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Capítulo 5

El trayecto hacia la misión fue corto pero incómodo. El camino, por llamarlo de alguna forma, era un surco marcado entre el follaje, pues la lluvia torrencial de aquella época del año lo convertía en un auténtico barrizal lleno de hoyos y trampas que, para el destartalado Land Rover que conducía el padre Damien, suponía una prueba de resistencia. El lugar hacia donde se dirigían estaba cerca del puerto, en el lado sudeste de la isla. La comunidad de mestizos y negros que conformaban la aldea cercana a la misión vivían en un simple conglomerado de chozas de madera con tejados de palma, alrededor de una calle que se bifurcaba en dos veredas: una hacia el puerto en línea recta y la otra hacia las plantaciones situadas en el interior de la isla.

El coche atravesó el poblado, que se extendía paralelo a la playa, dejó atrás las chozas y continuó unos metros más. La misión apareció al frente. Se trataba de una pequeña iglesia de madera pintada de blanco, de planta rectangular, con la cruz colocada sobre el dintel de la puerta, sobresaliendo por encima del tejado. Había otras tres construcciones de madera sin pintar. La más cercana a la capilla albergaba un pulcro dispensario con varias camas cubiertas con mosquiteras. Las otras dos estaban situadas frente a ésta; en una acogían a los niños huérfanos y la otra servía de vivienda para las religiosas.

La hermana Antoinette observó la reacción de Ann Marie al bajar del coche.

– Sé que esto no es lo que esperabas encontrar aquí, pero cuando pasen unos días verás las cosas de otro modo.

– No debes preocuparte. Me adapto fácilmente y no me asustan el trabajo ni la austeridad. Sólo quiero estar a la altura de lo que esperas de mí. Intentaré no defraudarte.

Antoinette la miró con ternura. «Va ser duro, pequeña», pensó.

La hermana Francine estaba junto al hornillo, calentando agua para preparar café. Era una mujer gruesa, de corta estatura y rojas e hinchadas mejillas que apenas dejaban asomar unos alegres ojos azules. Su semblante amable y su dulce sonrisa confortaron el ánimo de Ann Marie.

– Hermana Francine, tenemos compañía. Ella es Ann Marie, una amiga que conocí en el barco y que ha decidido quedarse con nosotros un tiempo.

El rostro de la otra religiosa se iluminó y, uniendo las palmas de las manos frente a su pecho, exclamó:

– ¡Esto es maravilloso! -la hermana Francine era la imagen misma de la bondad-. ¡Una mujer joven! El Señor ha escuchado mis plegarias. Los niños necesitan personas jóvenes, y no a dos viejos carcamales como el padre Damien y yo.

El padre Damien soltó una alegre carcajada. Era de raza negra, corpulento y de aspecto tranquilo. Las sienes blancas habían ido ganando terreno a un cabello oscuro y rizado, y sus ojos miopes se vislumbraban a duras penas a través de unas gafas de concha cuyas gruesas lentes estaban formadas por círculos concéntricos que iban disminuyendo de tamaño hacia el centro, como si estuvieran hechos para enmarcarle los ojos.

La vivienda de las religiosas era un habitáculo cuadrado, con dos camas al fondo, colocadas en ángulo recto, y un pequeño armario enfrente. A la izquierda de la puerta de entrada había una mesa cuadrada rodeada de sillas hechas de madera y caña, y junto a ella otra más pequeña sobre la que estaba el pequeño hornillo; no había agua potable ni electricidad, y el único lujo que Ann Marie advirtió fueron unas mecedoras de aluminio forradas con cojines de colores, que se encontraban frente a la puerta de entrada a la cabaña. El padre Damien residía en la capilla, delante de la vivienda de las religiosas.

Después de instalarse en el pequeño hospital, Ann Marie se reunió de nuevo con los religiosos en la cabaña vecina para ser presentada a los niños que vivían en la misión. Fue una cena acogedora y alegre, hasta que llegó la noche y la oscuridad invadió la isla. Tras despedirse de sus nuevos anfitriones, Ann Marie cerró los ojos tumbada en una cama del dispensario, y trató de procesar lo que había vivido durante aquel largo día. Pensaba en su marido ¿llegaría a conocerlo algún día para poder reprocharle su actitud? La incertidumbre que la había acompañado durante el largo viaje había sido reemplazada por una terrible decepción y temor hacia lo desconocido. En pocas horas, la flamante señora Ann Marie Edwards se había transformado en una misionera. Fue una noche interminable, llena de miedo y de malos augurios, en la que aguardó con inquietud la llegada del día siguiente. Cerró al fin los ojos con los primeros rayos del alba, pero el descanso le duró poco, pues el alboroto de los jornaleros que se dirigían hacia los campos la despertó sobresaltada.

