halló en él más que apatía y desinterés. John, argumentando la escasez de médicos y el exceso de enfermos en la consulta, apenas aparecía por casa. Su indiferencia ante los sentimientos de Ann por aquella pérdida hizo que se deteriorase aún más su ya maltrecha convivencia, que había ido despeñándose a través de los años.
Tan sólo la compañía de su vecina y gran amiga Amanda Edwards le proporcionó cierto amparo en aquella soledad. Ann envidiaba la excelente relación que ésta mantenía con su marido. Ambos procedían del mismo barrio obrero, situado en el extremo oriental de la ciudad, y se conocían desde la adolescencia. Habían conseguido acceder a la universidad gracias al esfuerzo de sus familias y de ellos mismos, que trabajaron duro para costearse los estudios. Los dos habían estudiado derecho, y cuando Joseph encontró trabajo en un bufete se casaron. Ella también ejercía de abogada, pero en un modesto despacho ubicado en el mismo suburbio donde ambos habían crecido y donde aún conservaban a los amigos de la infancia. Allí se encargaba de los casos de asistencia legal con cargo al Estado de los más desfavorecidos. Ahora vivían en el lujoso barrio de Hampstead, como Ann, pero ni ella ni su marido renegaron nunca de sus orígenes.
Amanda era delgada y huesuda, de piel blanca y ojos castaños, no demasiado agraciada; la nariz recta y los labios finos, que sólo dibujaban una larga hendidura en el rostro, le conferían una extraña sonrisa. Sin embargo, su mirada afable y sus gestos serenos hacían que su interlocutor se sintiera a gusto junto a ella, como si irradiara una energía positiva y relajante. Gracias al carácter de Amanda y a la esmerada educación de Ann, las dos mujeres eran, a pesar de sus orígenes completamente distintos, grandes amigas y confidentes. John aceptaba en su hogar a los Edwards y los trataba con aparente cordialidad, aunque Ann siempre captaba en él una mirada de superioridad y animadversión.
Amanda y Ann se consideraban personas normales, incluso ancladas en las convenciones establecidas. El hecho de que hubieran ido a la universidad y de que compartieran inquietudes culturales las diferenciaba del resto de las tradicionales parejas de los amigos de sus maridos, pero sólo a los ojos de éstas, pues ellas seguían siendo devotas esposas.
– Aunque vivimos intensamente el final de los sesenta, nos hemos convertido en unas burguesas: residimos en un barrio elegante y en una casa preciosa, tú estás casada con un abogado y yo, con un médico… ¿Dónde quedó nuestra rebeldía?
– Aún nos queda algo. Tú escribes novelas de amor a espaldas de tu marido y yo trabajo en un bufete en el que casi nunca cobro la minuta y que a veces choca con los intereses del despacho de Joseph.
– ¿Y eres feliz?
– La felicidad es un estado; va cambiando conforme vas creciendo y acumulando experiencias. Las necesidades de hoy no son las que tenía hace algunos años. Debemos ser conscientes de lo que tenemos y de lo que realmente necesitamos. Cuando puedes decir: «lo tengo todo», es que eres feliz y tienes la vida que deseabas vivir.
– ¿Qué es tenerlo todo?
– Depende de lo que necesites y de lo que te haga sentir bien: salud, estabilidad, amor, autoestima, familia, amigos, sueños cumplidos…
– ¿Tú tienes todo eso?
– Sólo algo, no todo. Pero siento que no debo pedir más. Cuando se ha vivido un pasado como el mío, cualquiera de las cosas que he mencionado hace que sientas que tienes tu propia vida, aunque todavía te queden cosas por conseguir. ¿Y tú?
– Yo tengo una amiga -dijo Ann, dirigiéndole una sonrisa-, tengo salud y… Y ya está.
– ¿Y el amor?
– Creo que mi marido no me quiere.
