38691.fb2 La mandolina del capit?n Corelli - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 31

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28. LIBERANDO A LAS MASAS (1)

Cuando los alemanes se retiraron del norte de África, establecieron su centro de operaciones para la región en el Peloponeso, lo que hizo que Mandras y su pequeño grupo de andartes se vieran obligados a trasladarse a Roumeli cruzando el canal de Corinto.

Mandras no había hecho gran cosa en el Peloponeso. Primero se había asociado con un hombre, y luego con otros dos, entre los cuales no habían concebido plan alguno. Lo único que sabían es que los movía algo visceral, algo que les ordenaba librar a su tierra de extranjeros o morir en el intento. Prendieron fuego a camiones militares, y uno de ellos estranguló a un soldado enemigo y luego se quedó sentado, temblando de miedo y repulsión, mientras los demás le daban ánimos y elogiaban su heroicidad. Estuvieron viviendo en una cueva contigua a un bosque, subsistiendo gracias a los víveres que les llevaba el cura de un pueblo cercano, que les conseguía pan, patatas y aceitunas y se llevaba sus ropas para que las lavara una mujer del pueblo. Un día cortaron los soportes de una pasarela de madera que formaba parte de una senda que conducía a una guarnición local. En represalia por tener que mojarse los pies en un arroyo, el enemigo quemó cuatro casas de la aldea, y el cura y el maestro pidieron a los andartes que se marcharan antes de que ocurriera algo peor. Los cuatro inquilinos que se habían quedado sin casa se unieron a ellos.

En Roumeli había un entusiasta equipo de aficionados británicos (ninguno de los cuales hablaba griego), quienes tras un único día de adiestramiento habían caído en paracaídas, utilizando para ello un moderno modelo de paracaídas que incorporaba víveres y radios atados a las cuerdas de suspensión. Los ingleses habían coordinado grupos guerrilleros con la intención de volar los viaductos del ferrocarril de una sola vía que constituía la principal ruta de aprovisionamiento que empalmaba El Pireo con Creta, y ésta con Tobruk. Supusieron que los grupos autónomos estarían encantados de que los mandaran oficiales británicos, y a los griegos les impresionó de tal forma aquella suposición que la asumieron sin rechistar.

Pero existía un grupo llamado ELAS que era el ala militar de una organización llamada EAM, que a su vez dependía de un comité con sede en Atenas cuyos miembros pertenecían al KKE. Las personas inteligentes cayeron enseguida en la cuenta de que un grupo con semejantes credenciales no podía ser otra cosa que comunista, y que el propósito de toda aquella cadena de controles era ocultar a los ciudadanos normales el hecho de que eran una organización comunista. En un principio reclutaban personas de toda condición, incluyendo republicanos venizelistas y hasta monárquicos, además de socialistas moderados, liberales y comunistas. A todos se los embaucaba fácilmente para que creyesen que formaban parte de la lucha por la liberación nacional y no de un intrincado programa secreto más interesado en la conquista del poder después de la guerra que en vencer al Eje. Los británicos les proporcionaron armas, porque nadie hacía caso de la advertencia de los oficiales británicos in situ en el sentido de que aquello sólo significaba acumular problemas para después, y porque nadie creía que unos extranjeros de tez morena pudieran causar demasiados problemas a los británicos. El general de brigada Myers y sus oficiales se encogieron de hombros y siguieron con su trabajo, por su parte, el ELAS sólo colaboraba u obedecía cuando le daba la gana. Myers y sus oficiales tenían ante sí una tarea imposible, pero consiguieron todo aquello que les habían encomendado valiéndose de una combinación de paciencia y tesón. Llegaron inclusive a reclutar a dos palestinos que incomprensiblemente habían quedado descolgados tras la confusión general de 1941.

Mandras podía haber ingresado en el EKKA, el EDES o la EOA, pero dio la casualidad de que los primeros andartes con los que topó en Roumeli eran del ELAS, y el jefe que lo acogió por primera vez en su grupo particular era abierta y orgullosamente comunista. El hombre fue lo bastante astuto para comprender que Mandras era un alma en pena, un amargado que no ignoraba el motivo de su pesar, un joven impresionable que podía caer fácilmente en el hechizo de los nombres rimbombantes y los conceptos excelsos, un tipo triste y solitario que necesitaba un amigo.

