38691.fb2 La mandolina del capit?n Corelli - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 25

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23. 30 DE ABRIL DE 1941

Se cuenta que en el palacio real, que era tan extenso que la familia real se desplazaba en bicicleta y tan abandonado que sus grifos vomitaban cucarachas, apareció una Dama Blanca que presagiaba la catástrofe. Sus pisadas no hacían ruido y su rostro brillaba de malevolencia, y cuando dos ayudas de cámara intentaron arrestarla por agredir a la abuela del príncipe Christopher, la dama se desvaneció en el aire. Si aquel día hubiera vagado por palacio, la dama lo habría encontrado lleno de soldados alemanes. Si hubiera llegado hasta la ciudad, habría encontrado la esvástica ondeando en la Acrópolis, y habría tenido que viajar hasta Creta para dar con el rey.

Los cefalonios no necesitaban fantasmas aviesos que les advirtieran de nada. Dos días antes, los italianos habían tomado Corfú en circunstancias burlescas que iban a repetirse hoy paso por paso, y no había nadie en la isla que no temiera lo peor.

Lo angustioso era la espera. Una gran nostalgia lo invadía todo como una niebla palpable; era como hacer el amor por última vez con alguien a quien uno adora y que se marcha para siempre. Cada momento final de libertad y de seguridad era saboreado e inculcado en la memoria. Kokolios y Stamatis, el comunista y el monárquico, estaban sentados a una mesa limpiando los componentes de un fusil de caza que llevaba cincuenta años acumulando polvo en una pared. No tenían cartuchos, pero, como a todos en la isla, les parecía importante emprender algún gesto de resistencia. Sus dedos buscaban calmar las tormentas de inquietud y especulación que asolaban su mente, y se hablaban en voz baja con un cariño mutuo que contradecía los muchos años de vehementes diferencias ideológicas. Ninguno de los dos sabía cuánto les quedaba de vida, pero se habían convertido en imprescindibles el uno para el otro.

Los parientes se abrazaban más de lo habitual; padres que esperaban ser abatidos a palos acariciaban el pelo de preciosas hijas que esperaban ser violadas. Hijos y madres se sentaban juntos a la puerta de sus casas y hablaban con cariño de sus recuerdos. Los agricultores sacaban sus barriles de vino y los sepultaban en la tierra para que ningún italiano tuviera el placer de beber sus caldos. Las abuelas afilaban cuchillos de cocina y los abuelos recordaban antiguas gestas, tratando de convencerse de que la edad no había hecho mella en ellos; en la intimidad de los cobertizos practicaban el «armas al hombro» con palas y bastones. Mucha gente visitaba sus lugares favoritos por última vez, y comprobaban que las piedras, el polvo, el mar pelúcido y la roca milenaria habían adoptado un aire de tristeza como el que uno encuentra en una habitación donde un niño yace a las puertas de la muerte.

El padre Arsenios se arrodilló en su iglesia e intentó hallar palabras para rezar, desconcertado por la novedosa sensación de haber sido defraudado por Dios. Se había acostumbrado tanto a la idea de estar condenado a ser él el que defraudaba a Dios que no supo encontrar una fórmula exenta de reproches e incluso de insultos. Recurrió a su acostumbrado «Jesús, hijo de Dios, ten piedad de mí, pobre pecador», y pensó que en tantos años de repetirlo no había conseguido aún que la frase surgiese de lo más hondo de su ser. De joven había llegado a creer que algún día esta oración le revelaría la visión de la Divina e Increada Luz, pero ahora sabía que se había convertido en una fórmula, una barrera entre él y el Dios mudo y esquivo. «Jesús, Hijo de Dios -dijo por último-, pero ¿qué demonios te pasa? ¿Qué objeto tenía el Gólgota si el Diablo no era derrotado? Creí que habías dicho que el pecado había sido desterrado ¿Acaso tu muerte fue en vano? ¿Dejarás que nosotros muramos en vano también? ¿Por qué no haces algo? Sé que presides invisiblemente la Eucaristía, pero si eres invisible, ¿cómo sé que estás ahí?» Su papada vibraba de emoción; se sentía como el muchacho que ha llegado a hombre y acaba de descubrir que su padre no le ha dejado nada en herencia. «Jesús, Hijo de Dios -oró-, si no piensas hacer nada, yo sí.»

