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Y ahora estaba allí, en una isla perdida en medio del océano, con la esperanza de encontrar al fin un hogar, una familia, unas raíces… y con temor a un nuevo fracaso. Había liquidado su pasado y se enfrentaba a un futuro aún por construir, una casa por ocupar y un hombre al que conocer.
En la cubierta del barco se reunió con su compañera de viaje, la hermana Antoinette, con quien había compartido charlas y confidencias durante las largas jornadas de navegación desde el puerto de Durban. Se trataba de una religiosa francesa, menuda y delgada, de cabello blanco y mirada penetrante. Regresaba a una pequeña misión católica fundada en Mehae hacía ya tiempo. Ann Marie estaba contenta de tener una amiga cerca, pues su incierto porvenir la inquietaba más de lo que dejaba traslucir.
El puerto era un ir y venir de descargadores, pasajeros y gente vestida con ropa de vivos colores, carros de bueyes preparados para la carga, mozos que bajaban bultos por la pasarela, animales, bullicio, familias abrazándose y bocinas de coches intentando abrirse paso hasta llegar al mismo borde del muelle para cargar la mercancía. Esa imagen impactó a Ann Marie: los rústicos medios de transporte y los peculiares vestidos de los habitantes de aquel recóndito lugar parecían trasladarla a otros tiempos. Miraba a todos lados, nerviosa y emocionada.
– ¿Bajamos, Ann Marie?
– Sí, vamos. No veo a mi marido. Espero que esté en el puerto. No sé qué hacer… -El gentío que allí se movía era de raza negra y mestiza, y un hombre blanco habría destacado.
– Espéralo allí -dijo la religiosa, señalando una cabaña rectangular-. Yo estoy viendo al padre Damien, que me espera para trasladarme a la misión.
Ann Marie bajó la pasarela despacio, mirando a todos lados con la esperanza de localizar a Jake. Se lo habían descrito como un hombre alto y robusto de treinta y cinco años, con cabello rubio y ojos azules. Al llegar a tierra, se dirigió al lugar indicado por su amiga y se sentó junto a una rústica mesa construida con troncos de madera; aquella cabaña hacía las veces de tienda, de bar e incluso disponía de habitaciones de alquiler. Allí se despidió de la religiosa con el compromiso de reencontrarse pronto, una vez instaladas. Los mozos depositaron el equipaje a su lado y Ann se dispuso a esperar acontecimientos.
Había pasado una hora y el ruido se había reducido considerablemente. Los carros y camionetas habían desaparecido, y el silencio se iba apoderando del lugar. Un joven mestizo con dientes muy blancos y pelo rizado se afanaba en ordenar los cachivaches que se amontonaban detrás del mostrador de aquel peculiar centro de intercambio.
– ¿Desea reservar una habitación, señora?
– No, gracias. Estoy esperando a alguien.
El tiempo pasaba, y Ann Marie empezaba a inquietarse. Comenzó a enumerar mentalmente las posibles causas del retraso: «¿Se habrá equivocado de día? No. No es posible. Este barco llega una vez al mes y, a tenor del bullicio que había en el puerto, todos los habitantes de la isla están al corriente. ¿Me habré equivocado de isla? No. Ésta es Mehae. No hay otra con ese nombre ¿le habrá ocurrido algo durante mi viaje? Si es así, alguien debe de saber que estoy aquí y vendrá a avisarme…».
Una lluvia torrencial comenzó a descargar de repente, y la oscuridad invadió el lugar. Ann Marie comenzó a sentir que le temblaban las piernas, respiraba de forma entrecortada y tenía dificultades para tomar aire; estaba muy nerviosa. A veces le ocurría, sobre todo desde el divorcio, cuando en la soledad de su piso de soltera recibía las desagradables amenazas de su primer marido, unas amenazas que la habían obligado a huir del ruinoso futuro que él le había ido tejiendo como una tela de araña. Pero esta vez la causa de su inquietud era justamente la contraria: el temor a que su segundo marido no apareciera nunca.
El ruido de un coche ahuyentó sus temores. ¡Por fin! Su corazón comenzó a latir con fuerza al oír unos pasos que se acercaban. Pero la decepción se hizo patente en su rostro al divisar en el umbral de la choza a un hombre de raza negra, alto y delgado, de cabello corto, sienes blancas y con los ojos más oscuros que jamás había visto.
– ¿La señora Ann Marie Patricks? -preguntó el desconocido.
«¿Patricks? ¿Mi anterior apellido?», pensó Ann con estupor.
– Soy la señora Edwards, Ann Marie Edwards, la esposa de Jake Edwards -respondió con solemnidad.
– El señor Edwards me envía para informarla de que no desea esta boda; debe regresar a su país y anular el matrimonio. El barco zarpa esta misma noche de vuelta al continente. Debe tomarlo.
Ann Marie se quedó paralizada, no podía creer lo que estaba oyendo.
– ¿Qué? Pero… ¿Por qué? ¿Por qué no ha venido él mismo a decírmelo? ¿Qué ha ocurrido para que haya cambiado de opinión? -preguntó consternada.
Por toda respuesta, el hombre se metió la mano en el bolsillo, sacó una pequeña bolsa de cuero anudada por un cordón del mismo material y se la tendió.
– ¿Qué es eso?
– Mi señor se lo ofrece en compensación por las molestias.
– Dígale a su señor que venga personalmente a darme una explicación. Entonces decidiré si acepto o no esa bolsa.
El hombre la miró fijamente. La frialdad de sus ojos había desaparecido dando paso a un sentimiento de respeto, pero también de obediencia ciega a su amo.