Mandras odiaba las montañas. En su región las había, por supuesto, pero rodeadas hasta el infinito por el agitado mar. No era únicamente que las montañas de Roumeli abolieran el horizonte y lo estrujaran en el abrazo de una enorme, fea y efusiva tía, sino también que le recordaban la guerra en la frontera de Albania que le había costado buena parte de su cordura, sus compañeros y su salud. Las montañas le oprimían y le agotaban, aunque él supiera de antemano con qué se iba a encontrar. Sabía ya lo que era tostarse los muslos y la barriga delante de una fogata mientras el culo y la espalda se quedaban helados, sabía lo que era desnudarse y vadear en invierno -sosteniendo la ropa por encima de la cabeza- unos torrentes que te cortaban la respiración y te dejaban como magullado. Sabía ya que para derrotar a los italianos se necesitaría más o menos la mitad de sus efectivos, y sabía también como cargar y disparar un Mannlicher mientras la otra mano sangraba y se ocupaba de restañar otra herida. Sabía ya lo que era hacerse una vida privada a base de soñar con Pelagia y de confraternizar con camaradas queridos a los que tal vez esperaba la muerte a la vuelta de la esquina.

Mandras ingresó en el ELAS porque no tenía otra elección. Él y sus compañeros estaban tumbados a la bartola en un pequeño refugio de maleza con hojas en el suelo por todo lecho, cuando fueron sorprendidos por diez hombres que los rodearon. Los diez iban ataviados con restos de uniformes y envueltos en bandoleras, llevaban cuchillos al cinturón y sus barbas eran tan largas que todos parecían idénticos. Se distinguía a su líder por un fez rojo que habría hecho muy mal camuflaje de no ser porque estaba descolorido y sucísimo.

Mandras y sus amigos miraron por entre los cañones de un semicírculo de automáticas ligeras, y el hombre del fez dijo:

– Fuera.

Los hombres se levantaron y salieron, temiendo por sus vidas, con las manos en la nuca. Un par de andartes entraron en el refugio, cogieron sus armas y las arrojaron fuera. Las armas se estrellaron contra el suelo con ese curioso ruido mezcla de metal denso, culatas de madera y aceite lubricante.

– ¿Con quién vais? -preguntó el del fez.

– Con nadie -contestó Mandras, confuso.

– ¿No sois del EDES?

– No, vamos por nuestra cuenta. No tenemos nombre.

– Menos mal -dijo el del fez-. Bueno, largaos a vuestros pueblos.

– Yo no tengo pueblo -dijo uno de los prisioneros-, los italianos lo quemaron.

– Vamos a ver, o volvéis a vuestros pueblos y nos dejáis las armas, o nos plantáis cara y os matamos, o bien os quedáis con nosotros a mis órdenes. Este territorio es nuestro y nadie mete sus narices en él, ni siquiera el EDES, así que decidid.

– Hemos venido a luchar -explicó Mandras-. ¿Tú quién eres?

– Yo soy Héctor, aunque mi verdadero nombre no lo sabe nadie, y éstos… -señaló a su tropa- son la rama local del ELAS.

Los hombres sonrieron con amabilidad, cosa que no cuadraba con el aire dictatorial del fez. Mandras miró uno por uno a los suyos y preguntó:

– ¿Nos quedamos?

Todos manifestaron su conformidad asintiendo con la cabeza. Llevaban demasiado tiempo en el campo como para darse por vencidos, y era buena cosa haber encontrado un líder capacitado para dar órdenes. Había sido desmoralizador el ir vagando como Ulises de un sitio a otro, lejos de todo, improvisando una resistencia que nunca parecía dar frutos.

– Bien -dijo Héctor-. Venid con nosotros y veremos de qué pasta estáis hechos.

Desarmados todavía, fueron conducidos en breve columna hasta un pueblecito situado a unos tres kilómetros y en el que sólo había unos cuantos perros larguiruchos, unas pocas casas de muros pandeados cuya piedra había perdido el mortero y se mantenían unidas sólo por la gravedad o la costumbre, y un camino que, de forma provisional y optimista, se había ensanchado hasta formar una calle polvorienta. Había una sola casa guardada por un andarte, y a este hombre se dirigió Héctor, diciendo:

– Sácalo.

El partisano entró en la casa y a puntapiés hizo salir a un viejo macilento que se quedó de pie al sol temblando y pestañeando, desnudo hasta la cintura. Héctor le pasó a Mandras un trozo de cuerda con nudos y, señalando al viejo, le dijo:

– Pégale.

Mandras miró a Héctor sin creer lo que oía, y éste le lanzó una mirada fiera.

– Si quieres estar con nosotros, has de aprender a administrar justicia. Este hombre ha sido declarado culpable. Y ahora pégale.

Era repugnante, pero no imposible, pegar a un colaboracionista. Fustigó al viejo con flojedad, por consideración a sus años, pero Héctor exclamó con impaciencia:

– Más fuerte, más. ¿Qué eres tú? ¿Una mujer?

Mandras volvió a fustigar al hombre, un poco más fuerte.

– Otra vez -ordenó Héctor.

A cada azote le resultaba más fácil; de hecho aquello tenía un efecto vigorizador. Era como si toda la ira acumulada desde el día de su nacimiento brotara de sus entrañas, purgándolo y dejándolo como nuevo. El viejo, que había chillado y se había bamboleado a cada golpe, encogido de miedo, acabó por arrojarse al suelo entre lastimeros gemidos, y entonces Mandras comprendió que podía convertirse en un dios.

