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– ¿Qué ha pasado con tu melena, Ann Marie? -preguntó la hermana Antoinette al observar el cabello de la joven, cortado a la altura de la nuca.
– Con el velo la tendré siempre tapada… -Sonrió, llevándose la mano a la cabeza y pasándosela por el pelo.
Para evitar cualquier confusión entre los aldeanos, los religiosos -que ya habían sido informados de la verdadera identidad de Ann Marie y de sus circunstancias personales- resolvieron permitir que vistiera el hábito de la congregación como novicia: una túnica blanca y larga hasta los tobillos; la única diferencia con las monjas era la manera de llevar el velo, que en el caso de ella le ocultaba sólo el cabello y se ataba a la nuca, dejándole el cuello al descubierto. Las religiosas, en cambio, usaban el velo característico que les cubría hasta los codos y mostraba únicamente el rostro. El color del hábito de las hermanas también era diferente: negro combinado con blanco. Ann Marie no lucía tampoco el escapulario de la congregación, aunque sí una sobria cruz de madera colgada al cuello con un sencillo cordón.
– Pero… Ann Marie, no tenías que hacerlo… -Su gran amiga le transmitió con la mirada un fugaz sentimiento de culpa.
– Así estoy más cómoda, no debes preocuparte, Antoinette.
– Siento de veras todo lo que te está ocurriendo, Ann. Éste no era el sitio donde esperabas vivir, aunque tampoco estoy segura de que tu lugar estuviera al lado de Jake Edwards…
– ¿Por qué no me hablaste de él durante la travesía? Tú sabías qué clase de hombre es… -Le insinuó, sin asomo de resentimiento.
– Te veía tan entusiasmada con la nueva vida que esperabas encontrar, que no tuve valor. Era algo que tenías que descubrir por ti misma, no quería condicionar tu primera impresión de él hablándote de su reputación.
– Bueno, pues por el momento aún no sé qué impresión me producirá, si es que alguna vez nos encontramos cara a cara… -Sonrió.
En los días que siguieron, Ann Marie se marcó nuevos retos para adaptarse a aquella etapa de su vida. Observó que entre los huérfanos alojados en la misión predominaban las niñas, aunque no todas eran huérfanas: muchas de ellas habían sido abandonadas por sus padres simplemente por ser mujeres. Los varones tenían preferencia para ser iniciados desde muy temprana edad en el trabajo del campo, y así aportar unos exiguos pero necesarios ingresos a la economía familiar.
Días más tarde, Ann Marie escribiría en su diario:
La noche de mi llegada, tuve la sensación de que todo era inestable e inseguro, y aun hoy, conforme voy conociendo la personalidad del hombre con quien me casé a ciegas, perdura esa sensación. Reconozco el error cometido. Escapé de un matrimonio lleno de indiferencia y humillaciones y a punto he estado de caer en las garras de un monstruo que maltrata a sus trabajadores, negando los más mínimos derechos a unos seres humanos que viven anclados en la miseria, mientras él y los demás ciudadanos legales -que suponen una minoría en este país- se comportan como si el otro grupo no existiera.
La silueta de Mehae era ovalada, se estrechaba hacia el norte formando una curva de arena blanca y coralina, con frondosas palmeras que, en posición casi horizontal, desafiaban la ley de la gravedad. En un promontorio se erigía la gran mansión del amo de la isla, un auténtico palacio digno de un noble europeo, con todos los lujos existentes en el mercado internacional. Jake Edwards había hecho traer sedas de la India para las cortinas, alfombras persas, mármol italiano, lámparas y vajillas de Bohemia, muebles de maderas preciosas, e incluso había mandado construir un pequeño aeropuerto en la zona este, pues sus numerosos negocios en el continente lo obligaban a trasladarse continuamente en su avión privado.
Desde lo alto de la escalinata dominaba toda la isla. La comunidad de blancos se ubicaba hacia la playa de poniente, en una zona residencial salpicada de grandes mansiones. El pueblo que él mismo había fundado ocupaba una extensa zona rodeada de jardines, con grandes avenidas y parques. En la calle principal estaban la policía, la iglesia y algunos comercios; a su alrededor, las casas de los ciudadanos blancos, provistas de agua potable, electricidad y una moderna infraestructura urbana; allí vivían familias que trabajaban para él, además del pastor, la maestra, el médico… Una comunidad que fue creciendo en la misma proporción que su fortuna, pues la mansión y los cultivos necesitaban mano de obra y generaban empleo para los blancos. La escuela se había erigido para que las familias blancas acomodadas no tuvieran que enviar a sus hijos a los internados de Preslán desde muy temprana edad. En el dispensario del médico sólo se atendía a los blancos. La propiedad privada no existía: todos los inmuebles pertenecían a Jake Edwards, que tenía potestad para admitir o expulsar de ellos a los inquilinos.
La población blanca hablaba inglés y afrikáans, un dialecto procedente del holandés de los primeros colonos procedentes de los Países Bajos; una mezcla de palabras nativas y neerlandés que se había convertido en la segunda lengua oficial.
La legislación del apartheid que se aplicaba en Sudáfrica dividía a la población en tres grupos raciales diferentes: blancos, negros y «demás gente de color», grupo que incluía a mestizos, mulatos e hindúes. Especificaba también quiénes eran ciudadanos de Sudáfrica: los de color sí lo eran, aunque con derechos limitados, mientras que los de raza negra sólo podían residir en los estados autónomos creados exclusivamente para ellos, carecían de ciudadanía y eran considerados transeúntes sin derecho a acceder a los servicios públicos. La ley también fijaba los lugares de asentamiento de cada grupo, los trabajos que podían realizar y el tipo de educación que podían recibir, y vedaba todo contacto social entre las diferentes razas. Los matrimonios mixtos estaban prohibidos, los grupos de negros y de gente de color no podían bañarse en las mismas playas ni utilizar los mismos transportes y servicios que los blancos, e incluso se les privaba del derecho de abastecerse en los establecimientos destinados a los blancos.
La población «no blanca» de la isla de Mehae hablaba inglés y zulú, y se agrupaba en una playa ubicada en el sur de la isla, en una de las reservas que en Sudáfrica eran conocidas como homelands -tierra natal o tierra madre-, de donde no podían salir si no era para trabajar en los campos; sólo los ciudadanos «de color», generalmente mujeres empleadas como sirvientas, podían acceder a la zona residencial de los blancos. El resto, en su mayoría hombres, trabajaba en los cultivos de tabaco y subsistía a duras penas con un salario quince veces inferior al de los blancos.