38691.fb2
La división Bari nos acogió a fin de que pudiéramos descansar y reagruparnos, pero los griegos atacaron con una cortina de fuego y los sorprendieron antes de que pudieran montar su artillería. Los de la división Julia tuvimos que volver a primera línea para salvarlos. Fue como si una parte de mi mente hubiera desaparecido, o como si mi alma se hubiera reducido a un diminuto punto de luz gris. No podía pensar en nada. Peleaba tenazmente, era un autómata sin emociones ni esperanzas, y si algo me preocupaba era que veía a Francesco cada vez más extraño. Había acabado convenciéndose de que algún día una bala le atravesaría el corazón, y por ello había cambiado al ratón Mario de su bolsillo habitual en la pechera a otro en la manga de la camisa. Le preocupaba que pudieran matar a los dos al mismo tiempo y me hizo prometer que cuidaría del animalillo si él moría.
Nuestras unidades estaban hechas un lío. Partes de otras divisiones fueron enviadas a la nuestra. Nadie conocía la jerarquía exacta del mando local. Un batallón novato formado por muchachos de campo mal entrenados llegó a un punto equivocado del mapa y fue aniquilado por los griegos. El 14 de noviembre los griegos iniciaron una ofensiva cuya furia despiadada ninguno de nosotros podía haber previsto.
Nos quedamos atrincherados con el macizo del Mrava a nuestra espalda. Esto es como no decir nada, a menos que uno sepa que es un lugar deshabitado, salvaje, lleno de cañadas y precipicios, de monstruosos despeñaderos, sin caminos, un sitio al que no podían acceder las provisiones que esperábamos. Estábamos en una tierra que los griegos han considerado siempre suya por derecho propio y que por dos veces han tenido que ceder por tratado. Ahora querían recuperarla. La niebla nos envolvía, la nieve nos rodeaba, y un maldito viento ártico soplaba del norte como el puño de un titán.
Abrieron profundas brechas en nuestras líneas y perdimos contacto con el resto de unidades. Tuvimos que retroceder. Pero no había dónde retroceder. Los morteros Brandt del enemigo eliminaban varios pelotones de una vez. No teníamos vendas ni hospitales de campaña. Un lloriqueante capellán me extrajo metralla del brazo sin anestesia en la cocina de una casa de campo sin techo y en ruinas. Hacía demasiado frío para notar el cuchillo que me abría la carne o la aguja que me horadaba la piel. Di gracias al cielo de haber sido yo el herido y no Francesco, y enseguida fui enviado de nuevo al combate. Vi que los hombres encargados de las recuas de mulos habían abandonado a los animales y luchaban a nuestro lado. Un comandante del servicio de abastecimiento había sustituido a nuestro oficial, muerto. «No quedan provisiones -nos dijo-, de modo que he venido a cumplir con mi deber. Confío en vuestros buenos consejos.» Este hombre admirable y honesto, habituado a amontonar mantas y hacer inventarios, perdió las entrañas en un ataque a la bayoneta que él dirigía empuñando heroicamente una pistola descargada. Fuimos completamente derrotados.
No sólo odio las polainas. Odio todo mi uniforme. Los hilos se pudrieron, la tela se acartonó y adquirió la rigidez de la roca. Aquella cosa inflexible acumulaba el frío como un frigorífico y me lo pegaba a la carne. Día a día pesaba más y era más áspera. Maté una cabra y me cubrí con su pellejo. Francesco despellejó a un mulo acribillado e hizo otro tanto. Koritsa fue abandonada al enemigo; ahora teníamos menos territorio que al empezar la campaña. Dejamos atrás nuestro equipo pesado. De todos modos ya no servía. Nos acostumbramos a las heridas ulceradas y a la fetidez de la gangrena. Mientras Koritsa era evacuada, los de la división Julia resistimos en el Epiro. No fue tan sencillo derrotarnos. Pero luego retrocedimos por los mismos caminos por los que habíamos avanzado. La división Centauro, por mor de la rapidez, dejó atrás sus tanques que habían quedado atascados en el lodo. Los griegos encontraron aquellos armatostes herrumbrosos, los recuperaron, los repararon y los emplearon contra nosotros. Nos enviaron un batallón de guardias aduaneros como refuerzo. Válgame el cielo. Conservamos una cabeza de puente en Perati. Para nada.