El doctor Iannis leyó una vez más la célebre carta abierta a Hitler que Vlakhos había publicado en el Kathimerini. Emocionado por su noble y grandilocuente exposición del derecho a la independencia nacional, el doctor recortó el periódico, se levantó y pegó la carta en la pared con una chincheta, ajeno al hecho de que todos los hombres cultos de Grecia habían hecho lo mismo; allí se quedaría hasta 1953, amarilleando, enroscándose por las esquinas, mientras a cada año que pasaba sus sentimientos se intensificaban y reavivaban.

El doctor apartó a Psipsina de su escritorio, se sentó y escribió: «Tenemos la costumbre de comparar a las muchas naciones que han usurpado esta isla con los turcos. Así, romanos y normandos eran peores que los turcos; los católicos, peores aún; los propios turcos, en realidad no tan malos como nos gusta suponer. Los rusos eran infinitamente mejores y los franceses relativamente mejores. A estos últimos les gustaba hacer carreteras, pero no eran de fiar -como los turcos nunca nos prometieron nada, están por definición libres de toda perfidia-, y los británicos fueron durante una etapa peores que los turcos y luego los mejores de todos. La acritud griega contra los británicos surgió porque éstos vendieron descaradamente Parga a Alí Pasha, pero en esta isla fue motivada inicialmente por el gobernador, sir Thomas Maitland, que fue un tirano absoluto. Sin embargo, Charles de Bosset, un suizo que sirvió en el ejército británico, construyó nuestro inestimable puente de la bahía de Argostolion. Lord Napier hizo construir la espléndida sala de justicia de Lixouri, con su mercado porticado debajo (el Markato), y fue tan popular que tras su marcha la población organizó una suscripción para erigirle una estatua conmemorativa. Lord Nugent acabó siendo tan querido que nuestro parlamento le destituyó con un voto de agradecimiento. Frederic Adam, Stewart McKenzie y John Seaton parecen haber sido más panhelénicos que nosotros mismos, pero el general Howard Douglas fue un déspota atroz y escandaloso. Y así sucesivamente. ¿Qué enseñanzas sacamos de esto?

»Que estar asociados a los británicos es que te den a elegir entre dos bolsas atadas con un cordel al cuello. En una hay una víbora y en la otra oro. Con suerte, uno escoge la bolsa de oro, pero entonces descubre que los británicos se han reservado el derecho de cambiarla por la otra sin previo aviso. Y al revés, la mala suerte hará que uno escoja la que contiene la víbora, después de lo cual los británicos esperarán a que te haya mordido para decirte: "No era nuestra intención; coge la otra bolsa."

»No sabemos qué pensar de los británicos. Con los turcos sabíamos que nuestros hijos serían tomados para jenízaros, y nuestras hijas para los harenes. Sabíamos que estaríamos exentos del servicio militar, que nos prohibirían montar a caballo y que nuestros sultanes serían unos lunáticos voluptuosos. Con los británicos no se puede estar seguro de nada, salvo de que te tratarán con desdén y luego te compensarán cien veces por ello. En una ocasión les adoramos tanto que pedimos que el príncipe Alfred fuera nuestro rey -y seguimos rindiendo culto a lord Byron-, pero otras veces nos han dado de patadas en la boca. En este momento constato, con gran pesar en el corazón, que nos han abandonado a nuestra suerte porque consideran que la guerra no se decidirá en Grecia.