Una chica que no tendría más de diecinueve años echó a correr librándose del andarte que la sujetaba y se arrojó a los pies de Héctor. Jadeaba de miedo y desesperanza.

– ¡Es mi padre! ¡Mi padre! -exclamó la chica-. Tened piedad de él, no es más que un viejo, oh, pobre padre mío.

Héctor apoyó la planta del pie en el hombro de la chica y la apartó:

– Calla, camarada, deja de lloriquear o no respondo de las consecuencias. Que alguien se la lleve.

Se la llevaron a rastras, entre súplicas y sollozos, y entonces Héctor le cogió la cuerda a Mandras.

– Tienes que hacerlo así -dijo, como si le explicara algún abstruso concepto científico-. Empiezas por arriba… -Descargó un amplio latigazo sobre los hombros del viejo- Sigues por abajo… -Abrió un nuevo surco de sangre en la región lumbar-. Y después vas llenando el espacio con líneas paralelas, hasta que no le quede piel. A eso me refería cuando dije «pégale».

Mandras ni siquiera advirtió que el hombre había dejado de moverse, de gritar y de gemir. Con silenciosa determinación fue llenando el espacio entre las dos líneas, volviendo a las que pudieran haber dejado un asomo de carne intacta. Le dolían los músculos de los hombros, y al final hubo de parar un momento para enjugarse la frente con la manga. Una mosca se posó en la espalda del viejo, y Mandras la aplastó de un nuevo trallazo. Héctor dio un paso al frente, le arrebató la cuerda y le entregó una pistola.

– Ahora mátale. -Se apuntó con el índice en su propia sien y empleó el pulgar para simular un imaginario percursor.

Mandras se puso de rodillas y apoyó el cañón en la cabeza del viejo. Vaciló, horrorizado de sí mismo. No podía hacerlo. Cerró con fuerza los ojos. No podía quedar mal. Estaba en juego su honor, se trataba de ser un hombre delante de otros hombres. Además, el verdugo era Héctor, él sólo era un peón. Aquel hombre había sido sentenciado a muerte y moriría de todos modos. Se parecía un poco al doctor Iannis, con su ralo pelo gris y su occipital prominente; el doctor Iannis, que no le creía digno de una dote. ¿Y a quién le importa un viejo inútil? Mandras tensó los músculos de la cara y apretó el gatillo.

No miró al revoltijo sanguinolento de sesos y fragmentos de hueso, sino el humeante orificio del cañón de la pistola. Héctor se la arrebató y le devolvió la carabina. Luego le dio unas palmaditas y dijo:

– Servirás.

Mandras hizo un esfuerzo para ponerse en pie pero estaba agotado, y Héctor le puso el brazo bajo la axila para ayudarle.

– Justicia revolucionaria -explicó, y añadió-: necesidad histórica.

Al abandonar la aldea por el polvo y las melladas piedras que una vez más se habían reducido a un sendero, Mandras descubrió que no se atrevía a mirar a nadie, y caminó con la mirada clavada en tierra.

– ¿Qué hizo el viejo? -preguntó al fin.

– Era un puerco ladrón.

– ¿Qué robó?

– Bueno, no es que robara exactamente -dijo Héctor, quitándose el fez y rascándose la cabeza-, pero los británicos nos lanzan provisiones a nosotros y al EDES. Habíamos dado instrucciones a la gente de que nos informaran de cualquier lanzamiento para así llegar nosotros antes que nadie. Es lógico, dadas las circunstancias. Ese hombre fue a comunicar el lanzamiento al EDES, y después de hacerlo abrió una caja y cogió una botella de whisky. Lo encontramos tumbado bajo la lona del paracaídas, borracho como un turco. Robo y desobediencia. -Volvió a ponerse el fez-. Hay que tener mano dura con esta gente, de lo contrario hacen lo que les da la gana. Están llenos de falsa conciencia, y eso es algo que hay que quitarles de la cabeza, por su propio interés. No te lo creerás, pero la mitad de estos campesinos son monárquicos. ¡Figúrate! ¡Identificarse con el opresor!

A Mandras nunca se le había ocurrido ser otra cosa que partidario del rey, pero asintió en señal de conformidad y luego preguntó:

– ¿Las provisiones eran para el EDES?

– Sí.

A sus espaldas oyeron un atroz gemido que rasgó la quietud de la aldea; subía y bajaba como una sirena y, resonando desde el risco hasta las rocas del otro lado del valle, se mezclaba otra vez con las tardías variaciones de su propio eco. Mandras apartó de su mente la imagen precisa de lo que estaba ocurriendo allí -el fúnebre plañir de la chica, morena y joven como Pelagia, que se mecía entre sollozos sobre la carne lacerada de su padre- y fijó su atención en el ulular. Si uno no pensaba en lo que era, sonaba en verdad extrañamente hermoso.