Pequeño milagro; los griegos nos dejaron un par de días de descanso. Quizá pensaban que habíamos minado los caminos. Luego supimos que habíamos perdido Pogradec porque el enemigo se había infiltrado en nuestras líneas siguiendo el curso de un arroyo mientras nuestras defensas estaban organizadas para repeler un ataque a las vías. «¿De qué sirve nada? -preguntó Francesco-. Lo hacemos lo mejor que podemos, pero luego viene otro y lo jode.» Después, alguien ordenó una maniobra que dejó sin protección nuestro flanco derecho y perdimos contacto con la división Modena. Nuestro general Soddu, que había sustituido a Prasca, fue sustituido a su vez por Cavallero. Daba la impresión de que nuestra gloriosa conquista de Grecia iba a terminar ignominiosamente con la conquista de Albania por los griegos. La nieve caía sin tregua, y descubrimos que podíamos calentarnos la cabeza arrancando los sesos de mulos moribundos y llenando nuestros cascos con ellos. Comprendimos que el único modo de impedir los continuos ataques desde arriba era ocupar las regiones altas. Las regiones altas eran azotadas por vientos malignos que traían por delante un urticante escudo de cristales. Mis botas se destrozaron y los piojos me hacían retorcer de escozor. Creo que fue por Navidad cuando por fin comprendimos que estábamos tan acabados como nuestras botas.
Despertar por la mañana a diez grados bajo cero. Primera pregunta: ¿quién ha muerto congelado? ¿Quién ha pasado hoy del sueño a la muerte? Segunda pregunta: ¿cuántos vados habrá que atravesar hoy con esa agua helada que te atenaza los testículos hasta hacerte chillar de dolor? ¿Cuántos kilómetros tocan hoy de fango hasta la cintura por esos «caminos»? Tercera pregunta: ¿cómo es posible que los griegos nos ataquen si estamos a veinte bajo cero y las correderas de nuestros fusiles se han atascado? Cuarta pregunta: ¿por qué los «amistosos» albanos les sirven de guía a los griegos? Quinta pregunta: ¿qué unidad ha quedado hoy tan agotada que ha preferido rendirse a una fuerza inferior? La Julia no. Nosotros no. Todavía. Francesco ya no me habla. Sólo habla con su ratón. Un nuevo ataque perpetrado por nuestros propios aviones, una escuadrilla de SM-79: veinte muertos. Nos enteramos de que los oficiales de la división Modena han recibido una orden en la que se afirma que quienes no muestren suficientes dotes de mando serán fusilados. Mi coronel, Gaetano Tavoni, ha resultado muerto en Mali Topojanit mientras dirigía nuestro ataque tras sesenta días sin descansar. Que Dios le tenga en su gloria y le recompense por cuidar de nosotros. Las mujeres de Italia empiezan a mandarnos guantes de lana que se empapan de agua y se nos hielan en las manos hasta el punto de que no podemos quitárnoslos. Francesco ha recibido un panettone de su madre y lo comparte con su ratón Mario. Corta los trocitos con la bayoneta. Hemos sabido que Ciano y los jerarcas del fascismo se han alistado y han optado patrióticamente por ir de excursión en bombardero a Corfú, donde no hay defensa antiaérea.
Cómo odio las polainas. Estamos en la época de la muerte blanca. Trincheras anegadas. El hielo dilatándose en la ropa, el riego sanguíneo interrumpido. Nosotros no odiamos a los griegos, luchamos contra ellos por razones nada claras, sin honor, pero sí odiamos la muerte blanca.
Eso sí, al principio no hay dolor. Las piernas se te hinchan por encima de las polainas, y por debajo los pies se te duermen. Las piernas adoptan tonos chocantes: una sombra de lila, un matiz de morado, negro caoba. Como soy un hombre muy corpulento paso el día transportando a nuestros muchachos heridos detrás de nuestras líneas. Estoy extenuado y perplejo por sus gritos de angustia. He cambiado mis polainas por piel de gato frotada por dentro con lubricante para armas. Llevo las botas impregnadas de cera. El agua sigue penetrando, vivo con el miedo a la muerte blanca. En las tiendas oigo los aterradores chillidos de la amputación: Cada pocas horas me miro los pies y me doy masaje con grasa de cabra descongelada al calor de una cerilla. Dicen que Graziani ha sido derrotado en África. Tenemos trece mil víctimas de la muerte blanca. Hasta los griegos están petrificados de frío; los ataques han disminuido. Francesco ha enloquecido definitivamente. No para de gesticular con la boca todo el rato, su barba se ha convertido en una estalactita de hielo, pone los ojos en blanco y no me reconoce. Se caga encima a propósito para saborear el momentáneo calor. Todo mi amor se ha vuelto compasión. Le hago unos mitones con un par de conejos, dejando la grasa por dentro. Él se come la grasa. Hemos sido reducidos a un millar de hombres con quince ametralladoras y cinco morteros. Hemos perdido cuatro mil hombres. Nuestras líneas son pasto de la muerte blanca, de la amarga ausencia de nuestros amigos, de la desolación del yermo.