»Espero con pesimismo, a sabiendas de que Corfú ha caído y de que esto puede ser lo último que escriba. Encomiendo mi memoria a la posteridad, y también la de mi querida hija Pelagia, y ruego para que quienquiera encuentre estos papeles y mi historia inacabada los conserve intactos. Rezo para que los británicos no nos hayan abandonado irrevocablemente y para que al fin se alcen con la victoria aunque yo haya muerto. Creo que he llevado una existencia buena y útil, y si no fuera por la hija que tal vez no sobreviva y los nietos que tal vez nunca veré, me satisface morir con la esperanza de que, como dice Platón, la muerte pueda ser "… un cambio, una migración del alma de un sitio a otro". Yo nunca lo he creído así, pero la inminencia de la invasión me convence de que la vida es triste y fatigosa, y de que la muerte quizá sea el momento de descansar con mi esposa dondequiera que haya podido ir. Solón dijo que ningún hombre puede ser considerado feliz hasta que muere, porque hasta entonces como mucho es afortunado; feliz en mi matrimonio y afortunado con mi hija. Que no haya sido en vano.»

El doctor cogió una caja negra de hojalata de un estante superior. Dentro colocó el fajo de su historia de Cefalonia y este epílogo; como de costumbre, había empezado por un tema para terminar en otro. Cerró la caja con llave. Se puso la caja bajo el brazo, levantó la esterilla de debajo de la mesa y abrió la trampilla, dejando al descubierto la amplia cavidad que había sido practicada en 1849 para ocultar a los radicales que los británicos habían perseguido primero y puesto en el gobierno después. En aquel agujero donde antaño se habían escondido los fugitivos Joseph Momferatos y Gerasimos Livadas, el doctor guardó su testamento literario. Luego volvió al escritorio, cogió sus dos tomos de The Complete and Concise Home Doctor y se dedicó a repasar los capítulos que trataban de «hemorragia; vendajes; conmoción; torniquete; heridas de bala; quemaduras; cortes; cuchilladas; asepsia; drenaje e irrigación de heridas; tétanos; pus; trepanación para el alivio de las fracturas de cráneo.»

En casa de Drosoula, adonde habían trasladado a Mandras, la hija del doctor era presa de la zozobra y la vergüenza: había empezado a sospechar que Mandras la torturaba a propósito.

Sus dolencias físicas habían disminuido considerablemente. Los nódulos rojos, el eczema, la piel de los pies, todo ello había iniciado un proceso curativo. Tenía la cara un poco más llena, las costillas se habían replegado bajo la carne nueva, empezaba a crecerle el pelo, y el destello de locura en su mirada habíase amortiguado hasta un tenue vislumbre que según el doctor no significaba ninguna mejoría. «Es una lástima -había dicho- que no le hirieran de verdad. Eso le habría dado un motivo concreto de preocupación.» A Pelagia le había asustado y encolerizado aquella observación, pero en esos momentos no deseaba otra cosa que sacar su pequeña Derringer del delantal y pegarle un tiro en la cabeza a su novio. El caso es que Mandras había pasado a un estado menos manejable que la infancia, y ella estaba convencida de que lo hacía ex profeso como acto de venganza o de castigo. Tenía la certeza de que Mandras quería provocarle la mayor intranquilidad, y así era.

El doctor había diagnosticado el comportamiento de Mandras como estupor enérgico, estupor melancólico y, finalmente, estupor catatónico. El extraño modo en que padecía todas estas cosas en distintos momentos le hacía sospechar que no se trataba de ninguna de ellas, pero el doctor era incapaz de dar otra interpretación. «Shock de combate» tampoco le convencía y, al igual que Pelagia, empezaba a sentirse tentado de atribuir el estado del paciente a una necesidad psicológica de esclavizar a los demás mediante su propia inducción a un estado de absoluta dependencia. «Cree que nadie le quiere -decía el doctor- y se comporta así para obligarnos a demostrarle que no es así.»

«Pero si yo no le quiero», pensaba una y otra vez Pelagia, sentada junto a la cabecera de su cama mientras tejía la colcha de matrimonio que aún no superaba el tamaño de una toalla.

