38691.fb2 La mandolina del capit?n Corelli - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 21

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19. L'OMOSESSUALE (6)

La madre de Francesco era una mujer gris con un lunar en la mejilla y una pincelada de vello oscuro sobre el labio superior. Vestía de negro, y todo el tiempo que estuve conversando con ella no dejó de retorcer entre sus manos un trapo para el polvo. Pude ver que de joven había sido guapa y que mi querido Francesco había heredado de ella su buena apariencia; los mismos ojos eslavos, la misma tez olivácea, los mismos dedos de joyero. También estaba la mujer de Francesco, pero apenas me atreví a mirarla; ella había conocido el placer de su cuerpo de un modo que yo nunca conocería. Se quedó sollozando en un rincón mientras su suegra sobaba el trapo y me hacía preguntas.

– ¿Cuándo murió, signor? ¿Hacia buen día?

– Murió en un precioso día, signora, brillaba el sol y los pájaros cantaban.

(Murió un día en que la nieve se estaba derritiendo y debajo de la capa blanca empezaban a aparecer centenares y centenares de cadáveres destrozados, mochilas, fusiles oxidados, cantimploras, ilegibles cartas sin terminar y empapadas de sangre. Murió el día en que uno de nuestros hombres, al ver que la congelación le había dejado sin genitales, se metió el cañón del rifle en la boca y se voló los sesos. Murió el día en que encontramos un cadáver con los pantalones bajados, en cuclillas y de espaldas a un árbol, totalmente congelado en el acto de vencer el incurable estreñimiento de la dieta militar. Debajo de las nalgas del muerto había dos diminutas pepitas de caca manchada de sangre. El cadáver llevaba vendas en lugar de botas. Murió un día en que los buitres bajaron de las colinas y empezaron a arrancarles los ojos a los que llevaban tiempo muertos. Los morteros griegos escupían fuego sobre el farallón y fuimos sepultados por una lluvia de lodo. Llovía.)

– ¿Murió en acto de servicio, signor? ¿La batalla fue ganada?

– Sí, signora. Atacamos una posición griega a la bayoneta y expulsamos al enemigo.

(Los griegos nos habían repelido por cuarta vez con fuego de mortero. Tenían cuatro ametralladoras encima de nosotros que no podíamos ver, y nos estaban haciendo picadillo mientras caíamos. Al final nos llegó una orden invalidando la anterior de tomar la posición, ya que ésta carecía de importancia estratégica.)

– ¿Murió feliz, signor?

– Murió con una sonrisa en los labios, y me dijo que estaba orgulloso de haber cumplido con su deber. Debe usted alegrarse de haber tenido un hijo así, signora.

(Francesco se me abalanzó encima en la trinchera con una expresión de locura en sus ojos. Hacía semanas que no me dirigía la palabra. «Cabrones, hijos de puta -gritó. Luego dijo-: Mira. -Se recogió los pantalones: tenía las llagas moradas de la muerte blanca. Francesco se tocó la carne putrefacta con un brillo de asombro en la mirada, se bajó el pantalón y me dijo-: Se acabó, Carlo. Esto es demasiado. Al cuerno.» Me estrechó entre sus brazos y me dio un beso en cada mejilla. Se echó a lloriquear. Noté que temblaba en mis brazos. Se sacó a Mario del bolsillo y me lo entregó. Agarró su rifle y empezó a trepar por el borde de la trinchera. Yo le cogí del tobillo para detenerlo pero él me golpeó en la cabeza con la culata del arma. Avanzó lentamente hacia la posición del enemigo, deteniéndose cada cinco pasos para hacer fuego. Los griegos se percataron de su heroísmo y no respondieron a los disparos. Preferían capturar hombres valerosos que matarlos. Un obús cayó cerca de él y mi amado desapareció bajo una lluvia de barro amarillo. Se produjo un largo silencio. Vi moverse una cosa donde había estado Francesco.)

– Murió rápido, ¿verdad, signor? ¿No sufrió…?

– Murió muy rápido, de una bala en el corazón. Seguramente no sintió nada.