En Klisura se nos echan encima los furiosos griegos. A nosotros, que estamos exhaustos y acongojados. Francesco le dice a su ratón: «Dentro de dos semanas, Atenas. Un lugar en la historia para el ratón de Albania. El ratón que derrocó a un rey. El ratón Mario. Ratoncito Mario.» No podemos resistir más y la Julia es derrotada, nuestras tropas enloquecen y se gangrenan, nuestros cuerpos son separados de nuestras almas. La Lupi di Toscana acude en nuestra ayuda y es derrotada; los soldados pasan de lobos a liebres y nosotros los llamamos Lepri di Toscana. Si los veteranos de la Julia no son capaces de vencer, ¿qué posibilidad tendrán los novatos? Los enviaron sin comida a lugares ignotos que no cuadraban con los mapas. No tenían oficiales. Fueron atacados implacablemente. Sacrificio tras sacrificio. Un calvario tras otro. Los enviaron a salvarnos y nosotros los salvamos a ellos.
Contraofensiva. Fracaso. Pérdida de Klisura. Mensaje desesperado de Cavallero: «Os lo suplico en nombre de Italia, haced un último intento. Si pudiera iría a morir con vosotros.» Que se joda Italia. Que se jodan los generales que nunca vienen a morir contigo. A la mierda vuestra confianza y vuestras mendaces promesas de refuerzos. A la mierda las derrotas que vosotros arrebatáis de las fauces de la victoria. A la mierda esta frívola guerra que no comprendemos. Que viva Grecia si eso significa que termine todo esto, la muerte blanca y la nieve encarnada, el frío ingrato y letal, los ríos de tripas, los huesos machacados, los vientres vacíos de alimento y reventados por los morteros y desgarrados por las bayonetas, los dedos paralizados, los fusiles modelo 91 que se atascan, los jóvenes destrozados, las mentes inocentes llevadas a la locura.
Vivimos en perpetuo ofuscamiento. La nieve lo ha vuelto todo irreconocible, de modo que nunca sabemos dónde estamos. ¿Es ésta la escarpa que nos han ordenado tomar? ¿Eso que hay en el fondo del valle es un arroyo, como a dos metros por debajo del reluciente manto blanco? ¿Qué montaña es esa? Que alguien arranque de ahí esas nubes, por el amor de Dios, a ver si lo averiguamos. Esto que estamos cruzando a trancas y barrancas, ¿es una carretera o un río? Tranquilos, lo sabremos cuando lleguemos a la fuente. Tranquilos. Con un poco de suerte, si nos equivocamos puede que nos capturen. Avisar por radio al cuartel general que hemos tomado el objetivo; no sé en qué sitio estamos, pero es tan bueno como cualquier otro. ¿Qué más da? «Al habla el cuartel general, señor. Quieren las coordenadas en el mapa.» «Dile que me den un mapa que se corresponda con algo tangible y les daré esas coordenadas. No, diles que la radio está estropeada.» «Sí, señor». «¿Qué está haciendo ahora, cabo?» «Meando encima del casco para que no brille, señor. Camuflaje, señor. Primero meas encima y luego lo frotas con barro.»