Mandras había emprendido su exilio a la inaccesibilidad dramatizando la idea de la muerte. Como afectado de rigor mortis, yacía en la cama completamente rígido, los brazos levantados en una postura que ninguna persona normal habría aguantado más de un minuto. La saliva se le escurría de la boca, cayéndole por el mentón y un hombro y empapando la cama. Drosoula colocó un paño para absorberla, y al volver vio que él se había movido y que la saliva le resbalaba sobre el otro hombro. Debido a la posición de sus brazos su madre se las veía y deseaba para vestirle y desnudarle. Para descartar la catatonia, el doctor le había hecho una prueba consistente en clavarle alfileres; Mandras no había reaccionado, y tampoco cuando el doctor simuló pincharle un ojo. Le alimentaban con sopa administrada mediante un tubo metido en el gaznate, y no orinó ni defecó durante días hasta que Drosoula dejó de intentar que lo hiciera. Ese día ensució las sábanas de tal manera que la madre hubo de salir a la calle a vomitar.

El 25 de marzo Mandras se levantó para celebrar la fiesta nacional. Después de vestirse sin ayuda, se marchó y volvió borracho y alborozado a las tres de la madrugada. Drosoula y Pelagia bailaron cogidas de las manos, riendo de alegría y alivio.

Pero al día siguiente Mandras volvió a quedarse en la cama, abúlico y mudo. Su rigidez se había trocado por un estado en que Mandras parecía haber repudiado su cuerpo. El doctor levantó un brazo y lo soltó: el brazo cayó a plomo sobre la cama como si de una media rellena de trapos se tratara. La temperatura le bajó en picado, los labios se le hincharon y amorataron, se le aceleró el pulso, y respiraba de un modo tan superficial que parecía desdeñar el aire.

Al día siguiente Mandras repitió el estado del anterior, con la salvedad de que ahora se resistía violenta pero diestramente a todo intento de moverlo o darle de comer. Drosoula hizo venir a Kokolios, Stamatis y Velisarios, pero ni siquiera los dos robustos viejos y el gigante consiguieron hacerle abrir la boca para que comiera. Por lo visto estaba resuelto a morir de inanición. Kokolios propuso darle unos azotes, la cura tradicional para los locos, cuya eficacia pasó a demostrar propinando un par de cachetes al paciente. Mandras se incorporó de golpe, se llevó la mano a la mejilla, dijo «Mierda; ya verás cuando te coja, cabrón», y se hundió de nuevo en las sábanas. Todos los presentes habían llegado a tal estado de cólera y frustración que la idea de los azotes no les pareció nada mala.

Mandras continuó su política de resistencia y huelga de hambre hasta la noche del sábado 19 de abril, en que se recobró milagrosamente a tiempo de asistir a los grandes festejos de la Pascua.

El Jueves Santo se procedió a matar y colgar los corderos, los huevos fueron pintados de rojo y lustrados con aceite de oliva, y Mandras casi sucumbió al tradicional puré de lentejas. El Viernes Santo la isla entera se dejó llevar por el aroma del pan de Pascua que hacían las mujeres, y el sábado los hombres asaron los corderos, bromearon unos con otros y acabaron indecentemente borrachos mientras las mujeres se afanaban en preparar puré y salchichas. Durante todo ese proceso Mandras permaneció en cama, inmóvil, cagándose y meándose encima siempre que Drosoula acababa de cambiarle las sábanas.

Pero el sábado por la noche se levantó y, vestido de negro, y con un cirio negro sin encender en la mano, se sumó a la lúgubre procesión de los iconos hasta el monasterio de Sissia. Su estado parecía absolutamente normal; cuando Stamatis le deseó una pronta recuperación Mandras contestó «Que Dios te oiga», y cuando Kokolios le palmeó la espalda y le felicitó por su súbita aparición entre los vivos, él le dedicó su sonrisa de siempre y le espetó el proverbial «Soy griego, y los griegos no estamos sometidos a las leyes de la naturaleza».