– Tómela. Él no va a venir -dijo, mientras depositaba la bolsa en la mesa-. Adiós, señora. -Hizo una reverencia a modo de despedida y salió de la cabaña.
De repente, Ann se sintió abatida, y dos lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas mientras escuchaba el rugido del motor alejándose de allí. Creyó estar soñando, pero aquel sueño era una pesadilla. Estaba preparada para cualquier eventualidad, excepto para aquel desaire. ¿Qué podía hacer ahora? Había viajado hasta el fin del mundo con la esperanza de rehacer su vida, y aquel rechazo inesperado había desbaratado de golpe todos sus proyectos de futuro.
Tras unos minutos que se le hicieron eternos, su respiración volvió a la normalidad. Pensó que quizá él había tenido los mismos reparos que ella en aceptar aquella boda a ciegas y finalmente había sucumbido a sus dudas. Había sido un acto alocado e irresponsable. Sí, definitivamente, habían cometido una insensatez, y aquel hombre había recuperado la cordura antes que ella. Reflexionó entonces sobre el paso en falso que había dado, pues aquel matrimonio no era la única salida a la que podía haberse aferrado para escapar de sus problemas económicos y del acoso de John. Existían otras, pero no se había detenido a estudiarlas, obcecada como estaba por salir de aquel túnel de incertidumbre.
Reparó en la pequeña bolsa que el mensajero había depositado sobre la mesa y la cogió. Pesaba muy poco y parecía vacía. Deshizo el nudo con sumo cuidado y la abrió, volcando su contenido en su mano izquierda. Unas esferas brillantes del tamaño de garbanzos rodaron sobre su palma. «¡Dios mío! ¡Son diamantes!» Instintivamente, cerró la mano y volvió a guardarlos, mirando con recelo a su alrededor y ocultando en su regazo la pequeña saca. Por fortuna no había nadie y el chico de la barra se encontraba atareado de espaldas a ella.
Con aquella fortuna en las manos, Ann presintió el peligro y deseó embarcar de nuevo para salir de la isla. Poco a poco, en lo más profundo de su conciencia, experimentó una sensación de alivio y comenzó a hacer planes: lo primero era decidir dónde instalarse, y tenía dos alternativas: regresar al Reino Unido o quedarse un tiempo en Sudáfrica. Definitivamente, sus apuros económicos habían terminado; gracias a aquella inesperada compensación, viviría sin estrecheces y se tomaría un tiempo para decidir su futuro, pues poseía una excelente preparación que le permitiría ganarse la vida en cualquier parte.
De nuevo, el motor de un coche le devolvió la esperanza. «Es él. Seguro que ha recapacitado y viene a verme.» Se levantó con la intención de salir de la cabaña, pero cambió de opinión. No era prudente ir a su encuentro, debía hacerse respetar. El pulso se le aceleró al oír unos pasos acercándose lentamente; sin embargo, comprobó decepcionada que no era la persona a quien esperaba ver.
– ¿Aún estás aquí, Ann Marie? -exclamó la hermana Antoinette-. Estaba intranquila y he decidido volver para comprobar que todo iba bien. Este lugar no es seguro para una mujer joven y sin compañía.
– ¿Es peligrosa la isla? -Ann Marie se inquietó.
– El padre Damien acaba de contarme que una adolescente huérfana que estaba acogida en la misión fue asesinada hace unos días.
Ann Marie se estremeció.
– Entonces, creo que hago bien en marcharme…
– ¿Marcharte? Pero… ¿dónde está tu marido? -preguntó la religiosa con sorpresa.
– No va a venir. Me ha repudiado. Ha enviado a un mensajero con órdenes de que regrese para solicitar la anulación del matrimonio.
– ¿Cómo ha podido actuar con semejante vileza? ¿Por qué no lo pensó antes? ¡Qué falta de responsabilidad…! -farfulló mientras se sentaba a su lado y la tomaba por los hombros-. Lo lamento, Ann. Y ahora, ¿qué vas a hacer?
– No lo sé. No tengo familia, liquidé mi pasado y no quiero regresar a Londres. Tomaré el barco esta noche y durante la travesía lo decidiré. Quizá me instale en Sudáfrica una temporada… -dijo, encogiéndose de hombros.
– Quédate con nosotros en la misión. Has sido profesora, y aquí necesitamos una mujer joven para cuidar a los niños; tenemos muchos huérfanos, y entre el padre Damien, la hermana Francine y yo sumamos demasiados años. Nuestra labor es muy dura y cualquier ayuda es bien recibida.
– ¿Quedarme? -preguntó espantada-. ¿Aquí? Pero… Yo no he estado nunca en una misión, no sé cómo podría ayudar. Además, ¿y si mi marido se entera de que no me he marchado? Pensará que quiero forzarlo a cumplir con su compromiso…
– Si tú no quieres, él no tiene por qué enterarse; eres católica, y puedes trabajar como misionera entre nosotros. Aquí respetan a los religiosos y no recibimos visitas de los habitantes del pueblo de raza blanca; nadie sospechará que eres la señora Ann Marie Edwards, procedente de Londres y casada con Jake Edwards.
– Y los demás religiosos… ¿Qué pensarán?
– Te acogerán con los brazos abiertos. Vamos, decídete, tómate un tiempo de reflexión hasta el próximo barco. Sólo es un mes…
Ann Marie se dejó convencer. A fin de cuentas, ¿qué más podía pasarle? Se lo había jugado todo a una carta y había perdido. Todo había salido mal. Ahora debía considerar si retirarse de la partida e irse para siempre o seguir jugando. Quizá el premio era otro y su destino estaba en aquella isla, aunque de una forma distinta a la que había imaginado.