Los griegos avanzan sobre Tepeleni y los de la Julia vamos a apoyar al XI Ejército. Nos adjudican nueve mil reservistas sin instrucción para hacer bulto y doscientos oficiales sin experiencia, más unos cuantos oficiales retirados que no recuerdan las tácticas y no comprenden el funcionamiento de sus armas. Estos veteranos trepan como pueden por los taludes y mueren como los demás, tosiendo hasta diñarla, boca abajo en el barro y con burbujas rojas helándose en sus labios. Los griegos son fanáticos pero fríos, fieros pero resueltos como los que más. Toman el Golico y el monte Scialesit, pero logramos detenerlos antes de que puedan cercar Tepeleni. Viene el Duce a visitarnos y es recibido con la aclamación que han exigido de nosotros. Yo me quedo al lado de Francesco y no voy a vitorearle. Acaba de iniciarse una ofensiva que tiene por único objeto organizar un espectáculo para el Duce, que se queda en Komarit para emperejilarse mientras contempla cómo sus soldados son enviados, oleada tras oleada, a una muerte segura. La vanidad es la madre de la perdición, signor Duce.
Francesco escribe una carta para que yo se la entregue a su madre en caso de que él muera, creyendo que los censores no la dejarán pasar si la envío por correo militar:
Querida madre:
Esta carta te llega de manos de Carlo Guercio, un buen amigo mío y viejo camarada que ha cruzado conmigo las puertas del infierno. No te asustes: es muy grande, pero es un hombre bueno y afable. Sus bromas me han hecho reír en momentos difíciles, su mano me ha confortado cuando tenía miedo y sus brazos me han transportado cuando estaba exhausto. Me gustaría que lo considerases como hijo tuyo para que no creas que todo se ha perdido. Es una persona leal y sincera, nunca ha existido hombre más excelente, y será para ti mejor hijo de lo que yo fui.
Querida madre, vine a esta guerra en estado de inocencia y la dejo tan agotado que me alegro de morir. Después de ésta, no creo que pueda hablarse de otra vida. He llegado a la conclusión de que Dios no hizo de este mundo un jardín, que los ángeles no cuidan de él y que el cuerpo puede ser negado. Tengo la sensación de estar muerto desde hace meses, pero mi alma aún ha de encontrar el momento de partir. Un beso para ti y para cada una de mis hermanas, os quiero con toda mi alma. Di a mi esposa que pienso siempre en ella y que la llevo en mi corazón como una llama inextinguible. No te desanimes. Francesco.
Ah, la de cosas que no le cuento a la madre de Francesco aquel melancólico día de un mes de abril en que le entrego la carta.
18. LAS CONTINUAS FATIGAS LITERARIAS DEL DOCTOR IANNIS
El doctor Iannis se sentó a su escritorio y fijó la mirada en la montaña. Golpeó suavemente con la pluma la superficie descolorida de la mesa y consideró que había llegado el momento de llenar su mochila y hacer una visita a Alekos y su rebaño de cabras. Se maldijo a sí mismo. Se suponía que estaba escribiendo sobre la ocupación de la isla por los venecianos, y sin embargo se dedicaba a pensar en cabras. Parecía llevar en su interior un demonio que conspiraba para impedirle concluir sus tareas literarias y que llenaba su vida y su cabeza de distracciones. El demonio trastocó sus reflexiones con preguntas intrascendentes: ¿por qué rehusaban las cabras comer de un balde puesto en el suelo y en cambio se alimentaban alegremente de plantas que crecían de la tierra misma? ¿Por qué había que colgar el balde de una argolla? ¿Por qué les crecían tanto las pezuñas en primavera y había que recortárselas? ¿Por qué introdujo la naturaleza tan curioso defecto de diseño? ¿Cuándo una cabra no era oveja, y viceversa? ¿Por qué eran unos animales tan sensibles y, al mismo tiempo, tan ilimitadamente estúpidos, como los artistas y los poetas? En fin, el mero hecho de pensar en subir al monte Amos para examinar las cabras de Alekos le hizo sentir las piernas cansadas antes de dar el primer paso.
Cogió la pluma y le vino a la cabeza un verso de Homero: «Nada hay tan bonito como cuando marido y mujer en su hogar viven juntos en armonía de pensamiento y temperamento.» Pero a qué venía eso? ¿Qué tenía que ver con los venecianos? Meditó un momento sobre la adorable esposa que tan cruelmente había perdido y luego se encontró pensando en Pelagia y Mandras.