En el silencio y la oscuridad absolutos de la iglesia, Mandras aguardó con creciente ilusión. El suspense era insoportable, la guerra que amenazaba con llegar en cualquier momento había hecho de aquélla una Pascua patética; ¿resucitará Cristo tal como nos van las cosas? Muchos se preguntaban si aquéllas iban a ser sus últimas semanas de Pasión en este mundo, y cogían de la mano a sus hijos con más fuerza y mayor emoción. Los que llevaban reloj advertían que los minutos duraban más de lo acostumbrado, y la gente estiraba el cuello para ver mejor el iconostasio.

Por fin apareció el sacerdote con su cirio encendido, y su voz tronó:

– Christos anesti, Christos anesti.

Un grito de júbilo surgió de las gargantas de los peregrinos, que respondieron:

– Alithos anesti, alithos anesti. -Y procedieron a encenderse los cirios unos a otros.

– Cristo ha resucitado -exclamó Drosoula, abrazando a su hijo.

– Pues claro -dijo él en alto, y besó a Pelagia en la mejilla.

Protegiendo la llama de su vela con la mano, Pelagia se preguntó: «¿Mandras anesti? ¿Ha resucitado Mandras?» Captó la mirada de Drosoula y se dio cuenta de que las dos habían pensado lo mismo. Las campanas repicaron por toda la isla y la gente saltó y gritó en son de triunfo, aullaron los perros, rebuznaron los asnos y maullaron los gatos; el regocijo y la fe aliviaban las penas, y la gente se saludaba diciendo «Christos anesti», sin cansarse de oír. «Alithos anesti» a modo de respuesta. Había concluido el ayuno de la semana anterior (en realidad, había sido obligado durante meses) e iba a producirse un nuevo milagro de los panes y los peces a medida que la gente empezaba a sacar los manjares para los que se habían reservado; esos festines debían interpretarse como un puñetazo en el ojo del Duce, un acto de resistencia y desafío.

Durante el banquete de medianoche y el cordero del domingo a mediodía, Mandras pareció el de siempre. La sopa de mayeritsa con su salsa de avgolemono desapareció en sus fauces como si acabara de volver de un día de pesca, y el cordero, espolvoreado de orégano y relleno con trocitos de ajo, fue engullido con apetito voraz digno de un turco. Pero el domingo por la tarde se desvistió e, inevitablemente, se trasladó una vez más a la cama.

Esta vez no sólo consiguió emular a la muerte, sino hacerlo con toda la apariencia del más acuciante dolor espiritual. Ni hablaba ni se movía, el pulso era cada vez más débil, la respiración se redujo al mínimo y la expresión de su cara hablaba elocuentemente de la más aguda y extraordinaria desdicha. El doctor explicó a Drosoula que su hijo seguramente había perdido la fuerza de voluntad, y a continuación se quedó de piedra al ver que Mandras se incorporaba y pedía la presencia de un sacerdote.

Al padre Arsenios le resultó imposible penetrar por la pequeña puerta de la casa, así que su formidable madre hubo de sacar a Mandras y depositarlo junto al embarcadero para que hablara con el clérigo.

– He hecho cosas terribles -dijo-, cosas terribles que no puedo enumerar. -Hablaba con visible esfuerzo, pugnando dolorosamente por pronunciar las palabras con voz apenas audible.

– Dilas, de todos modos -le aconsejó Arsenios, que estaba sudando tras haber venido a pie desde el pueblo y a quien estas situaciones siempre le resultaban profundamente desconcertantes.

– He cometido adulterio -dijo Mandras-. Me follé a la reina.

– Ya -dijo Arsenios. Hubo un largo silencio.

– Me follé a la reina Circe porque creí que era otra persona.

– La reina no se llama Circe, o sea que no hay problema -dijo Arsenios, y se maldijo por haber acudido allí.

