38691.fb2 La mandolina del capit?n Corelli - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 24

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22. MANDRAS DETRÁS DEL VELO

Hablan de mí como si yo no estuviera presente. Pelagia, el doctor y mi madre. Hablan de mí como si estuviera senil o inconsciente, como si fuera un cuerpo sin mente. Estoy demasiado cansado y triste para salir al paso del ultraje. Pelagia me ha visto desnudo y mi madre me lava las intimidades como si aún fuera un bebé, y me dan ungüentos y lociones que escuecen, aplacan y huelen mal; es como si fuera un mueble viejo al que tratar con ceras y aceites y cuyos cojines están hinchados y remendados. Mi madre me examina las deposiciones y habla de ellas con mi prometida, y me dan de comer con cuchara porque no tienen paciencia para soportar el temblor de mis manos. Me pregunto si se me puede considerar vivo en algún sentido.

Supongo que no. Todo se ha vuelto como un sueño. Existe un velo entre ellas y yo; ellas son sombras y yo estoy muerto, y el velo es tal vez la mortaja que amortigua la luz y empaña la visión. He ido a la guerra y eso ha creado un abismo entre mí y los que no han ido; ¿qué saben ellas de la guerra? Yo he topado con la muerte, he conocido la muerte en cada sendero, he conversado con la muerte en mis sueños, he peleado con la muerte en la nieve, he jugado a los dados con la muerte, he llegado a la conclusión de que la muerte no es un enemigo sino un hermano. La muerte es un hermoso hombre desnudo que se parece a Apolo, y a quien no le gustan esos que van marchitándose en la vejez. La muerte es perfeccionista, le gusta lo joven y lo hermoso, quiere acariciar nuestro pelo y los tendones que unen nuestros músculos al hueso. Hace todo lo que puede por conocernos, nuestros rostros alegran su corazón y se planta en nuestro camino para retarnos porque le gustan las peleas limpias, y tras el combate gusta de ofrecernos su amistad, darnos una palmada en el hombro y hacernos reír de la insensatez y la trivialidad de los vivos. Al término de una batalla, vaga entre los muertos levantándolos, poniendo laureles en la frente de los más guapos, y luego los reúne a todos como a hijos suyos y se los lleva a beber vino con sabor a miel, dándoles el sentido de la proporción que jamás tuvieron en vida.

Pero a mí no me llevó y no sé por qué. Lo cierto es que yo era valiente como el que más. Nunca evitaba el peligro, y seguí adelante incluso cuando mi cuerpo era ya una piltrafa. Creo que si viví fue porque nuestros jefes eran muy listos, creo que si viví fue porque a la muerte le gustaban los italianos. La muerte les dijo que avanzaran en columna hacia nuestros puntos más fuertes, y nosotros los segamos como trigo. Pero los generales nos hicieron rebasar el flanco, superarlos en estrategia, emboscarnos, desaparecer y reaparecer. Nuestros generales se lo pusieron difícil a la muerte, y así, en lugar de acribillarme a balazos hizo que mi cuerpo se pudriera en pocos meses como a otros les pasa en sesenta años. Fue a causa del frío, el lodo, los parásitos, el hambre, la congoja, el miedo, las ventiscas de miríadas de cristales afilados, la lluvia en que hasta los peces podían nadar, todas las cosas que es inútil explicar porque un civil ni siquiera puede imaginarlas.

¿Saben lo que me mantuvo firme? Pelagia, sobre todo, y cierto sentido de la belleza. Para mí, Pelagia significaba mi casa. Ya lo ven, yo no luchaba por Grecia sino por mi casa. Yo lo aguantaba todo para poder volver a casa. Por desgracia, la Pelagia de mis sueños era mejor que la Pelagia de carne y hueso. Puedo ver y oír que su héroe le repugna, ahora que he vuelto, y antes de irme sabía que no era lo bastante bueno para ella. Eso significa que si me ama es por compasión, por sacrificio, y eso no puedo soportarlo pues me hace odiarla y despreciarme a mí mismo. Pienso marcharme en cuanto me encuentre bien y así recobrar la Pelagia de mis sueños para amarla sin amargura como hice en aquellas montañas, cuando luchaba por ella y por la idea de un hogar, y a mi regreso seré un hombre nuevo, porque la próxima vez me aseguraré de haber hecho cosas tan grandes que hasta una reina imploraría ser mi esposa. No sé cuáles son esas cosas, pero serán la gloria y la maravilla del mundo, cosas que me adornarán con la exquisitez y la fascinación de las joyas del santo.

He de irme también porque en realidad no tenía que haber vuelto a casa. Lo hice porque me fue posible, y porque venir a casa es como agua helada después de un día en la playa en pleno agosto sin pizca de viento. Necesitaba bañarme en el susurrar de los olivos, en el tintineo de las esquilas, en el cambalache de los grillos, el sabor del Robola y el olor de la sal. Necesitaba la fuerza, sentir los pies descalzos en el suelo que me vio nacer, eso es todo.