Desde la brusca partida del muchacho, Pelagia había pasado por una serie de estados anímicos que a él le parecían totalmente nocivos y preocupantes. Al principio su hija había sido presa del pánico y la ansiedad, y a continuación del llanto. Las tempestades dieron paso a días de siniestra y tensa calma, cuando solía sentarse junto a la tapia como si esperase verle llegar por el recodo del camino donde había sido herido por Velisarios. Aun en los días más fríos se la veía allí con Psipsina acurrucada en su regazo, acariciando las blandas orejas de la marta. En una ocasión había llegado a quedarse embobada en plena nevada. Más adelante le había dado por permanecer en silencio en presencia de él, inmóviles las manos sobre el regazo mientras las lágrimas le resbalaban mejilla abajo. Y de repente experimentaba un compulsivo optimismo y se ponía a trabajar con furia en un cubrecama que estaba haciendo para cuando se casara, y luego, con igual brusquedad, se ponía en pie de un salto, arrojaba al suelo su labor, la pateaba y empezaba a desmontarla con una ferocidad rayana en la violencia.
A medida que pasaban los días se hizo evidente que Mandras no sólo no había escrito sino que nunca lo haría. El doctor observó el rostro de su hija y se dio cuenta de que cada vez estaba más amargada, como si creciera en ella la certeza de que Mandras no podía amarla. Se permitió a sí misma encerrarse en la apatía, y el doctor diagnosticó los síntomas típicos de la depresión. Rompió una costumbre de toda la vida y empezó a hacer que le acompañara en sus visitas médicas, pero un momento charlaba con él animadamente y al siguiente se sumía en un profundo silencio. «La infelicidad se disimula con el sueño», se dijo, y la hacía acostarse temprano y la dejaba dormir hasta bien entrada la mañana. Solía encargarle recados imposibles en lugares impracticablemente lejanos con el fin de que el agotamiento físico sirviera de profiláctico contra el inevitable insomnio de los jóvenes y los desdichados, y se esmeró en contarle las historias más graciosas que de sus años de escuchar a charlatanes en la kapheneia o en las salas de oficiales dejos barcos. Fue lo bastante astuto para darse cuenta de que el estado anímico de Pelagia era tal que ella consideraba lógico, y a la vez casi un deber, el mostrarse triste, pasiva y distante; así, insistió no sólo en hacerla reír contra su voluntad sino también en provocarle algunos accesos de ira. El doctor perseveraba en llevarse el aceite de oliva de la cocina para curar casos de eczema, y deliberadamente olvidaba reponerlo, considerándolo un triunfo de la psicología cuando ella se abalanzaba exasperada sobre él con los puños cerrados y él tenía que contenerla sujetándola de los hombros.
Curiosamente, el doctor experimentó una especie de conmoción cuando vio que su tratamiento daba resultado, y la recuperación por parte de su hija de su habitual equilibrio fue considerada un síntoma inequívoco de que su pasión por Mandras había llegado a su fin. Por una parte, él se habría alegrado, puesto que no creía seriamente que Mandras fuera un buen marido para ella, pero por otra, Pelagia ya estaba prometida, y romper un compromiso de matrimonio podía originar desgracias sin cuento. Se le ocurrió la terrible posibilidad de que su hija acabara casándose por pura obligación con un hombre al que ya no amaba. Se encontró, así, esperando con culpabilidad que Mandras no sobreviviese a la guerra, y eso le llevó a la incómoda sospecha de que en realidad no era el buen hombre que siempre se había considerado a sí mismo.
Todo esto fue de por sí bastante problemático, pero la guerra había creado numerosas dificultades que él no podía prever. Podía soportar la falta de existencias de cosas como el yodo y la loción de calamina, pues había alternativas eficaces, pero no había suministro de ácido bórico desde el inicio de la contienda, ya que aquella sustancia en concreto había venido siempre de los vapores volcánicos de Toscana; era la mejor droga que él conocía para tratar infecciones de vejiga y la fetidez de orina. Pero lo peor eran los casos de sífilis que requerían bismuto, mercurio y novarsenobenzol. Este último debía ser inyectado una vez por semana durante doce semanas, y no cabía duda de que todas las existencias habían ido a parar al frente. Maldijo al primer pervertido que contrajo la enfermedad copulando con una llama y a los brutos hispánicos que la habían importado del Nuevo Mundo después de avanzar a guadañadas de violación por los territorios que sojuzgaban.