– Que Dios me ayude, no estoy hecho para vivir -prosiguió Mandras, convertida su voz en un susurro ronco y confidencial-. Además, tengo esta penitencia.

– ¿Qué penitencia?

Mandras se palmeó las rodillas.

– ¿Lo ve? No puedo mover las piernas, y ¿sabe por qué?

– Hace un momento te he visto moverlas.

Mandras giró lentamente la cabeza con un movimiento mecánico que recordaba la rotación de una rueda dentada.

– Son de cristal -dijo.

El padre Arsenios se puso en pie y volvió adonde Pelagia y Drosoula aguardaban en un discreto aparte.

– Sé lo que le pasa -dijo.

– ¿Qué es, patir? -preguntó Drosoula, con voz de maternal ansiedad y esperanza.

– Está completamente loco. Habría que enviarlo al manicomio del monasterio y esperar un milagro.

El obeso cura regresó anadeando colina arriba y las dos mujeres se quedaron meneando la cabeza. Vieron con sorpresa que Mandras se levantaba y se acercaba a ellas, rígidas las caderas, moviendo agarrotadamente las piernas. Mandras se detuvo frente a ellas, se retorció las manos compungido, se arrancó un trozo de piel del eczema que le quedaba en la pierna, lo blandió delante de sus narices, manoseó torpemente los botones de su camisa de dormir y graznó:

– De cristal.

Volvió a su cama y a los dos días inició un período de cólera histérica. Empezó con gritos, siguió con un extraño episodio en que intentó amputarse la pierna con una cuchara, continuó con una fase en la que daba golpes a diestro y siniestro, y concluyó el 30 de abril con una ira terriblemente lúcida, en el transcurso de la cual pareció recobrar totalmente el juicio e insistió en que Pelagia le leyera sus cartas. Esto le provocó a ella un estado de turbación y vergüenza extremas.

Pelagia empezó por las primeras, aquellas en que el amor y el sentimiento de la separación habían inundado la página de líricos crescendos dignos de un poeta romántico:

– «Agapeton, agapeton, te quiero y te echo de menos y me preocupo por ti, ansío el momento de tu regreso, quiero coger tu dulce cara entre mis manos y besarte hasta que mi espíritu vuele como los ángeles, quiero cogerte en brazos y amarte para que el tiempo se detenga y las estrellas caigan del cielo. Cada segundo de cada minuto sueño contigo, y cada segundo sé con mayor certeza que tú eres la vida, una vida más querida que la vida, la única cosa que la vida puede significar…»

Enrojeció de irritación, horrorizada ante aquellos géisers de emoción que parecían de otra persona, de un ser inferior. Se encogió del mismo modo que hacía cuando su tía le recordaba alguna cosa graciosa que había dicho o hecho de niña. Las palabras de amor se le atascaban ahora en la garganta y le dejaban un sabor amargo, pero cada vez que hacía una pausa Mandras la fulminaba con la mirada y le exigía que prosiguiera.

Se sintió aliviada casi hasta la náusea cuando llegó a las cartas en que empezaban a predominar las noticias. Su voz se aclaró, y notó que se tranquilizaba. Pero Mandras lanzó un grito y se aporreó los muslos con los puños:

– No quiero que me leas esos trozos, no quiero oír hablar de los enfadados que estabais porque yo no escribía. Quiero oír lo otro.

Aquella voz, quejosa como la de un niño mimado, irritaba a Pelagia, pero temía la fuerza y la locura vengativa de Mandras y siguió leyendo, censurando todo aquello que no atañera a la diversidad y calidad de su cariño.

– Las cartas son cada vez más breves -gritó él-, demasiado breves. ¿Crees que no sé lo que significa? -Cogió la última carta del montón y la agitó delante de su cara-. ¡Mira -exclamó-, cuatro líneas! ¿Crees que no lo sé? Vamos, lee.