El caso es que mi unidad fue arrasada por los alemanes cerca del monte Olimpo. Fui el único superviviente, y mientras estaba allí, sentado entre los cadáveres de mis amigos, se me apareció Pelagia. La desnutrición tiene estos efectos, dicen, además de la fatiga, pero para mí fue como si se plantara delante y me sonriera. Si ella no lo hubiera hecho yo me habría incorporado a otra unidad y habría combatido a los alemanes hasta las Termópilas, pero de repente supe que tenía que regresar a casa aun cuando no conocía el camino. Miré entre los cadáveres y busqué el mejor par de botas, unas que estaban a punto de perder las suelas, pero mejores que las mías. Me las puse y eché a andar hacia el sudoeste.

Cada noche anotaba por dónde se ponía el sol, y cada mañana por dónde salía. Dividía el semicírculo, escogía un punto del terreno y me ponía en marcha. A mediodía verificaba que estaba caminando con el sol a la izquierda. Los caminos estaban repletos del caos de la retirada -asnos moribundos, vehículos abandonados, mochilas y armas, víctimas de los Stukas- y así fui poco a poco atravesando el infinito yermo que, como sé ahora, forma la mayor parte de Grecia. Al principio todo eran arbustos espinosos y árboles enanos que empezaban a echar yemas, pero en algún punto pasado Elasson el terreno se elevaba para convertirse en un inhumano desierto de pinos, desfiladeros, cataratas y cañadas, una tierra de halcones y murciélagos. Había marjales llenos de agua turbosa y flores brutales, laderas resbaladizas cubiertas de guijarros y pizarra, y caminos de cabra que terminaban brusca e inexplicablemente al borde de un precipicio. Destrocé las botas nuevas y fue entonces cuando me envolví los pies con unas vendas. Por la noche Pelagia yacía conmigo mientras yo me helaba en una cueva, y por la mañana andaba delante de mí rumbo al sur. Pude ver el vaivén de sus caderas y el ondear de su falda, vi cómo se agachaba a coger flores, y cuando me caía ella sonreía y me esperaba.

En aquella región hay osos, perros salvajes que podrían ser lobos, linces y ciervos. Hubo ocasiones en que arranqué con mis dientes la carne cruda de una presa abandonada, y en una ocasión un águila soltó sin querer un pichón cerca de mis pies y se lanzó en picado a tal velocidad que sus garras me arañaron las manos cuando me abalancé sobre su víctima. En esos sitios tan desolados también vive gente, personas que son como animales. Los hay rubios que hablan de un modo tan extraño que es imposible entenderlos; viven en pequeñas casas de piedra o bien de madera, visten harapos y se alimentan de unos estofados inmundos que hacen a base de carne y raíces, utilizando para ello unas cacerolas viejas cuyas grietas sueldan con barro. Esas personas me arrojaron piedras, pero cuando caí de rodillas y me señalé la boca con el dedo, me acogieron y me dieron de comer como si fuera un niño. Fue uno de ellos el que me regaló ese coleto hecho de pieles.

De camino empecé a decirme que mi cuerpo se hacía pedazos y que yo estaba enloqueciendo. No sabía qué estaba pasando. No sólo veía a Pelagia sino también a extraños monstruos que me amenazaban con sus fauces repletas de dientes. Pasé por un sitio donde había una cascada, una cascada tan alta que el agua rugía como el mar en la tempestad; caía a una poza donde se arremolinaba sin parar, tragando todo cuanto pasaba por allí, y vi que no había otra forma de ir hacia el sudoeste que cruzándola a nado. A mi izquierda tenía un risco que sobresalía, pero ni una cabra habría podido trepar por él y me pareció que había un ser con tres cabezas que quería devorarme. Me quedé allí plantado sin otra cosa en mente que la batalla entre mi desesperación para llegar a casa y el miedo al agua y al monstruo, Vi a Pelagia andando delante de mí, aparentemente sobre el agua, como Nuestro Señor, y reparé en que había un saliente en la base del risco, así que pasar me resultó tan fácil como vadear los bajíos de la rada de Assos para subir a una barca.

Cuando supe que me estaba volviendo loco supe también que tenía que parar, al menos por un día. Llegué a una barraca de piedra entre unos árboles, en un lugar donde el terreno se elevaba hasta el pie de una montaña y las hojas de pino cubrían el suelo con un manto blando y tupido. Dentro no había nadie, y como no supe discernir si estaba habitada, entré y me acosté contra la pared y me quedé dormido, pero soñé que estaba en un bombardeo.

Alguien me despertó de un puntapié. Cuando vi que era una vieja bruja, me pregunté si habría cambiado de sueño, pero no era así. Era menuda y arrugada, y llevaba sus escasos mechones de pelo sujetados en un moño. Tenía la espalda torcida y encorvada, el vestido hecho jirones, y las mejillas hundidas y la barbilla prominente, pues no conservaba ni un diente.

Un día, cuando tenga Fuerzas para hablar, contaré esta historia a todos los de la kapheneia para que se rían, porque lo cierto es que aquel espantajo se encaprichó de mí. Olvidaba decir que sólo tenía un ojo. El otro estaba cerrado y marchito.