(Dejé a un lado el fusil y me encaramé a la trinchera. Los griegos no me dispararon. Llegué junto a Francesco y vi que le habían volado una parte de la cabeza. Los trozos de cráneo tenían un tono grisáceo y aparecían cubiertos de membrana y sangre espesa que en parte era rojo intenso y en parte carmesí. Aún estaba con vida. Le miré y mis ojos se inundaron de lágrimas. Me puse de rodillas y lo estreché entre mis brazos. Estaba tan flaco del invierno y las privaciones que era ligero como un gorrión. Me puse de pie y me encaré a los griegos, ofreciéndome a sus balas. Se produjo un silencio y luego, desde sus líneas, alguien gritó con voz ronca: «Bravissimo!» Me di la vuelta y eché a andar hacia mis líneas con el flácido fardo en mis brazos.

Una vez en la trinchera, Francesco tardó dos horas en morir. Su sangre coagulada me empapó la guerrera. Su cabeza destrozada parecía la de un niño y su boca formaba palabras que sólo él podía oír. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. Yo las recogí entre mis dedos y las bebí. Luego me incliné y le dije al oído: «Francesco, siempre te he querido.» Alzó los ojos y buscó los míos. Me miró fijamente. Se aclaró la voz con dificultad y dijo: «Ya lo sé.» «No te lo había dicho hasta ahora», respondí yo. Él esbozó aquella lacónica sonrisa suya y dijo: «La vida es una mierda, Carlo. Yo me encontraba muy a gusto contigo.» Vi extinguirse la luz en sus ojos y como iniciaba el largo y lento viaje hacia la muerte. No había morfina. Su agonía debió de ser indescriptible. No me pidió que le matara; puede que al final apreciara la vida que se le escapaba.)

– ¿Cuáles fueron sus últimas palabras, signor?

– Se encomendó a usted, signora, y murió con el nombre de la Virgen en sus labios.

(Abrió los ojos una sola vez y dijo: «No olvides nuestra promesa de matar al cerdo de Rivolta.» Al rato, en mitad de un espasmo de dolor, se aferró con las manos a mi cuello y dijo: «Mario» Saqué al pequeño ratón de mi bolsillo y se lo puse en las manos. En el éxtasis de su propia muerte apretó el puño con tanta fuerza que el pequeño animalito murió con él. Para ser exactos, se le salieron los ojos.)

– Signor, ¿dónde está enterrado?

– En la ladera de una montaña que en primavera se cubre de tulipanes y recibe la primera luz del sol. Fue enterrado con todos los honores militares, y sus camaradas dispararon salvas sobre su tumba.

(Lo enterré con mis propias manos. Cavé un agujero bien hondo en la trinchera, que inmediatamente se cubrió de un agua ocre. Lo cargué de piedras para que su cuerpo no emergiera a la superficie de la tierra. Lo sepulté en un lugar habitado por ratas gigantes y cabras minúsculas. Me planté sobre su tumba y maté a golpes de pala a las ratas que se acercaban en busca del cadáver. Metí al ratón Mario en el bolsillo de su pechera, justo sobre el corazón. Cogí sus efectos personales. Están en esta bolsa que dejo aquí. Hay una piedra de la suerte procedente del Epiro, una carta de su mujer, la insignia del 9.° Regimiento de Alpini, tres medallas al valor y una pluma de águila que a él le encantaba y que le cayó en el regazo camino de Metsovon. También hay una fotografía en que salgo yo y que no sabía que conservaba.)

– Mientras no haya muerto en vano, signor…

– Signora, ahora somos los amos de Grecia con ayuda de nuestros aliados alemanes.

(Perdimos la guerra y sólo pudimos salvarnos cuando los alemanes invadieron desde Bulgaria y abrieron un segundo frente para cuya defensa los griegos carecían de recursos. Combatimos, nos helamos y morimos por un imperio que no tiene objeto. Cuando Francesco murió cogí su cabeza fracturada y le besé en los labios. Permanecí allí sentado, con lágrimas de rabia cayendo sobre sus atroces heridas, y me juré que viviría por los dos.

No participé en el desmembramiento de Grecia ni en el vergonzoso triunfalismo de una conquista que fue victoria sólo de nombre. Los valerosos griegos cayeron frente a mil cien tanques alemanes, a los que hicieron frente con menos de doscientos carros ligeros, muchos de los cuales habían sido capturados a nuestras tropas. El glorioso avance italiano consistió simplemente en perseguirlos mientras se batían vanamente en retirada para eludir el cerco de los alemanes.

No participé en aquella inicua charada porque el día después de enterrar a Francesco cogí una pistola que le había quitado a un griego herido y, en un momento de fría lucidez, me disparé en una pierna.)