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Pelagia volvió del pozo con un cántaro al hombro, lo dejó en el patio y entró por la puerta cantando. Las malas noticias que corrían por la isla sólo habían servido para acrecentar su valoración de la belleza efímera, y acababa de ver la primera mariposa del año. Se sentía fuerte e indemne y había disfrutado de tener la casa para ella sola mientras su padre estaba en el monte visitando a Alekos y su rebaño de cabras; no les pasaba nada ni a él ni a ellas, pero de esa manera Alekos se ponía al corriente de las noticias, disfrutaba de la compañía humana y oía palabras ya en desuso en su monólogo interior, y el doctor volvía provisto de un buen surtido de carne desecada que al andar producía crujidos y rozaduras en su mochila. Por añadidura, el doctor abrigaba la convicción de que el regreso reporta un placer que compensa el dolor de la partida y que, por tanto, siempre merece la pena partir.
Cuando Pelagia entró en la cocina dejó de cantar bruscamente, sobrecogida de asombro. Sentado a la mesa había un desconocido, un hombre horroroso y salvaje cuyo aspecto era peor que el de los bandidos de cuento. El desconocido permanecía casi inmóvil salvo por el temblor de sus manos, que agitaba rítmicamente. Su cabeza quedaba totalmente oculta por una cascada de greñas informes y descoloridas. De algunos sitios le salían retorcidos tirabuzones, mientras que en otros parecía tener almohadillas de fieltro petrificado; era el pelo de un nazareno o de un eremita enloquecido por la gloria y la soledad de Dios. Debajo de todo ello no pudo ver más que una gran barba desgreñada, coronada por unos ojillos brillantes que insistían en no mirarla. En medio había una nariz despojada de su piel, enrojecida y agrietada, y atisbos de carne casi negra, ajada y mugrienta.
El desconocido vestía los raídos despojos de una camisa y un pantalón, y una especie de sobretodo hecho con pieles de animales, embastado mediante pequeñas tiras de tendón. Pelagia vio que en lugar de zapatos el hombre llevaba los pies cubiertos por unas vendas incrustadas de sangre vieja y coagulada y manchadas de sangre nueva. Respiraba estentóreamente y su olor corporal era absolutamente repugnante; era el hedor a carne putrefacta, a heridas supurantes, a excremento y orina, a transpiración antigua, y a miedo. Miró aquellas manos fuertemente entrelazadas en un esfuerzo por impedir su temblor y se vio invadida por el terror y la piedad. ¿Qué podía hacer?
– Mi padre no está -dijo-. Volverá mañana.
– Pero tú estás contenta. Y cantas -dijo el hombre con voz cascada y llena de flemas, que Pelagia identificó como la de alguien con los pulmones llenos de mucosidad; podía ser tuberculosis o el comienzo de una neumonía, o era quizá la voz de un hombre cuya garganta estaba repleta de pólipos o atenazada por el cáncer. El hielo -añadió el hombre como si no la hubiera oído-. Nunca volveré a tener calor. La obscenidad del hielo. -Se le quebró la voz, y Pelagia advirtió que los hombros le subían y bajaban con dificultad-. Oh, Dios, el hielo -repitió. Elevó las manos delante de la cara y las acusó-. Hijas de puta, dejadme en paz, por el amor de Dios, estaos quietas. -Entrecruzó los dedos y su cuerpo pareció luchar por reprimir una serie de espasmos.
– Si quiere, vuelva mañana -dijo Pelagia, abrumada por aquella espeluznante aparición y sin saber qué hacer.
– No teníamos tacos para andar sobre el hielo, comprendes. El viento arrastra la nieve y el hielo forma aristas más afiladas que un cuchillo, y cuando te caes te cortas. Mírame las manos.
Las tendió hacia Pelagia con las palmas hacia arriba en un gesto que normalmente habría sido un insulto, y ella vio el horrendo dibujo formado por unas cicatrices duras y blancas que habían borrado las líneas naturales, las almohadillas y los callos, dejando grietas rezumantes en las articulaciones. No había uñas ni rastro de cutícula.
– Y el hielo grita. Chilla. Y de él salen voces que te llaman. Y lo miras y ves gente dentro, copulando como los perros. Te hacen señas y se burlan de ti, entonces uno dispara al hielo pero ellos no se callan, y entonces el hielo chilla. Chilla toda la noche, sin parar.
– Mire, no puede quedarse aquí -dijo Pelagia, añadiendo como si se disculpara-: Estoy sola.
Aquel salvaje hizo caso omiso y continuó:
– Vi a mi padre, mi difunto padre, y estaba aprisionado por el hielo y sus ojos me miraban y tenía la boca abierta y yo arremetí con mi bayoneta. Para sacarle de allí. Y una vez fuera, resulta que no era él. No sé quién era aquel hombre, el hielo me engañó, comprendes. Sé que nunca volveré a tener calor, nunca. -Se abrazó con los brazos y empezó a estremecerse con brusquedad-. Pathemata mathemata, pathemata mathemata; se aprende con el sufrimiento, ¿no es así? No te expongas al frío, no te expongas al frío…
El desconcierto de Pelagia iba trocándose en ansiedad aguda mientras se preguntaba qué demonios estaba haciendo allí en la cocina con un vagabundo loco y pestilente. Pensó en dejarlo y correr en busca de Stamatis o Kokolios, pero se detuvo en seco al pensar en lo que podía hacer o robar aquel hombre en su ausencia.
– Váyase, por favor -rogó-, mi padre volverá mañana, él le… -Hizo una pausa, horrorizada ante la cantidad de cuidados médicos que requeriría- mirará los pies.