Afortunadamente la excitación de la guerra había disminuido el número de enfermos imaginarios, no obstante lo cual el doctor se había visto repetidas veces obligado a consultar su enciclopedia médica para intentar arreglárselas sin todas aquellas cosas con que siempre había contado. Había encontrado su Complete and Concise Home Doctor (dos enormes tomos con índice de referencia sistemática, mil quinientas páginas, que abarcaban desde la intoxicación por tomaína hasta consejos de belleza sobre el cuidado y definición de las cejas) en el puerto de Londres, e incluso había aprendido inglés para comprenderlo. Lo había memorizado de la primera a la última página con más entusiasmo y dedicación que los que pone un musulmán en aprender el Corán y convertirse en hafiz. Con todo, se le habían olvidado algunas cosas pues sólo había tenido que consultar ciertas partes de la obra, llegando por su cuenta a la conclusión de que la mayoría de los achaques remitían solos, independientemente de lo que él pudiera hacer. Se trataba sobre todo de presentar un aspecto convenientemente solemne mientras ejecutaba el ritual del examen médico. La mayoría de las exóticas y emocionantes enfermedades sobre las que había leído con tan mórbida curiosidad no habían aparecido nunca en la parte de la isla donde vivía, y se había dado cuenta de que así como el padre Arsenios era un sacerdote del alma, él era poca cosa más que un sacerdote del cuerpo. Los males más interesantes parecían afectar mayormente a los animales, de ahí que siempre le llenara de gozo poder diagnosticar y curar los achaques de un caballo o un buey.
El doctor había constatado que la guerra había tenido el efecto de incrementar su propia importancia, como también la del padre Arsenios. Anteriormente había acabado por habituarse a su condición de fuente de sabiduría, aunque siempre le venían con cuestiones filosóficas -el padre de Lemoni había mandado una vez a su hija a preguntarle por qué los gatos no hablaban-, pero ahora la gente no sólo quería tener toda la información sobre el conflicto armado, sino que le apremiaba para conocer su opinión acerca del tamaño y disposición óptimos de los sacos terreros. Él no se había erigido en líder de la comunidad, sino que había llegado a serlo por un proceso de sufragio invisible, como si un autodidacta como él tuviera que poseer un poco de sentido común, así como ciertos conocimientos ocultos. Se había convertido en una suerte de Aga que sustituía a los agas turcos que la isla había tenido en tiempos, salvo que, a diferencia de los jefes otomanos, a él no le interesaba estar todo el día tumbado sobre cojines entre dos penetraciones de orificios de guapos sodomitas jóvenes que, en su momento, crecerían con una inclinación igualmente antinatural por la pederastia, los narcóticos y la más prodigiosa holgazanería.
El doctor oyó a Pelagia cantar en la cocina y cogió su pluma. Hizo ademán de tornearse la punta del bigote y experimentó un extraño disgusto al recordar que se lo había afeitado como gesto de desafío a Hitler; luego se miró el brazalete negro que llevaba desde la muerte de Metaxas. Suspiró y escribió:
«Grecia está situada en una falla a la vez geográfica y cultural que separa Oriente de Occidente; somos simultáneamente campo de batalla y epicentro de catastróficos terremotos. Si bien las islas del Dodecaneso son orientales, Cefalonia es sin ningún género de dudas occidental, en tanto que el continente es las dos cosas a la vez sin ser del todo ninguna. Los Balcanes han sido siempre un instrumento de la política exterior de la grandes potencias, y ya desde tiempos remotos han sido incapaces de alcanzar siquiera una remota semejanza con la civilización avanzada debido a la indolencia, indocilidad y brutalidad innatas de sus gentes. Es decir que Grecia tiene muchos menos vicios balcánicos que las naciones situadas al norte y al oeste, y se da también el caso de que, de todos los griegos, los cefalonios poseen la máxima reputación de ocurrentes e "intelectuales". Los lectores recordarán que Homero era de aquella región y que Ulises era célebre por su astucia. Homero nos describe también como gente fiera e indisciplinada, pero nunca se nos ha tildado de crueles. De vez en cuando muere alguien por una disputa acerca de propiedades, pero nosotros no tenemos esa sed de sangre que es defecto característico de nuestros vecinos eslavos.
»El motivo de nuestra orientación occidental es que la isla fue ocupada por los turcos durante sólo veintiún años, entre 1479 y 1500, fecha en que fueron expulsados por un ejército mixto veneciano-español. Los turcos volvieron en 1538, y en una sola incursión se llevaron a trece mil cefalonios para ser vendidos como esclavos. La brevedad de su estancia en la isla, sumada a su carácter apático e inerte, sirvió para que a su partida no dejaran ninguna herencia perdurable, culturalmente hablando.