Tras un suculento desayuno compuesto por fruta, huevos y café, las mujeres se dispusieron a aprovisionarse de agua. Mediante un sistema de cintas que se adaptaban a la espalda como una mochila, la hermana Francine se colgó una cántara y las niñas mayores de la misión prepararon otra para Ann Marie. Después de una hora de camino recorriendo la playa y rodeando los cultivos, llegaron al único arroyo de agua dulce, que se precipitaba sobre un lecho de piedras, donde las mujeres hacían la colada. Comprobó cuán dura era la existencia diaria para aquellas infelices que no conocían la vida moderna, ni siquiera la luz eléctrica.

Para regresar, Ann Marie tomó un camino diferente, que discurría entre los campos sembrados, desembocaba en el poblado y acortaba significativamente la distancia. Pero las jóvenes, asustadas, comenzaron a gritar, conminándola a regresar.

– ¡Por favor, vuelva! Es peligroso. No vaya sola…

– Pero este sendero es mucho más corto y rápido. Estamos doblando la distancia entre la aldea y el arroyo…

– Son los terrenos del amo, y si nos descubren pueden matarnos -explicó una de las niñas.

– ¿Matarnos? -repitió atónita-. Pero… ¿qué clase de gente vive en esta isla?

– En los últimos años, varias jóvenes de color han aparecido asesinadas por los alrededores, pero desde hace unos meses el número de casos ha aumentado de manera alarmante. Las mujeres de la reserva están inquietas, y debemos tener cuidado cada vez que venimos aquí -explicó la hermana Francine.

– ¿Y qué dicen las autoridades?

– Nada. Su misión es proteger a los blancos. Al dueño de esta isla le importa bien poco lo que pase en la zona sur -murmuró la religiosa mientras proseguían el camino de regreso, con la cántara colgada a la espalda.

– ¿Quién es el dueño de esta isla?

– Jake Edwards. Es un hombre frío y despiadado. A veces, en el dispensario, atendemos a algunos desgraciados que han probado el látigo de su capataz.

– Jake Edwards -repitió Ann Marie, paralizada por la sorpresa-. ¿Es… es muy cruel?

– Sólo le importan sus tierras. Los obreros se desloman de sol a sol a cambio de un salario mísero, y utiliza incluso a niños para trabajar en los campos.

– ¿Cómo puede obrar con esa impunidad? ¿No hay nadie que lo denuncie y lo ponga en su lugar? Estamos casi en los ochenta, no en el siglo diecinueve. Ya no hay esclavos…

– Te queda mucho para adaptarte a este mundo, Ann Marie. Estás en Sudáfrica, y en este lugar manda el hombre blanco. Toda la isla le pertenece y nada se mueve aquí sin su autorización. Él es la ley.

Ella hizo el resto del camino en silencio, aturdida y desconcertada, sin dejar de pensar en su marido y en sus amigos. Así que no era un sencillo colono propietario de una granja… ¿Por qué le habían mentido? Si Amanda y Joseph lo sabían, ¿por qué no se lo habían advertido? Deseaba convencerse de que no estaban al corriente de la faceta despótica de Jake Edwards, necesitaba confiar en la buena voluntad de sus antiguos vecinos. ¿Y la hermana Antoinette? Ésta residía desde hacía años en la isla, y a pesar de que durante la travesía desde el continente hasta Mehae Ann le había dicho el nombre de su marido y las circunstancias de su peculiar boda, la religiosa no le había explicado nada sobre él al advertir que ella ignoraba quién era realmente el hombre con quien se había casado… Comprendió entonces la falta de consideración que Jake Edwards había tenido con ella, enviando el mensaje de repudio a través de un criado y arrojándole una bolsa de diamantes en compensación por las molestias. Ni siquiera se había dignado dar la cara para ofrecerle una explicación. Quizá no lo creía necesario. Él estaba por encima de cualquiera, hombre, mujer, blanco o negro. Era «el amo».

«Es cuestión de tiempo. Alguna vez lo tendré frente a frente y le devolveré el desprecio», pensó Ann.