El hombre reaccionó a sus palabras por primera vez:
– No puedo andar. He venido andando desde el Epiro. Sin botas.
Psipsina entró en el cuarto y olisqueó el aire haciendo bailar los bigotes a medida que obtenía muestras de aquel olor fuerte y nada familiar. Correteó con su estilo fluido y elíptico y subió a la mesa de un salto. Se acercó al hombre neolítico y hurgó en los restos de un bolsillo, emergiendo de él triunfante con un trozo de queso blanco que devoró con fruición. Luego volvió al bolsillo pero sólo encontró un cigarrillo roto, que desechó.
El hombre esbozó una sonrisa dejando al descubierto dientes de oro pero encías sangrantes. Acarició la cabeza del animal.
– Bueno -dijo-, por fin me reconoce Psipsina. -Empezó a llorar en silencio-. Sigue oliendo muy bien.
Pelagia estaba pasmada. A Psipsina le daban miedo los desconocidos, y cómo ese espectro humano sabía su nombre? ¿Quién se lo había dicho? Se secó las manos en el delantal, desconcertada, y luego dijo:
– ¿Mandras?
El hombre volvió la cabeza hacia ella y repuso:
– No me toques, Pelagia. Tengo piojos. Y apesto. Y me cagué encima cuando una bomba estalló a mi lado. No sabía qué hacer y he venido primero aquí. Todo el tiempo he sabido que tenía que venir primero aquí, eso es todo, y estoy cansado y apesto. ¿Tienes café?
Pelagia se quedó en blanco, descentrada por un batiburrillo de emociones: desesperación, insoportable nerviosismo, culpa, piedad, revulsión. El corazón parecía salírsele del pecho. Dejó caer las manos a los costados. Por encima de todo, se sentía impotente. Resultaba impensable que aquel fantasma desconsolado pudiera encerrar el cuerpo y el alma del hombre al que tanto había amado, deseado y echado de menos y, al final, rechazado.
– No me has escrito -le dijo impulsivamente, pues era la acusación que la había reconcomido desde el momento de su partida, la acusación que había acabado convirtiéndose en el colérico y resentido monstruo que le había roído las entrañas de su adoración por él, dejándola vacía.
Mandras levantó cansinamente la vista y dijo, como si fuera él quien se compadecía de ella:
– No sé escribir.
Por algún motivo que ella no comprendió, Pelagia sintió más repugnancia por esa confesión que por su olor nauseabundo. ¿Acaso se había prometido a un analfabeto sin saberlo siquiera? Por decir algo, preguntó:
– ¿No podía haber escrito alguien por ti? Creí que habías muerto. Creí que… no me querías.
Mandras la miró con infinita fatiga y meneó la cabeza. Trató de mantener su taza en equilibrio para beber, pero no pudo y la dejó sobre la mesa.
– No podía dictarle a un compañero. ¿Cómo iba a dejar que todos lo supieran? ¿Cómo iba a permitir que todos hablaran de mis sentimientos? -Meneó una vez más la cabeza e intentó fútilmente beber otro sorbo de café, que se le escurrió por la barba. Volvió a alzar la vista para que al fin ella reconociera sus ojos-: Pelagia, he recibido todas tus cartas. No las pude leer pero las tengo todas. -Hurgó entre sus harapos y extrajo un enorme y manchado paquete atado con cable-. Las llevaba encima para que me dieran calor, sabiendo que tú estabas en ellas. He pensado que podrías leérmelas. Léemelas, Pelagia, para saber todo lo que dicen. -Y añadió con resignación más que con patetismo consciente-: Aunque sea demasiado tarde.
Pelagia estaba horrorizada. Mandras se daría cuenta de la progresiva disminución de su cariño, la mayor concentración en trivialidades a medida que avanzaba la fecha de las misivas. Lo percibiría con mayor claridad que si las hubiera leído en meses sucesivos.
– Luego -dijo ella.
Mandras suspiró pesadamente y acarició las orejas de Psipsina, hablando más para la marta que para su novia:
– Te llevaba aquí dentro. -Se golpeó el pecho con el puño-. Día tras día, todo el rato, pensaba en ti, hablaba contigo. Pude seguir adelante gracias a ti. No fui un cobarde gracias a ti. Las bombas, los obuses, el hielo, los ataques nocturnos, los cadáveres, los amigos que he perdido. Te tenía a ti en lugar de a la Virgen, hasta te rezaba. Te tenía siempre presente, cantando en el patio, y te veía en la fiesta cuando te enganché las faldas al banco y te pedí que te casaras conmigo. Podría haber muerto un millar de veces, pero te tenía frente a mis ojos como si fueras una cruz, un crucifijo por Pascua, un icono, y jamás olvidé nada, recordaba segundo a segundo. Y ardía en mi corazón, ardía incluso nevando, me daba fuerzas y valor, luché más por ti que por Grecia. Sí, más que por Grecia. Y cuando aparecieron los alemanes yo atravesé las líneas, y no podía pensar en otra cosa que en Pelagia, he de llegar a casa de Pelagia… -Su cuerpo se estremeció de nuevo, y de pronto rompió a llorar-. Y ahora sólo me conocen las bestias…
Para confusión e inquietud de Pelagia, Mandras se ocultó la cara entre las manos y empezó a mecerse como un niño ofendido. Ella se acercó por detrás y le puso las manos en los hombros, dándole un ligero masaje con los dedos. Todo era hueso donde antes había sido carne prístina, deseable, perfecta. Y en efecto tenía piojos.