La vieja conocía únicamente una palabra, «Circe», que imagino era su nombre -se señalaba a sí misma diciéndola, así que yo tuve que decir «Mandras» y señalarme también-, y su voz era como el graznido de un cuervo. Su único ojo se iluminaba cada vez que me miraba. Me dio de comer carne de cerdo de la piara que guardaba junto a un bosquecillo de robles para que se alimentaran de bellotas. La mujer me repugnaba y horrorizaba, pero me di cuenta de que era un alma cándida a quien Dios había dado un corazón bueno.

La tercera noche que estuve allí dormí como no dormía desde hacía meses, y como mi cuerpo empezaba a sanar gracias a la comida no soñé con bombas ni cadáveres, sino con Pelagia. En mi sueño aparecía ceñuda e impaciente por mi demora, y por primera vez en mis alucinaciones corrí hacia ella y la besé. Nos fundimos en un abrazo y ella respondió mi pasión y pronto estuvimos tendidos en el suelo del bosque. Ella se aferraba a mí, recorriendo mi cuerpo con sus manos y enardeciéndome, y sus labios quemaban como el fuego. Me mordió el labio y se contoneó, yo le desgarré la ropa para que mis manos conocieran sus pechos y sus muslos, y temblé con los vientos de Dionisos y la penetré. Al momento note en mi ijada la arremetida del deseo, y mientras me retorcía en el supremo instante me desperté.

La vieja arpía se contorsionaba, gemía y graznaba debajo de mí, entrecerrado por el éxtasis su solitario ojo de loca. Por un instante permanecí encima de ella, perplejo y confundido, pero luego me puse en pie de un salto gritando de horror y rabia, pues sabía que la vieja me había seducido adoptando la forma de Pelagia. «Bruja, bruja», le grité dándole de puntapiés, y ella se incorporó para protegerse; los pezones le caían hasta la cintura y tenía el cuerpo lleno de úlceras como las mías. Agitó los brazos y chirrió como un pájaro en las fauces de un gato, y fue en ese instante cuando comprendí que los dos estábamos locos, como loco estaba el mundo. Eché la cabeza hacia atrás y reí. Había perdido la virginidad con una bruja vieja, fea y solitaria, y eso era sólo una pequeña muestra de cómo Dios había apartado sus ojos de nosotros encomendándonos a la maldad y los caprichos del oscuro. El mundo parecía el mismo, pero bajo la superficie le habían salido multitud de forúnculos. Volví a acostarme a su lado y así dormimos hasta el amanecer. Me había dado cuenta de que los humanos estamos libres de culpa.

Ella intentó impedir que me marchara, se arrodilló a mis pies, lloró y aulló agarrada a mis rodillas. Fue un triste espectáculo, pero recuerdo que pensé que como ya nada importaba, daba lo mismo que ella también participara de este padecimiento que ha tomado al mundo por asalto y lo ha arrasado por completo.

Llegué a Trikkala y conseguí que me llevaran en un camión que regresaba del frente con un cargamento de heridos. El conductor miró la sangre de mis pies y los girones de mi uniforme y decidió que yo también era un herido. Así, pude ocupar el sitio de otro que había muerto. En Lipson subí a otro camión hasta Agios Nikolaos y luego hasta Arta y Preveza, y desde allí me fue fácil llegar a Levkas con un pescador amigo que llevaba el correo hasta la isla. Llegué a Ítaca en otra barca de pesca, y a casa en otra más. Fui a pie desde Sami hasta la casa de Pelagia…

A mi llegada no encontré otra cosa que un horror idéntico a mi reacción ante la vieja del bosque, y sólo fui reconocido por un animalito estúpido, Psipsina. La decepción, tras todos aquellos sueños y batallas, errando con Pelagia a mi lado cual faro protector, apagó la llama que ardía en mi interior, y la fatiga se apoderó de mí. Cerré los ojos y caí en las tinieblas, como los espíritus de los muertos.

He dicho que fue Pelagia y el sentido de la belleza lo que me trajo a casa, pero no he dicho nada acerca de lo segundo. Un día de diciembre, cerca del paso de Metsovon y a veinte grados bajo cero, los italianos lanzaron una bengala. El cohete explotó en una cascada de luz azulada delante de la luna llena, y las chispas fueron cayendo a tierra a cámara lenta como almas de ángeles reacios. Mientras aquel pequeño sol de magnesio llameaba en el aire, los negros pinos salieron de sus humildes sombras como si antes hubieran estado cubiertos por un velo virginal y de pronto decidiesen dejar ver el aspecto que tienen en el cielo. La ventisca de nieve latía con la incandescencia de la castidad absoluta del hielo, un mortero escupió desconsoladamente, ululó un búho. Por primera vez en mi vida me estremecí físicamente de algo distinto del frío: el mundo había mudado de piel, revelándose como pura luz y energía.

Mi deseo es recuperarme para volver al frente y experimentar, aunque sólo sea una vez más, ese instante perfecto en que vi el rostro de Gabriel en un instrumento de guerra.