– No digas eso…
– Mi autoestima tampoco está demasiado alta, y eso me hace perder estabilidad. En cuanto a mis sueños, me gustaría ver publicado alguno de mis libros, tener una familia…
– Uno de esos sueños sí podría cumplirse… ¿O tenéis problemas para tener hijos?
– Al principio decidimos esperar un poco. Ahora soy yo la que no quiere. No sé si John sería un buen padre. Ni siquiera es un buen marido. Apenas lo veo, siempre está ocupado con el trabajo en el hospital y la consulta, incluso los fines de semana hace guardias o visita a enfermos. No quiero criar a un hijo yo sola.
– Ann… ¿no has pensado nunca que podría existir «otra ocupación» que lo mantiene fuera de casa?
– ¿Otra mujer?
Amanda se encogió de hombros, inquieta por lo que acababa de insinuar.
– O algún vicio oculto… Juego, apuestas…
– Lo he pensado más de una vez, incluso he tenido la tentación de seguirlo.
Días después, Ann descubrió que Amanda estaba en lo cierto: no era exactamente el trabajo lo que mantenía a John fuera de casa. Una tarde fue al hospital, aparcó el coche cerca del de él y se dispuso a esperarlo. Una hora después lo vio salir. Mientras lo seguía, al ver que se dirigía hacia la consulta, la embargó un sentimiento de culpa por haber desconfiado de él. Sin embargo, aguardó en la calle menos tiempo del que esperaba. Unos diez minutos más tarde, John salió del edificio acompañado de una bella joven de larga y rubia melena con la que conversaba animadamente y subieron juntos al coche. Era la enfermera que había contratado para la clínica. Ann los siguió hasta un bloque de apartamentos situado en Marylebone, al norte de Oxford Street. Allí descendieron y caminaron, abrazados, hacia el interior. Aquella noche John no regresó a casa: alegó guardia en el hospital. Ya no había dudas sobre su doble vida.
Al día siguiente, Ann examinó las cuentas bancarias y descubrió el desmesurado gasto que John realizaba a diario y la escasa liquidez de que disponían. Él llegó a la hora de la cena y se sentó a la mesa comentando el duro trabajo en el hospital y la estresante lista de pacientes que aguardaban cada tarde en la consulta. Ann lo miró como si lo viera por primera vez. Aquél no era el hombre con quien se había casado y al que había idealizado durante los primeros años; de repente, aceptó que se había equivocado al apoyarse en alguien que no merecía la pena y que la había decepcionado día tras día.
– John… ¿estás con otra mujer? -preguntó con fría serenidad.
– ¿Qué dices? -Él experimentó una sacudida al oír la pregunta. La miró y trató de simular desconcierto.
– Te repito la pregunta: ¿estás con otra mujer?
Entonces John recuperó el aplomo, respiró hondo y decidió que podía contarle a Ann lo que le pasaba. Ella lo aceptaría, como siempre. Habló con naturalidad, sin intención de ponerla celosa, pues estaba muy seguro de su tolerancia. Le explicó que se sentía atraído por la nueva enfermera que había contratado en la consulta, pero que aún no habían llegado a intimar.
– No me mientas, por favor. No te creo.
– Está bien. Sólo es una aventura pasajera. No tienes por qué preocuparte, tú eres mi mujer y jamás te dejaría en la estacada.
– ¿Por qué no me preguntas si quiero que me dejes en la estacada? ¿Crees que puedes hablarme con esta tranquilidad, como si no pasara nada? No te preocupes, cariño, es sólo una gripe. Pronto estaré curado… -exclamó, irritada.
– Necesito tiempo, eso es todo. Tengo que aclararme las ideas.
Ann Marie no sólo se sintió humillada por esa respuesta, sino también decepcionada por un hombre que siempre le había impuesto su propia y particular autoridad moral, dando por sentado que ella lo aceptaría con fe ciega. En ese instante, algo se removió en su interior, y llegó a la conclusión de que todo aquel tiempo a su lado sólo había servido para convertirla en un ser inútil, una mujer insegura, sin vida propia, dependiente de un marido que ahora jugaba con sus sentimientos sin preocuparse por su reacción al escuchar la exposición de sus intenciones. John en ningún momento le pidió su opinión, pues no contaba para nada.