Pelagia cogió la carta y la leyó para sus adentros, sabiendo ya lo que decía: «Tú nunca me escribes. Al principio eso me ponía triste y me preocupaba, pero ahora me doy cuenta de que a ti te da igual, y eso ha hecho que yo también pierda la ilusión. Quiero que sepas que te he liberado de tus promesas. Lo siento.»

– Léela -exigió Mandras.

Pelagia estaba consternada. Manoseó la hoja de papel y sonrió con gesto conciliador..

– Tengo una letra horrible. No sé si podré descifrarla.

– Léela.

Pelagia carraspeó y con voz trémula improvisó:

– «Cariño mío, vuelve pronto, por favor. Te echo tanto de menos y suspiro por ti más de lo que imaginas. Guárdate de las balas, y…» -se detuvo, hastiada de su papel en aquella charada. Supuso que así debía sentirse una cuando la violaba un desconocido.

– ¿Y qué? -insistió Mandras.

– «Y no sé cómo expresarte lo mucho que te amo» -concluyó Pelagia, cerrando los ojos de desesperación.

– Lee la carta anterior.

Era una carta que empezaba así: «Ayer me pareció ver una golondrina, eso significa que ya llega la primavera. Mi padre…», pero dudó y decidió improvisar otra vez:

– «Cariño mío, te imagino como una golondrina que se ha ido volando pero que un día volverá al nido que te he hecho en mi corazón…»

Mandras la obligó a leer todas las cartas entregándoselas una a una, y así, con lágrimas en los ojos y voz temblorosa, hubo ella de soportar un largo purgatorio de pánico absoluto, cada carta una tortura de Sísifo, que la hizo sudar por todos los poros. Le suplicó que no la hiciese leer más, pero él se mantuvo firme. Pelagia se sentía morir por dentro mientras inventaba desesperadamente palabras cariñosas para aquel hombre al que había acabado compadeciendo y finalmente odiando.

Le salvó el rítmico ronroneo de unos aviones. Drosoula entró a toda prisa, gritando:

– ¡Italianos, italianos! ¡Es la invasión!

«Gracias a Dios, gracias a Dios», pensó Pelagia, cayendo casi inmediatamente en la cuenta del absurdo de su alivio. Corrió fuera con Drosoula y allí se quedaron las dos cogidas del brazo, mientras aquellos marsupiales panzudos pasaban con estruendo, vomitando sus largas estelas de diminutos muñecos negros que experimentaban una sacudida hacia arriba al abrirse sus paracaídas, unos paracaídas de aspecto tan pulcro y bonito como las setas en un campo cubierto de rocío otoñal.

Nada ocurrió como la gente había previsto. Aquellos que habían pensado sentirse abrumados por la cólera padecieron en cambio sensaciones de asombro, curiosidad o apatía. Aquellos que sabían que iban a sentir pánico notaron una calma glacial y una oleada de severa determinación. Aquellos que se sentían terriblemente preocupados se tranquilizaron, y hubo incluso una mujer que se sintió embargada por un casi venial reconocimiento de salvación.

Pelagia corrió colina arriba para reunirse con su padre, siguiendo el atávico instinto por el cual los que se quieren deben estar unidos en el momento de la muerte. Lo encontró de pie en el umbral, como todos los demás en el suyo, protegiéndose del sol con una mano mientras contemplaba el descenso de los paracaidistas. Apenas sin resuello, se arrojó a sus brazos y lo notó temblar. ¿Acaso su padre tenía miedo? Le miró a los ojos mientras él le acariciaba el pelo, y advirtió que sus labios se movían y sus ojos brillaban, no de miedo sino de excitación. Él bajó la vista, irguió la espalda y agitó una mano hacia el cielo.

– Historia -proclamó-, todo este tiempo escribiendo historia y ahora la historia se desarrolla delante de mis ojos. Pelagia, hija de mi vida, yo siempre he querido vivir en la historia.