»Aparte este breve período la isla fue veneciana entre 1194 y 1797, cuando fue tomada por el famoso megalómano y belicista Napoleón Bonaparte, quien prometió la unión de la isla con Grecia y luego se la anexionó pérfidamente.
»El lector podrá comprobar sin dificultad que en realidad la isla fue italiana durante unos seiscientos años, lo cual explica muchas cosas que pueden desconcertar al forastero. El dialecto de la isla está repleto de palabras y giros del italiano, los cultos y los aristócratas hablan italiano como segunda lengua y los campanarios de las iglesias están construidos dentro del edificio principal, no así en el resto de Grecia donde la campana se encuentra en el interior de una construcción más modesta y separada, próxima a la puerta. La arquitectura de Cefalonia, de hecho casi enteramente italiana, favorece mucho una civilizada y tertuliana vida privada gracias a sus sombreados balcones, patios y escaleras exteriores.
»La ocupación italiana sentó las bases para un desarrollo cultural que en buena parte siguió una pauta más occidental que oriental, incluyendo en esto el hábito de envenenar a los parientes molestos (Anna Paleólogo mató así a Juan II, por ejemplo), y nuestros gobernantes fueron típicos excéntricos exaltados y tramposos como mandan los cánones italianos. El primer Orsini utilizó la isla para la piratería y engañó repetidas veces al Papa. Bajo su tutela fue abolida la prelatura ortodoxa y la animosidad contra la iglesia católica romana ha durado hasta la actualidad, una aversión incrementada por la arrogancia histórica de esa religión y por su deplorable insistencia en el pecado y la culpa. Se instauraron costumbres italianas como recaudar impuestos a fin de reunir dinero para sobornos importantes, maquinar conspiraciones de una complejidad laberíntica, concertar matrimonios catastróficamente inadecuados, librar despiadadas batallas intestinas, reñir entre familias, trocarse la isla entre, uno y otro déspota italiano (de modo que, temporalmente, fuimos parte de Nápoles) y por último, ya en el siglo xviii se produjo tal estallido de violencia entre las principales familias (los Anino, Metaxas, Karousso, Antypa, Typaldo y Laverdo) que las autoridades deportaron a todos los agitadores a Venecia y allí los colgaron. Los isleños, por su parte, permanecían al margen de aquella pintoresca perversidad italiana, aunque hubo muchos matrimonios mixtos, y así perdimos la costumbre de vestir el traje tradicional mucho antes de que ello ocurriera en el resto de Grecia. Los italianos nos dejaron una manera de ver las cosas más europea que oriental, nuestras mujeres eran considerablemente más libres que en cualquier otra parte de Grecia, y durante siglos nos dieron una aristocracia a la que satirizar e imitar a la vez. Nos alegramos muchísimo cuando se fueron (ignorábamos que vendrían cosas mucho peores), pero debido a la duración de su estancia los italianos fueron sin duda, junto con los británicos, la fuerza más importante en la configuración de nuestra historia y nuestra cultura; ser gobernados por ellos nos resultó tolerable y a veces hasta divertido, y si bien los odiamos siempre, lo hicimos con afecto e incluso gratitud en nuestros corazones. Lo más importante era que tenían el mérito inestimable de no ser turcos.»
El doctor dejó su pluma a un lado y leyó lo que acababa de escribir. Sonrió irónicamente de sus últimas observaciones y se dijo que, dadas las actuales circunstancias, esa gratitud tenía pocas probabilidades de sobrevivir. Entró en la cocina y cambió todos los cuchillos de sitio para que así la ira de Pelagia tuviera un nuevo marco para la catarsis.
Era más fácil ser psicólogo que ser historiador; cayó en la cuenta de que había recorrido varios cientos de años en un par de páginas. Tendría que esforzarse por tomárselo con más calma y narrar los hechos a un ritmo absolutamente escrupuloso. Volvió a su escritorio, recogió el pequeño montón de papeles, salió al corral, olisqueó el aire por si había indicios de la inminente primavera y, estoica y resueltamente, le dio a comer uno por uno los papeles a la cabra de Pelagia. Al doctor le inquietaba su filistea capacidad para digerir literatura. «Maldito rumiante», murmuró, y optó por irse a la kapheneia.