– Pues define pronto tus prioridades. ¡Ahora mismo! -gritó Ann fuera de sí. Su fuerte carácter emergió para jugarle una mala pasada.
– Cálmate, no seas vulgar. Vamos a solucionar esto de forma civilizada, ¿de acuerdo? Me marcharé unos días. Cuando haya reflexionado y tome una decisión, hablaremos con más sosiego.
Tras escuchar sus argumentos, Ann se quedó callada. Lo más curioso fue que el impacto la liberó de aquella sensación de soledad y sentimiento de culpa que la había acompañado durante todo su matrimonio. Sintió entonces rencor y furia. Rencor por todas las humillaciones y desaires que había soportado con estoica paciencia; y furia por la actitud de dominio que él exhibía con total impunidad, con la seguridad de que podría seguir actuando libremente sin contar con sus sentimientos. De repente, todos aquellos años desfilaron por su mente, años malgastados junto a alguien que no le había aportado nada a nivel intelectual ni personal, ni siquiera compañía, y tuvo al fin la fuerza que le había faltado tiempo atrás para romper aquella unión y recuperar su libertad, aprovechando la oportunidad que él le había servido en bandeja con su falta de delicadeza.
Esperó a que hiciera la maleta y abandonara la casa. Al día siguiente ordenó cambiar las cerraduras, se dirigió a casa de sus vecinos, los Edwards y, tras una semana en la que apenas tuvo noticias de él, contrató a Joseph para plantear la demanda de divorcio.
Sorprendido por aquella reacción inesperada, John, en vez de aventurarse en una relación en la que no había depositado demasiada confianza, tomó la resolución de regresar a casa. Pero Ann había tomado una decisión y se mantuvo inflexible. Él asistía incrédulo a su resistencia y estaba seguro de que la convencería, como lo había hecho siempre. Sin embargo, la inquebrantable voluntad de ella no admitió réplica y siguió adelante en el empeño de expulsarlo de su vida para siempre.
El proceso de divorcio fue duro y desagradable, y cuando John se convenció de que no había vuelta atrás, comenzó la maniobra de acoso y las negociaciones se convirtieron en una feroz contienda. El reparto de los bienes comunes no fue equitativo en absoluto: apenas tenían ahorros, y si Ann seguía adelante, debía renunciar al hogar conyugal en favor de él, quien se haría cargo de la hipoteca a cambio de una compensación no demasiado generosa. Sólo así le concedería el divorcio, convencido de que ella se rendiría al quedarse en la calle. Fueron días de auténtica pesadilla, de discusiones cargadas de histeria y mensajes de desprecio. Pero Ann estaba dispuesta a todo para recuperar su libertad y se mantuvo firme. Quería acabar con aquella desastrosa convivencia y poner distancia entre ella y aquel hombre que se sentía humillado por una mujer a la que consideraba inferior.
Ann se mudó a un piso de alquiler, cambió de peinado y se compró ropa más atrevida y juvenil. Tenía veintiocho años y se dispuso a comenzar una nueva vida en la más completa soledad. A partir de entonces observó un cambio de actitud entre los amigos comunes, sobre todo aquellos de su familia política con los que había compartido alguna velada y que ahora parecían sentir animadversión hacia ella, pues la madre de John la había colocado en el centro de las más aceradas críticas. Todo ello supuso el fin de su vida social. Ann no tomó a mal esa conducta; a fin de cuentas, poco le importaba lo que pensaran los demás, y no necesitaba a nadie para continuar con su vida.