Dicho esto, entró en la casa y al punto volvió con un cuaderno de notas y un lápiz con la punta intacta.

Al desaparecer los aviones se hizo un profundo silencio. Parecía que no había ocurrido nada.

En los muelles, los hombres de la división Acqui desembarcaron como disculpándose por sus chapuceras lanchas de desembarco y saludaron alegre pero tímidamente a la gente que los observaba desde sus casas. Algunos respondieron alzando el puño, otros agitando un brazo, y muchos hicieron aquel enfático gesto con la palma de la mano que, de tan insultante, en años posteriores se convertiría en una ofensa merecedora de cárcel.

En el pueblo, Pelagia y su padre observaron el deambular de los pelotones de paracaidistas mientras sus jefes consultaban mapas con labios apretados y entrecejos fruncidos. Algunos italianos parecían más bajos que sus rifles. «Qué grupo tan pintoresco», observó el doctor. Al fondo de una de las hileras de soldados, un hombre particularmente minúsculo provisto de un casco con plumas de gallo parodiaba el paso de la oca con un dedo puesto bajo la nariz imitando un bigote. Al pasar junto a Pelagia el hombre abrió unos ojos como platos y aclaró: «Signor Hitler», ansioso de que ella captara el chiste.

Desde la puerta de su casa Kokolios hizo un desafiante saludo comunista, el brazo en alto y el puño cerrado, para quedar totalmente perplejo cuando un pequeño grupo de soldados le vitoreó y le devolvió el saludo, con brío y exageración. Kokolios bajó el brazo y se quedó boquiabierto de asombro. ¿Se estaban burlando o es que había camaradas en el ejército fascista?

Un oficial que estaba buscando a sus hombres se detuvo e interrogó nerviosamente al doctor, agitando un mapa en sus narices:

– Ecco una carta della Cephallonia -dijo-. Dov'é Argostolion?

El doctor escudriñó los oscuros ojos de aquel rostro bien parecido, diagnosticó un caso terminal de extrema afabilidad y replicó, en italiano:

– Yo no hablo italiano, y Argostolion está más o menos enfrente de Lixouri.

– Para no hablarlo, lo hace con mucha soltura -dijo el oficial, sonriendo-. ¿Y dónde queda Lixouri?

– Pues enfrente de Argostolion. Si encuentra una, encontrará la otra, sólo que tendrá que nadar un poco entre las dos.

Pelagia le dio un codazo de advertencia, temiendo represalias. Pero el oficial suspiró, se levantó el casco para rascarse la frente y los miró de soslayo:

– Me voy con los otros -dijo, y así lo hizo, pero regresó un momento después, ofreció a Pelagia una pequeña flor amarilla y desapareció una vez más.

– Extraordinario -dijo el doctor Iannis, garabateando en su cuaderno.

Una columna de hombres más elegantes que los demás pasó desfilando ordenadamente. Al frente de los mismos sudaba el capitán Antonio Corelli del 33.° Regimiento de Artillería; colgado a la espalda llevaba un estuche que contenía la mandolina a la que había bautizado como Antonia, porque era su otra mitad. Al divisar a Pelagia gritó:

– Bella bambina a las nueve en punto. ¡Vista a la izquierda!

Las cabezas de la tropa giraron al mismo tiempo como movidas por un resorte, y durante un sorprendente minuto Pelagia presenció una demostración de las payasadas y expresiones más cómicas y grotescas inventadas por el hombre. Uno de los soldados se hizo el bizco y dobló su labio inferior hacia abajo, otro hizo un puchero y le envió un beso, otro convirtió su paso en andares a lo Chaplin, otro fingió ir tropezando con sus propios pies y otro se puso el casco de través, hinchó las ventanas de la nariz y puso los ojos literalmente en blanco haciendo desaparecer la pupila tras el párpado superior. Pelagia se cubrió la boca con la mano.

– No te rías -le ordenó el doctor-. Nuestra obligación es odiarlos.