Siguió trabajando en el colegio y recuperó la independencia, pero el sueldo de profesora no era suficiente para hacerse cargo del alquiler y del resto de los gastos, así que buscó un segundo empleo como correctora de textos en una editorial. Aparcó durante aquel tiempo su afición a escribir, pues apenas disponía de tiempo libre y las necesidades eran acuciantes. Sin embargo, esta segunda ocupación le proporcionó la oportunidad de leer mucho y, sobre todo, de formarse en la escritura. Mientras revisaba los manuscritos que después serían publicados con mayor o menor éxito, estudiaba la técnica de los diálogos, cómo separar las escenas o describir a los personajes, y de cada obra extraía una nueva lección que anotaba en su cuaderno de aprendiz de escritora.
John aparecía de vez en cuando clamando venganza, unas veces por teléfono y otras presentándose de improviso en el apartamento para insultarla y proferir amenazas; no había superado la afrenta, y su orgullo aún no asimilaba que Ann hubiera tomado la decisión de abandonarlo de aquella forma tan humillante.
Evelyne tampoco desaprovechó la ocasión de desquitarse con ella en favor de su querido hijo y se alió con él en su perversa estrategia de acoso, utilizando a sus amigos influyentes hasta lograr que Ann fuera despedida del trabajo.
Aquella tarde su suegra la esperó dentro de su lujoso Bentley a la salida del colegio y le hizo un gesto para que se acercara mientras bajaba la ventanilla. Quería regodearse. Se había propuesto hundirla no sólo socialmente, sino también económicamente.
– Espero que con el dinero que le has sacado a mi hijo puedas sobrevivir, porque voy a encargarme de que no encuentres trabajo ni en esta ciudad ni a lo largo y ancho del país, querida. -Se anudó la estola de seda que rodeaba su grueso cuello bajo un abrigo de visón. Era una mujer corpulenta, con grandes bolsas bajo unos ojos azules de mirada fría y despectiva que cubría con una espesa capa de maquillaje. Sus ademanes poseían la altivez propia de un ser acostumbrado a ordenar y a ser obedecido.
– ¿Por qué me hace esto, Evelyne?
– Porque eres estúpida -masculló con soberbia-. ¿Cómo te has atrevido a hacerle esto a mi hijo? Él, que te dio una posición social con la que jamás habrías soñado, unas relaciones, una vida cómoda y lujosa, y tú lo tiras por la borda por un simple lío con su enfermera. -Meneó la cabeza-. Realmente no eras la mujer adecuada para él, nunca lo mereciste. Piérdete, y no se te ocurra implorarle perdón. Ya me encargaré yo de que no vuelva a verte.
– No tiene derecho a tratarme así. Yo no le he faltado al respeto a John. Fue él quien cometió la infidelidad.
– Y bien que lo has castigado. Lo has humillado, nos has humillado a todos, pero tenemos una reputación y no permitiré que la arrastres por el fango. Voy a seguir tus pasos y haré que desaparezcas para siempre de nuestra vida.
Después cerró la ventanilla e hizo un gesto al chófer para que iniciara la marcha. Ann se quedó inmóvil en la calle, sintiendo el punzante dolor de la injusticia y maldiciendo mil veces su mala estrella. Comenzó a caminar sin rumbo con la incrédula y atolondrada sensación de que estaba viviendo una pesadilla, haciendo un recuento mental de cuánto dinero le quedaba para continuar viviendo en aquel sencillo apartamento adonde se había trasladado tras su divorcio. Estaba sola y en la ruina, pues el trabajo en la editorial a tiempo parcial apenas le permitía subsistir dignamente; y ni siquiera tenía la seguridad de poder continuar con él, debido a la alargada sombra de maldad de su ya ex marido y su influyente familia.
En aquellos momentos necesitaba compañía y decidió buscar amparo ante la catástrofe que se avecinaba. Ann había permanecido fiel a su amistad con Amanda, quien se había convertido en su único apoyo en aquella difícil situación. Tanto Joseph como ella estaban al corriente de los manejos de John, aunque eran conscientes de que nada podían hacer para evitar aquellos ataques. Ann les contó la desagradable noticia del despido y la entrevista con su suegra; desahogó su angustia con ellos. Amanda, para tratar de levantarle el ánimo, insistió en que se quedara a cenar en su casa. Tras los postres, Joseph le ofreció una copa, y Ann consiguió olvidarse durante un buen rato de los problemas. El ambiente se tornó distendido cuando el abogado le habló sobre algo que cambiaría por completo su abatimiento: había recibido una carta de su hermano menor, Jake, que vivía en una isla del océano Índico perteneciente a Sudáfrica. El cultivo de tabaco era su medio de vida y disfrutaba de una cómoda situación económica. En la misiva describía la soledad tras la muerte de su esposa unos años atrás, expresaba su deseo de casarse de nuevo con una mujer joven que le diera hijos y confiaba a su hermano la búsqueda, pues en la isla donde residía apenas había mujeres de raza blanca y él añoraba las costumbres de su país.
– Tu hermano te ha encargado una tarea muy difícil, Joseph. Si la mujer de tu elección no responde a sus expectativas, podría tener problemas… -dijo Ann Marie, y sonrió por primera vez aquella tarde, ante tan extraña petición.
– Yo había pensado en una en concreto… -respondió Joseph mirando con complicidad a su esposa.
– ¿De quién se trata? ¿La conozco?
– Es posible… Había pensado en ti… -contestó en voz baja, estudiando su reacción.
Y ésta no se hizo esperar: Ann Marie comenzó a reír abiertamente ante la ocurrencia de su amigo.
– ¿Estás hablando en serio? Sabes que estoy pasando por un infierno gracias a mi ex marido, ¿cómo se te ocurre insinuar la posibilidad de que me case otra vez, y en unas circunstancias tan insólitas?
– ¿Por qué no, Ann? -apostilló Amanda-. ¿No querías vivir una aventura? Pues ahora tienes la oportunidad.
– Pero… ¡es una locura! No puedo casarme así, de pronto, con un desconocido…
– No es un desconocido. Es mi hermano y yo respondo por él. Siempre fue un aventurero, pero encauzó muy bien su vida y puedo asegurarte que tiene buenos sentimientos.
– Goza de una buena posición y podría ser una excelente solución para tus problemas económicos. Además, todo tiene vuelta atrás -insistió Amanda-. Si no sale bien, te divorcias y regresas a Londres. Aquí ya se habrán calmado las cosas y podrás continuar con tu vida.
Ann regresó a su apartamento con la intención de ignorar aquella absurda propuesta, y durante las semanas que siguieron se dedicó a buscar trabajo en diferentes colegios, academias o editoriales, acudiendo a numerosas entrevistas que, en principio, prometían ser favorables. Sin embargo, días más tarde recibía siempre una respuesta negativa.
Pronto tuvo noticias a través de una nota de sociedad de que John, tan sólo un mes después de obtener el divorcio, se había casado con la mujer que había asegurado que no significaba nada para él y que no era más que una aventura pasajera. Ann no sintió rencor, ni siquiera rabia; al contrario, parecía como si se hubiera quitado un gran peso de encima. Confiaba en que ahora John se concentraría en su nueva esposa, se olvidaría de ella y la dejaría en paz.
Pero se equivocaba.
Una tarde, al llegar a la editorial para entregar el trabajo encomendado, recibió el aviso de que acudiera al despacho del director, quien con suma delicadeza la informó de que iban a prescindir de sus servicios. De repente se sintió perdida: estaba desahuciada, sola y en la más completa ruina. Había tocado fondo y tuvo que aceptar que no le quedaba más que una salida: desaparecer. Fue entonces cuando resolvió definitivamente que debía marcharse durante un tiempo, lanzarse al vacío y aceptar la propuesta de los Edwards.
Eran más de las diez de la noche cuando llegó sin avisar a casa de sus amigos para anunciar la decisión que había tomado. Estaba segura de que si se detenía a reflexionar podría arrepentirse, y esa misma noche autorizó a Joseph para que iniciara los trámites de la boda por poderes.
En los días que siguieron, Ann se dedicó a poner en orden sus asuntos.
– Amanda, tengo la sensación de que estoy haciendo una locura. Es como ir al casino y apostarlo todo a una sola carta; esto no es propio de mí… ¿Tú conoces al hermano de Joseph?
– Le recuerdo de cuando éramos niños; desde entonces sólo lo he visto una vez, hace varios años, cuando vino de visita. Se fue de su casa cuando era apenas un adolescente. Mira, aquí se le ve hace unos veinte años -dijo al tiempo que cogía una foto enmarcada.
Era la imagen de dos jóvenes; uno rubio, su futuro marido, y el otro de pelo castaño, el marido de Amanda. Estaban en un lago y cada uno de ellos sostenía una caña de pescar. Ambos sonreían mirando a la cámara.
– Jake es tan alto como Joseph. Recuerdo que era fuerte y musculoso, quizá por su trabajo en el campo. Y, además, te aseguro que era un hombre muy… varonil -dijo con un gesto de complicidad, casi de envidia-. Estoy segura de que te gustará. Además, es hermano de Joseph y a él lo conoces bien, no creo que sean muy diferentes…
– ¿De qué murió su esposa?
– No lo sé. Creo que fue algo repentino. No ha querido hablar demasiado de ello.
– No puedo imaginarme presentándome ante un desconocido y diciéndole: «Hola, soy tu mujer, ¿qué tal?».
– Pues yo te veo en el porche de una acogedora casa de campo, sentada delante de la máquina de escribir y rodeada de flores tropicales, y a tu nuevo marido ofreciéndote con mucho amor un zumo de frutas… -replicó Amanda, haciendo un gesto gracioso.
Las dos rieron.
– Si algo me atrae de esta aventura es el clima templado, la luz y el aislamiento para escribir durante todo el día. ¡Se acabaron los fríos inviernos de Londres! -Soltó una carcajada para animarse-. Pero te confieso que estoy muerta de miedo…
– ¿Has acabado ya tu novela romántica?
– No. La dejé aparcada hace mucho tiempo. Tengo terminada otra historia de misterio y voy a dejártela con el encargo de que la envíes a algunas editoriales.
– Te prometo que haré todo lo posible para que la publiquen.
– La he firmado con un seudónimo por temor a mi ex familia política; sé que publicar es muy difícil, pero no me resigno a intentarlo por última vez. Es como dejar mi huella en Londres antes de abandonarlo por una larga temporada.
– O quizá para siempre… -insinuó, con una sonrisa-. Cuando estés allí, tendrás tiempo libre y podrás terminar la otra historia. Quiero que me la envíes.
– Aún no sé cómo terminarla. No tendrá un final feliz. Ella morirá. Todos sufrirán. Es curioso… Me invento una protagonista que tiene dos hombres a su lado y que no va a quedarse con ninguno. Pero en el fondo la envidio, porque de forma inconsciente he descrito mis deseos no cumplidos.
– ¿Morirías con tal de que alguien te amara apasionadamente?
– No me gustaría marcharme de este mundo sin haber conocido el auténtico amor. Quiero sentirme deseada, quiero que alguien me pregunte al regresar a casa cómo me ha ido el día y quiero esperarlo con ilusión cada tarde, sentarme a su lado en el sofá y compartir mis inquietudes con él.
– Quizá ese alguien esté esperándote en la isla…
– Ojala fuera así, pero no quiero hacerme ilusiones. No espero demasiado de este matrimonio; me conformo con un hogar cálido y con un hombre al que no esté unida por una relación de sumisión.
– Tienes que escribirme y contármelo todo. Ni se te ocurra mandarme un simple telegrama para avisar de tu llegada, quiero una extensa carta en la que describas tu nuevo hogar, tu nueva vida y… La experiencia del primer encuentro con tu nuevo marido -dijo con una sonrisa traviesa.
– De acuerdo. De todas formas seguiré escribiendo mi diario. No todos los días se comete una locura como ésta.